jueves, 22 de diciembre de 2011

La expedición napoleónica y sus consecuencias



 El Egipto de Napoleón Bonaparte

El 27 de septiembre de 1822 marca, para los egiptólogos modernos, el nacimiento oficial de su ciencia; en ese día, el joven orientalista francés, Jean-Françoise Champollion, presentaba su famosa “Carta a M. Dacier relativa al Alfabeto de los Jeroglíficos Fonéticos empleados por los Egipcios…”, en los que se explayaba sobre sus estudios sobre la célebre Piedra de Rosetta.
Nadie ignora que los trabajos de Champollion partieron de las inscripciones talladas en dicha losa de basalto negro, que registra un único texto en tres escrituras diferentes: dos egipcias – jeroglífico y demótico -, y otra griega. El objeto recibió su nombre del hecho de haber sido descubierta por casualidad por el oficial francés Pierre Bouchard, en agosto de 1799, cuando se encontraba laborando en unas faenas de remodelación de la fortaleza “Julien”, en una zona aledaña a la villa de Rosetta, cercana a Alejandría, en el Delta occidental egipcio. El monumento vio la luz al demolerse un muro, ante lo cual, el avispado oficial, notificó su descubrimiento a su oficial superior, el general Menu, quien, de inmediato, lo hizo llevar a Alejandría para dárselo a los sabios que acompañaban a la expedición. Porque Bouchard era parte de las tropas del ejército que Napoleón Bonaparte usaba para conquistar el Egipto de los musulmanes, y que había invadido sus territorios hacía menos de un año.
De esta manera, nos encontramos con que el monumento que brindó la clave para recobrar la escritura y la lengua de los faraones, como herramienta fundamental e imprescindible para recobrar a la civilización que la produjo, fue obtenido en el transcurso de una expedición de corte netamente militar, y no de una misión científica propiamente dicha. Pero pese a la naturaleza bélica de dicha expedición, el contingente armado estaba acompañado por un nutrido grupo de científicos y artistas, que representaban a la crema de la intelectualidad  francesa de sus tiempos. ¿Puede concebirse una misión más extravagante? Y si la misma no nació de un trasnochado sueño del Gran Corso, ¿qué motivó su realización? Las consecuencias de la “Expedición a Egipto” fueron enormes, no sólo para el destino del general Bonaparte, sino para la historia de la Arqueología y de Egipto mismo.
La extravagancia de su consumación se hace evidente en el hecho de embarcar al más preparado ejército de la República sin revelarle el destino final de su viaje, en momentos en que la flota británica es la dueña absoluta del Mar Mediterráneo. Por otra parte, en Europa se estaba armando una alianza de países hostiles al proyecto francés de la República, amenazando invadir su territorio de manera inminente. Además, la invasión se efectuó contra un país al que no se le declaró la guerra en ningún momento, ni por motivo aparente alguno. Mas la justificación más delirante fue la de la necesidad de fundar una colonia, en un momento en que Francia declamaba a los gritos la autodeterminación de los pueblos.


