COSMOGONIA EGIPCIA
En Egipto los mismos creadores surgieron de un caos acuático y luego procedieron a dar vida a otras divinidades, que eran personificaciones del cosmos en sus diversas partes y aspectos. Toda la vida surgió del abismo primordial, llamado Nun, y desde entonces el sol ha seguido renaciendo de las aguas subterráneas cada mañana, igual que de ellas salía la inundación anual del Nilo vivificador, identificado con Osiris, del cual dependía la vegetación, para crecer y renovarse cuando se retiraban las aguas y reaparecía el suelo fértil. No es sorprendente que se personificasen como divinidades esta agua, ya que, juntamente con el sol (que se pensaba que nacía de ellas para hacer su carrera diaria por el horizonte), eran la fuente de toda vitalidad.
Ciertamente se podía decir que todos los dioses “procedían de Nun”, ya que, en último término, el abismo primordial se consideraba como el padre de los dioses, de quien había nacido espontáneamente el creador del mundo, conocido con diversos nombres en según los centros de culto, Atum-Re en Heliópolis, Ptha en Menfis, Toth en Hermópolis y Khnun en Elefantina, aunque cada cual podía subordinarse a alguno de los otros en otro lugar. Por consiguiente, tanto el orden divino como el orden cósmico, se establecían a partir de Nun, y es probable que, bajo la multiplicidad de divinidades relacionadas con la creación, hubiese originariamente un solo Ser Supremo como fuente trascendente de toda actividad creadora, reuniendo en si mismo los diversos atributos y aspectos del cosmos y siendo responsable del gobierno de todos los procesos cósmicos.
De esta manera, una misma raíz lingüística pone en relación el cielo, las nubes y la lluvia, con sus personificaciones principales en el Creador y en las manifestaciones de éste en la naturaleza, como son el rayo y el trueno. Zeus o Dyaus Pitar entre los indoeuropeos, o Teshub en Anatolia, era originariamente el dios del cielo, de la tormenta y de la atmósfera, conocido con varios nombres antes de asumir las funciones de los diversos dioses que asimiló, y en Egipto el dios-halcón Horus, “el excelso”, era considerado como una divinidad del cielo con capacidad creadora, antes de que adquiriese una significación solar y finalmente un papel osiriano. En vista de la importancia que tiene el sol en el valle del Nilo, como dispensador de vida y como fuerza destructora, no es sorprendente que llegase a ser el símbolo predominante de la creación, incluso aunque el Ptah de Menfis, creador de si mismo, conservó su situación como creador único del universo y de los dioses, siendo estos conceptos objetivados de su mente.
LA TEOLOGIA DE MENFIS
Sin embargo, Ptah originalmente era representado en la teología de Menfis como anterior al dios solar Atum, ya que los ocho dioses que extrajeron al sol de las aguas primordiales eran creación de aquél, igual que lo eran los ocho elementos primeros del caos, con los que se le identificaba en cuanto Ptah-Ta-Tjenen “Ptah de la tierra emergida”, o sea la Colina Primordial que el saco de Nun para convertirla en el centro de la tierra. Por consiguiente, todo lo que existe procede de el y funcione gracias a el como causa de toda creación. Al pensar, en cuanto “corazón”, y al mandar, en cuanto a “lengua”, Ptah fabricó con su torno de alfarero un huevo, dentro del cual estaba la tierra, o bien, como creían algunos, lo modeló como si fuera una estatua. Dentro de esta idea más abstracta de la creación, propia de la teología de Menfis, Ptah es el “creador grande y poderoso”, del cual procede todo el orden de mundo, prácticamente ex nihilo. “En su corazón y en su lengua” llegó a existir algo así como la forma de Atum, y por el proceso creador de su pensamiento el resto de los nueve dioses fueron creados y colocados en sus respectivos templos. Una vez realizado esto, fueron creados de manera similar, por el pensamiento y la palabra de Ptah, “los hombres, los animales y todo cuanto se mueve o vive”. Así se comprende que su poder fuese mayor que el de los otros dioses, y que pudiese descansar de su trabajo y quedar contento de todo lo que había hecho.
