MERIT—NEITH, ¿PRIMERA FARAÓN DE EGIPTO?
LA LEY AFIRMA QUE UNA MUJER PUEDE SER FARAÓN.
Manetón, sacerdote de la época tardía, clasificó a los faraones egipcios en treinta dinastías; también fue él quien se hizo eco de una tradición que aseguraba que existía una ley, promulgada durante la II dinastía, por la que una mujer podía ejercer la función real. Sin gran riesgo de error, podemos situar dicha legislación en los orígenes de la civilización faraónica.
Hacia el 3150 a. J.C. nació la I dinastía, fundada por Menes, cuyo nombre alude a la idea de estabilidad; es posible que Menes también signifique «fulano de tal», lo que indicaría que Menes, el rey «fulano de tal», es el modelo y fundamento sobre el que se apoyarían los soberanos posteriores.
Disponemos de escasa información sobre los orígenes de la civilización egipcia, pero sabemos que la lengua jeroglífica ya se utilizaba en la I dinastía; el estudio de las escasas inscripciones conservadas permite constatar que ya estaban presentes los valores fundamentales del Egipto faraónico, particularmente a través de la persona simbólica del monarca, que debe unir las Dos Tierras y asegurar su prosperidad mediante la celebración de los cultos.
A los faraones de la I dinastía se les atribuían dos sepulturas, una en Saqqara, lugar próximo a El Cairo, y la otra en Abydos, en el Egipto Medio. Es decir, una tumba en el norte y otra en el sur, con objeto de recordar que el faraón debía comunicar esos dos polos complementarios. Una de las dos moradas para la eternidad favorecía la perennidad del cuerpo luminoso e invisible del monarca, la otra el reposo de su cuerpo momificado.
Ahora bien, se nos presenta un enigma: a una mujer, Merit—Neith, «la amada de la diosa Neith», se le atribuye la tumba Y en Abydos y la tumba 3.503 en Saqqara,[1] y sin embargo sólo un faraón podía disfrutar de ese privilegio. Además, esas dos sepulturas son comparables a las de los otros soberanos de la dinastía. La tumba de Merit—Neith en Abydos (19 X 16 m), construida en la profundidad de un pozo con paredes recubiertas de ladrillos, es incluso una de las mayores y mejor construidas del grupo de sepulturas reales de esta época. Entre las paredes de ladrillos se habilitaron ocho capillas de forma alargada, donde se depositaban objetos rituales, vasos y jarras. El suelo de la cámara funeraria estaba cubierto por una especie de entarimado, y un techo de madera protegía la estancia. No faltaban tampoco las estelas erigidas a la memoria de un faraón.
Tanto en Saqqara como en Abydos, la última morada de Merit—Neith está rodeada de las tumbas de los funcionarios y artesanos que formaban su corte, sin olvidar los 77 sirvientes, si podemos fiarnos de los datos aportados por las excavaciones.
Conclusión: Merit—Neith fue el tercer faraón de la I dinastía y la primera mujer faraón.
Con todo, cabe hacer una objeción: en las estelas de Merit—Neith falta la representación del halcón Horus, protector del faraón. Efectivamente, cada monarca recibía el nombre de «Horus—tal». A nuestro entender, la presencia de la diosa Neith en el nombre de Merit—Neith puede paliar esta ausencia; intentemos comprender el porqué.
LA PRIMERA REINA DE EGIPTO Y LA DIOSA NEITH
Si dejamos a un lado a Menes, el antepasado fundador, el primer faraón de la I dinastía fue Aha, «el guerrero». Su esposa, la primera reina de Egipto, se llamaba Neith—hotep, «la diosa Neith está en paz». Una faraón guerrero, una reina pacífica: se trata, sin duda, de la expresión de una voluntad de equilibrio.
Lo importante es que encontramos a la enigmática diosa Neith, que presidió el destino de la primera reina de Egipto y de la primera mujer faraón. Los textos nos explican la razón de esta elección. Neith, viento e inundación al mismo tiempo, es la inmensa extensión de agua que hizo lo que existe, creó las divinidades y los seres, es la gran madre que hizo fecundas las simientes; todo lo que nace procede de ella. Es el gran antepasado del origen, llegó al mundo por sus propios medios; ella es la primera madre, dios y diosa a la vez.[2] Ser andrógino, hombre en dos tercios de su persona y hembra en el tercio restante; varón capaz de desempeñar el papel de una hembra y al contrario, Neith creó el mundo con sólo siete palabras. Se dio a luz a sí misma,[3] recibió los calificativos de «padre de los padres» y de «madre de las madres».