Batalla entre navíos ingleses y franceses

Para entender los motivos que tuvo la “Expedición a Egipto” es necesario retrotraerse a la proclama de paz de Campo Formio, en 1797. A partir de entonces, Napoleón se convirtió en el general más popular de Francia, en tanto el Directorio vivía la más grande impopularidad. Sin embargo, Bonaparte consideraba que no era el momento adecuado para dar un golpe de estado, basándose en que su prestigio se fundamentaba no sólo en sus hazañas militares, sino también en su sumisión y lealtad por las instituciones – más no por sus representantes. Por un lado, el Directorio parecía todavía sólido en el gobierno, habiéndose sacado de encima a sus adversarios políticos, en tanto que, por el otro, el consenso popular se oponía rotundamente a las aventuras militares, como lo habían ya comprobado La Fayette, Dumouriez y Pichegru. Para Napoleón se necesitaba una “gran campaña”, cuyo triunfo consolidara su imagen de ser el único individuo capaz de salvar a la República. La idea de atacar a Inglaterra no le seducía en lo más mínimo, a la vista del desastroso intento de Hoche, y él no estaba seguro de correr mejor suerte en ese proyecto.
El día 3 de julio de 1797, Talleyrand leyó, en una sesión pública del Instituto de Francia, un ensayo sobre las ventajas de crear nuevas colonias debido a la particular situación en que se encontraba la República, retomando la vieja propuesta hecha por Choiseul de que Egipto fuera cedido a Francia. Egipto era un país musulmán, casi inaccesible en esa época, y los europeos que allí habían estado no se habían aventurado más allá de El Cairo, excepto algunos pocos, por lo que, prácticamente, se desconocía el mismo casi en su totalidad. Pero, en París, estaba a la mode la misteriosa tierra del Nilo: en 1785, Savary imprimió sus “Cartas sobre Egipto”, en las cuales describía su estadía allí entre 1776 y 1779; y, en 1787, Volney editó sy “Viaje por Egipto y Siria”, obra en la que, pese a haber estado sólo siete meses en 1782 en la tierra de los faraones, y no describirlo en lo más mínimo, sí hizo unos vivaces y admirativos comentarios sobre sus antigüedades, que resultaron una fuerte motivación para Napoleón y los savants de su expedición, a tal punto que éste fue el único libro que llevo consigo en su aventura militar. De hecho, poco y nada se conocía sobre Egipto en Francia o en Europa en general, apenas que era una provincia otomana, y mucho menos se sabía de su pasado histórico, salvo lo que los clásicos griegos y romanos, o los viajeros de la Baja Edad Media y el Renacimiento habían escrito sobre ella. Para muchos de ellos, Egipto era la “Ruta del Sur” que los Cruzados habían elegido como alternativa para llegar al Santo Sepulcro de Jerusalén, en donde habían hallado los “Graneros de José” bajo la forma de las Pirámides de Guiza. Y, entre los franceses que se habían dignado referirse a tan exótica y legendaria tierra, sólo el sacerdote dominicano Vansleb, en 1672, fue enviado por Colbert para “adquirir manuscritos y medallas antiguas”, quien había llegado a las costas del Mar Rojo y visitado el convento copto de San Antonio, y al Egipto Medio, siendo el primer explorador que describió las ruinas de Antinóopolis (Antinoë), la ciudad romana erigida por el emperador Adriano en memoria de su favorito Antinóo, quien murió ahogado en ese sitio durante un paseo en el barco del césar.


Por su lado, el viajero parisino Jean de Thévenot descubrió el Medio Oriente para sus pares a través de los grabados de su obra “Viaje por el Levante”, que fuera impresa en 1644. Entre los precursores del interés por Egipto no puede dejar de mencionarse al cónsul general de Francia en ese país, Benoit de Mallet, quien ostenta el dudoso honor de iniciar la serie de diplomáticos que, durante el siglo XIX, se encargaron de despojar al país de sus tesoros artísticos y arqueológicos. Maillet proveyó las colecciones de los condes de Pontehartrain y de Caylus. El grueso de la última, hoy en día, constituye parte del Gabinete de Medallas de la Biblioteca Nacional de París. Adelantándose a muchos de los depredadores europeos, Maillet pensó en trasladar a su país la “Columna de Pompeyo” que se eleva en Alejandría, y únicamente las dificultades presentadas por su traslado evitaron tamaño despropósito.  Su libro, publicado en 1735, tenía un título premonitorio para la campaña que encararía Napoleón y su ejército por las dunas del desierto egipcio: “Description de l’Ëgypte”, exactamente el mismo que Bonaparte impondría a los editores de la monumental publicación de sus sabios acompañantes. Esta obra, y la que Claude Sicard, superior de la misión jesuítica en El Cairo, publicó en 1726 con el título de “Paralelo geográfico del Egipto antiguo y el Egipto moderno”, facilitaron grandemente los viajes por la región. En 1722, Sicard ya había enviado al rey Felipe el primer mapa de Egipto en el que situaba con exactitud a las ciudades de Menfis y Tebas, los grandes templos de Edfú, Elefantina, Esna, Dendera y Kom Ombos, entre otra miríada de villas y lugares históricos antiguos y modernos.



