La base del prestigio social y la propia estructura de la sociedad barroca pivotaba sobre el principio de pureza de sangre. Había los limpios y los manchados; los hispanoárabes y los hispanohebreos —todos ellos cristianos nuevos— no eran limpios y, por tanto, eran ciudadanos de segunda clase. Los judíos se habían dedicado tradicionalmente a las tareas científicas y técnicas, por lo que dichas actividades fueron despreciadas por un sector importante de la sociedad porque eran identificados con el judaísmo (1). La Iglesia, por medio de la Inquisición, sancionaba legalmente las pruebas genealógicas de pureza de sangre, aceptado como algo lógico y normal entre el común de los españoles. En este mundo, cristiano era sinónimo de hombre y, por otra parte, el catolicismo venía afirmando desde hacía bastante más de un milenio que los judíos habían matado a Cristo.
El 1559 el rey Felipe II (muy interesado en la alquimia) prohibió que los españoles fuesen a estudiar o enseñar al extranjero, pero España no era un país aislado de Europa, aunque sí es verdad que imperaba una mística religiosa muy nacionalista, unida a un hispanismo militante que cultivaban con gusto la mayoría de literatos e intelectuales. El siglo XVII fue también el de la Revolución científica, en que empezaron a prosperar las tesis de aquellos que aplicaban el racionalismo materialista a todas las cosas y realidades, primer paso para exiliar a Dios del mundo y colocar al hombre en su lugar. Querían desencantar el mundo por medio de la razón y la técnica, pero España no se dejaba desencantar, a pesar de que aquí también llegó la novedad, el eco tímido de la nueva ciencia y el recién estrenado gusto por «lo nuevo». El ateísmo no existía, puesto que los sectarios y los herejes simplemente creían en otro Dios o practicaban sistemas «erróneos» de cristianismo.
Quevedo vivió y escribió en esa España, fuertemente espiritual y tradicional, donde la preeminencia de la mentalidad antigua se reflejaba en todos los aspectos de la realidad. Así, el mito de Hércules y sus doce trabajos estaba grandemente popularizado y se decía que el héroe había fundado ciudades como Sevilla, Tarazona, Sagunto o Mérida, entre otras. En Cataluña la tradición quería que hubiese fundado Barcelona, Balaguer, Vic, La Seu d’Urgell y Manresa (2). Las columnas de Hércules estaban situadas al Sur de la Península y muchos identificaban la vieja Hesperia con el jardín de las Hespérides y sus manzanas de Oro (3).
Por otra parte, no debe olvidarse que, entre los países occidentales, España es el único de los actualmente vivos que ha explicado su historia a partir de un mito clásico fundamental, como es el Siglo de Oro, porque, en palabras de J. M. Rozas, siempre ha tenido presente la temporalidad y la dualidad de un tiempo de oro y un tiempo de hierro (4).
La astrología y la alquimia se popularizaron entre el vulgo al convertirse en un elemento adscrito a la picaresca y su mundo, que constituye un fenómeno social de la España barroca, estrechamente unida al Camino de Santiago. Ya desde mucho antes nuestro país había sido objeto de peregrinación por parte de un número muy elevado de europeos que cruzaban la frontera y la mayoría de ellos se dirigían a Santiago de Compostela. Esa tradición convirtió las tierras y pueblos por donde pasaba el Camino de Santiago en un mundo singular. Allí proliferaban los desocupados, los marginales de la época y los vividores, confundidos con los auténticos peregrinos, todo lo cual quedó plasmado en el mundo de la picaresca.
Abundaban también ciertos personajes a los que se atribuía extravagancias sin cuento, como los supuestos magos, los charlatanes astrólogos y los falsos alquimistas, todos ellos dedicados a engañar incautos y a excitar la imaginación de las gentes. C. Pérez de Herrera refiere que muchos franceses prometían a sus hijas, como dote, lo que consiguiesen en un viaje a Santiago, como si fueran a las Indias (5). En el siglo XVII, el Hospital Real de Burgos albergaba anualmente entre ocho y diez mil peregrinos extranjeros, a los que se daba cobijo y alimentación durante dos o tres días. Muchos de ellos se pasaban media vida dando vueltas por España y no pocos hijos de buena familia abandonaban su casa para vivir una temporada de aventuras en el Camino de Santiago.
