jueves, 8 de diciembre de 2011

COSTUMBRES FUNERARIAS HELÁDICAS Y MICÉNICAS






COSTUMBRES FUNERARIAS HELÁDICAS Y MICÉNICAS

En Grecia la idea de la inmortalidad se desarrolló siguiendo unas líneas bastante paralelas a las israelitas, siendo las sombras de los poemas homéricos el equivalente de los refaim hebreos en sus respectivas moradas infernales. Es más, en el trasfondo micénico de dichos poemas había un culto de los muertos más definido, comparable con el que parece haber existido entre los hebreos primitivos. Y así, hemos encontrado una gran riqueza en los ajuares funerarios de las sepulturas de pozo de los reyes heládicos y en los tholoi micénicos, lo que nos da un testimonio elocuente del profundo respeto con que se conservaba en el Egeo el recuerdo de los grandes príncipes. En la Grecia micénica al jefe del estado (wanax) se le daban honores realmente divinos, acaso por influencia egipcia, y en las sepulturas en forma de colmena donde enterraban a los reyes en la segunda mitad del segundo milenio antes de nuestra era, vivían como héroes divinizados, probablemente con un culto estrechamente asociado con el de los mismos dioses.

Dado que muchos de estos tholoi (por ejemplo en Kapokli, Dimini, Ménidi, Vafio, Pilos de Menesia y Calcis) contenían cerámica del estilo minoico tardío y otros del estilo micénico tardío, son indudablemente de una época posterior a las sepulturas de pozo. Las excavaciones en Micenas después de la segunda guerra mundial han descubierto una serie de sepulturas de pozo de la época media heládica, en el Círculo de las Sepulturas, al oeste de la llamada “tumba de Clitemnestra”, cerca de la Puerta de los Leones; sepulturas que contienen esqueletos de niños y adultos y cierto número de vasos, espadas y dagas de bronce, joyas de oro, una placa de marfil y un jarro de plata. En algunas de ellas estos ricos ajuares estaban exactamente junto a los esqueletos, y en otras se había enterrado a varios miembros de la familia, y se habían abierto y vuelto a cerrar tres o cuatro veces.

Colectivamente esto nos demuestra que al final del período heládico medio (es decir, hacia 1650-1500) se depositaban ricos dones en sepulcros cuidadosamente construidos, lo que supone un culto de los muertos muy desarrollado, al menos en cuanto se refiere a las clases superiores de la comunidad, y esto preparaba el camino para los grandes monumentos funerarios llamados tholoi, de la segunda mitad del segundo milenio.

Esta tendencia a complicar las cosas –que en Dracmani y Dendra incluye pozos de sacrificio llenos de cenizas y de restos carbonizados de ofrendas sepulcrales- apoya la suposición de Nilsson de que uno de los rasgos característicos de la fase micénica de la religión egea era una concepción muy desarrollada de la otra vida y un culto de los héroes, contrastando con la ausencia de ajuares funerarios semejantes en las sepulturas de la época minoica en Creta. Al principio estos suntuosos ritos de las sepulturas de pozo o de colmena debían de reservarse para los jefes, pero, si esto fuese así, pronto se extendieron también a los súbditos, a juzgar por el contenido de las sepulturas. En Creta estos rasgos típicamente egeos se introdujeron principalmente por influencia micénica, como lo demuestra, por ejemplo, el sarcófago de Hagia Triada, donde se pueden distinguir rasgos egipcios y micénicos en las escenas pintadas y en cierto número de vasos egipcios y otros objetos, comprendiendo mascarillas mortuorias, huevos de avestruz y un solo caso aislado de embalsamamiento en una sepultura de pozo heládica. También puede verse esto en la construcción de cámaras sepulcrales y su contenido en oro.

Los osarios colectivos cretenses no pueden en modo alguno considerarse los prototipos de los tholoi micénicos, como pensaba Evans, ya que los antecedentes de las cámaras sepulcrales griegas habrá que buscarlos más bien en Egipto que en Creta. Pero las grandes sepulturas de colmena fueron especialmente construidas con toda evidencia para los jefes micénicos según el tipo de los sepulcros circulares, cubiertos por una bóveda cupular y por una colina artificial, mientras que el enterramiento en cámaras excavadas en la roca quedaba reservado para el pueblo. Así se fue desarrollando el culto de los héroes en Micenas. Este culto se centraba en torno al rey, según el entorno egipcio probablemente, de un modo muy distinto a la sencilla creencia heládica en la supervivencia humana, tal como había existido entre los habitantes indígenas de Grecia, según nos indican los ajuares sepulcrales de la parte más importante de la población. Los cuerpos de los plebeyos, por su parte, eran enterrados con poca o ninguna ceremonia y sin provisiones para la otra vida.
Todavía se acentúa mas el contraste entre las costumbres sepulcrales micénicas y las que se nos relatan en los poemas homéricos. En éstos la inhumación había sido sustituida por la incineración, y , en cuanto a los ajuares u ofrendas funerarias, se nos dice que se quemaban con el cadáver en una pira, mientras que las sepulturas de pozo, las cámaras sepulcrales y los gigantescos tholoi, quedaban reducidos a un túmulo de tierra coronado por un menhir, cubriendo la urna que contenía las cenizas del muerto. Nada indica un culto de los héroes en estas prácticas funerarias, por mucho que se glorificasen las hazañas de Agamenón, jefe de la expedición griega contra Troya, y de todos sus compañeros de lucha. Un guerrero muerto en el combate o en circunstancias parecidas era naturalmente incinerado, porque esta innovación se consideraba el modo normal de disponer del cadáver en la época heroica, tal como nos la describe Homero, aunque, como es natural, era solo uno de los métodos empleados en la Grecia clásica.

