jueves, 29 de diciembre de 2011

CLEOPATRA, O EL ÚLTIMO SUEÑO DE UN FARAÓN




CLEOPATRA, O EL ÚLTIMO SUEÑO DE UN FARAÓN

 

EL EGIPTO CREPUSCULAR

 


 

Los sabios de Egipto tuvieron conciencia de su muerte programada, que se alargaría varios siglos. Es verdad que la institución faraónica había logrado imponerse ampliamente sobre un gran número de invasores, pero el mundo había acabado inclinándose por un sistema político y económico que ya no tenía en cuenta a Maat ni los antiguos valores. Y las Dos Tierras ya nunca más conocerían la libertad y la independencia.
Entonces, ya que todavía era posible hacerlo, habría que escribir y transmitir lo escrito. En el sur, lejos de la Alejandría griega, las comunidades de iniciados grabaron miles de jeroglíficos en las paredes de los templos de Kom Ombo, Dandara, Edfú y File, que cabe considerar como otros tantos inmensos y reveladores libros de los misterios y rituales.
¿Había que renunciar definitivamente a la grandeza del pasado? Una mujer se negó a someterse a la historia. Nacida en el año 69 a. J.C., Cleopatra, la séptima princesa con ese nombre, que significa «la gloria de su padre», mantuvo vivo el sueño imposible de un imperio resucitado cuyo corazón sería la antigua tierra de los faraones.
¿Es casualidad que Egipto, favorable a las mujeres a lo largo de las dinastías faraónicas, fuera honrado por última vez por una reina que intentó desempeñar el papel de un faraón?[1]




¿QUIÉN ERA CLEOPATRA?

 


 

Cleopatra, popularizada por el cine y por los cómics, es célebre por su belleza... que no es sino parte de la leyenda. Si podemos fiarnos de algunos imprecisos retratos de la época, su físico no era extraordinario. Era una intelectual que hablaba varias lenguas, cultivada, ambiciosa, no carecía de encanto y su voz resultaba de lo más persuasiva; parece que era una delicia escuchar aquella voz que sonaba como una lira de varias cuerdas.
En torno a ella se extendía un mundo decadente con una sola potencia: Roma. Tuvo que proceder por etapas y empezó por conquistar Alejandría, aquella ciudad más griega que egipcia que conservaba el recuerdo de Alejandro el Grande, el que derrotara a los persas, el liberador de Egipto. La dinastía de los Tolomeos agonizaba: los hombres de aquella familia carecían de inteligencia, de vigor y de un proyecto político. Se complacían en los pequeños placeres de una corte alejandrina satisfecha con su mediocre poder.
Cleopatra, a quien Roma reprochaba utilizar procedimientos mágicos para cautivar a los hombres, soñaba con otros horizontes. Soñaba con un Egipto poderoso e independiente como en los tiempos antiguos.
Pero Cleopatra no era muy popular y suscitaba desconfianza. Cuando su padre murió, en el año 51 a. J.C., compartían el trono Cleopatra y su hermano Tolomeo XIII, que se convirtió en su esposo teórico. Ella no toleraba esta situación; se dedicó entonces a acabar con las intrigas que se tramaban en su contra, con la aspiración de reinar en solitario. Pero su hermano triunfó y en el año 48 Cleopatra fue apartada del poder. Algunos creyeron que su carrera política había terminado.





CÉSAR, SEDUCIDO POR EGIPTO Y POR CLEOPATRA


 


 

El muy romano, militar y racionalista César, el conquistador, no resistió a los encantos conjugados de Alejandría y de una mujer de veinte años, vivaz, erudita y apasionada. Es verdad que se había visto apartada del poder y que el pueblo no le profesaba demasiado afecto. Pero César intervino en su favor. Los rivales de Cleopatra fueron eliminados de manera brutal, y finalmente accedió al poder en solitario. En solitario... ¿no es una ilusión? No podía prescindir del apoyo de César, un apoyo que, en cualquier caso, no le faltó, ya que se convirtió en la madre de su hijo, Cesarión.
En el año 46, Cleopatra viajó a Roma y se instaló en «los jardines de César», el actual palacio Farnesio. Esperaba mucho de esa estancia, decidida a hacerse admitir por los romanos como una gran reina merecedora de respeto. Se rodeó, por lo tanto, de filósofos, poetas y artistas y creó una corte brillante e ilustre. Pero había subestimado la desconfianza de la intelligentsia romana hacia una oriental. Su desavenencia con el hipócrita Cicerón la perjudicó. Pronto circularon rumores desfavorables en contra de la egipcia, que cometió la torpeza de erigir una estatua de oro con su imagen en el templo de Venus.
El Senado temía la «orientalización» de César y que la extranjera acabase ocupando un lugar demasiado importante. El 15 de marzo del 44, César moría asesinado. Cleopatra se vio obligada a abandonar Roma y regresar a Egipto.
Muchas ilusiones se disiparon entonces. Por suerte, Tolomeo XIV había muerto —asesinado por Cleopatra, según pretenden las malas lenguas— y el nuevo corregente de la reina, Tolomeo XV, sólo tenía tres años. Cleopatra conservó, por lo tanto, el poder; ahora bien, ¿qué actitud le convenía adoptar ante el triunvirato compuesto por Lépido, Octavio y Marco Antonio, designado nuevo señor de Oriente?