Pero también hombres como Paracelso y E. Cornelio Agrippa viajaron a España y éste último fue el cronista del rey Carlos V (6). La figura del alquimista embaucador de avariciosos e ingenuos se popularizó hasta el punto que pasó a convertirse en un cuché literario usado en el género picaresco, donde también aparecían los magos de pacotilla, los pseudo-astrólogos, quirománticos y sanadores de dudosa fiabilidad. Todo ello, junto al interés que desde antiguo demostraron por el Arte de Hermes reyes, nobles e incluso Alguaciles del Santo Oficio, como Luis de Aldrete y Soto, popularizó la alquimia, exaltó la fantasía popular acerca de sus misterios y algunos de sus términos, como alambicar, pasaron a incorporarse a la lengua castellana.
Creemos de interés señalar que la alquimia, la astrología e incluso ciertos postulados de la magia no eran considerados opuestos a la religión católica, siempre y cuando no hiciesen apología del judaísmo o del Islam, o no fuesen expuestos de manera que contradijesen los dogmas cristianos, puesto que la venida de Cristo anulaba el poder de los astros y su fuerza salvadora estaba por encima de cualquier manipulación humana de la materia y de sus fuerzas e influencias.
Que la frontera de lo permisible no siempre estuvo bien determinada, es evidente, puesto que si bien es cierto que la literatura sobre esos temas circulaba con profusión, por otra parte en las cárceles españolas de la Inquisición abundaban los herejes dedicados a esas actividades y en 1600 Giordano Bruno fue muerto en la hoguera por el Santo Oficio italiano.
No obstante, los rigores inquisitoriales no impidieron que, desde su siglo de hierro, un sector de la inteligencia española soñara y laborara por recuperar el Siglo de Oro, cuyo punto de referencia lo constituyó la Antigüedad clásica y sus discípulos del Renacimiento, como Petrarca, empeñados en devolver su pureza a la lengua latina y restaurar así aquella época dorada de la «romanitas» universal embebida de helenismo. Y como sea que no hay Edad de Oro sin Lengua de Oro, renacentistas y barrocos, también en España, se afanaron en limpiar, pulir y enriquecer la lengua castellana.
Quevedo participó de esos valores y por medio de la Sátira, la burla despiadada y la inspiración poética, dejó magistralmente escrito lo que odiaba, lo que amaba y lo que esperaba de este mundo y del mundo por venir, sabedor de que el Siglo de Oro era en realidad el Siglo del Hombre en el Reino de Dios.
Quevedo fue poeta, teólogo, político, maestro de la escritura y, como afirma J. L. Borges, sólo estudioso de la verdad (7). En su obra, la presencia de la muerte es constante, pero recuérdese que es muy salutífero tenerla presente si se busca en verdad a Dios. La vida es una enfermedad, cuya única medicina es la buena muerte, afirma nuestro autor y lo repite en muchas ocasiones: No hay otro camino para pasar a vida sin muerte(8). Este es uno de los grandes temas espirituales de Quevedo, así como la precariedad de la condición humana, la esperanza de la salvación, la justicia de Dios, por la que cada uno teje en este mundo su propio destino. Una misma cosa a unos salva y a otros condena; los perdidos están fuera de Dios, los salvados, dentro (9). Honor y humillación, riqueza y pobreza son siempre de consecuencias inciertas, porque muchas veces castiga Dios con lo que da y premia con lo que niega (10).
Reflexión y enseñanza abundan en la obra de Quevedo, que en eso sigue también el precepto tradicional según el cual no puede haber literatura sin instrucción; lo demás es vanidad o inutilidad. Así, toda su obra está salpicada del saber que realmente importa y, en muchas ocasiones, lo más rico y profundo está expresado con pocas y precisas palabras: Con los doce cené; Yo fui a la cena(11). La soberbia tropieza volando, la humildad vuela cayendo (12). No es filósofo el que sabe dónde está el tesoro, sino el que trabaja y lo saca. Menester es desnudarse de las tinieblas quien se quiere vestir de claridad (13).
Estas sentencias las encontramos en piezas que tratan de los temas más variados; la sátira social, la crítica política, el simple humor corrosivo, cualquier tema es bueno en Quevedo para insertar en su pletórica cosecha verbal esos frutos de luz que deleitan, seducen e instruyen al lector capaz de percibir cuándo la inspiración vibra y la belleza se manifiesta.