Cuando Menfis llegó a predominar súbitamente con la primera dinastía, los teólogos se dieron cuenta de que su dios Ptah tenía que ser más grande que todos los demás dioses, incluyendo el propio Atum heliopolitano, que se representaba como engendrando por si solo a Shu y a Tefnut (la atmósfera y la humedad), fecundándose así mismo por la boca. Ptah por su parte, había concebido todas las cosas en su “corazón” (es decir, en su mente) y las había producido por sus palabras (es decir, por su “lengua”). Para este fin dichos teólogos utilizaron todos los recursos a su alcance: la idea del dios solar naciendo del caos, la creación de las ocho divinidades del cielo y de la tierra a partir del abismo, una serie de ocho dioses convertida en una de nueve al añadirse a Atum, etc. Solo entonces fue posible poner a Ptha en lugar de Atum como cabeza del panteón y convertirle en la última fuente del proceso creador, estableciéndole como “el creador desde el gran trono” e identificándole con los dioses originales de la Ogdóada:
Ptah-Nun, el padre que produjo a Atum;
Ptah-Naunet, la madre que parió a Atum;
Ptah el grande, el que es, el corazón y la lengua de la Ennéada,
Ptah, que hizo nacer a todos los dioses.
Todo esto lo había creado de la nada, anterior incluso al caos, así como Atum, la cabeza de la Ennéada, con el cuál empezó la obra de la creación cuando los dioses y las fuerzas cósmicas divinas se pusieron en relación con el universo físico.
Mientras los demás dioses creaban por procedimientos físicos, Ptah ejercía sus funciones espiritualmente en el reino de las ideas, mediante el pensamiento y la palabra, marchando así por delante del resto del panteón como el “Gran Unico” o como el “Señor de los Dos Países”. Todos los demás dioses le rendían homenaje y estaban satisfechos por asociarse con el. Como ha hecho notar Breasted, parece que en estas primitivas especulaciones hay una anticipación de la doctrina de Filón sobre el Logos, dentro del contexto de la cosmología egipcia. Era, no obstante, un cosmos en que los dioses y los hombres tenían relaciones mutuas y participaban de una naturaleza común con el sumo creador, muy lejano todavía, del Dios trascendente del monoteísmo hebreo y de la fe y el culto cristiano, y de la primera causa griega del universo como principio de inteligencia divina y de orden cósmico. El objetivo principal de la teología menfita era consolidar a Menfis como centro del estado teocrático y unificar el Alto y el Bajo Egipto como una dualidad única, gobernada por un faraón en quien se resumía todo lo que había de divino en el valle del Nilo. Aunque el cato de la creación se describía en términos espirituales en relación con las manifestaciones del pensamiento del creador, como fuente de todo lo que existe, tanto humano como divino, Ptah representaba en primera instancia la potencia universal, aunque su naturaleza era más bien trascendente que inmanente. Pero creaba los dioses locales y las ciudades y los ordenaba por jerarquías dentro de un panteón politeísta.
Sin embargo, la teología de Menfis nunca obtuvo un consenso unánime en Egipto. Era demasiado abstracta para ser generalmente aceptable, y el pueblo como conjunto se dirigió más bien a Atum y Amon-Re, incorporados en el sol y en el viento, y encarnados en el monarca reinante como centro dinámico del orden cósmico y político. En la mitología solar, el sol que todo lo envuelve, se representaba volando por el horizonte como un halcón, o como el escarabajo creado por si mismo que iba empujando la bola del sol a través del cielo durante el día, y por la noche como un hombre viejo que caminaba vacilante hasta ocultarse por el oeste. La tierra se representaba rodeada de montañas, sobre las cuales se apoyaba el cielo, personificado por la misma Nut. Por debajo estaba el gran abismo, del cual el dios solar nacía cada mañana como al comienzo de la creación, cuando surgió como primogénito del océano primordial, es decir, de Nun. Hasta que Shu, dios del aire y padre de Nut, se puso en pie sobre la tierra y levantó a su hija con sus brazos, el cielo y la tierra no estaban separados. A su vez la bóveda del cielo se representaba como una enorme vaca sostenida por los dioses, y cuyo vientre estaba sembrado de estrellas. Debajo de ella estaba la Vía Láctea, cruzada todos los días por el barco del sol tripulado por las estrellas personificadas.