Fueron estos antecedentes los que le permitieron a Talleyrand, en su ominosa declaración, decir que el fin del imperio otomano en Medio Oriente y Europa – en especial en los Balcanes – estaba por producirse en lo inmediato, y que era el momento de que Francia se preparase para recoger los despojos del mismo, a fin de preservar el comercio con el Levante. También anunció que, una vez que Egipto fuera anexado a la República, debía mandarse una misión desde Suez con destino a la India, que debía unir fuerzas con Tipoo-Sahib, el sultán de Misore que expulsó a los ingleses en 1784, amenazando a los británicos en uno de sus lugares más importantes. Finalmente, subrayó que como Austria, Prusia y Rusia estaban muy ocupados fagocitándose a Polonia, nadie protestaría por tal movida política. Pese a las primeras objeciones del Directorio, tan desquiciada propuesta fue aceptada, aunque se le exigió a Talleyrand que, previamente a efectuarse la conquista de Egipto, debía viajar a la Sublime Puerta para explicarle al sultán turco que dicha ocupación no debía verse como un “acto de guerra” en su contra, sino que la provincia otomana serviría de base para agredir a Inglaterra en la India; debía ganarse el favor del gobernante musulmán aduciendo que, de paso, le resolverían el problema de los Mamelucos, quienes gobernaban allí en su nombre, pero, en realidad, no le tomaban en consideración. Esta misión preliminar nunca se realizó, aunque el Directorio no dudó en seguir adelante con el proyecto, y. aunque se dijo que el plan entusiasmó al propio Napoleón, su hermano Joseph, en “Memorias de Fouché” comenta que el general dudó mucho antes de aceptar la idea, considerándola una trampa del Directorio para desembarazarse de él. Y no se equivocaba tanto; era obvio el interés que tenía el Directorio por enviar al general más popular de Francia a “una vaga y misteriosa región poblada de salvajes, demonios, serpientes mágicas, pigmeos y bestias monstruosas”, de la que, sin duda, no retornaría vivo.


La Batalla de las Pirámides

No entraremos en detalle en las andanzas militares de la “Expedición a Egipto”, iniciada el 19 de mayo de 1798, con la partida desde el puerto de Toulon, y concluida el 22 de agosto de 1799, con el apresurado retorno de Bonaparte a Francia y el abandono de su ejército, en manos del general Kléber, a su propia suerte en Egipto. Nuestra atención se focaliza ahora en las consecuencias que trajo consigo esta aventura delirante y colonialista para el país africano y para los orígenes de la Egiptología europea.
Todos sabemos que el ejército napoleónico fue acompañado por un nutrido grupo de savants que incluía, entre otros, a veintiún matemáticos, diecisiete ingenieros civiles, tres astrónomos, trece naturalistas, ocho dibujantes, diez literatos,… pintores, poetas, la lista es interminable. Si, como se dice, fueron Napoleón y su esposa, Josefina de Beauhharnais, quienes propusieron los nombres, sin duda alguna, no hubo uno que fuera dejado fuera de la lista. De entre la enumeración de personalidades, destaca la de Vivant Denon, quien fue sugerido por Josefina. Denon era un excelso artista y un consumado dibujante y grabador. Desde su desembarco en Alejandría, el 1° de agosto de 1798, fue con el cuerpo expedicionario del general Desaix en su misión de perseguir por el Alto Egipto al bey mameluco Murad. En el interín, e incluso mientras las balas silbaban a su alrededor, Vivant registraba y dibujaba cuanto monumento se le pusiera a tiro. Sus croquis se volvieron, proceso del grabado mediante, las láminas que acompañarían su libro “Voyage dans la Basse et la Haute Égypte”, editado en París en 1802 – el mismo año en que se leía el texto griego de la Piedra de Rosetta -, el cual conoció un inmenso e instantáneo éxito sin parangones.
Se contaron cuarenta ediciones sucesivas y se tradujo al alemán y al inglés casi al instante. En Francia misma, fue un auténtico “best seller” entre los intelectuales y la élite gobernante. A su vuelta de Egipto, Napoleón reconoció las excepcionales dotes de Vivant, y le nombró Director General de Museos y lo puso al frente del recientemente fundado Museo Napoleón Bonaparte, el actual Museo del Louvre. Fue gracias a su obra que Europa conoció en toda su dimensión la antigüedad, la riqueza y la belleza de las construcciones egipcias, y fue también la que dio origen a la Egiptomanía en el Viejo Continente, como una epidemia que invadió, en cuerpo y espíritu, a estudiosos y cazadores de tesoros por igual. El libro de Denon se vio ampliado por la casi inmediata edición de “Description de l’Égypte”, o “Recopilación de las observaciones hechas en Egipto durante la Expedición del ejército francés, publicadas por orden de S. M., el emperador Napoleón”, aparecida en nueve tomos de texto y once de láminas, en tamaño “folio imperial”, entre 1809 y 1822, y cuya realización estuvo a cargo de la “Comisión de Ciencias y Artes del Ejército de Oriente”.