ASTROLOGIA Y ALQUIMIA EN QUEVEDO
A nuestro entender, pocos estudiosos han comprendido el verdadero significado de sus escritos y en particular de la poesía, precisamente porque se trata de creaciones de inspiración hermética, como lo son igualmente las de Homero, Virgilio o Dante.
Algunos autores, como los hispanistas Amédée Mas y Alessandro Martinengo, han estudiado ese aspecto de su obra, pero sus métodos científicos y la dificultad que supone acercarse a los textos herméticos no les han llevado más allá de poner de manifiesto los conocimientos librescos de Quevedo sobre temas como la alquimia, la astrología o la quiromancia.
Mas se ha ocupado del pasaje dedicado a los alquimistas en Las zahurdas de Plutón y ha sabido identificar los juegos verbales quevedescos con axiomas y principios alquímicos. Por su parte, A. Martinengo ha dedicado dos trabajos a la astrología y a la alquimia en la obra de Quevedo. Son, sin duda, estudios muy bien documentados, en los que el autor desvela las influencias formales de Ramón Llull en El Sueño del Infierno, mientras que en La Hora de todos y la Fortuna con seso, cree ver una mayor influencia de Paracelso (14). Martinengo pone también de manifiesto los conocimientos astrológicos y alquímicos de nuestro autor, e intenta esclarecer su posición acerca de dichas materias. No obstante, tanto los análisis de Mas como los de Martinengo no abordan adecuadamente la cuestión, puesto que ni siquiera se preguntan qué tipo de astrólogo y alquimista condena o aprueba Quevedo, como tampoco han sabido —creemos nosotros— entrever la enorme importancia que para el escritor español tenía el pensamiento hermético, así como la gran influencia que éste ejerció en sus escritos.
Toda la obra de Quevedo está repleta de alusiones más o menos veladas al misterio de la regeneración humana, bastante evidentes para aquellos que están familiarizados con los textos alquímicos o herméticos. Creemos que nuestro poeta no sólo interpreta correctamente los principios de la Tabla de Esmeralda —a la que en varias ocasiones alude— sino que aplica también este sistema de pensamiento para interpretar a los autores clásicos como Virgilio. Lo cual no es, empero, una singularidad suya, ya que es lo propio de los filósofos químicos, como d’Espagnet, Ireneo Filaleteo, o Luis de Centellas, por citar a un español, quien relaciona ciertas operaciones alquímicas con un conocido verso de Virgilio (Bucólicas, Egloga IV): Iam nova progenis coelo demititur alto (ahora una nueva generación se te manda del cielo) (15).
Quevedo sabe que Dante ha escrito La Divina Comedia para explicar el misterio de la muerte y la resurrección, y no para hacer «literatura», puesto que ésta es tan sólo el soporte. Ello no impide, sin embargo, que se pueda hacer de dicha obra una lectura formal, ideológica o política.
Aunque el poeta español se ocupe de astrólogos y alquimistas en tono burlesco o en sátiras despiadadas, sabe muy bien de quién se burla, como también a quiénes otorga callando. No queremos decir con ello que Quevedo sea un Adepto, pero tampoco podemos dudar de que fue un ferviente buscador que habló incesantemente de su búsqueda y de la esperada unión con Dios, como sólo un conocedor de la tradición hermética podía hacerlo.
A continuación, extraeremos de sus escritos algunos ejemplos de lo que afirmamos, así como de su posición acerca de la alquimia y la astrología. Empezaremos por ésta última.
QUEVEDO Y LA ASTROLOGIA
En su obra Los Sueños, sitúa a los astrólogos en el infierno. El español, a semblanza de Dante, también hace un descenso a los infiernos por medio de una pieza satírica —con crítica social incluida— en la que nigromantes, embaucadores y falsos alquimistas comparten morada con astrólogos, alguaciles, boticarios, clérigos, etc.
Pero los astrólogos no están en el infierno porque no crea Quevedo en las influencias de los astros —como pronto veremos—, sino por ser supersticiosos, porque están más atentos de los astros que de Dios. El epígrafe de un soneto suyo dedicado a la venida de Cristo es bien expresivo: Al Nacimiento. Mostrando que la astrología misteriosa admira a la celeste. Como dirá en otra parte, el astrólogo va al infierno porque ha tratado muchos cielos en vida, cuandó en realidad, por falta de uno solo será condenado(16). Evidentemente, ese único cielo salvador es el de nuestro nuevo nacimiento, el que verdaderamente cuenta y el que reivindica y espera Quevedo. Dicho sea de paso, en eso consiste la llamada astrología «esotérica» y no en mucho de lo que se escribe y explica en nuestros días.
