domingo, 25 de diciembre de 2011

LA ESPOSA HITITA DE RAMSÉS II


Ramses II



LA ESPOSA HITITA DE RAMSÉS II

 

UN MATRIMONIO PARA LA PAZ

 


 

El tratado de paz con los hititas puso fin a un largo período de conflictos armados, pero convenía normalizar las relaciones y hacerlas más cálidas. Hubo intercambios de cartas y regalos, las familias reales se interesaron por el respectivo estado de salud de sus miembros y, por último, se convino la necesidad de llegar a un compromiso mayor, ya practicado durante el Imperio nuevo, es decir, un matrimonio entre una princesa extranjera y el faraón.[1]
Tutmosis III había contraído «matrimonio» con tres extranjeras, sin duda hijas de jefes sirios, con la intención de calmar los ánimos de esta belicosa región. Para ratificar un importante tratado de paz con el reino de Mitanni, Tutmosis IV había celebrado un matrimonio diplomático con la hija del monarca de este Estado de Asia. En el año 10 del reinado de Amenhotep III, la hija del rey Naharina viajó a Egipto, acompañada por un nutrido séquito, para unir su destino al del faraón, que organizó otros «matrimonios» con mujeres extranjeras, y anunció tan felices acontecimientos mediante la emisión de escarabajos.
Tan pronto llegaron a Egipto, estas mujeres recibieron un nombre egipcio, lo que explica que hayamos perdido su rastro. Sin duda se convirtieron en damas de la corte, donde sus años transcurrieron felices si no sufrían en exceso de nostalgia de su país. Conviene señalar que esta diplomacia de los matrimonios sólo se efectuó en un sentido, desde el extranjero hacia Egipto; el rey de Babilonia, que había «casado» a su hija con Amenhotep III y solicitó al faraón que le enviara una princesa egipcia, recibió esta categórica respuesta: «Nunca, desde los tiempos de nuestros antepasados, hemos dado a cualquiera una hija de faraón”.
Inspirándose en estos famosos ejemplos, Ramsés II estableció la paz en el Próximo Oriente «casándose» al parecer con una babilonia, una siria y dos hititas. El acontecimiento, pues, tendía a banalizarse; sin embargo, el gran Ramsés dio un gran lustre a su matrimonio, celebrado en el año 34, y esto sin duda por la personalidad de la mujer que iba a abandonar el rudo clima de la llanura de Anatolia para instalarse en Egipto: la hija de Hattusil, «el gran jefe» hitita y principal adversario del faraón.
Ambas partes habían respetado correctamente el tratado de paz del año 21, pero los dos monarcas convinieron en concretarlo de forma definitiva y clamorosa.
Desde el lado egipcio, la situación no presentaba demasiadas ventajas para los hititas. La fuerza de Ramsés infundía el terror entre todos los jefes de los países extranjeros, y sobre todo el del Hatti, un país desolado y arruinado que sufría la ira del dios Set. ¿Cómo apaciguar su cólera sino ofreciendo su hija mayor al faraón? Ésta viajaría, por lo tanto, hacia Egipto llevando consigo numerosos presentes: oro, caballos y decenas de miles de cabezas de vacuno, cabras y corderos.
¿Quién habría podido oponerse a Ramsés, el muro de piedra protector de su país, el sabio de las palabras justas, el valeroso y vigilante que llevaba la luz a su pueblo, al que colmaba de alimentos? Su cuerpo era de oro, su osamenta de plata; el faraón era padre y madre del país entero y conocía todos los secretos del cielo y de la tierra.
Al gran jefe hitita, por lo tanto, no le quedaba sino inclinarse ante el faraón de Egipto: «He venido hasta ti para adorar tu perfección —declaró—, pues tú unes los países extranjeros, tú, el hijo de Set. Me he desprendido de todos mis bienes, mi hija está ante ti para ofrecértelos. Todo cuanto tú ordenas es perfecto. Me someto a ti, como todo mi país”.
Aunque la realidad fue para el faraón menos favorable, no es menos cierto que el rey hitita, al cabo de una prolongada negociación, aceptó enviar a su hija a Ramsés en prenda de paz. El viaje no se anunciaba fácil: era invierno, había que atravesar zonas montañosas, pasar por desfiladeros y caminar por pistas de trazado caótico antes de llegar a la frontera. Además, la comitiva hitita tropezó con el mal tiempo, que dificultó su avance. La intervención de Ramsés, que realizó una ofrenda a Set, restableció las condiciones climáticas normales.[2]
El faraón envió un cuerpo del ejército a dar la bienvenida a su futura esposa. Cuando egipcios e hititas se encontraron se estrecharon en un abrazo, bebieron y comieron juntos y se mezclaron como hermanos, evitando cualquier conflicto. Los habitantes de los lugares por los que pasó la insólita comitiva no daban crédito a lo que veían: ¡menudo milagro ver juntos y alegres a soldados hititas y egipcios! Un dignatario exclamó: «¡Qué grande es lo que hoy constatamos! El Hatti pertenece al faraón, al igual que Egipto. También el cielo está sometido bajo su sello”.
Después de cruzar Canaán y de bordear la costa del Sinaí, la princesa hitita llegó por fin a Pi—Ramsés, la magnífica capital de Ramsés II. El faraón en persona acudió a recibirla, juzgó bella su cara y la amó. Le dio el nombre de Mat—Hor—Neferu—Ra, «la que ve a Horus y la belleza de Ra», y le concedió el extraordinario honor de convertirse en gran esposa real. Así quedó sellada de manera clamorosa la paz entre Egipto y el Hatti.
La formidable noticia fue proclamada por los textos jeroglíficos, algunos de los cuales han llegado hasta nosotros: los de Amara—Oeste y de Aksha en Nubia, el de Elefantina, el de Karnak (en la cara sur del malecón este del IX pilón) y, sobre todo, la famosa «estela de matrimonio» encastrada en el muro exterior sur del gran templo de Abu Simbel. En ella vemos a Ramsés, inspirado por Set y Ptah, mientras es objeto de la veneración del rey hitita y su hija.