LA ENNEADA DE HELIOPOLIS
En los reinos celestiales, Atum llegó a ser supremo y ejerció sus funciones creadoras cuando su culto de significado cósmico alcanzó el predominio en el Antiguo Reino bajo la influencia poderosa de Heliópolis. Durante la quinta dinastía (hacia 2380), cuando esta ciudad se convirtió en capital y en centro del culto solar, el llegó a ser la cabeza de la Ennéada y el faraón tomo el título de “hijo de Re”. Allí existía la “Casa del Obelisco”, dentro del templo, que se pretendía estaba fundada sobre la primitiva colina de arena sobre la que Atum se había aparecido en un principio. En consecuencia, aquel lugar era considerado como el centro de las fuerzas creadoras que Atum reunió en si mismo cuando vino a ser el progenitor de la gran Ennéada; de Shu (el aire) y de Tefnut la humedad), de Geb (la tierra) y de Nut (el cielo), mientras que Osiris e Isis, y Set y Neftis eran hijos de Geb y Nut. En torno a Atum-Re se desenvolvió una mitología muy complicada en la época de las Pirámides y, en cuanto dios supremo, se convirtió en el creador que se creaba a si mismo, en fuente de la vida y de la generación, así como en padre de los dioses y personificación del sol en sus múltiples formas y oficios. Era el gobernante del mundo en los cuatro confines del horizonte, y al mismo tiempo ejercía una protección especial sobre Egipto, ya que el rey era su hijo y su encarnación visible sobre la tierra.
LA SIMBOLOGÍA DE LOS DOS PAISES
Sin embargo, el símbolo cosmológico del Valle del Nilo no eran los cuatro puntos cardinales del mundo, sino los “Dos Países”. Según Frankfort esta idea antiquísima del Reino de los Dos Países, que resurgió por analogía con un simbolismo dualista mucho después de que la unificación del Alto y del Bajo Egipto, atribuida a Menes, fuera un hecho consumado, respondía muy bien a la manera de pensar de los egipcios, que estaban siempre inclinados a interpretar el mundo en términos dualistas, como series de parejas y de contrastes en un equilibrio estable: cielo y tierra, norte y sur, Geb y Nut, Shu y Tefnut. Wilson, por su parte, ha llegado a la conclusión de que era la dualidad de los Dos Países lo que produjo esta interpretación dualista. Esto no es de ninguna manera imposible, ya que Egipto siempre ha sido primordialmente “el don del Nilo” y que el río, juntamente con el sol, era la fuente y el símbolo de la vida del país y de los habitantes.
El curso alto y el curso bajo del mismo Nilo fueron las divisiones más importantes, constantemente en conflicto hasta que fueron unificadas como un todo dualista y a continuación puestas en relación con el culto solar y con la idea de un mundo de cuatro dimensiones. El mundo del horizonte y el mundo de los Dos Países a menudo estaban en una situación de tensión, de choque, expresada en los mitos de Horus y Set, y el faraón actuaba de mediador entre las fuerzas divinas del orden cósmico para el bienestar del pueblo unificado. Él era el centro dinámico y estabilizador del país y quien lo ponía en contacto con las fuerzas divinas y con los poderes dominantes del universo mediante un proceso sacramental, ya que el mismo rey era una figura cósmica y el cuerpo de estas fuerzas. De hecho, era el dios por cuya acción todas las cosas vivían y se movían y existían en el valle del Nilo, y era consubstancial con su padre celestial Atum-Re.
Así era como la fuente de toda la vida y de todo el orden, era también el campeón de la justicia, ya que “vivía por Maat”, dispersando las tinieblas del desorden y haciendo resplandecer el brillo de Maat en el triple sentido cósmico, social y ético, como ritmo del universo, como buen gobierno, armoniosas relaciones humanas, ley, justicia y verdad. El universo, de hecho, era considerado como una monarquía y el primer faraón egipcio y sus sucesores eran los reyes del mundo en virtud de su descendencia de Atum-Re y de haber consolidado a los Dos Países en una sola nación bien equilibrada, como el ritmo estacional seguro del Nilo que continúa su curso anual con evidente regularidad.
LA OGDOADA DE HERMOPOLIS
Lo mismo que en las cosmogonías de Menfis y de Heliópolis, había en Hermópolis una Colina Primordial que se decía que apareció al comienzo de los tiempos como una isla de llamas en medio de las aguas primitivas, y una serie de ocho dioses y diosas que personificaban el caos amorfo anterior a la creación. El primer par de estos ocho dioses estaba constituido por Nun (las aguas primitivas) y su consorte Nunet (la extensión del cielo por encima del abismo). La siguiente pareja eran Huh y Huker (la expansión imperceptible del primer caos amorfo) seguidos por Kuk y Kuket (las tinieblas y la oscuridad). Finalmente, Amon y Amonet, los aspectos intangibles y secretos del caos, aparecieron soplando como el viento sin indicar de dónde venían ni a dónde iban.