Es así como esos desviados astrólogos pueblan el infierno, ya que tan sólo son lectores vulgares y exteriores del cielo sublunar; no son Filósofos… Y por tanto, Quevedo los ridiculiza con toda su divertida ironía y mordacidad. En Las zahurdas de Plutón hace exclamar a uno de ellos: ¡Vive Dios que, si me pariera mi madre medio minuto antes, que me salvo!
En El Sueño del infierno, otro lector de los astros llega al lugar donde se celebra el juicio final dando voces y cargado de mapas, astrolabios, globos.., y un diablo observa que se ha llevado consigo toda la madera necesaria para su propia hoguera (17).
Otro supersticioso pide con insistencia a los diablos que se cercioren si es verdad que él ha muerto, lo cual no puede ser, puesto que tenía a Júpiter por ascendente y a Venus en la casa de la vida, sin aspecto ninguno malo… (18)
Veremos a continuación diversos fragmentos de poemas en los que el tema astrológico está tratado con profundidad y sentido, siendo algunos de ellos verdaderos testimonios tanto de sus conocimientos sobre la materia, como de su actitud frente a las influencias astrales en este mundo. He aquí algunos versos del Himno a las estrellas:
A vosotras, estrellas (…)
que por campañas de zafir marchando
guardáis el trono del eterno coro
con diversas escuadras militando; (…)
cuyos pasos arrastran la Fortuna, (…)
árbitros de la paz y de la guerra,
que, en ausencia del sol, regís la tierra; (…)
vosotras, cuyas leyes
guarda observante el tiempo en toda parte,
amenazas de príncipes y reyes,
si os aborta Saturno, Jove o Marte; (…)
Creemos que los fragmentos transcritos huelgan, por su claridad, todo comentario. Sin embargo, nos detendremos un momento en el verso que, en ausencia del sol, regís la tierra. Es obvio que las estrellas son las reinas de la noche, pero también es cierto que si entendemos ese sol como el Sol invictus de la Navidad, que es Cristo, veremos cómo tiene un segundo sentido: el nacimiento del Redentor borra las influencias estelares. Y es precisamente en el ya aludido poema del Nacimiento donde está expresada con más belleza y claridad la idea de Quevedo (que es la tradicional) sobre el verdadero destino del hombre, es decir, su salvación, la salida de este mundo sublunar regido por los astros(19).
Ramón Llull, tan respetado por Quevedo, consideraba supersticioso —«herético»— a aquéll qui ha major temor de Géminis o de Cáncer que de Déu (20).
Es en ese sentido que debe entenderse el siguiente poema:
Cuando esperando está la sepoltura
por semilla mi cuerpo fatigado,
doy mi sudor al reluciente arado
y sigo la robusta agricultura. (…)
Recojo en fruto lo que aquí derramo,
y derramaba allá lo que cogía.
quien sefia de Dios sirve a buen amo.
Más quiero depender del sol y el día,
y de la agua, aunque tarde, si la llamo,
que de l’áulica infiel astrología.
Es difícil decir tanto con tan breves y hermosos versos. Quevedo lo hace creyendo en lo que dice, porque espera de la robusta agricultura divina ser cosechado para la resurrección.
Muchas cosas podrían decirse de ese sudor, que es el sudor de la tierra. Por otra parte, debe notarse que aquí el agua corresponde —creemos— a la Gracia de Dios, a la cual llama y de la que espera todo. A esa Agua viva la denominan los alquimistas Agua Ardiente, pues contiene la fuerza ígnea que anima el Universo, procede de la corona zodiacal, que es su-pra-lunar, y está asimilada al Alma del mundo (21). Bajo su forma amorosa lo expresa Quevedo en estos versos:
Amar es conocer virtud ardiente, (…)
eterno amante soy de eterna amada (22).
De qué clase de amor se trata lo explicita en este otro cuarteto, inspirado, según dice, en una sentencia de Platón:
Alma es del mundo Amor; Amor es mente
que vuelve en alta espléndida jornada
del sol infatigable luz sagrada,
y en varios cercos todo el oro ardiente (23).