CLEOPATRA, NUEVA ISIS


 


 

Con veintisiete años, Cleopatra sabía que podía hacer buen uso de su cultura y de su encanto, unas armas que, sin embargo, podrían no bastarle. En su condición de reina de Egipto no era una mujer común, sino la encarnación de una diosa. De esta idea extrajo la fuerza necesaria para hacer realidad su sueño.
Sin embargo, la partida no se anunciaba fácil, en la medida que el rudo Antonio no estaba especialmente predispuesto en su favor. El vencedor de la batalla de Filipos estaba descontento con la actitud de la egipcia, que no le había prestado el apoyo que él hubiera deseado. La instó a presentarse en Tarso para darle explicaciones.
Pero quien acude ante él es una diosa. Remontó el río Cydnos, nos cuenta Plutarco, «en una nave cuya popa era de oro, las velas de púrpura, y los remos de plata. El movimiento de los remos acompañaba la cadencia de las flautas, unida a la de las liras y los caramillos. Ella misma, engalanada a imagen de Afrodita, viajaba recostada bajo un pabellón bordado en oro; y unos niños, semejantes a los amorcillos de los cuadros, la rodeaban abanicándola. Sus mujeres, todas de una belleza perfecta, vestidas como nereidas y gracias, se hallaban unas al timón, otras a los cordajes. El olor de los perfumes que se quemaban en el barco embalsamaba las dos orillas del río, donde la multitud se había congregado».
Cleopatra apareció como la viva encarnación de Isis, la madre universal, la esposa perfecta, la figura divina en la que se funden todas las diosas del mundo antiguo. Así se hacía llamar Cleopatra, «la nueva Isis»; intentó persuadir a Antonio para que, transformado en el nuevo Osiris, se uniera a ella y formaran una pareja extraordinaria, capaz de recrear la edad de oro.
Cleopatra, Isis—Hator; Antonio, Osiris—Dionisos.[2] Ella, tierra de Egipto fecundada por el Nilo; él, potencia vivificante y victoriosa. Una pareja real a la egipcia, dispuesta a subir al trono de las Dos Tierras y a resucitar el pasado esplendor. Cleopatra sueña atribuirse los títulos tradicionales, que habían caído en desuso: «princesa hereditaria, soberana del norte y del sur, regente de la tierra, Horus femenino».
Antonio se dejó seducir. Olvidó la vida militar, la moral romana, y a la misma Roma, seducido por el lujo de la corte de Cleopatra, por los fastos que desplegó a su alrededor la mujer a la que amaba. En las procesiones rituales que animaron las calles de la ciudad, Antonio, coronado de hiedra, ocupó su lugar en la carroza asumiendo el papel de un dios.
Cleopatra desarrolló una intensa actividad. Reformó el sistema monetario, saneó el comercio, acabó con los monopolios y devolvió a Egipto a la escena internacional. Antonio le proporcionó lo que le faltaba a su progreso: la potencia militar. Pero un adversario temible se interpuso en su camino: el romano Octavio.
Antonio y Octavio negocian y se reparten el mundo. Occidente para Octavio, Oriente para Antonio. Para sellar el pacto, Antonio, en el año 40, debe casarse con Octavia, la hermanastra de Octavio, quien consigue sustraer durante algún tiempo a su marido de la influencia de Cleopatra. Pero ¿cómo resistir por mucho tiempo al mágico encanto de una diosa?
En el año 36 llega el triunfo de Cleopatra. Antonio acepta casarse con ella. Poco importan las voces de protesta que se alzan en Roma. Cleopatra y su esposo se hallan al frente de un imperio helenístico que tiene como foco a Egipto.





EL SUEÑO ROTO

 


 

A partir de esa fecha, las nubes se ciernen amenazadoras sobre ellos. Una desastrosa campaña militar contra los partos debilita el ejército de Antonio, mientras el prestigio de Octavio no deja de incrementarse.
Octavia hace llegar un ultimátum a Antonio, legalmente su marido: que abandone a Cleopatra y deje atrás su existencia disoluta. Antonio se niega a ello y Octavio consigue que sea señalado como enemigo de Roma.
La guerra parece inevitable de forma más o menos inminente.
Cleopatra hace que se proclame la existencia de un imperio de Oriente, en el transcurso de una grandiosa ceremonia en la que Antonio y la reina de Egipto, instalados en tronos de oro, adquieren grandeza faraónica.
En el conflicto que debía enfrentar al ejército de Oriente con las legiones de Octavio se dirimirá el futuro. Cleopatra, animada por una férrea voluntad de victoria, visitó los cuarteles y astilleros, supervisó la construcción de los nuevos barcos de guerra.
Fue Cleopatra y no Antonio quien declaró la guerra.
Actium, 33 a. J.C.
Derrota de la flota egipcia. Antonio se suicida en Alejandría. A los treinta y nueve años, sin grandes esperanzas de éxito.
Según la leyenda, Cleopatra se suicidó dejándose picar por una serpiente. La imagen debe interpretarse como un símbolo: el reptil, una evocación del uraeus que lucen en la frente los faraones, llevó a su descendiente a otro mundo, donde proseguiría su sueño.[3]
Cleopatra fue enterrada en la tumba que se había hecho construir cerca del templo de Isis, convirtiéndose en la última representante de un extenso linaje de mujeres de Estado que reinaron en el país amado de los dioses.


[1] Véase E. Flamarion, Cléôpatre. Vie et morí d'un pharaon, París, Gallimard, 1993.
[2] Véase F. Le Corsu, BSFE, 82, 1978, pp. 22—32.
[3] Sobre el uraeus —y no una víbora— que supuestamente mató a Cleopatra, véase J. A. Josephson, «A Variant Type of the Uraeus in the Late Period», en JARCE, 29, 1992, pp. 123—130.

  Fuente: Jacq Christian