En el relato homérico del funeral de Patroclo hay algunas señales de supervivencia de las costumbres micénicas primitivas. La inmolación de cuatro caballos, nueve perros y doce prisioneros, así como de ovejas y bueyes en la pira funeraria, puede haber sido simplemente una muestra de ostentosa barbarie por parte de Aquiles e incluso condenada por el poeta como una “mala acción”. Pero, como indica Nilsson, es más probable que fuese la repetición de los ritos celebrados en la tumba del príncipe Midea, cerca de Dendra, en los tiempos pre homéricos, que comprendían también sacrificios humanos y de animales y la quema de otros objetos sobre los dos pozos funerarios. El funeral de Patroclo parece haberse celebrado según costumbres estatuidas de muy antiguo, en las que se conservaban los procedimientos primitivos. Y así Aquiles, como principal deudo del difunto, ayunó y permaneció sin lavarse durante toda la ceremonia, y sobre el cadáver lloraron las plañideras y fue llevado en procesión por guerreros con el cabello rapado hasta la pira funeraria, donde se ofrecieron los sacrificios en debida forma y las cenizas se guardaron en una urna debajo de un túmulo.



LA IDEA HOMÉRICA DEL ALMA Y DEL HADES



La primitiva creencia en una supervivencia consciente después de la muerte se conserva todavía en la descripción del alma de Patroclo como “asombrosamente parecida a el mismo”, que se apareció a Aquiles durante la noche. Esta era una idea de la situación del muerto muy distinta del punto de vista normal en los poemas homéricos. En la disolución, el alma o soplo de vida (psijé) se escapaba del cuerpo con el último aliento (representado en las pinturas de los vasos como una figura miniaturizada del muerto) y marchaba a habitar en el sombrío reino de Hades, emplazado en el lejano occidente debajo de la tierra, como una sombra débil y un fantasma sin sustancia. En vez de continuar su vida habitual, asociada con el cuerpo en una tumba bien construida, provista de alimentos y otros objetos agradables y útiles para la persona, los restos mortales se destruían mediante el fuego lo antes posible, para que no estorbaran la liberación del alma. Pero, dado que el sentimiento y la percepción tenían su residencia en el corazón y en el diafragma y, por tanto, pertenecían al organismo físico, el alma así liberada carecía de conciencia. Cuando terminaba la vida corporal cesaban las emociones y las percepciones y todo lo que sobrevivía era una sombra o una imagen, sin ninguna sustancia.

Aun teniendo en cuenta el carácter literario de estos poemas, que nos presentan en un lenguaje elevado de aventuras de loso dioses y de los hombres, sin demasiada consideración para las especulaciones teológicas sobre la otra vida, es evidente que había sucedido un cambio fundamental en cuanto al culto de los muertos y las creencias asociadas con éste en la tradición homérica. Sin duda, sobrevivían en cierta medida las antiguas costumbres e ideas, pero, al menos para los mortales ordinarios, la muerte representaba, prácticamente, hundirse en el olvido en las regiones infernales, de las que, lo mismo que en Babilonia, no había manera de escapar, y en las cuales no había existencia consiente. Las vacuas y pálidas sombras se nos representan oscilando de un sitio para otro, como murciélagos, incapaces de sentir alegría o tristeza. La madre de Odiseo contemplaba vagamente a su hijo y solo cuando hubieron bebido la sangre vitalizadora volvió la conciencia a los fantasmas. Se hizo una excepción en el caso de Tiresias, el ciego profeta tebano, a quien Perséfone concedió conservar la razón como un favor especial, pero las demás sombras andaban vagando como sombras. Aunque Orión perseguía a las fieras por las tristes llanuras de Asfodelo, y Minos tenía su cetro dorado y se sentaba en el tribunal para juzgar a los muertos, todos ellos carecían de sustancia, de conciencia y de actividad.


