domingo, 25 de diciembre de 2011

HATSEPSUT II PARTE







HATSEPSUT, SOL FEMENINO

 

HATSEPSUT, HOMBRE Y MUJER

 


 

En su condición de gran esposa real, la reina Hatsepsut estaba casada con Tutmosis I; en su condición de faraón debía reconstituir una pareja real. Sin embargo, Hatsepsut no llegó a casarse; ¿significa eso que traicionó la regla principal de la institución faraónica, según la cual ésta debía encarnarse en un monarca y una gran esposa real?

De ninguna manera. Lo que ocurre es que todos los faraones masculinos reinaron en compañía de una esposa ritual, mientras que las mujeres faraones permanecieron «solteras». Al ascender al rango de reyes, adquirían la condición de hombre, siendo ellas mismas su propia esposa y constituyendo en sí mismas la pareja real.

Hatsepsut es una «mujer de oro», una «mujer perfecta de rostro de oro», «el sol femenino (Rayt)»;[1] los textos que se refieren a ella nos informan de que se la identificaba con Maat, la regla universal, que brilla con su padre, el creador. Ahora bien, Maat está incluido en el nombre de Hatsepsut, Maat—ka—Ra. Cuando Ra, la luz divina, salió del caos primordial, abrió los ojos en el interior de un loto; una emanación líquida se derramó por el suelo, metamorfoseándose en una hermosa mujer a la que se le dio el nombre de «oro de los dioses», la gran Hator, con la que se identifica a Hatsepsut. Ésta se convierte en el Horus femenino venerable, el sol femenino, la deslumbrante que ilumina la oscuridad, la que brilla como el oro, la que ilumina con su mirada.



DOS MINISTROS FIELES: HAPUSENEB Y SENENMUT

 


 

¿Cómo era la corte cuando Hatsepsut asumió el poder? Estaba formada por antiguos servidores de Tutmosis I, a los que ella mantuvo a su lado, expertos escribas, personas ricas y otras humildes, extranjeros y militares. Fuese cual fuese su rango, desempeñaban funciones civiles y sagradas a la vez; dicho de otro modo, residían en el templo durante períodos más o menos largos con objeto de apartarse a intervalos regulares de las preocupaciones materiales y poder reintegrarse luego a sus tareas cotidianas con más lucidez y exigencia.
Entre ellos se encontraba Hapuseneb, gran sacerdote de Amón, visir e iniciado en los misterios de la Enéada; los textos señalan que practicó Maat sobre la tierra.

Al inicio del reinado, Hapuseneb ejerció un papel determinante en el terreno económico; él fue quien supervisó las distintas obras de construcción, sobre todo en Tebas; también fue él quien dirigió el equipo de artesanos que cavó en el Valle de los Reyes la morada para la eternidad de la reina faraón.

Si nos fiamos de la cantidad de vestigios arqueológicos que llevan su nombre y hacen referencia a su carrera, Senenmut fue un personaje próximo a Hatsepsut.[2] En muchas obras se le representa como amante de Hatsepsut y padre de su hija, Neferure. Pero ¿qué sabemos en realidad de este asunto?

Parece que Senenmut, cuyo nombre significa «el hermano de la madre», era de origen modesto; fue oficial en el ejército, un puesto que no implicaba actividad sobre el terreno. Hatsepsut lo eligió como preceptor y «padre putativo» de su hija Neferure; en varias ocasiones aparece representado con la niña, sobre todo en las esculturas con forma de estatua—cubo, esto es, un bloque cúbico de piedra del que emergen las cabezas del preceptor y su alumna. Al menos en veinticuatro ocasiones, y tal vez más, los escultores recibieron el encargo de representar a Senenmut en sus estatuas que luego serían instaladas en los templos.

Eran muchos los títulos de los que era portador; único amigo, servidor de Maat, el que conoce los secretos de Amón y del santuario, gobernador de la casa del faraón, el que conoce los misterios de la casa de la mañana, maestro de obras de todas las construcciones del faraón, encargado de graneros, campos, rebaños y jardines de Amón. De este gran personaje de múltiples responsabilidades se dice que pronunciaba palabras beneficiosas para el rey, que poseía la facultad de expresarse con rectitud, sabía guardar silencio cuando convenía y que le hicieran partícipe de los secretos de Estado.

No cabe ninguna duda que Senenmut fue el confidente de Hatsepsut y uno de sus principales ministros. Disfrutó de importantes privilegios: dos tumbas, un magnífico sarcófago en cuarcita y numerosas estatuas. Un hecho digno de mención es que Senenmut está presente también en el interior del templo de Dayr al—Bahari; una presencia discreta, en cualquier caso, ya que su cara, someramente dibujada, quedaba oculta cuando se abría la puerta del santuario. Cuando esa puerta estaba cerrada, Senenmut veneraba en silencio el alma de su soberana.

