miércoles, 5 de octubre de 2011

RELIGIOSIDAD E INICIACIÓN

Extraído de “Lo Sagrado y lo Profano” de Mircea Eliade.

Para el hombre religioso, el Cosmos «vive» y «habla». La propia vida del Cosmos es una prueba de su santidad, ya que ha sido creado por los dioses y los dioses se muestran a los hombres a través de la vida cósmica.[...] Por esta razón, a partir de un cierto estadio de cultura, el hombre se concibe como un microcosmos. Forma parte de la Creación de los dioses; dicho de otro modo: reencuentra en sí mismo la «santidad» que reconoce en el Cosmos. Dedúcese de ello que su vida se equipara a la vida cósmica: en cuanto que obra divina, pasa a ser la imagen ejemplar de la existencia humana.

La existencia del homo religiosus, está «abierta» hacia el mundo; al vivir, el hombre religioso nunca está solo, en él vive una parte del mundo.[...] El simbolismo cósmico añade un nuevo valor a un objeto o a una acción, sin afectar por otra parte a sus valores propios e inmediatos. Una existencia «abierta» hacia el Mundo no es una existencia inconsciente, sepultada en la Naturaleza. La «abertura» hacia el Mundo hace al hombre religioso capaz de conocerse al conocer el Mundo, y este conocimiento le es preciso por ser «religioso», por referirse al Ser.

Los medios por los cuales se obtiene la santificación son múltiples, pero el resultado es casi siempre el mismo: la vida se vive en un doble plano; se desarrolla en cuanto existencia humana y, al mismo tiempo, participa de una vida trans-humana, la del Cosmos o la de los dioses.[...] Ahora bien: estas homologaciones antropocósmicas nos interesan sobre todo en la medida en que son «claves» de diversas situaciones existenciales. El hombre religioso vive en un mundo «abierto» y, por otra parte, su existencia está «abierta» al Mundo. Esto equivale a decir que el hombre religioso es accesible a una serie infinita de experiencias que podrían llamarse «cósmicas». Tales experiencias son siempre religiosas, pues el Mundo es sagrado.

Que el hombre religioso no puede vivir más que en un mundo «abierto», hemos tenido ocasión de comprobarlo al analizar la estructura del espacio sagrado: el hombre ansia situarse en un «Centro», allí donde exista la posibilidad de entrar en comunicación con los dioses. Su habitación es un microcosmos; su cuerpo, por lo demás, también lo es.[...] En una palabra: al instalarse conscientemente en la situación ejemplar para la cual está en cierto modo predestinado, el hombre se «cosmiza»; reproduce a escala humana el sistema de condicionamientos recíprocos y de ritmos que caracteriza y constituye un «mundo», que define todo universo. La equiparación desempeña igualmente un papel en el sentido contrario: a su vez, el templo o la casa se consideran como un cuerpo humano. El «ojo» de la cúpula es un término frecuente en varias tradiciones arquitectónicas. Pero importa subrayar un hecho: cada una de estas imágenes equivalentes —Cosmos, casa, cuerpo humano— presenta o es susceptible de recibir una «abertura» superior que haga posible el tránsito al otro mundo.

Es de destacar que el vocabulario místico indio ha conservado la equiparación hombre-casa y especialmente la asimilación del cráneo al techo o a la cúpula. La experiencia mística fundamental, es decir, la superación de la condición humana, se expresa por una doble imagen: la ruptura del techo y el vuelo por los aires. Los textos budistas hablan de los arhats que «vuelan por los aires rompiendo el techo del palacio», que «volando por propia voluntad, rompen y atraviesan el techo de la casa y van por los aires», etc. Estas fórmulas imágenes son susceptibles de una doble interpretación: en el plano de la experiencia mística se trata de un «éxtasis» y, por tanto, del vuelo del alma por el brahmarandhra; en el plano metafísico se trata de la abolición del mundo condicionado. Pero las dos significaciones del «vuelo» de los arhats expresan la ruptura del nivel ontológico y el paso de un modo de ser al otro o, más exactamente, el tránsito de la existencia condicionada a un modo de ser no-condicionado, es decir, de perfecta libertad.[…] El «vuelo» significa el acceso a un modo de ser, la libertad de moverse a placer; [es] por tanto, una apropiación de la condición de “espíritu” que ha trascendido el Cosmos y ha accedido a un modo de ser paradójico, o sea impensable, el de la libertad absoluta.[...] En el plano mitológico, el gesto ejemplar de la trascendencia del Mundo se ilustra con Buda, cuando proclamó que había «roto» el Huevo cósmico, la «concha de la ignorancia», [y con el] paso de la tierra al cielo a lo largo del Axis mundi o por el agujero del humo.