 Napoleón visitando Guiza. Maurice Orange (1867-1916)

Estas publicaciones de Denon y la Comisión causaron verdadera sensación en toda Europa, y Egipto, y en menos de lo que canta un gallo, se convirtió en el centro del interés del mundo civilizado. Cientos de personas, de todo origen y cultura, ya por ilustración, ya por curiosidad, estudio o sed de aventuras, deseaban ver in situ las maravillas que esas obras les comentaban e ilustraban. El ascenso de Bonaparte, primero a “cónsul” y luego a “emperador”, se tradujo en la arquitectura, el mobiliario y la orfebrería francesa, áreas en las que esta pasión arrolladora por el antiguo Egipto se convirtió en el estilo “retour a l’Égypte”, que, luego, se esparciría a todo el continente y las islas británicas, llevando a la Egiptomanía a un paroxismo solamente emulado por el hallazgo de la tumba de Tutanjamon, en 1922. El literal redescubrimiento del antiguo Egipto llevó a los europeos a una gran fascinación por el Medio Oriente, y el “viaje a Oriente” se volvió una constante en la producción literaria y artística en general.


Pero así como mucha gente culta se había interesado por los logros inusitados de la expedición napoleónica a Egipto, también había despertado un sentimiento indeseable; la avidez por hacerse con su pasado material, de apropiarse de la antigüedad egipcia, representada por su legado material. Algo que sólo podía lograrse por el saqueo y el pillaje indiscriminado de la antigua cultura faraónica, actividades que fueron toleradas, y hasta diríamos que alentadas, por los propios egipcios modernos durante el gobierno de Mohamed Alí, entre 1805 y 1849, quien, en aras de la modernización de su país, poco se preocupó de preservar su pasado. Para él, las antigüedades fueron una herramienta para granjearse la buena voluntad y los favores de las potencias europeas, y, en dicho tráfico, los cónsules establecidos en Egipto jugaron un papel fundamental. Debido a su envidiable posición para conseguir la autorización de Alí para emplear mano de obra y remover la tierra egipcia en la búsqueda de  “obras de arte”, ya que tanto el suelo como la gente eran propiedad única y absoluta del Virrey. A cambio, los cónsules intercedían ante sus respectivos gobiernos para que se adquiriera la maquinaria destinada a la naciente “industria egipcia”, con el consiguiente doble negocio en su favor.


