domingo, 4 de diciembre de 2011

LA MUERTE : UNA GRAN AVENTURA - ALICE A. BAILEY, 2º PARTE Y ULTIMA




  
Otro temor que induce a la humanidad a consi­derar la muerte como una calamidad es el que ha in­culcado la religión teológica, el temor al infierno, la imposición de castigos, co­múnmente fuera de toda proporción a los errores cometidos durante una vida, y el terror impuesto por un Dios iracundo. Le dicen al hombre que debe someterse y que no hay escapatoria posible, excepto por medio de la expiación vicaria. Como bien saben, no existe un Dios iracundo, un infierno ni tampoco la expiación vicaria. Sólo existe un gran principio de amor que anima a todo el universo; existe la Presencia de Cristo, indicando a la humanidad la realidad del alma y que somos salvados por la vivencia de esa alma, y que el único infierno que existe es la tierra misma, donde aprendemos a trabajar por nuestra propia salvación, impulsados por el prin­cipio de amor y de luz e impelidos por el ejemplo de Cristo y el anhelo interno de nuestra propia alma. Esta enseñanza acerca del infierno nos recuerda el giro sádico que la Iglesia Cristiana, en la Edad. Media, dio al pen­samiento y a las erróneas enseñanzas establecidas en El Antiguo Testamento, acerca de Jehová, el Dios tribal de los Judíos. Jehová no es Dios, ni el Logos planetario, ni el Eterno Corazón de Amor que Cristo reveló. A medida que estas erróneas ideas vayan desapareciendo, será eliminado, de la mente del hombre, el concepto del in­fierno y reemplazado por la comprensión de la ley que hace al hombre lograr su propia salvación en el plano físico, lo cual conducirá a corregir los males cometidos durante sus vidas en la tierra y que oportunamente le permitirá “limpiar su propia pizarra”.
En el próximo siglo se observará que la muerte y la voluntad tendrán inevitablemente un nuevo signi­ficado para la humanidad y desaparecerán la mayoría de las antiguas ideas. La muerte, para el hombre común reflexivo, constituye un momento de catastrófica crisis. La cesación y fin de todo lo amado, lo familiar y lo deseable, la irrupción en lo desconocido e incierto, y la abrupta terminación de todos los planes y proyectos. No tiene importancia cuánta fe pueda haber en los valo­res espirituales, ni cuán esclarecido sea el razonamien­to de la mente acerca de la inmortalidad, ni tampoco cuán concluyente se evidencie la supervivencia y eterni­dad; siempre existe una duda, el reconocimiento de la posibilidad de que todo termina y la negación y fin de toda actividad, de todas las reacciones cardíacas, de todo pensamiento, emoción, deseo, aspiración y de las inten­ciones enfocadas alrededor del núcleo central del ser del hombre. El anhelo y la determinación de sobrevivir y el sentido de continuidad, todavía dependen, aun para el creyente más ferviente, de una probabilidad, de una base inestable y del testimonio de otros, que en realidad nunca han vuelto para contar la verdad. El énfasis de toda idea acerca de este tema concierne al Yo central o la integridad de la Deidad.
El instinto de auto conservación tiene su raíz en un innato temor a la muerte; mediante la presencia de ese temor, la raza ha luchado hasta alcanzar el presente punto de longevidad y resistencia. Las ciencias que con­ciernen a la preservación de la vida, al conocimiento médico en la actualidad, y a las proezas de la comodi­dad de la civilización, todo ha surgido de este temor básico. Todo ha tendido hacia la conservación del indi­viduo y su persistente condición de ser. La humanidad persiste, como raza y reino de la naturaleza, y el resul­tado de la tendencia a ese temor, trae la reacción instin­tiva de la unidad humana a la propia perpetuación.
Algunos sectarios y curadores generalmente adop­tan la posición de que es muy importante liberar al vehículo físico de enfermedades y arrebatarlo de las ma­nos de la muerte. Sin embargo, quizá sea preferible (y frecuentemente lo es) dejar que la enfermedad realice su trabajo y la muerte libere al alma del aprisionamien­to. Llega inevitablemente el momento, para todos los seres encarnados, en que el alma demanda liberarse del cuerpo y de la vida de la forma, y la naturaleza tiene sus propios y sabios métodos para hacerlo.