La «casa» —a la vez imago mundi y réplica del cuerpo humano— desempeña un papel considerable en los rituales y las mitologías.[...] La abertura hace posible el paso de un modo de ser al otro, de una situación existencial a otra. Toda existencia cósmica está predestinada al «tránsito»: el hombre pasa de la previda a la vida y finalmente a la muerte, como el Antepasado mítico pasó de la preexistencia a la existencia y el Sol de las tinieblas a la luz.[…] En el tránsito ejemplar de lo virtual a lo formal conviene precisar que todos estos rituales y simbolismos del «tránsito» expresan una concepción específica de la existencia humana: cuando nace, el hombre todavía no está acabado; tiene que nacer una segunda vez, espiritualmente; se hace hombre completo pasando de un estado imperfecto, embrionario, al estado perfecto de adulto. En una palabra: puede decirse que la existencia humana llega a la plenitud por una serie de ritos de tránsito, de iniciaciones sucesivas.

Este simbolismo está presente en la misma estructura de la habitación. La abertura superior significa, como hemos visto, la dirección ascensional hacia el Cielo, el deseo de trascendencia. El umbral concretiza tanto la delimitación entre el «fuera» y el «dentro» como la posibilidad de paso de una zona a la otra.[...] La iniciación, como la muerte, como el éxtasis místico, como el conocimiento absoluto, como, en el judeo-cristianismo la fe, equivalen a un tránsito de un modo de ser a otro y operan una verdadera mutación ontológica. Para sugerir este tránsito paradójico (implica siempre una ruptura y una trascendencia), las diversas tradiciones religiosas han utilizado copiosamente el simbolismo del Puente peligroso o el de la Puerta estrecha… [siendo] el camino y la marcha susceptibles de transfigurarse en valores religiosos, pues cualquier camino puede simbolizar el «camino de la vida», y toda «marcha» una «peregrinación» hacia el Centro del Mundo. Los que han escogido la búsqueda, el camino hacia el Centro, deben consagrarse únicamente a la «marcha» hacia la verdad suprema, que, en las religiones muy evolucionadas, se confunde con el Dios escondido, el Deus absconditus.

Como se ha señalado desde hace mucho tiempo, los ritos de tránsito desempeñan un papel importante en la vida del hombre religioso. Cierto es que el rito de tránsito por excelencia lo representa la iniciación de la pubertad, el paso de una clase de edad a otra. Pero hay también un rito de tránsito al nacimiento, al matrimonio y a la muerte, y podría decirse que en cada uno de estos casos se trata siempre de una iniciación, pues siempre interviene un cambio radical de régimen ontológico y de estatuto social.[...] Los griegos llamaban al casamiento telos, consagración, y el ritual nupcial se parecía al de los misterios. En lo que concierne a la muerte, los ritos son tanto más complejos por cuanto que no se trata simplemente de un «fenómeno natural» (la vida, o el alma, que abandona el cuerpo), sino de un cambio de régimen a la vez ontológico y social: el difunto debe afrontar ciertas pruebas que conciernen a su propio destino de ultratumba, pero asimismo debe ser reconocido por la comunidad de los muertos y aceptado entre ellos. Para ciertos pueblos, tan sólo el entierro ritual confirma la muerte: el que no es enterrado según la costumbre, no está muerto...