No podía faltar a esta breve silva de versos su espléndido soneto dedicado al nacimiento de Cristo:
Hoy no sale de sí la astrología
que en la estrella del mar mira en el suelo
cerrado el sol, epilogado el cielo
y en alta noche amanecer el día;
las tinieblas pobladas de armonía,
temblando el fuego eterno, ardiendo el yelo;
alegre la tristeza, y el consuelo
que a sus lágrimas hace compañía.
Mira hacer el oficio del Oriente
al pesebre, en que son signos de oro
una mula y un buey dichosamente.
Ve al sol en el Cordero, y no en el Toro:
vele en la Virgen por diciembre ardiente,
a la aurora sin risa, al sol con lloro (24)..
Para indicar que la encarnación de Dios en el mundo acaba con las influencias astrales, Quevedo lleva a cabo una completa alteración del mundo sublunar: la estrella del mar—Venus— fuera de su lugar, el sol apagado y caído porque asistimos al amanecer de Dios. Ese sol no está en el Toro, aunque éste sea un símbolo solar, sino en el Cordero, que es el emblema de Cristo. He aquí un diciembre ardiente porque la Virgen da a luz al Salvador; ya no brillan estos astros, sino los del nuevo cielo mesiánico. Vemos, pues, que Quevedo no niega la realidad de la astrología, sino que abomina de lo que habían hecho de ella los profanos y los ignorantes. Para él ésta era una ciencia que, como todas las demás, debía de armonizarse con la teología. Quevedo descree de una razón que se pretende aplicar a todas las cosas y desaprueba una ciencia desligada de la religión, que aspire a descubrir los secretos del hombre y del Universo. Como abanderado que es del pensamiento tradicional, el poeta español afirma que todo deseo de conocer fuera de Dios es vanidad, puesto que la única sabiduría positiva es la de aprender a bien morir. Ante tal radicalismo espiritual, el hispanista A. Martinengo califica el pensamiento de Quevedo de nihilismo cristiano absoluto, puesto que niega las posibilidades mismas de la ciencia y del pensamiento humano (25). Quevedo, ciertamente, no era partidario de este «progreso» tan nuestro y, si atacaba la superchería, era por razones diametralmente opuestas a los defensores del racionalismo materialista.
Finalmente —y puesto que hablamos de astrología— vamos a transcribir unos cuantos versos donde Quevedo nos habla de su carta astral, con su generoso humor cáustico:
Parióme adrede mi madre,
¡ojalá no me pariera!,
aun que estaba cuando me hizo, de gorja juerga Naturaleza. (…)
Nací debajo de Libra (…)
dióme el León su cuartana,
dióme el Escorpión su lengua,
Virgo el deseo de hallarle,
y el Carnero su paciencia (26).
QUEVEDO Y LA ALQUIMIA
Nos ocuparemos a continuación del juicio que la alquimia merece a nuestro escritor, cuyo tema aparece en varias de sus obras y en muchos sonetos. Como en el caso de la astrología, aquí también se hace necesario precisar qué tipo de alquimia y de alquimista des-califica, a fin de poder comprender cuál es su opinión y su actitud acerca de tan antigua y debatida disciplina.
En primer lugar, debemos señalar que Quevedo sabe muy bien de qué trata la ciencia de Hermes, conoce la terminología y los autores, entre los cuales únicamente cita a los que considera más prestigiosos. En su biblioteca había obras de Ramón Llull y de los llamados pseudo-lulianos, así como de Robert Fludd, Oswald Croll, Marsilio Ficino, la Clavis Artis lullianae, de Lugduni y el Almagestum, así como numerosas obras de astrología, ciencias aplicadas, medicina, historia natural y matemáticas. Poseía, además, un cierto número de tratados de magia, quiromancia, fisiognomía, y algunos sobre piedras preciosas (27).
Como veremos a continuación, Quevedo deja claro su respeto por la alquimia verdadera y, aunque en su prosa se refiera a ella y en particular a sus falsos discípulos en tono burlesco, su poesía está llena de referencias más o menos veladas al Arte Real, gracias a ese continuo juego de palabras que tan bien practica y a esa sugerente ambigüedad que sabe imprimir a sus versos. Y recordemos que la ambigüedad y el doble sentido son característicos de los escritos herméticos.