Senenmut dirigió las canteras de Karnak, Luxor y Hermontis, aunque su mayor título de gloria es el templo de Dayr al—Bahari, el «sublime de los sublimes», al que nos referiremos más tarde. Todavía queda un enigma por resolver: ¿por qué se le atribuyeron dos tumbas, una en Sheik Abd el—Gurnah (núm. 71) y otra en Dayr al—Bahari (núm. 353)?[3] Esta última contiene mapas del cielo y representaciones astronómicas. Además de su significado simbólico, que implica el ascenso del alma de Senenmut al círculo inmortal de las estrellas, ¿podemos afirmar que evocan los conocimientos científicos del maestro de obras?

Ignoramos las circunstancias de la muerte de Senenmut y su fecha, pues no se ha encontrado su momia. La imaginación ha colmado este vacío avanzando la posibilidad de que hubiese sido víctima de una desgracia que lo apartara del poder. Ningún documento nos permite afirmar un hecho semejante. No existe indicio alguno de disensiones entre Hatsepsut y Senenmut; su desaparición de la vida pública se explica sencillamente por su fallecimiento.



NEFERURE, HIJA ÚNICA

 


 

Según algunos historiadores, Hatsepsut sólo tuvo una hija, Neferure, «la perfección de la luz divina»; quizá su madre deseaba que accediese al rango de gran esposa real y, todavía más, que se instruyese en el oficio de rey,[4] gracias a la enseñanza dispensada por Senenmut.

Cuando se convirtió en faraón, Hatsepsut transmitió el cargo de «esposa divina» a su hija, portadora también de los títulos de «hija real» y de «regente del sur y del norte». Neferure desempeñó funciones religiosas y no parece que interviniera activamente en las decisiones políticas.

Después del año 16 no hay rastro de Neferure, lo que lleva a suponer que murió joven. El personaje de la hija de Hatsepsut permanece como una sombra ligera apenas inscrita en la historia.


HATSEPSUT, JEFE DE OBRAS

 


 

UNA POLÍTICA DE GRANDES OBRAS

 


 

Uno de los principales deberes de un faraón consistía en erigir los templos, moradas de los dioses; de este modo podían residir en la tierra y favorecer el pleno desarrollo espiritual y social de la comunidad humana. Hatsepsut no derogó esta regla; a lo largo de todo su reinado hizo construir o restaurar edificios sagrados en varios lugares, sobre todo en Tebas, en Hermontis, en Kom Ombo, en el—Kab, en Cusae y en Hermópolis, la ciudad de Thot. En Elefantina proclamó: «He construido este gran templo de piedra caliza de Tura, sus puertas son de alabastro de Hatnub, y los montantes de las puertas de cobre de Asia”.

Entre Karnak y Luxor mandó instalar pequeños lugares de descanso que servían de estaciones a la barca sagrada durante las procesiones; en el interior del templo de Karnak hizo erigir algunos obeliscos, lo que constituyó un episodio importante al que nos referiremos más adelante.



EL SANTUARIO DE UNA DIOSA LEONA Y LA LUCHA CONTRA EL MAL

 


 

Existe un lugar poco conocido al que Hatsepsut dedicó especial atención, el espeo Artemidos, cerca de Bani Hasan, en el Egipto Medio. Allí se levantaba un pequeño santuario rupestre consagrado a una diosa leona llamada Pajet. Sin embargo, según la tradición, el espeo Artemidos había sido destruido por los bárbaros y profanadores ocupantes hicsos.

Alterando los años y la historia, Hatsepsut afirmaba haber sido ella misma la que expulsara al ocupante para liberar aquel lugar excepcional, una montaña desde la que hablaban los dioses. De este modo habría sido ella quien restableció la paz y la armonía en todo el país, erigiéndose en garante de la libertad recuperada; con el fin de conservarla, se preocupó del buen estado moral y material de su ejército, que debía hallarse en condiciones de luchar contra las fuerzas de las tinieblas.

Precisamente, la diosa leona Pajet, cuando su peligrosa fuerza llegaba a ser domada y puesta al servicio de la luz, era capaz de ahuyentar a los temibles demonios del desierto del este y, aún más, transformarlos en genios protectores. En su santuario, donde se hallaba concentrada la energía divina, Hatsepsut practicó esa gran magia de Estado consistente en identificar las potencias destructivas, osando manipularlas e invertirlas para que se convirtieran en constructivas.

Si los ritos no conseguían apaciguar a la leona Pajet, sobre la región se abatirían violentas lluvias que habrían formado torrentes y arrastrado barro y grava, devastándolo todo a su paso; en el corazón de los hombres, las pasiones negativas habrían engendrado el odio, la violencia y la codicia.