 Sólo unos héroes privilegiados como Cadmo, Harmonia, Heracles o Menéalo –hermano menor de Agamenón y marido de Helena y, por tanto yerno de Zeus— recibieron la promesa de vivir sin morir en las Islas de los Bienaventurados, donde el cielo era siempre claro y una brisa fresca del oeste soplaba constantemente. Pero es que estos héroes conservaban sus cuerpos e, igual que los dioses, se liberaban de la prisión en que padecían los espectros sin cuerpo como sombras oscilantes. Sólo unos pocos pecadores inmortales y bien conocidos, Tántalo, Títiso y Sísifo fueron destinados a sufrir las penas del Tártaro, pero la vida en el Hades era tan triste y aburrida que el propio Aquiles opinaba: “no me digas palabras de consuelo, ilustre Ulises, en cuanto a la muerte. Habría preferido ser siervo de la gleba, de otro hombre o un desheredado de la fortuna, por limitados que fuesen sus medios de vida, antes de ser el señor de todos los muertos”.

Esto, sin embargo, igual que en Israel, no podía ser la sentencia final sobre el destino último de la humanidad doliente. Tal vez, en la época de Homero todo el interés se centrara en esta vida terrenal y la bajada de Ulises al infierno no fuera más que una narración literaria en un hermoso lenguaje, contando las aventuras de un héroe de la guerra de Troya y sus relaciones con sus antiguos compañeros. No entraba en las intenciones del poeta dar una detallada descripción del país de los muertos como tal, como en el caso de Dante, y menos aún formular una doctrina sobre la inmortalidad. A menudo se admitía una teoría del alma que no encajaba bien con las prácticas usuales en relación con los muertos, tal como se habían heredado de épocas anteriores en las que había prevalecido un punto de vista muy diferente sobre la otra vida. Esto es particularmente en los funerales de Patroclo, que suponen un culto de los muertos muy desarrollados y una tendencia a la complicación totalmente en desacuerdo con la noción homérica de las almas como fantasmas impotentes. Se derramaban vino y sangre y se ofrecían sacrificios para dar vida y alimento al alma, lo mismo que Circe impuso a Ulises la promesa hecha a las sombras balbucientes de ofrecerles el sacrificio de una ternera a su regreso de Itaca.

Aquí está implícita la revivificación del muerto mediante la sangre, y esto no puede conciliarse con la concepción homérica de la supervivencia de débiles sombras subterráneas como “imágenes flotantes de los que anduvieron por la tierra”, que ni alcanzan a los vivos ni son alcanzadas por ellos. Sin embargo, considerada en conjunto, como dice Rhode, “la descripción homérica de la vida sombría de las almas sin cuerpo era producto de la resignación y no de la esperanza. La esperanza no se habría contentado nunca con la anticipación de un estado de cosas en el que no se daba al hombre ni la menor posibilidad de seguir siendo activo después de la muerte, ni, por otra parte, le proporcionaba descanso de las fatigas de la vida; una vida que solo les ofrecía un vagar sin sentido ni destino de aquí a allá; una existencia, al fin y al cabo, pero sin ninguno de los contenidos que la habrían hacho llamarse vida”. Las canciones de los hermosos días antiguos en que los héroes y los dioses se mezclaban libremente, cantadas en las cortes de los príncipes jónicos, trataban de las glorias del pasado, pero los aristócratas para quienes eran compuestas y cantadas no obtenían de ellas más consuelo, en lo que se refiere a su destino después de la muerte, que el resto de la población.

Sin embargo, los griegos no eran enemigos del culto de los muertos por ninguna razón teológica y no tenían ningún interés en excluir a los dioses del país de los muertos. Por el contrario, en la Odisea el Erebo se colocaba bajo el dominio de Hades y de Perséfone y los mismos dioses olímpicos eran figuran antropomórficas con cualidades y atributos humanos, si bien no se preocupaban para nada del destino humano más allá de la muerte.


 Sólo los dioses eran inmortales, no obstante, los héroes recibían en diverso grado ascendencia divina y poderes sobrenaturales. Resumiendo: la tradición homérica, aunque proporcionó algunos elementos permanentes en el pensamiento y en la práctica religiosa de los griegos, no satisfacía las necesidades espirituales más profundas del hombre. Junto a la lúgubre morada de Hades existía la feliz existencia corporal en una especie de tierra de Jauja o terrestre Elíseo en los límites del mundo, con su trasfondo minoico, solo alcanzada por unos pocos privilegiados. Sólo era cuestión de tiempo el que la primitiva esperanza latente de una vida más rica y plena después de la sepultura se abriese camino en todos los que estaban deseosos de alcanzarla, cuando los nuevos movimientos religiosos se difundieron por toda Grecia en el siglo VI antes de nuestra era, introduciendo la concepción de una vida bienaventurada ultraterrena, que se aseguraba mediante el proceso de iniciación en cultos esotéricos. 