Mohamed Alí (1805 -1849)

De este modo, cónsules generales como Anastasi (por Suecia y Noruega), Drovetti y Sabatier (por Francia) o Henri Salt (por Inglaterra), primero que nada obtenían el firmán de Mohamed Alí, luego reclutaban “agentes” entre los europeos que buscaban ganarse la vida en Egipto, quienes, a posteriori, exhumaban o adquirían por cualquier medio posible los objetos y monumentos que después embarcaban rumbo a Europa. Basta recordar el desempeño de uno de estos “diplomáticos del saqueo” para tener un cuadro de todos ellos: Drovetti, un piamontés naturalizado francés, había sido coronel en el ejército de Bonaparte en 1798, y había salvado la vida del general Murat en esa oportunidad. Agradecido, el favor de Murat le valió regresar a Egipto, en 1803, en calidad de Vice-Cónsul, para terminar siendo el cónsul general de su país, en 1810, posición que reforzó sus vínculos con el Virrey albanés. En 1814, con el advenimiento de Luis XVIII, perdió su cargo, pero lo recuperó poco después de la ascensión de los Borbones, entre 1820 y 1829, lo que, de nuevo, afianzó sus lazos con el trono egipcio. A todo esto, Drovetti nunca abandonó El Cairo, en donde, durante sus años fuera del servicio diplomático, continuó actuando como un “coleccionista de antigüedades”, favoreciendo su actividad favorita: a diferencia de otros cónsules, a él le encantaba participar personalmente de la expoliación de antiquités, como daba en llamarles, dirigiendo las depredaciones. Su “agente” preferido, por lo hábil y prolífico, era un escultor marsellés de nombre Jean-Jacques Rifaud, quien llegó a Egipto como un buscavidas más y terminó al servicio exclusivo de Drovetti; tuvo la dudosa fama de esculpir su nombre en cada monumento que caía en sus manos.


El templo de Karnak, según David Roberts

A medida que la colección de antigüedades rejuntada por Drovetti crecía y crecía, en el patio del consulado, se la ofreció a Luis XVIII para el Museo del Louvre, pero el monarca se negó a adquirirla por considerar que su precio era exageradamente elevado, y así la “Primera colección Drovetti” fue a manos del rey de Piamonte, Carlos-Félix, quien pagó 400.000 liras para el Museo de Turín, que fue el primer museo europero en contar con una colección egipcia de primer orden. Alentado por esta primera transacción, Drovetti redobló sus esfuerzos por juntar otra colección, la que, otra vez, ofreció al rey de Francia, que esta vuelta era Carlos X, y que, asesorado por Champollion, la terminó comprando por 200.000 francos para el Louvre, y que se constituyeron en su fondo mayoritario de piezas egipcias actuales. Finalmente, Drovetti reunió otro conjunto de objetos que, en 1836, terminó vendiendo por 36.000 francos al rey de Prusia, quien fue asesorado por Karl Richard Lepsius, que formó el núcleo central del Museo Egipcio de Berlín.
Todas las colecciones de los grandes museos europeos tuvieron idéntico o similar origen: el pintor inglés Henri Salt, luego de su recorrida por el Medio Oriente haciendo las ilustraciones para los libros de los turistas ingleses, fue nombrado cónsul general de su país, en 1816, y, tomando nota de la actividad de Drovetti, decidió imitarlo. Como él, juntó tres “colecciones”: la primera fue comprada por el Museo Británico de Londres, en 1818; la segunda, por Carlos X de Francia, en 1824; y la tercera fue de nuevo al museo inglés, en 1827, luego de su deceso. La cantidad de objetos que integraban sus dos últimas colecciones dan una idea de la depredación sufrida por el país del Nilo: 44.014 y 1.083 piezas, respectivamente. Y recordemos que, por otro lado, una recorrida por estos grupos de objetos enseña que los cónsules preferían los de gran porte, como obeliscos, sarcófagos de piedra, estatuas de todo tipo, etc. No existía ningún proyecto, por más delirante que fuera, que no se considerase en todo detalle, ni se estuviera dispuesto a llevar a cabo, con tal de echarle el guante a las maravillas del Egipto milenario.
No debemos creer que el exacerbado “patriotismo” de los cónsules europeos por dotar a los museos de sus naciones – y, a sus bolsillos, de abultadas sumas de dinero -, fue algo exclusivo de ellos; bien por el contrario, los “egiptólogos ilustres” de esos tiempos no les fueron a la zaga, haciendo gala del mismo sentimiento. El prusiano Karl R. Lepsius, director de la campaña organizada por el rey de Prusia, entre 1842 y 1845, para estudiar los monumentos de Egipto, proveyó al Museo Egipcio de Berlín con no menos de dos sepulcros enteros, entre una innumerable cantidad de objetos menos voluminosos. Una anécdota que le involucra dará una idea de la competitividad entre “especialistas del saqueo” – aunque se disfrazaran de “científicos” -: el arquitecto e ingeniero francés Prisse d’Avennes, que ya entre 1829 y 1836 había trabajado para el gobierno egipcio, se había instalado, a partir de 1833, en Luxor, para dedicarse enteramente a la “arqueología”. En un momento dado, se enteró que Lepsius tenía la intención de desmantelar la Sala de los Ancestros o Cámara de los Reyes del Gran Templo de Amón en Karnak para llevarla a Berlín. Prisse se apresuró a desmantelarla por su cuenta, encajonó los bloques y los puso a bordo de un navío sobre el Nilo, rumbo a El Cairo, para enviarlos al Louvre. En el interín del trámite, se cruzó con la flotilla naval de su competidor, y Lepsius le hizo una visita de cortesía a bordo, en la cual le confió cuáles eran sus propósitos. El francés se cuidó muy bien en no decirle que las cajas sobre las que estaban tomando un café, ya contenían el ambicionado tesoro, y que su destino sería París y no Berlín.