Hatsepsut restauró el templo de la diosa leona, restableció los rituales, aseguró la «circulación de ofrendas», llenó el santuario de oro, plata, telas, vajilla preciosa, hizo erigir estatuas y lo cerró con puertas de acacia revestidas de bronce. La «morada divina del valle» quedaba desde entonces a salvo de invasiones como la de los hicsos, aquellos «tenebrosos ignorantes de la luz».

Un texto del espeo Artemidos nos descubre una de las principales preocupaciones de Hatsepsut: «Mi conciencia piensa en el futuro —confiesa—; el corazón del faraón debe pensar en la eternidad. He glorificado a Maat, Dios vive en ella”.



DAYR AL—BAHARI, EL TEMPLO DE LA ETERNIDAD DE HATSEPSUT

 


 

Desde el año 8 de su reinado, poco después de su coronación, Hatsepsut inició la que sería su gran obra, el templo de Dayr al—Bahari, en la orilla oeste de Tebas. Decidió adosar el monumento a un acantilado coronado por la «cima», el punto culminante de la montaña de esta orilla de Occidente y lugar de residencia de la diosa del silencio. Esta pirámide natural, tallada en parte por la mano del hombre, domina el Valle de los Reyes y el Valle de las Reinas.

Dayr al—Bahari es «el templo de los millones de años» de Hatsepsut, el lugar donde se rinde culto a su ka, asociado al de su padre, Tutmosis I, y también la residencia de Amón, el dios oculto, y de Hator, la diosa del amor divino. En este santuario, el alma de Hatsepsut, protegida por las divinidades, conoce una regeneración perpetua.

Los vestigios que podemos contemplar en la actualidad han conservado su carácter sublime, que no escapa a ningún visitante, por más que algunas de las restauraciones realizadas deberían rectificarse. En otros tiempos, el lugar poseía un esplendor hoy día desaparecido; ante el templo se desplegaban jardines llenos de árboles y estanques que aportaban frescor al lugar. Verdaderamente, era aquélla la puerta de un paraíso, indicado por la presencia de dos leones de piedra, encarnación del «ayer» y el «mañana».

En aquel lugar existía un edificio construido durante el Imperio medio por los Montuhotep; Hatsepsut se vinculaba de este modo a una tradición que había captado el carácter sagrado del lugar. El acantilado también servía de pared de fondo al último santuario, ofreciendo una formidable sensación de verticalidad y de ascenso a lo divino.

Se ha conservado el texto de la dedicatoria que fuera pronunciada por la misma Hatsepsut: «He construido un monumento para mi padre Amón, señor del trono de las Dos Tierras, he erigido este vasto templo de millones de años cuyo nombre es el "sagrado de los sagrados", de bella y perfecta piedra blanca de Tura, en este lugar consagrado a él desde el origen”.

Hatsepsut dirigió el gran ritual de fundación del templo; en una pequeña fosa depositó los objetos que constituían el llamado «depósito de fundación»: mazos, tijeras, moldes de ladrillos, cedazos para la arena, cordel, etc. Una vez cubiertos de arena, los instrumentos de los talladores de piedra quedaban juntos para siempre en aquel lugar secreto y continuaban siendo útiles en el mundo invisible. Hatsepsut plantó los piquetes simbólicos que delimitaban el emplazamiento del templo, y luego tensó el cordel, poniendo así de manifiesto el plan concebido en su corazón—conciencia.

La reina—faraón debió de conocer una de las mayores alegrías de su reinado al recorrer la avenida bordeada de árboles que llevaba al santuario; en el aire flotaban perfumes de incienso. En el agua de los estanques con forma de T navegarían pequeñas barcas durante la celebración de los ritos destinados a alejar las potencias nocivas.
Más allá de este oasis de verdor se revelaba el rasgo principal de la arquitectura de Dayr al—Bahari, su disposición en terrazas puntuadas rítmicamente por varios pórticos. La mirada se orientaba entonces hacia lo alto, hacia la terraza superior donde se hallaba el santuario.

En él se celebraban varios cultos: el de Amón, el señor del templo; el de Ra, la luz divina; el de Anubis, guía de los justos por los caminos del más allá, y el de Hator. En la capilla consagrada a la diosa la vemos con la forma de una vaca, lamiendo la punta de los dedos de Hatsepsut, a la que de este modo transmite la energía celeste y la facultad de resucitar. También con la apariencia de una vaca, Hator amamanta a la reina—faraón que, al absorber la leche de las estrellas, conoce una eterna juventud.

