El presente trabajo, escrito quinientos cincuenta años después de la caída de Constantinopla, es un tributo a la vez que un reconocimiento a los siete mil defensores que dieron sus vidas por una causa perdida y encontraron una muerte digna de los antiguos romanos, emperador incluido. Se trata de ocho páginas de meticuloso relato, que tratan esencialmente en detalle el último hálito de vida de uno de los Imperios más sorprendentes y tenaces que registre la Historia.
1) Introducción:
Hacia principios de 1453, el Imperio Bizantino estaba tocando a su fin. El emperador Constantino XI era soberano tan solo de una ciudad empobrecida y de unos pocos territorios en el Peloponeso. Constantinopla, la otrora urbe de casi un millón de habitantes, tenía ahora tan solo 50000. Pedro Tafur, un aventurero español que llegó a ella en 1437, escribió al respecto: “Sus habitantes son pocos; no van bien vestidos, sino miserablemente, mostrando la dureza de su suerte... El palacio del emperador ha debido ser magnífico, pero ahora se encuentra en tal estado que, como el resto de la ciudad, revela los males que el pueblo ha sufrido y aún sufre... En el interior, el edificio se conserva mal, excepto el sector de los aposentos del emperador, la emperatriz y sus sirvientes, y aún éstos, se apiñan en estrecho espacio. El boato del basileus sigue siendo magnífico, porque nada se ha suprimido de las antiguas ceremonias, pero bien considerado, es como un obispo sin sede.”
2) Antesala (fragmentos extraídos de la batalla de Nicópolis):
A lo largo de los primeros veinte años del siglo XIV, Occidente empezó a escuchar con mayor insistencia, los ecos de la embestida turca que, abriéndose como una mano desde la muñeca de Bitinia, estaba desbordando rápidamente el dique de contención que había sido el Imperio Bizantino durante tantos siglos.
En 1300, una tribu belicosa comandada por un tal Osmán (Otmán en árabe, de donde proviene otomanos), declaró su independencia de los selyúcidas y empezó a extender su poderío sobre lo que antes había sido el corazón del Imperio de Nicea. La velocidad de su avance fue abrumadora tanto para bizantinos como para el resto de las tribus turcas de Anatolia (selyúcidas incluidos). En abril de 1326, los osmanlíes capturaron la ciudad de Brusa, en junio de 1329 derrotaron a los bizantinos en Pelecano y más tarde en Filocrene. Para Constantinopla, la dominación sobre Asia Menor (haciendo la excepción de Trebisonda), empezaba a tocar a su fin. En 1331 caía también Nicea; dos años después los bizantinos accedían a pagar tributo a Orján, el sucesor de Osmán, y finalmente, en 1337, se perdía Nicomedia, sobre el umbral casi de Constantinopla. ¡En el lapso de siete años, los bizantinos habían entregado al Islam dos capitales romanas!. Todo un récord en cuestión de decadencia.
Hacia 1340, la guerra civil entre Juan VI Cantacuceno y Juan V, llevó al primero a pedir refuerzos a los turcos otomanos. Los guerreros de Orján, desde entonces, empezaron afirmarse al otro lado de los estrechos. Cantacuceno los empleó tanto contra sus enemigos internos, como contra sus rivales externos (léase servios). En 1352 las tropas de Solimán, un hijo de Orján, tomaron la fortaleza de Zimpe. Dos años después ocuparon Gallípolis. Ya nunca más abandonarían esas latitudes de Europa.
Tras la abdicación de Cantacuceno al trono, Juan V empezó a pedir con mayor insistencia ayuda a Occidente para contener la marejada turca que se le venía encima. Y realmente, los otomanos rebasaron Constantinopla, eludiéndola a la manera de una verdadera inundación. En 1359, luego de saquear sus arrabales, se dirigieron al interior de Tracia, y tomaron sucesivamente Demótica y Filípolis. En 1365, Murad, el sucesor de Orján llevó su capital a Adrinópolis, doscientos kilómetros tierra adentro. Cinco años después, servios y búlgaros, avizorando un futuro poco promisorio intentaron frenar la embestida, pero fueron barridos a orillas del río Maritza. En 1389, la batalla de Kosovo, significó la tumba de la independencia servia. En treinta y cinco años, desde su establecimiento en Gallípoli, los otomanos habían sometido los Balcanes orientales hasta el Danubio y se hallaban ya a las puertas de Hungría. Bizancio, Servia, Bulgaria y otros principados menores eran para ese entonces todos vasallos sin excepción y algunos pronto se convertirían en meras provincias del flamante Imperio Otomano.