El templo de Karnak, según David Roberts
El despojo de Egipto, como de tantos otros países, ya en aras de la Ciencia, ya en pos de la Fortuna, constituye una de las mayores violaciones cometidas en contra de la conciencia humana, pues implica un menosprecio absoluto por la capacidad de otras personas para interesarse y ocuparse de su propia Historia. Es todavía bastante frecuente encontrarse con cierto tipo de gente que piensa y opina que los egipcios actuales no sienten al Egipto faraónico como propio, sino que ese pasado sólo les representa ingresos de divisas por el turismo, y nada más; que los egipcios actuales son musulmanes y, por lo tanto, el Egipto faraónico no es parte de su Historia; que lo ven como algo remoto y que no vale la pena conservarlo o interesarse en él. Tales ideas deben descartarse de plano, pues si bien pudieron ser valederas en su momento, desde hace unas décadas han dejado de tener todo asidero, ya que los egipcios modernos han cambiado de actitud desde hace rato, ocupándose de ese pasado histórico, al que ahora ya sienten como totalmente suyo. Así, se ha incrementado grandemente la conciencia de que el pueblo egipcio, especialmente el campesinado, no es sino el descendiente directo de esta deslumbrante y brillante cultura que hace cinco mil años dio nacimiento a una de las civilizaciones más importantes de la Humanidad. De esta manera, Egipto ha redescubierto una parte fundamental de su Identidad Cultural, una que Occidente le había inculcado que no le pertenecía. Para Bonaparte, Egipto podía ser una colonia o una excusa para sus sueños imperialistas; que para nosotros no sea una “colonia cultural” por aceptar sin más una visión originada en el etno- y geocentrismo europeizante.
En este sentido, la Egiptología tiene el deber y la obligación de rescatar el pasado de Egipto para comprender mejor su presente. En una palabra, que Occidente entienda que existieron y existen otras formas de ver el Mundo, otras filosofías que lo hacen comprensible por otros caminos. Y que será tal aceptación y entendimiento el que ayudará a lograr la convivencia, la paz y la cooperación mutua entre los habitantes de la Tierra.


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Fuente: AE