En cuanto a los rituales iniciáticos propiamente dichos, conviene distinguir entre las iniciaciones de pubertad (clase de edad) y las ceremonias de entrada en una sociedad secreta: la diferencia más importante reside en el hecho de que todos los adolescentes están obligados a afrontar la iniciación de edad, mientras que las sociedades secretas quedan reservadas a un cierto número de adultos. La institución de la iniciación de la pubertad parece más antigua que la de la sociedad secreta; y como más extendida, está atestiguada en los niveles más arcaicos de cultura.[...] Lo que nos interesa es el hecho de que, desde los estadios arcaicos de cultura, la iniciación desempeñe un papel capital en la formación religiosa del hombre y, sobre todo, el que consista esencialmente en una mutación del régimen ontológico del neófito. Este hecho nos parece muy significativo para la comprensión del hombre religioso: nos pone de relieve que el hombre de [ciertas sociedades] no se considera «acabado», tal como se encuentra «dado» en el nivel natural de la existencia: para llegar a ser hombre propiamente dicho debe morir a esta vida primera (natural) y renacer a una vida superior, que es a la vez religiosa y cultural.

En otros términos: pone su ideal de humanidad en un plano sobrehumano. A su entender: 1.°) no se llega a hombre completo sino después de haber superado, y en cierto modo abolido, la humanidad «natural», pues la iniciación se reduce, en suma, a una experiencia paradójica, sobrenatural, de muerte y resurrección, o de segundo nacimiento; 2.°) los ritos iniciatorios que comportan pruebas, la muerte y la resurrección simbólicas, fueron fundados por los dioses, los Héroes civilizadores o los Antepasados míticos: estos ritos tienen, pues, un origen sobrehumano, y al cumplirlos, el neófito imita un comportamiento sobrehumano, divino. Este punto debe tenerse en cuenta, pues muestra, una vez más, que el hombre religioso se quiere otro de como se encuentra que es al nivel «natural», y se esfuerza por hacerse según la imagen ideal que le fue revelada por los mitos, por alcanzar un ideal religioso de humanidad; y en este esfuerzo se encuentran ya los gérmenes de todas las éticas elaboradas ulteriormente en las sociedades desarrolladas.

La iniciación comporta generalmente una triple revelación: la de lo sagrado, la de la muerte y la de la sexualidad. El niño ignora todas estas experiencias; el iniciado las conoce, las asume y las integra en su nueva personalidad. Añadamos que si el neófito muere a su vida infantil, profana, no regenerada, para renacer a una nueva existencia, santificada, renace igualmente a un modo de ser que hace posible el conocimiento, la ciencia. El iniciado no es sólo un «recién nacido» o un «resucitado»: es un hombre que sabe, que conoce los misterios, que ha tenido revelaciones de orden metafísico. Durante su aprendizaje en la espesura, aprende los secretos sagrados: los mitos que conciernen a los dioses y al origen del mundo, los verdaderos nombres de los dioses, la función y el origen de los instrumentos rituales utilizados en las ceremonias de iniciación. La iniciación equivale a la madurez espiritual, y en toda la historia religiosa de la humanidad reencontramos siempre este tema: el iniciado, el que ha conocido los misterios, es el que sabe.

La ceremonia comienza por la separación del neófito y una retirada a la espesura. Hay ya en ello un símbolo de la Muerte: el bosque, la jungla, las tinieblas simbolizan el más allá, los «Infiernos». En ciertos lugares se cree que un tigre viene y se lleva a lomos a los candidatos a la jungla: la fiera encarna al Antepasado mítico, al Maestro de la iniciación, que conduce a los adolescentes a los Infiernos. En otras partes se cree que al neófito se lo traga un monstruo: en el vientre del monstruo reina la Noche cósmica, es el mundo embrionario de la existencia, tanto en el plano cósmico como en el de la vida humana. En más de una región existe en la espesura una cabaña Iniciadora. Allí los jóvenes candidatos soportan parte de sus pruebas y se les instruye en las tradiciones secretas. Por tanto, la cabaña iniciática simboliza el vientre materno. La muerte del neófito significa una regresión al estado embrionario, más esto no debe entenderse únicamente en el sentido de la fisiología humana, sino también en una acepción cosmológica: el estado fetal equivale a una regresión provisional al modo virtual, precósmico de ser.

Otros rituales ponen en evidencia el simbolismo de la muerte iniciática. En ciertos pueblos se entierra a los candidatos o se les acuesta en tumbas recién cavadas.[...] Las torturas que padecen tienen, entre otras múltiples significaciones, la siguiente: el neófito sometido a la tortura y a la mutilación se cree que es torturado, despedazado, cocido o asado por los demonios maestros de la iniciación, es decir, por los Antepasados míticos. Estos sufrimientos físicos corresponden a la situación del que ha sido «devorado» por el demon-fiera, despedazado en la garganta del monstruo iniciático y digerido en su vientre. Las mutilaciones están impregnadas asimismo del simbolismo de la muerte y están en relación con las divinidades lunares. Ahora bien: como la Luna desaparece periódicamente, muere, para renacer tres noches después, el simbolismo lunar pone de relieve que la muerte es la primera condición de toda regeneración mística.