En 1393, Bayazid, sultán al morir Murad en Kosovo, conquistó Tirnovo, la capital del Reino Búlgaro Oriental. Poco más tarde ocupó Nicópolis, la fortaleza búlgara más importante de las riberas del Danubio. En ese estratégico paraje chocarían una vez más los ejércitos de la cristiandad y del Islam.
En 1402 Tamerlán destrozó a los otomanos cerca de Ankara. Constantinopla pudo respirar aliviada por unos decenios más, hasta que en 1451, Mahomet II (Mehmed II el Conquistador), decidió que era hora de poner fin a lo que restaba del Imperio Romano. No deseaba otra expedición occidental como la que su padre, Murad, había aplastado en Varna, en 1444, así que en 1452 empezó a planear la manera de capturar la advenediza ciudad.
Las razones del incontenible ascenso de los otomanos fueron muchas. Por un lado, la debilidad de los bizantinos, enfrascados en luchas fratricidas desde los días de la Cuarta Cruzada, aquejados por una visita desoladora de la peste bubónica en 1348, separados por un cisma religioso entre hesicastas y barlaamistas, acometidos por un proceso irreversible de feudalización, avasallados por las ambiciosas repúblicas marítimas de Génova, Pisa y Venecia y gobernados por soberanos ineptos (a excepción de unos pocos). Por otro lado, la intermitente estrella de búlgaros y servios, que nunca se acababa de encender, como consecuencia también de problemas comunes a los bizantinos (peste negra, feudalización, guerras civiles, etc.). Y finalmente, una Anatolia ya casi enteramente musulmana, con principados turcos en proceso de descomposición (karamánidas y selyúcidas) y un Imperio de Trebisonda insignificante, plegado tanto a turcos como a mongoles.
3) Relación de fuerzas hacia 1453:
Bizantinos
Emperador: Constantino XI Paleólogo (1448-1453),
48 años, alto, esbelto y de porte militar.
Tropas: 5000 bizantinos y 2000 extranjeros, Ge-
noveses en su mayoría.
Artillería: Unas pocas piezas, de pequeño calibre.
Flota: Entre 20 y 30 barcos de guerra.
Defensas: Magníficas pero muy viejas.
Constantinopla tiene la forma de un triángulo: dos de sus lados dan al mar y el restante une por tierra el Propóntide con el Cuerno de Oro.
En la sección terrestre se componen de una triple barrera: 1º) un foso de 18 metros de ancho por 7 de profundidad, reforzado por una pared fuerte pero baja; 2º) un muro de 8 metros de altura y 3º) una muralla de 13 metros de altura y 4 de espesor, con 96 torres, algunas de 18 metros. Todas las fortificaciones datan de la época del emperador Teodosio (Siglo IV de nuestra era), excepto las murallas de León V y Manuel I Comneno.
Imperio: La ciudad de Constantinopla y el
Despotado de Mistra
Turcos Otomanos
Sultán: Mehmed II el Conquistador (1451-1481),
20 años de edad, enérgico.
Tropas: 100000 bashi-bazouks (soldados irregu-
lares o saqueadores oportunistas).
50000-80000 soldados de línea.
12000 jenízaros.
Artillería: piezas de bronce, de 7-8 metros de longitud, que arrojan balas de granito de 550 kilos de peso a una distancia de 2 kilómetros.
Flota: flamante escuadra de 50 navíos de gran
calado y 350 naves menores (incluidos
transportes).
Defensas: El sultán ha mandado a construir Rumeli Hisar, “el estrangulador del Estrecho”. Se trata de una espléndida fortaleza ubicada a 8 kilómetros de los muros de Constantinopla, en el lado europeo. Del otro lado del Bósforo, donde el estrecho mide 800 metros de ancho, se halla la sección asiática del complejo. Los muros protegen los accesos marítimos de la capital bizantina, de modo que la ciudad ha quedado aislada por tierra y agua.