En la terraza superior, Hatsepsut aparece representada como Osiris, cruzando las puertas de la muerte para renacer y convertirse en un nuevo sol, venerado en el santuario de Ra. El templo de Dayr al—Bahari es asimismo el lugar donde se conserva la memoria de los acontecimientos principales del reino. En el pórtico inferior asistimos al transporte de los obeliscos destinados al templo de Karnak, a los rituales de la recolección de papiros y de caza en las marismas; en el pórtico mediano se desarrollan los episodios de la expedición al país de Punt, los del misterio del nacimiento divino y de la coronación. Y también vemos a Hatsepsut y a Tutmosis III rindiendo culto a Tutmosis I, a Tutmosis II y a la reina Amosis. Todo un linaje reunido para la eternidad.

Un templo egipcio es un ser vivo al que se le da un nombre. Dayr al—Bahari se llamaba zoser zoseru, que nosotros traducimos como «el sagrado de los sagrados»; también podemos entenderlo como «el sublime de los sublimes», «el espléndido de los espléndidos». El significado fundamental de la palabra zoser, con la que se formaba el nombre de Zoser, es «sagrado», con la idea implícita de que un lugar sagrado está separado de lo profano y protegido del mundo exterior.

Mucho tiempo después de la muerte de Hatsepsut, Dayr al—Bahari fue reconocido como un lugar donde se expresaba lo sagrado. En el santuario cavado en el corazón de la roca se celebraba la memoria de dos grandes sabios, Amenhotep, hijo de Hapu, e Imhotep, primer ministro de Zoser, arquitecto, mago y médico al que los enfermos acudían para pedirle que les sanara el alma y el cuerpo. Algunos de esos enfermos residían en el templo durante el tiempo necesario para recobrar la salud. ¿Acaso en nuestros días no acudimos a él en busca de la armonía que supo crear Hatsepsut?



 HATSEPSUT Y EL PAÍS DE PUNT

 


 

POLÍTICA EXTERIOR

 


 

El reinado de Hatsepsut fue uno de los más pacíficos. Es posible que interviniera en Nubia al principio de su reinado en la que fue sin duda una operación de orden dirigida contra una tribu revoltosa a la que pronto se hizo entrar en razón. Nubia estaba en calma y Hatsepsut reinaba sobre un Egipto unificado y tranquilo, así como sobre los territorios que su padre Tutmosis I había conseguido mantener bajo control. En el norte no se presentaba conflicto alguno ni rebelión en el sur.

Sin embargo, ella se afirmó de manera simbólica como un jefe de guerra que luchó victoriosamente contra Libia y contra Siria, los enemigos hereditarios de Egipto; en su condición de representante de la luz divina, debía, como cualquier faraón, repeler las tinieblas encarnadas por los pueblos que no vivían según Maat. Por ese motivo, en Dayr al—Bahari la soberana aparece representada bajo la forma de un león y un grifo, y derrota a nueve enemigos que simbolizan el conjunto de las fuerzas del mal. Nubios, libios, asiáticos y beduinos resultan mágicamente sometidos.

La política exterior de Hatsepsut se resumió, según parece, en fascinar a través de la palabra y el rito a sus potenciales adversarios.

Hatsepsut mantuvo la tradición de enviar al Sinaí a especialistas encargados de recoger turquesas, quienes, protegidos por un destacamento militar y la policía del desierto, no temían los asaltos de los nómadas.



PUNT 


 

El dios Amón se dirigió al corazón de su hija ordenándole que aumentara la cantidad de ungüentos destinados a las carnes de las divinidades e ir a buscarlos muy lejos, en «la tierra de dios», el país de Punt. Amón formuló claramente su exigencia: «Instalar Punt en el interior de su templo, plantar los árboles del país de dios a ambos lados de su santuario, en el interior de su jardín”.

Hatsepsut no se desplazó físicamente sino que fue su espíritu el guía de la expedición. ¿Dónde se encuentra Punt? Al cabo de largos debates egiptológico—geográficos, que sin duda continuarán, se desprende que este Eldorado africano estaría situado en los parajes de la costa de los Somalíes. Ahora bien, Punt pertenece básicamente a la geografía simbólica del antiguo Egipto; las expediciones hacia esta región, de las que existen testimonios en todas las dinastías, tenían por objeto aportar a los templos sustancias olorosas, indispensables para las prácticas rituales. El viaje a Punt es una búsqueda de perfumes y esencias sutiles.

La expedición revestía tal importancia que Hatsepsut hizo grabar los episodios en su templo de Dayr al—Bahari. Senenmut se ocupó de la intendencia; Thuty, superior de la casa del oro y de la plata, proporcionó el aval y los medios materiales; Nehesi, portador del sello real, se hizo cargo de dirigir el cuerpo expedicionario, que contaba con doscientos diez hombres. Los cinco barcos necesarios, concentrados en el puerto de Kosseir, zarparon hacia la costa occidental del mar Rojo.

