Jean—François Champollion, el hombre que en 1822 lograra descifrar los jeroglíficos, realiza su único viaje a Egipto. Su proyecto es verlo todo, llegar a entender y admirarlo todo, y no duda en avanzar hacia el sur. Ese día sopla con violencia el viento del norte y el Nilo crece amenazador. El padre de la egiptología se detiene en el emplazamiento de Ibrim, en Nubia, donde visita unos santuarios cavados en la roca y medita ante la representación de la esposa de un príncipe.
De golpe se le hace evidente una sorprendente verdad. La postura, la dignidad de esa mujer «demuestra —escribe—, al igual que otros mil detalles semejantes, qué diferente era la civilización egipcia del resto de Oriente , dado que es posible apreciar el grado de civilización de los pueblos según sea más o menos soportable la condición de las mujeres dentro de la organización social».
Con su habitual intuición, Champollion no deja de observar que en el Egipto de los faraones la mujer ocupaba una posición verdaderamente extraordinaria, no sólo con relación a la cultura grecolatina sino también con relación a la sociedad del siglo XIX.
El faraón Ramsés III afirmaba haber favorecido la libertad de movimientos de las mujeres egipcias para que éstas pudiesen ir libremente a donde desearan, sin que nadie las importunase a su paso;[1] se trataba más de recordar un hábito social establecido desde el origen de la civilización egipcia que de una innovación. En efecto, desde la instauración de la monarquía faraónica, la mujer había disfrutado de completa libertad de movimientos, en lugar de verse recluida en una oscura habitación de la casa bajo la autoridad implacable de un padre o de un marido todopoderoso.
Los primeros griegos que visitaron Egipto se vieron sorprendidos por la autonomía de que disfrutaban las egipcias; el geógrafo Diodoro de Sicilia, conmocionado, pretendió incluso que en Egipto la mujer tenía plenos poderes sobre su marido, lo que indujo a creer erróneamente en la existencia de un matriarcado a orillas del Nilo. Es verdad que la madre del faraón ocupaba una posición central en el proceso del poder; también es cierto que sabemos de numerosas inscripciones en las que el hijo menciona el nombre de su madre pero no el de su padre; incluso que algunos grandes personajes hacían figurar a sus madres en las tumbas o, dicho de otro modo, las recordaban para la eternidad. Pero tales indicios no autorizan en modo alguno a concluir que en el Egipto faraónico uno de los sexos ejerciera su tiranía sobre el otro.
Podemos hacer una constatación esencial: algunas mujeres egipcias ocuparon los más altos escalafones del Estado, hecho poco corriente en la mayoría de las democracias modernas. Como veremos, las mujeres tuvieron un papel político y social determinante a lo largo de la historia de Egipto. Gracias a un excepcional sistema jurídico, la mujer y el hombre eran iguales de hecho y de derecho; a ese estatuto legal, que no fue cuestionado antes del reinado de los Tolomeos, soberanos griegos, se añadía una verdadera autonomía, ya que la mujer egipcia no estaba sometida a ninguna tutela.
Esta igualdad entre hombres y mujeres no sólo se impuso desde el principio como un valor fundamental de la sociedad faraónica sino que perduró mientras el país conservó su independencia. No puede negarse que las egipcias disfrutaron de unas condiciones de vida muy superiores a las que conocen en nuestros días millones de mujeres; en algunos ámbitos, como en el de la espiritualidad, a las ciudadanas de los países llamados desarrollados no se les han concedido las mismas prerrogativas institucionales que a las egipcias en su tiempo. Nos parece en verdad imposible imaginar a una mujer papisa, gran rabino o rector de una mezquita, mientras que un buen número de mujeres egipcias ocuparon la cima de la jerarquía sacerdotal.
Lo que llama la atención del observador interesado en el arte egipcio es el inmenso respeto de que era objeto la mujer. Bella, serena, luminosa, la mujer egipcia contribuyó de forma muy activa a la construcción cotidiana de una civilización que hizo un culto de la belleza, sobre todo de la belleza femenina. Una belleza que turbó a los primeros cristianos: temerosos de la seducción de las egipcias, destruyeron numerosas representaciones de mujeres o las cubrieron con yeso para escapar a su mirada. Por suerte fueron muchas las hijas del Nilo que se salvaron de estas múltiples formas de vandalismo y todavía hoy siguen cautivándonos. ¿Quién podría resistirse al soberano encanto de las grandes damas del tiempo de las pirámides, a la gracia de las elegantes de la Tebas del Imperio nuevo, a su divina sonrisa y al amor a la vida que ellas encarnan?
Reinas, mujeres desconocidas y otras que ocuparon cargos de poder, mujeres trabajadoras, sacerdotisas, sirvientas, esposas, madres; ninguna de ellas habría podido llamarse «señora de Martínez», lo que implica la supresión de su apellido, de su nombre y un eclipse de su persona detrás de su marido. La mujer egipcia afirmaba su nombre y su personalidad, sin que ello significara entrar en un proceso de competencia con el hombre, ya que tenía la posibilidad de expresar plenamente su capacidad como persona consciente y responsable.
El Egipto faraónico, al que tenemos acceso desde 1822, fecha en que Champollion descifrara la lengua jeroglífica, no ha dejado de sorprendernos; el estudio de la condición femenina forma parte, precisamente, de los ámbitos en que los avances de la sociedad egipcia resultan más admirables. Conocer a la mujer egipcia es una aventura fascinante, sembrada de sorpresas: desde una mujer faraón hasta una superiora de médicos, desde una mujer de negocios hasta una «cantante de dios»... rostros que trazaron un camino de una riqueza y un esplendor todavía no igualados.