Enferme­dad y muerte deben ser reconocidas como factores libe­radores, cuando se producen como resultado del exacto momento elegido por el alma. Los estudiantes deberán comprender que la forma física es un conglomerado de átomos erigidos en organismos y finalmente en un cuerpo coherente, el cual se mantiene unido por la vo­luntad del alma. Si lleváramos esa voluntad a su propio plano o (como se dice esotéricamente) “si dejáramos que el ojo del alma mire hacia otra dirección” inevitablemente sobrevendría la enfermedad y la muerte en el actual ciclo. Esto no constituye un error mental o el fracaso en reconocer la divinidad o que se haya sucum­bido al mal, en realidad es la resolución de la naturaleza forma, en sus partes componentes y esencia básica. La enfermedad es esencialmente un aspecto de la muerte. Es el proceso por el cual la naturaleza material y forma sustancial se preparan para separarse del alma.

 
 Cuando la muerte es segura y el médico y el cu­rador observan los “signos de la muerte”, no es necesa­rio que el curador interrumpa su trabajo. Continuándo­lo, quizás acreciente el mal, pero ayudará al paciente a acelerar normalmente el acto de morir. El antiguo pro­verbio “donde hay vida hay esperanza”, no es básica­mente aplicable a todos los casos. La vida puede prolon­garse y a menudo se prolonga después que el alma ha decidido retirarse a su plano. La vida de los átomos de los señores lunares puede ser nutrida durante largo tiempo, y esto aumenta la angustia del hombre espiritual que se da cuenta del proceso e intención de su alma. Lo que se mantiene vivo es el cuerpo físico, pero el verdade­ro hombre ya no enfoca allí su interés.

Inevitablemente llega una etapa, por ejemplo en el caso de una enfermedad maligna, donde el médico sabe que es simplemente cuestión de tiempo, y el curador espiritual puede aprender a reconocer los mismos sig­nos. Entonces, en vez de guardar silencio el médico y el curador, en lo que al paciente concierne, el tiempo que queda deberá emplearse (si las facultades del paciente lo permiten) en la debida preparación para el “retiro benéfico y feliz” del alma; la familia y amigos del pa­ciente participarán en la preparación.

Se dice que el alma debe retornar a quien la dio. Hasta ahora ello constituye una restitución obligada y temida, que engendra temor y hace que hombres y mujeres de todas partes clamen por la curación del cuerpo físico, sobrestimando su importancia, y los induce a considerar que la prolongación, de la existencia terrenal es el factor más importante de sus vidas. En el próximo ciclo, tales actitudes erróneas deben llegar a su fin; la muerte se convertirá en un proceso normal y comprensible, tan normal como el proceso de nacer, aunque menos doloroso y temible. Este comentario es una profecía y como tal debe ser considerado. 
La muerte misma es parte de la gran ilusión y sólo existe debido a los velos con que nos cubrimos.


La Gran Invocación


Desde el punto de Luz en la Mente de Dios,
Que afluya luz a las mentes de los hombres,
Que la Luz descienda a la Tierra.

Desde el punto de Amor en el Corazón de Dios,
Que afluya amor a los corazones de los hombres,
Que Cristo retorne a la Tierra.

Desde el centro donde la voluntad de Dios es conocida,
Que el propósito guíe a las pequeñas voluntades de los hombres.
El propósito que los Maestros conocen y sirven.

Desde el centro que llamamos la raza de los hombres,
Que se realice el Plan de Amor y de Luz
Y selle la puerta donde se halla el mal.

Que la Luz, el Amor y el Poder, restablezcan el Plan en la Tierra.

  Esta Invocación no es propiedad de ningún individuo o grupo especial. Pertenece a la humanidad.