Amón actuó de guía, salvándolos de perderse. Los textos no nos describen el itinerario sino que se limitan a hacernos saber que los marinos llegaron a Punt al término de un feliz viaje, pues no en vano habían llevado consigo un grupo escultórico que representaba a Amón y a Hatsepsut, gracias al cual quedaba conjurado todo peligro.

El descubrimiento del país de Punt fascinó a Nehesi. El paisaje era soberbio: palmeras datileras, cocoteros y árboles de incienso. Los nativos, que vivían en chozas sobre pilotes a las que accedían mediante escaleras, parecían pacíficos. No obstante, Nehesi tomó algunas precauciones elementales: se presentó acompañado de una pequeña escolta, escasamente amenazante de todos modos, ya que los soldados egipcios llevaban consigo algunos regalos en forma de collares, brazaletes, perlas y vituallas.

El recibimiento fue de lo más caluroso. La familia reinante de Punt y los dignatarios se inclinaron ante los enviados de Hatsepsut. Vacas, borricos y monos asistían al espectáculo. Pa—Rahu, el rey de Punt, no llevaba más vestido que un taparrabos; su porte era de lo más digno. Al igual que la mayoría de sus compatriotas, lucía una barba puntiaguda. Sin embargo, ¿qué podemos decir de su desdichada esposa, Ity? Gorda, obesa, todo su cuerpo estaba hinchado, exhibiendo una figura deforme; sin duda debía de sufrir alguna enfermedad, que sin embargo no le había impedido tener dos hijos y una hija.[5]

Los «dignatarios de Punt» no ocultaron su sorpresa: ¿cómo habían hecho los egipcios para llegar a esta región cuyo emplazamiento ignoraba el resto de los mortales? ¿Habían recorrido los caminos celestes, habían llegado por agua o por tierra? El relato nada dice de las explicaciones geográficas.

Se levantó un pabellón en el que se celebró un banquete; en el menú no faltaron ni carnes ni verduras ni frutas, y también se ofrecieron vino y cerveza. Un detalle importante: los habitantes de Punt veneraban a Amón y éste acudía a visitar a Hator, la soberana del maravilloso país. Las ofrendas de los marinos egipcios iban destinadas a la diosa. Se trataba, por lo tanto, de un encuentro entre dos grandes divinidades en una tierra lejana.

Después de los festejos se hizo necesario pensar en el regreso. Los hombres de Nehesi cargaron mirra, marfil, maderas preciosas, antimonio, pieles de pantera, sacos llenos de gomas aromáticas, sacos de oro, bumerangs y árboles de incienso cuyas raíces envolvieron cuidadosamente con esteras húmedas. También embarcaron monos y perros, a los que, no nos cabe duda, no les faltaron buenos amos en Egipto.

En el centro de Punt se erigió una estatua que representaba a Hatsepsut y a Amón; de este modo, el gran dios de Tebas siempre estaría presente junto a Hator, soberana de la región de los árboles de incienso.

Durante el cargamento, un porteador se volvió hacia un camarada para protestar: «¡La carga que me das es muy pesada!», pero el altercado no duró más y el viaje de regreso se desarrolló de manera tan agradable como a la ida.

A su llegada a Tebas fueron recibidos con una fiesta; la población se había congregado en gran número en los muelles y dio la bienvenida a los expedicionarios con cantos y bailes. Nehesi recibió una condecoración compuesta por cuatro collares de oro, en pago a la calidad y lealtad de sus servicios.

Pero lo esencial eran los árboles de incienso y las riquezas de Punt. En presencia del dios Thot y de la diosa Sechat, que registraron por escrito la lista de los productos, Hatsepsut en persona midió el olíbano fresco con un celemín de oro fino. Tomó un poco de bálsamo y lo aplicó sobre su piel; el maravilloso aroma se expandió por el cuerpo de la reina—faraón, su piel dorada parecía oro puro y resplandecía como una estrella. Luego se pesó el electro, la plata, el lapislázuli y la malaquita, riquezas que fueron ofrendadas a Amón.

Hatsepsut plantó con sus propias manos los árboles de incienso cuyo aroma perfumaría las salas del templo de Dayr al—Bahari. La orden de Amón se había cumplido y, desde ese momento, el fabuloso país de Punt tendría un lugar en el santuario de los millones de años de Hatsepsut.


DE LA FIESTA AL MÁS ALLÁ: EL DESTINO DE HATSEPSUT

 


 

LAS FIESTAS DE HATSEPSUT

 


 

El nacimiento de un nuevo año era motivo de una gran fiesta; ese día, el faraón recibía numerosos regalos. En la tumba tebana número 73 aparece representada Hatsepsut, sentada bajo su baldaquín, en el momento de recibir espléndidos regalos en forma de collares, una silla de manos, mesas, carros, jarrones, un flabelo, un naos, una cama y estatuas que la inmortalizan en compañía de algunas divinidades. Con este acto de reverencia al faraón, los dignatarios contribuían mágicamente a la prosperidad de Egipto.