[...] En cuanto al simbolismo del renacimiento místico, se presenta bajo formas múltiples. Los candidatos reciben otros nombres, que serán en adelante los suyos verdaderos.[...] Generalmente aprenden en la espesura una lengua nueva, o al menos un vocabulario secreto, accesible sólo a los iniciados. Como se ve, con la iniciación todo recomienza de nuevo (y) a veces el simbolismo del segundo nacimiento se expresa por gestos concretos.[...] En los escenarios iniciáticos, el simbolismo del nacimiento linda casi siempre con el de la Muerte. La muerte significa la superación de la condición profana, no-santificada, la condición del «hombre natural», ignorante de lo sagrado, ciego de espíritu. El misterio de la iniciación va descubriendo poco a poco al neófito las verdaderas dimensiones de la existencia: al introducirle en lo sagrado, la iniciación le obliga a asumir la responsabilidad de hombre.

Los ritos de entrada en las sociedades secretas de hombres utilizan las mismas pruebas [simbólicas] y escogen los mismos escenarios iniciatorios. Pero la pertenencia a las cofradías de hombres implica una selección previa: no todos los que han pasado por la iniciación de la pubertad formarán parte de la sociedad secreta, por más que todos lo deseen.[...] Destaquemos una vez más que los ritos de entrada en una cofradía secreta corresponden punto por punto a las iniciaciones de pubertad: reclusión, torturas y pruebas iniciáticas, muerte y resurrección, imposición de un nuevo nombre, enseñanza de una lengua secreta, etc.

El simbolismo y el ritual iniciático que implican el engullimiento por un monstruo ha desempeñado un papel importante tanto en las iniciaciones como en los mitos heroicos y las mitologías de la Muerte. El simbolismo del retorno al vientre tiene siempre una valencia cosmológica. El mundo entero, simbólicamente, regresa, con el neófito, a la Noche cósmica, para poder ser creado de nuevo, es decir, para poder ser regenerado.[...] El mito cosmológico se recita con fines terapéuticos. Para curar al enfermo hay que hacerle nacer de nuevo, y el modelo arquetípico del nacimiento es la cosmogonía. Hay que abolir la obra del Tiempo, reintegrar el instante auroral anterior a la Creación: en el plano humano esto equivale a decir que es preciso volver a la «página en blanco» de la existencia, al comienzo absoluto, cuando todavía nada estaba mancillado, estropeado.

Penetrar en el vientre del monstruo —o ser «enterrado» simbólicamente, o ser encerrado en la cabaña iniciadora— equivale a una regresión a lo indistinto primordial, a la Noche cósmica. Salir del vientre, o de la cabaña tenebrosa, o de la «tumba» iniciática, equivale a una cosmogonía. La muerte iniciática reitera el retorno ejemplar al Caos, de tal guisa que se hace posible la repetición de la cosmogonía, la preparación del nuevo nacimiento.[...] Se asiste, en efecto, a una crisis total conducente a veces a la desintegración de la personalidad. Este «caos psíquico» es el indicio de que el hombre profano está «disolviéndose» y que una nueva personalidad está a punto de nacer.

Se comprende la razón de que el mismo esquema iniciatorio —sufrimientos, muerte y resurrección (renacimiento)— reaparezca en todos los misterios, tanto en los ritos de pubertad como en los de acceso a una sociedad secreta; y la de que se pueda descubrir el mismo escenario en las perturbadoras experiencias íntimas que preceden a la vocación mística. El hombre de las sociedades primitivas se esfuerza por vencer a la muerte transformándola en rito de tránsito. En otros términos: para los primitivos, siempre se muere para algo que no era esencial; se muere sobre todo para la vida profana. Resumiendo, la muerte viene a considerarse como la suprema iniciación, como el comienzo de una nueva existencia espiritual. Mejor aún: generación, muerte y regeneración (re-nacimiento) se conciben como tres momentos de un mismo misterio, y todo el esfuerzo espiritual del hombre arcaico se pone en demostrar que entre estos momentos no debe existir ruptura. No puede uno pararse en ninguno de estos tres momentos. El movimiento, la regeneración prosiguen infinitamente…