Imperio: Anatolia occidental, Norte de Grecia, Tracia, Bulgaria y parte de Servia y Albania.
4) El Estrangulador del Estrecho:
El 15 de abril de 1452, Mehmed II puso manos a la obra. 1000 maestros albañiles y entre 2000 y 2500 ayudantes fueron convocados por el sultán para erigir Rumeli Hisar. Unos meses antes, la misma plantilla de obreros había levantado la sección asiática del complejo, con el cual Mehmed pretendía estrangular a la capital imperial. Todos los habitantes de Constantinopla, emperador incluido, guiados por la curiosidad, se agolparon en la sección norte de las murallas para mirar el espectáculo. Las iglesias y monasterios extramuros fueron demolidos por los turcos para suministrar materiales de construcción.
El 30 de junio, Constantino XI decidió mover la primera pieza en ese gran tablero de ajedrez que tenía como escenario a la segunda Roma. Se reunió con su Consejo militar, y entre todos resolvieron enviar una embajada para entrevistarse con el sultán otomano. Simultáneamente despacharon víveres a los constructores de la fortaleza, como un gesto de buena voluntad hacia el Gran Turco.
Durante los días siguientes, los caballos de los sipahis pisotearon los huertos de los campesinos cristianos, como parte de un premeditado acto de provocación a los defensores. Todos los aldeanos que se quejaron fueron muertos sin excepción. Impotentes, los embajadores bizantinos manifestaron su descontento al sultán, pero éste les contestó secamente: “hago lo que me viene en gana”. Y no se quedó allí: “mandaré a decapitar a cuanto embajador envíe vuestro Señor después de ustedes”, agregó.
Hacia mediados de julio, Constantino XI decidió probar suerte una vez más. Comisionó a un par de infelices para tratar de convencer a Mehmed a deponer su actitud. En el campamento base de los turcos, el sultán les escuchó serenamente; no hizo ni un gesto ni se inmutó cuando los diplomáticos bizantinos apelaron a los últimos tratados celebrados, con el mayor tacto y deferencia posibles. Cuando terminaron de hablar, Mehmed solamente hizo un movimiento con la cabeza. Sus verdugos se acercaron, tomaron a los desprevenidos griegos por los brazos, les invitaron a reclinarse y ¡zas!, les degollaron de un golpe de alfanje.
El 31 de agosto, cuatro meses y medio después, Rumeli Hisar o “el estrangulador del Estrecho”, era estrenada por una flamante guarnición otomana. Entretanto, en Constantinopla, toda la población, se dedicaba a reunir materiales para el inminente asedio: espadas, flechas, cuadrillos, ballestas, piedras y los ingredientes secretos del famoso “fuego griego”, un líquido inflamable que ardía inclusive en el agua y quemaba horriblemente. Tan efectivo era, que se lo venía empleando desde los primeros asedios árabes a la ciudad.
A comienzos del otoño, Mehmed mandó a buscar su artillería a la capital, Adrinópolis (hoy Edirne). Decenas de yuntas de bueyes, no se sabe exactamente cuántas, arrastraron las pesadas piezas desde el corazón de Tracia hasta Rumeli Hisar. El 30 de septiembre, los turcos estrenaron con éxito el cañón más grande del mundo. Una colosal pieza de bronce de unos ocho metros de largo, que pesaba quince toneladas y podía arrojar balas de granito de unos 550 kilos de peso. Algunas fuentes señalan que se emplearon más de dos meses, 30 carros atados entre sí y 60 bueyes para traerla desde Adrinópolis (cientos de hombres iban alisando el camino para evitar que se volcara). El sultán quedó tan encantado con los ensayos, que ordenó al ingeniero húngaro que lo diseñó, un tal Urban, construir uno del doble del tamaño (se dice que Urban primero ofreció sus servicios al emperador, pero los empobrecidos griegos no pudieron satisfacer sus pretensiones económicas).
Para los bizantinos no todo fue malo durante ese último semestre de 1452. Hacia finales de octubre recibieron con alborozo la llegada de una pequeña flotilla procedente de Occidente. Desde sus bodegas descendieron unos 200 arqueros napolitanos, enviados por el Papa Nicolás V. Pero el semblante de los espectadores mudo rápidamente cuando, al final, desembarcaron el cardenal Isidoro, legado papal, y Leonardo, un arzobispo genovés procedente de la cercana Quíos. La gente los miró con frialdad y algunos hasta les lanzaron maldiciones: sabían que los latinos venían a imponer la unión de las Iglesias.