Durante la «bella fiesta del valle», el dios Amón abandonaba su templo de Karnak para trasladarse a la orilla oeste, donde residía en los templos de los millones de años. En Dayr al—Bahari realizaba un prolongado alto en su viaje para ser recibido por Hatsepsut. Ésta le ofrecía soberbios ramos montados que encarnaban a la vez la belleza de la creación y la exuberancia de una vida victoriosa sobre la muerte. A la hora del crepúsculo, Hatsepsut encendía cuatro antorchas; como portadora de la luz, iluminaba las tinieblas, seguida de una procesión. Unos barreños llenos de leche e iluminados por esas mismas antorchas simbolizaban los puntales de la bóveda celeste. Algunos iniciados asistían a la navegación ritual de la barca divina sobre un lago luminoso. Al alba se apagaban las antorchas en la leche de los barreños.

Durante esta fiesta, los seres vivos comulgaban con los muertos; en la capilla de las tumbas se hacían ofrendas a los antepasados y se organizaban banquetes en los que participaban las almas de los difuntos. Todos los años, a lo largo de su reinado, Hatsepsut presidió estos festejos en los que se mezclaban sentimientos de alegría y compostura.

La «capilla roja» de Hatsepsut, construida con bloques de cuarcita roja, expuestos actualmente en el «museo al aire libre» del templo de Karnak, estaba decorada con escenas conmemorativas de los acontecimientos señalados del reinado; entre ellos, la fiesta de la diosa Opet, la diosa de la fecundidad espiritual. En ese momento privilegiado, el ka del faraón se regeneraba y propiciaba que la energía divina circulara por el cuerpo de Egipto. La «capilla roja» se llamaba en realidad el «lugar del corazón de Amón», con el que comulgaba el corazón de Hatsepsut.



LOS OBELISCOS DE HATSEPSUT

 


 

Los textos subrayan los estrechos vínculos que unían a Hatsepsut y a su padre Amón; en varias ocasiones, Amón le habló directamente y le dictó cuál debía ser su conducta. La palabra divina alcanzaba directamente el centro vital del ser, el corazón—conciencia, representado en la escritura jeroglífica por un vaso. Cuando comprendió cuál era la voluntad de su padre celeste, Hatsepsut la concretó ordenando que se le erigiesen varios obeliscos.[6] Su actuación copiaba la de su padre terrestre, Tutmosis I.

Llevar a buen término semejante proyecto no era tarea sencilla pues había que tallar en las canteras de granito de Asuán un gigantesco monolito de más de trescientas toneladas, transportarlo a continuación hasta Karnak y ponerlo en pie. Se necesitaron siete meses de trabajo para erigir dos obeliscos.

Senenmut supervisó el trabajo y supervisó las operaciones de transporte, que exigieron la construcción de dos enormes barcos con una eslora de noventa metros. Cada chalana era tirada por tres grupos de diez barcas; un especialista situado en la parte delantera de la comitiva iba sondeando el Nilo con una pértiga para evitar los bancos de arena. Desde la confortable cabina del buque insignia, Senenmut observaba la maniobra que, gracias a la habilidad de los marinos egipcios, fue un éxito rotundo.

Tal y como indican los relieves pintados en el templo de Dayr al—Bahari, «hubo fiesta en el cielo» cuando los obeliscos llegaron a Tebas; «Egipto se llenó de alegría a la vista del monumento». Cuando acercaron, en medio del alborozo popular, se celebraron ritos de ofrenda: un trompetero hizo sonar su instrumento, seguido por una cuadrilla de arqueros formada por jóvenes reclutas del norte y del sur. Para no quedar a la zaga, los marineros tocaban las panderetas. Y así se encaminó la comitiva, alegre y algo indisciplinada, hacia el templo de Amón.
En el interior del santuario estaban prohibidos el ruido y el desorden. Marineros y soldados cedieron su sitio al maestro de obras, a los ritualistas y a los técnicos encargados de levantar los obeliscos. Hatsepsut recibió las dos agujas de piedra y constató la perfección de sus formas.

La presencia de los obeliscos disipaba las fuerzas negativas, protegía el templo y ahuyentaba las ondas negativas, atrayendo hasta él la luz creadora. Eran también recuerdos de la piedra primordial que, desde el alba de los tiempos, había servido de fundamento a la creación.