LA OTRA VIDA SEGÚN LOS MISTERIOS



Aunque los ritos tomaban formas muy distintas y podían interpretarse de varias maneras, el propósito principal de estos cultos secretos era conseguir una suerte más feliz después de la muerte. Según palabras de Plutarco “la muerte y la iniciación se corresponden clara y evidentemente, palabra por palabra y cosa por cosa. Al principio hay que andar de un lado para otro, dando vueltas fatigosas y caminando en la oscuridad, plagada de temores y recelos sin fin; después, antes del verdadero final, viene el terror por cualquier cosa, la fiebre y el temblor, el frío y la fatiga. Después el viajero encuentra una luz maravillosa, es admitido en un país de praderas siempre frescas, donde hay cantos y danzas, excelsas melodías y divinas visiones. Allí el iniciado, una vez que ha cumplido los ritos, es feliz sin limitación”.

En Eleusis esto se obtenía con la ayuda de símbolos y de visiones reveladas en el Telesterio, mientras que en los cultos traco-frigios de Dionisos y de Sabacio las Ménades y los iniciados se entregaban a bacanales desenfrenadas con el fin de hacerse iguales a Baco, situación que, al identificarse con el dios, se hacían también ellos inmortales. Estos rituales adquirieron un carácter más sobrio por influencia griega, y en su aspecto órfico las fiestas dionisíacas recibieron una interpretación dualista, de acuerdo con el mito de Zeus y Cronos y de los titanes condenados, en relación con la doctrina de la metempsicosis. Afirmando el origen divino del alma, se podía lograr la bienaventuranza eterna por la adopción de las normas de vida órficas con sus purificaciones, ascetismos, y sacramentos a través de los ciclos de renacimientos sucesivos, hasta que al final, cuando se había eliminado el componente titánico del alma, esta quedaba liberada de su prisión corpórea y alcanzaba el Elíseo definitivo. Como esto suponía premios y castigos después de la muerte, se introdujo un elemento ético en la idea del otro mundo, lo que quedaba muy lejos de la idea completamente amoral del Hades según la tradición homérica.

Según pensaba Píndaro (hacia el año 476 a. De J.C.), los deportes, la música y aromas agradables figuraban entre los premios que recibían los justos en las Islas de los Bienaventurados. Sin embargo, esta escatología del juicio final, basada en consideraciones morales, constituía, a pesar de todo, un avance cierto en la moralización de la doctrina de la inmortalidad en Grecia, aunque las ideas homéricas no fueron totalmente arrancadas.


 Estaba reservado para Platón –combinando imágenes órficas y animísticas— conducir a la plena luz de la filosofía la idea del origen y destino del alma como la identidad real de cada uno, de la que el cuerpo era solo un instrumento. En los mitos platónicos está implicada una idea de la responsabilidad moral del alma, con premios y castigos ultraterrenos y ciclos de vida en este mundo o en algún otro lugar.

Debajo de todas estas especulaciones tardías, yace la antigua concepción de una supervivencia humana en condiciones no muy distintas de las de este mundo, pero en la cual el cuerpo tiende a desempeñar un papel secundario, aunque no carente de importancia. Los misterios de Eleusis, que eran de origen micénico con un trasfondo minoico, conservaban la noción optimista de una continuación idealizada de la existencia terrestre, opuesta a la idea más pesimista homérica de un reino subterráneo de almas sombrías y sin fuerza, a donde Perséfone había sido arrebatada con consecuencias desastrosas para el mundo superior. Combinado con las esperanzas órficas en una bienaventuranza final para los iniciados, cuando las ataduras de la vida corporal hubiesen sido totalmente destruidas, el Elíseo de Píndaro seguía siendo una tierra de los bienaventurados, ya fuese en el subsuelo o en los confines del mundo. Para Platón el alma inmortal, preexistente y de una estructura muy sencilla, como las ideas inmutables, una vez desnuda de su envoltura carnal y de sus intereses terrestres, estaba destinada a recuperar su puesto en el mundo eterno, de acuerdo con su verdadera naturaleza. Esto, sin embargo, suponía un renacimiento de unos diez mil años para la mayoría de los hombres, ignorantes de la filosofía, antes de conseguir el estado de puro conocimiento intelectual y de absoluta comprensión en las Islas de los Bienaventurados. No es de extrañar que, cuando en el mundo grecorromano aparecieron los misterios helenizados de Isis y Atis, todo el mundo se volcase hacia ellos porque ofrecían a sus devotos una seguridad más inmediata de otra vida feliz a través de un proceso de ritos de iniciación.


Bibliografía, “Los Dioses del Mundo Antiguo”, E. O. James.