A la cabeza de todo esto estaba Thoth, probablemente un antiguo dios del Delta, que era también miembro de la Ennéada de Heliópolis y que, juntamente con Horus, representaba el corazón y la lengua de Atum y de Ptah. Aunque nunca fue realmente uno de los ocho, se creía que estos ocho dioses eran las almas de Toth. En forma de ibis, puso un huevo sobre las aguas de Nun y de allí nació el Dios del Sol, aunque se decía también a veces que había surgido de una flor de loto. En su forma hermopolitana, Thoth era auto engendrado, era una personificación de la inteligencia, omnisciencia y omnipotencia divinas y ejercía su acción creadora por su propio poder divino, por “las palabras de su voz”. Pero la miología de Hermópolis está tan desesperadamente confusa, que es imposible estar seguro de si Atum produjo a los ocho dioses o estos le crearon a el, y en cuanto a la exacta relación existente entre Thoth y ellos, y a sus funciones cósmicas, no es posible determinarlas con ninguna exactitud. Después, en el Reino Nuevo, Amon se convirtió en la cabeza del panteón e incluso de la Ennéada tebana, habiéndosele asociado con el Re de Heliópolis y con su culto en la nueva capital (Tebas), donde la cosmología y la teología de Amon-Re de Heliópolis y de Thoth de Hermópolis fueron amalgamadas, quedando Amon como suprema divinidad solar. Thoth dejó de ejercer funciones creadoras y se convirtió en el Dios de la Sabiduría y finalmente en el juez de los muertos, siendo el quien dictaba la sentencia, una vez que las almas habían sido pesadas delante de Osiris. Sus antiguas relaciones con la luna parecen ser la causa de que se le considerase como un contador del tiempo y de los números, ya que los cálculos se hacían siguiendo el curso de la luna.
AMON-RE EN TEBAS
Durante el Reino Nuevo, Tebas llego a adquirir preeminencia como la más importante de las ciudades sagradas, ya que el “ojo de Re” absorbió las cosmogonías de Menfis, de Heliópolis y de Hermópolis y sus respectivos panteones, al hacer de Amon el cuerpo de Ptah y la cara de Re, que dominaba y penetraba todo el universo, desde los cielos a los infiernos. No hubo, sin embargo, ningún dios venerado como único ser supremo en ningún lugar de Egipto, excepto durante el breve período de Ejnaton, cuando Aton, una fuerza monoteísta manifiesta en el disco del sol, fue temporalmente exaltado como dios único. Pero esto resultaba completamente a la idea egipcia de lo divino e inmediatamente después de la muerte de Ejnaton (hacia 1366) se restauró la combinación politeísta normal de los dioses, jerarquizados en panteones en torno a un centro primario de fuerza creadora, con Amon-Re de Tebas como última fuente de existencia.
Los faraones eran su representación y su encarnación, pero se les identificaba también con otra serie de dioses relacionados con los procesos cósmicos y comprendidos como una unidad divina dentro de las diversas formas de la Ogdóada, en que se manifestaban las cualidades, los atributos y las actividades de Amon sobre el universo en general y sobre la tierra de Egipto en particular. Habiendo producido al ser de todas las cosas, Amon continuaba gobernando las estaciones y los días, navegando sobre los cielos y por los infiernos en su barco, mandando en los vientos y en las nubes, hablando mediante el trueno y dando la vida a los hombres, a los animales y a las plantas. Y así, Tutanjamun restauró la sucesión de Amon en Tebas, después de la muerte de Ejnaton, y devolvió a aquella ciudad el carácter de capital del imperio. Entonces se dijo que había “expulsado el desorden de los Dos Países y que el orden (Maat) había sido instalado en su lugar como en los primeros tiempos (o sea, la creación)”. En cuanto la sociedad era parte integrante del orden divino del universo, que incluía la verdad y la justicia, sus leyes eran idénticas de las leyes naturales y de sus procesos y todo ello estaba igualmente originado e igualmente gobernado por el creador y por su encarnación en la tierra. Por consiguiente, cualquier perturbación en uno de los ámbitos (como la herejía de Ejnaton) tenía una repercusión en las demás esferas del cosmos. En consecuencia, para mantener las condiciones del florecimiento del país como en los tiempos primitivos, Maat debía ser puesta en el lugar del desorden y de la mentira. Esto fue llevado a cabo por el faraón y sus sacerdotes, que transmitían la Maat desde el mundo de los dioses, para conseguir el orden y buen gobierno en la tierra.