[…] Los textos insisten machaconamente sobre el sistema de equiparación gracias al cual el sacrificante experimenta un regressus ad uterum seguido de un nuevo nacimiento. El conocimiento sagrado y, por extensión, la sabiduría se conciben como fruto de una iniciación, y es significativo encontrar el simbolismo obstétrico ligado al despertar de la conciencia suprema tanto en la antigua India como en Grecia. Sócrates se comparaba no sin razón a una partera: ayudaba al hombre a nacer a la consciencia de sí, alumbraba al «hombre nuevo». El mismo simbolismo reaparece en la tradición budista: el monje abandonaba su nombre de familia y pasaba a ser «un hijo de Buda» (sakya-putto), pues había «nacido entre santos» (ariya). Como lo decía Kassappa hablando de sí mismo: «Hijo natural del Bienaventurado, nacido de su boca, nacido del dhamma (la Doctrina), modelado por el dhamma», etc. (Samyutta Nikáya, II, 221).

Este nacimiento iniciático implicaba la muerte a la existencia profana. El esquema se ha conservado tanto en el brahmanismo como en el budismo. El yogin «muere para esta vida» para renacer a otro modo de ser: aquel que está representado por la liberación. Buda enseñaba el camino y los medios de morir a la condición humana profana, es decir, a la esclavitud y a la ignorancia, para renacer a la libertad, a la beatitud y a la ausencia de condicionamientos del nirvana. La terminología india del renacimiento iniciático recuerda a veces el simbolismo arcaico del «cuerpo nuevo» que obtiene el neófito gracias a la iniciación. El propio Buda lo proclama: «Yo he mostrado a mis discípulos los medios para poder crear, a partir de este cuerpo (constituido por los cuatro elementos corruptibles), otro cuerpo de sustancia intelectual (rüpin mano-mayan) completo con sus miembros y dotado de facultades trascendentales (abhinindriyam)».

El simbolismo del segundo nacimiento o del alumbramiento como acceso a la espiritualidad también lo han recogido y revalorizado el judaismo alejandrino y el cristianismo. Filón utiliza abundantemente el tema del parto a propósito del nacimiento a una vida superior, a la vida del espíritu (cf., por ejemplo, Abraham, XX, 99). A su vez, San Pablo habla del «hijo espiritual», de los hijos que ha procreado por la fe. «Tito, mi hijo verdadero en la fe que nos es común» (Epist. a Tito, I, 4). «Yo te ruego por mi hijo que he engendrado en las cadenas...» (Epíst. a Filemón, 10).

Inútil insistir sobre las diferencias entre los «hijos» que «engendraba» San Pablo «en la fe» y los «hijos de Buda» o aquellos que «daba a luz» Sócrates, o incluso los «recién nacidos» de las iniciaciones primitivas. Las diferencias son evidentes. La propia fuerza del rito era lo que «mataba» y «resucitaba» al neófito en las sociedades arcaicas, como la fuerza del rito transformaba en «embrión» al sacrificante hindú. Buda, por el contrario, «engendraba» por su «boca», es decir, por la comunicación de su doctrina (dhamma); gracias al conocimiento supremo revelado por el dhamma nacía el discípulo a una nueva vida, susceptible de conducirle hasta el umbral del Nirvana. El propio Sócrates pretendía no desempeñar otro oficio que el de partera: ayudaba a «dar a luz» al verdadero hombre que cada uno llevaba en lo más profundo de sí mismo.

Para San Pablo, la situación es diferente: engendraba «hijos espirituales» por la fe, es decir, gracias a un misterio fundado por el propio Cristo. De una religión a otra, de una gnosis o de una sabiduría a otra, el tema inmemorial del segundo nacimiento se enriquece con nuevos valores, que cambian a veces radicalmente el contenido de la experiencia. Queda, sin embargo, un elemento común, invariable, que podría definirse de la manera siguiente: el acceso a la vida espiritual comporta siempre la muerte para la condición profana, seguida de un nuevo nacimiento.