LA PRINCESA DE BAJTAN

 

 

La estela C 284 del Louvre, descubierta en Karnak, es un curioso documento.[3] Redactado durante la XXI o la XXII dinastía, es un lejano recordatorio del matrimonio de la princesa hitita y de Ramsés II. En ella se evocan los diecisiete meses de viaje de una bella princesa procedente de un remoto país, Bajtan, para descubrir Egipto. El Hatti estaba bastante más cerca, pero el narrador oriental ha optado por recargar los detalles.
La princesa está hondamente preocupada por su hermana, Bentresh, que está enferma. Los médicos de Bajtan no consiguen curarla. La ciencia y la magia de los egipcios debería conseguirlo. Un médico tebano al que consulta formula un diagnóstico inquietante: Bentresh está poseída por un demonio. Sólo un dios podría curarla.
Que por eso no quede: Egipto envía a Bajtan la estatua de un dios sanador, Jonsu, que fija el destino y expulsa a los espíritus errantes. La estatua cumple su función y Bentresh recupera la salud. Pero el príncipe de Bajtan se comporta de manera incorrecta pues se niega a devolver a los egipcios la preciosa estatua.
Sólo un sueño le hace rectificar su censurable decisión. El dios se le aparece y le ordena que devuelva la estatua a Egipto. Temiendo su cólera, el príncipe obedece. En cuanto a la princesa de Bajtan, imagen poética de la hija de un rey hitita, se dejó subyugar por la magia de la tierra de los faraones.


[1] Véase A. R. Schulman, «Diplomatic Marriage in the Egyptian New Kingdom», en JNES, 38, 1979, pp. 177—193.
[2] Las interpretaciones sobre la naturaleza del tiempo alterado difieren. A menudo se ha escrito que Ramsés hizo que cesaran la lluvia y la nieve; pero también se ha observado que la sequía y el calor eran, en realidad, condiciones climáticas anormales para un invierno en Anatolia. Es probable que, para restablecer la armonía, Ramsés provocase la lluvia.
[3] Véase M. Broze, La Princesse de Bakhtan. Essai d'analyse stylistique, Bruselas, 1989.

  Fuente: Jacq Christian