5) “Mas vale turbante de sultán que capelo de cardenal”:
El asunto de la unión forzosa con la Iglesia de Roma era una decisión tomada para Constantino, como medida extrema para salvar la capital. Pero nunca llegó a ser un hecho consumado. Se había suscitado una nueva controversia, de esas que hoy llamamos discusiones bizantinas, cuando el 20 de noviembre un evento devolvió a los griegos a la realidad. Ese día, un barco veneciano, desobedeciendo las órdenes del comandante de Rumeli Hisar, se negó a detenerse en los embarcaderos de la fortificación. Los turcos apuntaron hacia él sus cañones y lo hundieron sin ninguna consideración. Los sobrevivientes fueron apresados junto con el capitán. Éste fue clavado en una estaca y 30 de los tripulantes degollados a modo de escarmiento.
El 12 de diciembre, en Santa Sofía, los desmoralizados habitantes de Constantinopla debieron asistir a una nueva humillación. Cuando concurrieron a la gran basílica a escuchar la misa, se encontraron con la sorpresa de que el idioma griego había sido reemplazado en los oficios por el latín. Nadie mejor que el gran duque Notarás, la máxima figura después del emperador, para manifestar el estado de ánimo de los bizantinos. Sus palabras fueron mas o menos las siguientes: “Sería preferible el turbante del sultán al capelo de un cardenal o la tiara del papa”.
6) Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán:
Hacia principios de 1453, nadie en Constantinopla dudaba ya de las intenciones de Mehmed II. Solo restaba saber el cuándo, que ni siquiera Jalil Pachá, primer ministro otomano, conocía.
Constantino XI había aguardado durante todo un año la llegada de ayuda occidental. Pero su espera había sido en vano. Venecia, pese a que había perdido una embarcación ante los cañones turcos, estaba haciendo jugosos negocios en los puertos otomanos y no deseaba verse involucrada en una guerra onerosa e incierta. Su competidora, Génova, con una colonia propia en Pera, al este del Cuerno de Oro, e importantes factorías en Crimea, asumió la misma postura. Francia e Inglaterra estaban exhaustas tras la guerra de los cien años y no querían saber nada de un nuevo frente de combate. Hungría había aprendido la lección en Nicópolis y luego en Varna y las demás monarquías europeas... bien gracias.
Pero el 31 de enero, los bizantinos tuvieron aún motivos para festejar. Y no era para menos. Había llegado Giovanni Giustiniani Longo, un especialista en asedios, genovés de nacimiento, cuya fama era tal que hasta los propios venecianos accedieron a ponerse bajo su mando. Constantino XI le agradeció su presencia hasta las lágrimas y le designó comandante en jefe.
Junto con el gran capitán, arribó un destacamento completo de 700 soldados. Lentamente, el número de defensores iba creciendo, pero aún no era suficiente para cubrir casi 22 kilómetros de murallas y 96 torres, algunas de las cuales llegaban a medir casi 18 metros de altura.
Durante febrero, el sultán se contentó con disparar sus cañones frente a la guarnición, mas que nada para atemorizarla. El 28, unos 700 marineros venecianos, intimidados por la artillería turca, levaron anclas durante la noche y partieron silenciosamente hacia un lugar seguro. Los bizantinos reaccionaron con estupor y desprecio. Esos italianos de la República de San Marcos les tenían acostumbrados a ello. Avergonzado, el comandante veneciano, Gabriel Trevisano, juró solemnemente que las tripulaciones de sus seis navíos permanecerían en sus puestos hasta el final. “Si es necesario morirán por el honor de Dios y de toda la Cristiandad”, dijo.
7) “Quiero que me obsequies la Manzana Escarlata”:
A finales de Marzo, Mehmed II finalmente se decidió.
- ¡Quiero que me hagáis un regalo –le dijo a Jalil Pachá– Quiero la Manzana Escarlata (Constantinopla) de obsequio.
El primer ministro se encogió de hombros, sorprendido, aturdido.
- Vuestros deseos son órdenes –respondió.