Por orden de la soberana, Thuty, el ministro de Economía extrajo del Tesoro doce celemines de electro, mezclado con oro y plata, conque se cubrió la punta de los obeliscos. Como rayos de sol petrificados, las grandes agujas atravesaron el cielo e iluminaron las Dos Tierras, semejantes a montañas de oro para admiración de las futuras generaciones.

Hatsepsut hizo grabar en el granito rosa del obelisco estas admirables palabras:[7] «He realizado esta obra con el corazón lleno de amor a mi padre Amón; iniciada en su secreto del origen, instruida gracias a su benéfica potencia, no he olvidado lo que él ordenó. Mi majestad conoce su divinidad. He actuado a sus órdenes, él me guió, yo no me he apartado de su acción para concebir el plan de la obra, él ha sido quien me ha orientado. No me desinteresé, pues me he preocupado de su templo; y no me aparté de lo que él había ordenado. Mi corazón era intuición [sic] ante mi padre; entré en la intimidad de los planes de su corazón. No he dado la espalda a la ciudad del señor de la totalidad, sino que he vuelto mi cara hacia él. Sé que Karnak es la luz sobre la tierra, el venerable túmulo del origen, el ojo sagrado del señor de la totalidad, su lugar favorito y el portador de su perfección”.



SOMBRAS DEL FINAL DE UN REINADO

 


 

En el año 20 del reinado de Hatsepsut se erigió una estela en el templo de Hator, en el Sinaí. El propio Tutmosis III condujo la expedición encargada de traer turquesas a Egipto; aparece representado en compañía de Hatsepsut, quien, si hemos interpretado bien la inscripción, aún vivía.

No hay ningún testimonio conocido del nombre de Hatsepsut en el año 21. En el año 22 de su propio reinado, que no se había interrumpido bajo el gobierno de la reina—faraón, Tutmosis III reinaba en solitario. No cabe duda de que Hatsepsut había muerto, pero ningún documento menciona este hecho, lo que no era extraño en el Egipto antiguo. Es raro que los textos hagan referencia al nacimiento y a la muerte del faraón, y, cuando lo hacen, suele ser de manera simbólica.

Tras la desaparición de Hatsepsut no se produjo ninguna alteración del orden. Después de una prolongada espera y de una preparación excepcional en el ejercicio del poder, Tutmosis III se reveló como uno de los más grandes monarcas de la historia egipcia.



 LAS TUMBAS DE HATSEPSUT 




La tumba de la reina Hatsepsut había sido cavada en el acantilado que dominaba el valle del Oeste, entre el Valle de los Reyes y el Valle de las Reinas; en ese valle del Oeste fueron inhumados los faraones Amenhotep III y Ay, el sucesor de Tutankamón.


Situada a sesenta y siete metros por encima del suelo y a cuarenta metros de la cima del acantilado, la primera tumba de Hatsepsut ofrecía una imagen espectacular. La segunda, que lleva el nombre del faraón Hatsepsut, la número 20 de la lista de las moradas para la eternidad del Valle de los Reyes, la superaba con creces:[8] está situada cerca de la tumba de su padre, Tutmosis I; su profundidad alcanza los 97 metros y sigue un recorrido semicircular sobre una extensión aproximada de 124 metros. ¿Es posible considerar ese recorrido como el esbozo de una espiral, símbolo de una vida nueva? Este extraordinario camino del más allá, el más largo del Valle de los Reyes, conduce a un panteón que alberga dos sarcófagos. El primero, previsto por Hatsepsut para sí misma, alberga la momia de su padre Tutmosis I, que abandonó su última morada para reposar en la de su hija. El segundo sarcófago del faraón Hatsepsut era de gres rojo. Actualmente se conserva en el Museo de El Cairo, la tapa tiene forma de cartucho y en él aparece escrito el nombre real; en su interior, Nut, la diosa del cielo, se une a la reina para hacer que renazca entre las estrellas. La técnica de ejecución es extraordinaria: cada uno de los lados es perfectamente liso, igual y paralelo al lado opuesto, casi al milímetro. Uno de los textos grabados sobre el gres relata que el rostro de Hatsepsut ha recibido la luz y que sus ojos se han abierto para la eternidad.


¿SE PERSIGUIÓ LA MEMORIA DE HATSEPSUT?

 


 

En muchas obras, debidas algunas de ellas a autores considerados serios, podemos leer que Tutmosis III, vengativo y fanático, ordenó borrar a golpe de martillo el nombre y las representaciones de Hatsepsut para suprimir de la historia la memoria de esta soberana que le había tenido apartado del poder durante largos años.
 En resumen, un oscuro ajuste de cuentas político... sin ninguna relación con la realidad egipcia. Tutmosis III no dirigió ningún partido de oposición contra el partido mayoritario de Hatsepsut ni tenía motivos para urdir ningún golpe bajo. Recordemos que intervino en varios actos oficiales, que Hatsepsut no lo «eliminó» y que lo vemos oficiando como faraón en Dayr al—Bahari, el santuario mayor de Hatsepsut.