Antes de continuar, es preciso aclarar una importante cuestión terminológica respecto a la palabra «alquimista». Desde la Antigüedad clásica hasta el siglo XVIII éstos se llaman a sí mismos Adeptos, Sabios, discípulos de la ciencia de Hermes, del Arte Real, Filósofos del Fuego o simplemente Filósofos Anónimos, como Ireneo Filaleteo. Y si bien la palabra alquimia es bastante usual en los textos, entendida como uno de los nombres del Arte, se define al falso adepto como alquimista, es decir, lo que los franceses llaman «souffleurs». He aquí dos ejemplos:
En el Rosarium Philosophorum, (escrito en la primera mitad del siglo XIV, editado a partir de 1550 y del que se hicieron varias versiones en castellano) se establece claramente la distinción entre los buenos y los malos discípulos del Arte: Les Philosophes disent en effet: «Mon fis, les alchimistes et ceux qui croient á toutes leurs dissolutions, sublimations, conjuctions, etc. Qu’ils se taisent, ceux que annoncent un autre or que le notre, une autre eau que la notre, (…) qui sefont áfeu doux…(28).
Esa misma prevención contra los farsantes de la época hace escribir a Alvaro Alonso Barba, en su obra Arte de los metales (1690): Los Alquimistas (odioso nombre por la multitud de ignorantes, que con sus embustes lo han desacreditado)…(29).
Bien seguro que Quevedo compartía el parecer de los textos citados. Resumiendo la cuestión podríamos decir que los falsos adeptos son aquellos que esperan encontrar la piedra filosofal con su único recurso y sin la previa ayuda de Dios, mientras que los buenos discípulos convierten el Arte en una disciplina desinteresada, renunciando del todo al mundo y entregándose del todo a Dios; éstos son en verdad los únicos que podrán realizar la Gran Obra. Esa es la diferencia abismal entre unos y otros.
Y volviendo a los escritos quevedescos, podemos leer en El Sueño del Infierno que Demócrito Abderita en su Arte Sacra, Avicena, Géber y Ramón Llull no son alquimistas, porque ellos escribieron cómo de los metales se podía hacer oro y no lo hicieron ellos, y, si lo hicieron, nadie lo ha sabido hacer después acá (30). Así pues, en el infierno no están los Filósofos, sino los alquimistas, haciendo compañía a otros que, como ellos, no hacían en vida más que soplar. Por esa razón están allí también los saludadores -curanderos— que, andan siempre soplando (31). El juego burlón de Quevedo se basa aquí en que uno de los métodos comunes de sanar en la época era soplar al enfermo. Quevedo tiene interés en colocar en el infierno a todos los sopladores y por ello también están allí los odiados alguaciles, así como los llamados «corchetes» o «porquerones».
En el Sueño del infierno se dice (y se repite en otra parte) que la piedra filosofal se hace con la cosa más vil, que en este caso son «los corchetes», aunque un diablo considera que tienen demasiado aire para poder hacer la piedra. Es bueno saber que, en la época se denominaba corchetes a los ayudantes de los alguaciles quienes estaban en permanente relación con prostitutas y delincuentes.
En otro lugar los diablos encienden el fuego inmortal con «corchetes», en lugar de fuelles, porque soplaban mucho más (32).
De todos ellos viene a decir Quevedo: ¿Cómo es posible que se halle virtud en gente que anda siempre soplando? (33).
Es necesario recordar respecto a los sopladores que, en términos herméticos, éstos constituyen los malos alquimistas que no hacen más que excitar de forma perversa—prostituir— el fuego, que entonces sólo quema violentamente, en lugar de cocer dulcemente (34).
En un soneto, que es una alegoría del cohete, Quevedo nos habla del fuego de los discípulos desviados:
pues no siempre quien sube llega al cielo (…)
mira que hay fuego artificial farsante,
que es humo y representa las estrellas (35).
En contraposición a ese Fuego farsante, nuestro autor se refiere en otra parte al que es patrimonio de los Filósofos, y que denomina e/fuego no fuego de Raimundo (36). Con ese término ambiguo alude al fuego filosofal, del que Raimundo Llull era considerado el más grande de los maestros. Y para dejar bien sentada la diferencia entre unos y otros, Quevedo afirma en Las zahurdas de Plutón que los verdaderos alquimistas son los boticarios, que tienen el infierno lleno de bote en bote (…) porque hacen oro de las moscas, del estiércol, (…) ni hay piedra que no les dé ganancia (37).