El 28 de Marzo la armada turca, compuesta de 50 naves de gran porte y de unas 350 embarcaciones más pequeñas, inundó el mar de Mármara. Para los bizantinos, que hasta entonces nunca habían visto una escuadra otomana, la decepción y el asombro llegaron a su punto más álgido. Desesperado, el emperador ordenó censar a la población para conocer cuántos griegos estaban dispuestos a pelear y morir como los “antiguos romanos”. Pero los resultados fueron decepcionantes: de una población de tan solo 50000 almas, la encuesta arrojó que había únicamente 4983 hombres aptos para el combate, sin contar a los extranjeros.
El 1º de abril, domingo de Pascuas, la población acudió una vez más a oír la misa. Más en esta ocasión se tomó el trabajo de caminar toda la ciudad en busca de templos donde los oficios se dijeran en griego. En Santa Sofía, la liturgia siguió el ritual latino, pero había más estorninos dentro que feligreses bizantinos.
Al día siguiente, entre 70000 y 100000 soldados irregulares, los bashi-bazouks, empedernidos saqueadores, se plantaron frente a las murallas terrestres, entre tiendas puntiagudas y miles de estandartes verdes. Tras ellos, llegaron unos 50000 soldados de línea (80000 según otras fuentes) y finalmente el sultán y su selecto cuerpo de 12000 jenízaros. Comenzaba uno de los asedios más dramáticos que hayan registrado las crónicas del medioevo.
8) La batalla:
Llevó tres días completos a los turcos cercar la legendaria ciudad, desde Blaquernas, en el Norte, hasta la Puerta Dorada, en el Sur, el mismo lapso de tiempo que los bizantinos emplearon para destruir los puentes sobre los fosos y cerrar el paso al Cuerno de Oro con una enorme cadena.
El sultán en persona mandó a levantar su tienda roja a una distancia de 500 metros de la puerta de San Romano (hoy Topkapi o puerta del Cañón), una de las secciones más débiles de las fortificaciones, ubicada al sur de Lykos. Al anochecer del 5 de abril, envió un heraldo a la ciudad con un mensaje que Constantino XI leyó con aprensión. Decía a grandes rasgos: “Rendíos inmediatamente y la ciudad será ocupada sin derramamiento de sangre, en cuyo caso se respetarán la vida y las propiedades de los habitantes. Rechazad mi proposición y todos seréis pasados a cuchillo hasta el último hombre”. La respuesta del emperador fue digna de los antiguos romanos: “Dios me ha confiado la defensa de la fe cristiana, del imperio y de la ciudad. El honor me impide rendirme”. Contrariado, el sultán se desquitó cañoneando la ciudad durante el alba del 6 de abril.
Consciente de que la puerta de San Romano era el sector adonde Mehmed se jugaría el resultado de la batalla, Constantino XI resolvió establecer su cuartel general en sus inmediaciones. El gran capitán genovés, Giustiniani, le imitó de buen grado. Estando allí establecidos, pudieron observar cómo, con siete u ocho certeros disparos, los grandes cañones turcos derribaban enormes trozos de mampostería. Algunas de las gigantescas torres, alcanzadas de lleno por los proyectiles de media tonelada de peso, empezaron a agrietarse. Pero lo más desalentador para los defensores fue ver los progresos que los otomanos hacían al abrigo de semejante fuego. El foso de 18 metros de ancho por 7-10 metros de profundidad, la primera línea defensiva, era rellenado sin que los pequeños cañones griegos pudieran impedirlo. Durante la noche, sin embargo, la guarnición bizantina reparó las averiadas murallas con una celeridad increíble. Emplearon con ese fin barriles de tierra, cajas, árboles y hasta pacas de algodón y lana. Alguien, entre los defensores, advirtió que con esos materiales podían amortiguar los efectos de la balacera. Y estaba en lo cierto.
Algo decepcionado por los magros resultados y sorprendido por la resolución de los bizantinos, Mehmed resolvió suspender el ataque con cañones, esperando la llegada de nuevas piezas procedentes de Edirne, donde el húngaro Urban no daba abasto con la fragua. Los defensores celebraron con júbilo y un enfervorizado griterío se elevó desde las almenas y parapetos de la ciudad, no así la guarnición de dos castillos extramuros. El sultán derribó sus muros a cañonazos y exterminó a todos, excepto a 76 soldados que fueron empalados a la sombra de las murallas, para mostrar a los bizantinos la suerte que les esperaba.