Cuando Tutmosis III se vio reinando en solitario no emprendió ninguna operación de purga; los altos funcionarios que habían servido a Hatsepsut continuaron en sus puestos. A decir verdad no existe ninguna prueba cierta del «odio» que supuestamente sintió Tutmosis III. ¿Los ataques a las representaciones de su antecesora? Es verdad que existen, pero las representaciones y los nombres de la reina faraón fueron martilleados en lugares oscuros o poco accesibles, mientras permanecen intactos los que se hallan en lugares visibles y de fácil acceso. Tutmosis III no atacó las imágenes más relevantes de Hatsepsut; el ka de la reina—faraón que se halla bajo el pórtico de Dayr al—Bahari, consagrado al viaje de Punt, está intacto. Con su sola presencia convierte a Hatsepsut en inmortal. Además, si Tutmosis III ocultó el nombre y la imagen de Hatsepsut, de manera muy parcial además, esto no ocurrió antes del año 42, es decir, más de veinte años después de la desaparición de la soberana.

La intención de Tutmosis III fue, a nuestro parecer, vincular su reinado al de los dos primeros Tutmosis para formar un linaje de «hijos de Thot». Y no olvidemos que su gran esposa real se llamaba Meritre—Hatsepsut, como si la memoria de la reina—faraón se perpetuara en el seno mismo de la pareja real.

De hecho, es a Ramsés II a quien cabe atribuir la mayoría de los ataques a golpe de martillo. Al «renovar» el templo de Dayr al—Bahari, según la expresión egipcia, los restauradores del gran Ramsés borraron algunas representaciones de Hatsepsut, si bien procuraron conservar visibles los jeroglíficos y el perfil de las figuras.

Hoy día podemos afirmar que la «venganza» de Tutmosis III no existió sino en la imaginación de algunos egiptólogos. Ataques a martillazos, ocultación, borrado parcial de las figuras, todo ello corresponde a estrategias mágicas que todavía no nos es posible explicar de manera enteramente satisfactoria.



UNA REENCARNACIÓN INESPERADA

 


 

El rey Salomón admiraba a Egipto. Y era tal su admiración que se inspiró en la monarquía faraónica para gobernar el Estado de Israel.[9] En los «proverbios» y en los textos de sabiduría que escribió, en el Cantar de los Cantares, que se le atribuye, es perceptible la influencia de la cultura egipcia. No en vano la tradición afirma que el seductor Salomón se había desposado con la hija de un faraón.

Una sola mujer se mostró tan brillante como Salomón y sometió la inteligencia de éste a ruda prueba: la célebre reina de Saba, originaria de un remoto y maravilloso país. Ella lo sedujo, quedó encinta de sus obras, abandonó Israel y dio a luz un niño que sería el fundador de una dinastía de la que los etíopes afirman ser sus descendientes.

Se ha sugerido que Hatsepsut fue el modelo de la reina de Saba.[10] Belleza, inteligencia, sabiduría, encanto, poderes mágicos... ¿No eran ésas las cualidades de la reina—faraón que le proporcionaron la facultad de reinar en Egipto? La fascinante reina de Saba fue tal vez el último sueño de Hatsepsut.



[1] Acerca de esta mujer solar véase BIFAO, 90, 1990, pp. 85 y 88.
[2] Véase P. F. Dormán, The Monuments of Senenmut, Londres—Nueva York, 1988; The Tombs of Senenmut, San Antonio.
[3] Dormán cree que la tumba 71 servía de capilla y la tumba 353 de panteón.
[4] Véanse, por ejemplo, las hipótesis de S. Ratié, «Attributs et destinée de la princesse Néférourê», en BSEG, 4, 1980, pp. 77—82.
[5] Puede que se considerase la obesidad como un signo de riqueza y de abundancia.
[6] Dos obeliscos al principio de su reinado, dos más durante los años 15—16; dos de ellos han desaparecido por completo, solamente uno sigue en su sitio en Karnak; la punta del cuarto yace en el ángulo noroeste del lago sagrado.
[7] Hatsepsut se expresa en masculino y en femenino indistintamente, señalando de este modo que es hombre—mujer y que es la encarnación en solitario de la pareja real.
[8] Según algunos estudios recientes, Hatsepsut fue la «creadora» del Valle de los Reyes, y su tumba habría sido la primera cavada en el valle.
[9] Véase C. Jacq, Maitre Hiram et le Roí Salomón.
[10] Véase E. Danielus, Kronos, Glassboro, N. I. 1, núm 3, 1976, pp. 3—18, y núm. 4, pp. 9—24.

  Fuente: Jacq Christian