Bajo la protección de Neith, una mujer con un cargo de poder poseía una personalidad autónoma, con mayor razón cuando al faraón se le define como «potencia divina cuyas orientaciones vivimos, padre y madre, único y sin igual».[4]
EL FARAÓN ES UNA PAREJA REAL
La naturaleza del faraón lo define como padre y madre. En el orden humano se expresa a través de la pareja formada por el rey y la reina. Atum, el principio creador, afirma: «Soy Él—Ella»;[5] por otra parte se vincula a su propia expresión femenina, Atumet, simbolizada por una serpiente.
Esta constatación es relevante: una pareja gobierna Egipto, análoga a la primera pareja divina formada por Shu y Tefnut, simbolizada en ocasiones por una pareja de leones. No existe ningún ejemplo de faraón varón célibe, ya que la presencia de una gran esposa real es indispensable para la celebración de los ritos y para mantener los vínculos entre el cielo y la tierra. En cambio, como veremos más adelante, un faraón mujer no necesita de un marido humano; ella es portadora del principio masculino, del mismo modo que Isis llevaba a Horus, aunque sigue siendo faraón, «padre y madre».
Las reinas participaron de manera efectiva en el gobierno del país; lejos de ser «primeras damas» sin perfil ni consistencia, debían desempeñar la función de mujeres de Estado y se las elegía en función de su aptitud para satisfacer dicho cometido. Por esta razón, los textos alaban por igual la autoridad y la belleza de las reinas.
En cualquier caso, no se trata de una forma de feminismo, pues lo que se ponía de relieve era el papel espiritual de la mujer, su participación activa en la creación. Con la desaparición de la institución faraónica se perdió también esta idea, por lo que podemos hablar de regresión y no de progreso.
UNA REINA AL TIMÓN DEL ESTADO
Las excavaciones arqueológicas han sacado a la luz varias sepulturas de mujeres de las primeras dinastías, reinas, madres de reyes o personalidades de la corte; estos hallazgos prueban tanto el respeto reservado a la mujer como su eminente posición en las altas esferas del Estado.
Una de esas reinas, esposa del último faraón de la II dinastía (hacia 2700 a. J.C.), merece una mención especial: a Ny—hepet—Maat, «el timón en manos de Maat», se la considera la precursora de la III dinastía. Su nombre resulta revelador, aunque lo ignoramos todo sobre ella.
Así como nosotros hablamos de «las riendas del Estado», los egipcios preferían hablar de la «nave del Estado», en referencia al Nilo, la gran vía de circulación que procura la subsistencia del país. El que a una reina se la considere «el timón» demuestra que era capaz de orientar correctamente el barco. De manera fundamental se la asimila a la diosa Maat, base de la civilización egipcia.[6] Podemos traducir la palabra Maat por «regla», a condición de incluir en esta palabra las ideas de orden universal, armonía cósmica, equilibrio eterno del universo, justicia celeste inspiradora de la justicia humana, rectitud, solidaridad entre los seres vivos, verdad, justo reparto de los deberes, cohesión social y sabiduría. Maat luce en la cabeza una pluma, la timonera, que permite al pájaro dirigir su vuelo; es también la que inspira la acción cotidiana del faraón. Su función principal es imponer a Maat en lugar del desorden y de la injusticia, luchando contra los defectos inherentes al ser humano: la distracción, la pereza, la sordera respecto al prójimo, la ciega obstinación y la codicia. El faraón debe hacer y decir Maat, de manera que el Estado sea el justo reflejo de la armonía cósmica. Por este motivo, como ha demostrado Assmann, el faraón, súbdito de Maat y servidor de su pueblo, no puede ser un tirano; a él le corresponde proteger al débil contra el fuerte y combatir las tinieblas; es el lazo que asegura la cohesión entre los seres humanos y el vínculo entre la comunidad de los hombres y las potencias creadoras. ¿No fue esta concepción grandiosa al tiempo que eficaz la que permitió a la institución faraónica perdurar durante tres milenios? Desde el punto de vista del historiador, la reina Ny—hepet—Maat, al igual que Merit—Neith, no es más que una sombra inasible; pero estas mujeres encarnan, sólo con sus nombres, la grandeza de la aventura egipcia y nos ofrecen sus claves. Que Maat sea una diosa y que las reinas de Egipto sean sus encarnaciones terrestres, ¿acaso no significa confiar a la mujer la más vital de las responsabilidades?
[3] La diosa se encarna en un coleóptero, el Agrynus notodanta, que puede ser luminoso y crea su descendencia mediante autogénesis.
[6] Véase el libro fundamental de J. Assmann, Maat, l'Égypte pharaonique et l'idée de justice sacíale, 1989.