EL DIOS CONSTRUCTOR KHNUN
Sin embargo, ningún dios particular tenía el monopolio absoluto de todos los poderes y fuerzas implicadas en esta compleja concepción cosmológica del valle del Nilo. Mientras que en Heliópolis, en Hermópolis y en Tebas el dios solar era la fuente primordial, en Menfis el dios terrestre, Ptah, era el que reinaba sobre los demás. En Elefantina y en Filae, Khnun, un antiguo dios de la primera catarata, era “el hacedor del cielo, de la tierra y del infierno, y del agua y de las montañas” y fabricó al hombre con barro mediante un torno de alfarero. Levantó el cielo sobre sus cuatro pilares y creó el Nilo. Sus poderes eran tan grandes en cuanto constructor de dioses y hombres y ordenador de los fenómenos cósmicos, que ocupaba una posición importante entre los grandes creadores, no muy distinta de la que ocupaba Ptah. Su símbolo era el carnero, que se convirtió en el “alma viviente de Re”, y se le representaba también con cabeza de halcón, para identificarlo con Horus como dios celeste. Era tan estrecha su relación con Re que, de hecho, a veces se le llamaba Khunun-Re, y con este carácter era una manifestación del poder del dios solar en sus diversos aspectos, particularmente en cuanto a la fuerza de procreación. Y finalmente el rey, como centro vital de Egipto, era equiparado con Khnun en cuanto dios constructor, “el engendrador que da el ser a los hombres”.
EL ORDEN COSMOLOGICO
El universo físico, del cual el valle del Nilo era el centro, se pensaba que había surgido del océano primordial. Este, Nun, subsistía aún debajo de la tierra y la rodeaba como el “Gran Círculo”, lo mismo que los griegos llamaban Okéanos. Que el mundo, tanto el cielo como la tierra, fuese soportado por una vaca, una diosa, una cadena de montañas o unos pilares en los cuatro puntos cardinales, y que el sol fuese hijo de la diosa celeste, el ternero de Hathor o el auto creado Atum-Re-Khepri, todo esto dependía de cual fuese el mito cosmogónico principal que se aceptase y el centro cultural con el que este mito estuviese asociado: Heliópolis, Menfis, Hermópolis, Tebas o Elefantina. Los relatos de la creación en que los diversos dioses eran representados como la fuente primaria y coeterna de toda la existencia (ya se tratase de Atum-Re, de Ptah, de Thoth, de Amon-Re o de Khnun) encerraban en el fondo, a pesar de sus incoherencias, la idea de una actividad divina creadora, que se manifestaba en el sol, en el viento, en la tierra y en los cielos, haciendo y modelando todas las cosas de acuerdo con planes y propósitos predeterminados. Esto se lograba o por medio de un proceso sexual de procreación por parte del creador, o por la proyección de su pensamiento expresado en la palabra divina.
Dentro de este simbolismo cósmico, el Nilo, el sol, el cielo, el toro y la vaca, predominaban como personificación de los poderes divinos creadores manifestados en los fenómenos cósmicos. Las aguas de la inundación, dividiendo claramente el país en sur y norte, esto es, en Alto y Bajo Egipto, constituyen la más antigua y fundamental imagen de estos aspectos de creación renovada, mientras que el sol, particularmente en el sur, no se convirtió hasta mucho después en la figura dominante. Desde Heliópolis, la teología solar se extendió sobre todo el país, de tal modo que prácticamente cada dios local se identificó de alguna manera con el dios solar y los cultos de todos los templos se ordenaron sobre la liturgia de Heliópolis, así como su gran Ennéada y su Colina Primordial llegaron a ser el modelo de todas las mitologías cósmicas.
Junto a esta cosmología solar, conservaba una gran difusión otra basada en el océano primordial con sus diversas ramificaciones sobre, alrededor y debajo de la tierra. Esto acabó por aplicarse también al reino de los cielos, cuando la casa de los muertos se convirtió en el Duat o Campos Elíseos, en la parte norte del cielo, donde se situaban las estrellas polares. El infierno osiriano se emplazó al oeste y el mismo Osiris se convirtió en la estrella Orión (“la estrella del horizonte desde el cual Re se aleja”), naciendo y muriendo cada día, seguido por Isis, convertida en la estrella del perro o Sotis. La pálida y cérea luna también se identificó con Osiris, representando su muerte y resurrección, y la luna llena vino a ser el ojo de Horus, perdido en la lucha contra Set. Originariamente, la luna parece haber sido una forma de Horus, el hermano gemelo del sol, personificado como Khonsu, que en Tebas aparecía como hijo de Amon y de Mut. En el Reino Nuevo se le identificó como Thoth que, sin embargo, era en su origen el Dios de la Sabiduría. Igual que a Horus, se le representaba como un príncipe joven y muy hermoso, con un disco y una media luna en la cabeza, llevando en la mano el cayado y el látigo de los pastores.