Como es sabido, los textos alquímicos afirman que la Obra se hace a partir de una cosa al alcance de todos, sin valor y muy vil, lo cual sirve al autor para burlarse y acusar una vez más a los sopladores. Siguiendo esa misma línea, en el Infierno de Quevedo un diablo pregunta a los presentes. ¿Queréis saber cuál es la cosa más vil? Los alquimistas. Y así, porque se haga la piedra, es menester quemaros a todos.
Diéronles fuego y ardían casi de buena gana sólo para ver la piedra filosofal (38).
En otro pasaje de la misma obra se dice que naturaleza con la naturaleza se contenta y con ella misma se ayuda, (39) repitiendo un conocido axioma hermético. Cuando en uno de sus juegos verbales dice que los alquimistas miraban ya al negro blanco y le aguardaban colorado, no hace más que indicar los colores básicos que designan el proceso de la Obra (40). Y cuando afirma —siempre con ese juego feliz de palabras—: ¡Oh, qué de voces oí sobre el padre muerto ha resucitado y tornarlo a matar!, entendemos que, bajo esa frase jocosa, se hace alusión a otro principio alquímico, según el cual aquellos que no saben matar y resucitar que abandonen elArte.
En su receta para escribir libros de alquimia, nuestro poeta vuelve a referirse a la Gran Obra en los mismos términos:
Recibe el rubio y mátale y resucítale el negro. Item, tras el rubio toma lo de abajo y súbelo y baja lo de arriba y júntalos y tendrás lo de arriba. Y para que veas si tiene dificultad el hacer la piedra filosofal, advierte que lo primero que has hacer es tomar el sol, y esto es dtficultoso, por estar tan lejos (41).
Habrá que releer a Quevedo.
Reproducimos para concluir, el poema que dedicó a los alquimistas, es decir, a aquellos que no hacían más que «soplar»:
¿Podrá el vidrio llorar partos de Oriente?
¿Cabrá su habilidad en los crisoles?
¿Será la tierra adúltera a los soles,
por concebir de un horno siempre ardiente?
¿Destilarás en baños a Occidente?
¿Podrán lo mismo humos que arreboles?
¿Abreviarán por ti los españoles
el precioso naufragio de su gente?
Osas contrahacer su ingenio al día;
pretendes que le parle docta llama
los secretos de Dios a tu osadía.
Doctrina ciega, y ambiciosa fama
el oro miente en la ceniza fría,
y cuando le promete le derrama (42).
Notas
1- Américo Castro, «La edad conflictiva: Castas, honra y actividad intelectual», en Historia y crítica de la literatura española, edición de F. Rico y B. W. Wardropper, Ed. Crítica, Barcelona, 1983, vol. III, pp. 60-64.
2- Pere Tomich, Históries e con questes deis reys d’Aragó e compres de Catalunya, (Valéncia, 1970), edición facsímil de 1 534. Este cronista y caballero catalán divulgó la epopeya de Hércules como fundador de ciudades en Catalunya. Una lápida del siglo XV que se conservaba en el Ayuntamiento de Barcelona decía Barcino, fundada per Hércules i engrandidapeis cartaginesos: Rafael Tasis, Barcelona, R. Dalmau Editor, Barcelona, 1961, p. 14.
3- Hércules era uno de los patronos de los reyes de España; Carlos V fue convertido en un nuevo Hércules y al subir al trono Felipe IV la ciudad de Sevilla batió una moneda que en el reverso se representaba a Hércules niño estrangulando las serpientes: 5. Sebastián, Arte y Humanismo, Ed. Cátedra, Madrid, 1978. pp. 64-65 y 198-199.
4- Juan M: Rozas, «Siglo de Oro. Historia y mito», en Historia y crítica de la literatura española, vol. III; p. 67.
5- Juan Garcia Font, Historia de la alquimia en España, Madrid, 1976, p. 238.
6- Ibid., p. 238.
7- Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, Ed. Alianza, Madrid, 1976, p. 46.
8- Quevedo, Obras, Bib. de Autores Espafioles, Madrid, 1876, vol. XLVIII, p. 372 a.
9- Quevedo, Sueños y Discursos, edición de Felipe C. R. Maldonado, Clásicos Castalia, Madrid, 1990, p. 77.
10- Quevedo, La Hora de todos y la Fortuna con seso, Edición de 1. Bourg, P. Dupont y P. Geneste, Ed. Cátedra, Madrid, 1987, p. 335.
11- Quevedo, Poesía original compleja, Ed. Planeta, Barcelona, 1990, poemas religiosos, 192.
12- Quevedo, Obras, Bib. de A. E., XLVIII, p. 8.
13- Quevedo, Sueños y Discursos, p. 173, y «La cuna y la sepultura», Obras en prosa, Ed. Aguilar, Madrid, 1958, p. 1216, respectivamente.
14- Amédée Mas, Quevedo. Las zahurdas de Plutón (El sueño del infierno), SFIL, Poitiers, 1956; Alessandro Martinengo, Quevedo et il simbolo alquimistico, Liviana Editrice in Padova, 1967; p. 11
15- Para una lectura hermética de Virgilio, véase Emm. d’Hooghvorst, Chromise! Mnasylus in antro… (réflexions sur Virgile alchimiste), «La Tourbe des Philosophes, n. 11,2º trim., 1980, pp. 36-42; Virgile Alchvmiste, u. 13, 4º trim., l980 pp. 9-15. Véase también, Dom Pemety, Les Fables égyptiennes et grecques dévoilées, Ed. La Table d’Emeraude, París, 1982, libro VI, pp. 597-627.
16- Quevedo, Sueños y Discursos, p. 85.
17- Ibid..
18- Quevedo, Los Sueños, Espasa-Calpe, Madrid, 1961, vol. II; p. 160.
19- Sobre este tema véase Ch. D’Hooghvorst, Determinismo astrológico y Don del Cielo, «La Puerta», n.º1, Barcelona. 1981. pp. 40-52.
20- Op. cit., p. 48.
21- Ibid.. El destino astral y la posibilidad de libramos de él lo expresa con brevedad y perfección Louis Cattiaux en El Mensaje Reencontrado (V, 79’): «El destino de los hombres está inscrito en los astros y se reabsorbe en ellos, pero quien ha fijado su vida en Dios escapa a las alternativas del destino.»
22- Quevedo, Poesía original completa, poemas amorosos, 331.
23- Op. cit., 332
24- Op. cit., 185.
25- A. Martinengo, La astrología en la obra de Quevedo: una clave de lectura, Ed. Alhambra, Madrid, l983,p. 153.
26- Quevedo, Op. cit., poemas satíricos, 696; el título originario de este poema era «Romance al nacimiento del autor».
27- A. Martinengo. La astrología en la obra de Quevedo, pp. 173 y ss.
28- Le Rosaire del Philosphes, Librairie Médicis, París, 1973, p. 225.
29- Reproducido por José R. de Luanco, La alquimia en España, edición de 1980, p. 93.
30-Los Sueños,p. 133.
31- Las zahurdas de Plutón, p. 156.
32- Quevedo, Obra en prosa, vol. 1, p. 14/.
33- Las zahurdas de Plutón, loc. cit.
34- Hay mucho para leer y comprender en El Mensaje Reencontrado, de Louis Cattiaux sobre los sopladores y los dos fuegos. He aquí dos ejemplos: Los sabios oficiales, herederos y descendientes de los sopladores rabiosos, que fueron los primeros en forzar el fuego, la naturaleza, a los seres y las cosas, ahora son más honrados y recompensados que nadie, porque son los sacerdotes de la ciencia del maldito que tiene al mundo entre sus garras… (XXXIX, 28). No es por casualidad que los demonios del infierno están representados accionando sin parar fuelles defragua que fuerzan el fuego donde se queman los condenados. (XXXIX, 29). Elfuego de Dios edifica la vida. El de los hombres la consume. No obstante, la suavidad del segundo puede manifestar la virtud del primero. (VIII, 54’). Véase también, E. H., Dieu le Feu, (presentación de L’Escalier des Sages), «Le Fil d’Ariane», u. 38, Bruselas, 1989, pp. 10 y ss.
35- Quevedo, Poesía original compleja, Poemas morales, 110.
36- Las zahurdas de Plutón,, p. 157.
37- Op. cit., pp. 132-133.
38- Op. cit., p. 159.
39- Op. cit., p. 158.
40- Ibid. Dom Pernety afirma en su Dictionnaire mytho-hermétique (voz «Chose vil») que esta «cosa» tiene los pies negros, el cuerpo blanco y la cabeza roja.
41- Quevedo, «Libro de todas las cosas», Obras en prosa, p. 116.
42- Quevedo, Poesía original completa, 83.