Hacia el 19 de abril, la lucha se había generalizado a lo largo de la muralla terrestre, adonde se hallaban las seis grandes puertas que permitían el acceso desde el Oeste: Adrinópolis (Edirnekapi), San Romano (Topkapi), Rhesiu (Mevlanakapi), Pege (Silivrikapi), Xylokerkos (Belgratkapi) y la Puerta de Oro (Yedikulekapi). Por su puesto que había decenas de puertas y poternas menores, pero el emperador las había mandado a tapiar, considerando que eran demasiadas. Solamente accedió a dejar algunas pequeñas poternas trabadas, para acometer a los sitiadores, sobre todo durante la noche. Una de ellas, la Puerta del Circo o Kerkaporta, sería luego tristemente recordada por los sucesos que tendrían lugar el 29 de mayo, hacia el final de la lucha.
¡450 metros!. Todos los cañones turcos habían estado machacando durante los últimos siete días el muro más bajo, de unos 8 metros de altura, que constituía la segunda línea defensiva de la ciudad. Y 450 metros se habían venido abajo. Los sitiadores, apoyados por no combatientes, acarreaban frenéticamente cajas con tierra, tablas y barriles para emparchar los huecos. Pero todo cuanto hacían inmediatamente Mehmed lo volvía a destruir con la potencia de su artillería. A los bizantinos la última esperanza que les quedaba era la tercera muralla, de unos trece metros de altura y cuatro de espesor, protegida por enormes torres de planta cuadrangular, algunas, y octogonal, otras. Estaban invictas desde la fundación de la ciudad, excepción hecha de aquella vergonzosa cruzada que había dirigido un veneciano, doscientos cincuenta años atrás.
El 20 de abril, el escenario bélico se mudó repentinamente al Mar de Mármara. Los centinelas turcos de Rumeli Hisar divisaron una pequeña formación de cuatro enormes galeras cristianas y dieron la voz de alerta. El almirante otomano las persiguió con cien embarcaciones menores, pero a último momento, el viento le jugó una mala pasada y lo dejó con las manos vacías. La flotilla cristiana pudo entrar al Cuerno de Oro y protegerse en el Petrion. Disgustado, el sultán mandó a azotar a su almirante con una varilla de hierro, a la vista de todos. Sería el último error que castigaría de esa manera. El próximo tendría como reprimenda la muerte, sin importar rangos ni jerarquías.
Constantino XI recibió a los recién llegados personalmente y les agradeció sinceramente por su valentía. Pero los capitanes de las naves le dejaron helado cuando él les preguntó acerca de los auxilios que vendrían de Occidente. “El Papa ha costeado diez galeras que puso bajo el mando del rey español de Nápoles, Alfonso V, pero éste se las guardó especulando con ser el próximo emperador de Constantinopla”, dijeron los marineros.
9) Cuando los barcos navegan también en tierra:
Mehmed, aturdido por la osadía de la escuadra cristiana, no se dejó sin embargo amedrentar. Por el contrario, apostó todas sus fichas a un ingenioso plan que había ideado desde los primeros momentos del asedio. Ordenó levantar un enorme malecón, valle arriba, que ascendía desde las orillas del Bósforo, sobre las colinas de Pera. A lo largo de 15 kilómetros revestidos con tablas y salvando un collado de 75 metros de altura, los turcos emplearon plataformas rodantes o bastidores para introducir unos setenta navíos de mediano calado en el Cuerno de Oro. Con ello consiguieron burlar la pesada cadena que, tendida entre Gálata y la torre de San Eugenio, impedía el acceso al estrecho. Fue una obra maestra de la ingeniería, que dejó boquiabiertos a los bizantinos. Ver embarcaciones “navegando” sobre tierra no era una cuestión de todos los días. Pero lo peor fue que otro tramo de 16 kilómetros de murallas exigía la atención de los defensores. ¡Y ya antes de que ello sucediera eran tan pocos, que la pérdida de un defensor se lloraba como la muerte de un hijo!
Constantino XI advirtió, no obstante, que los 70 navíos turcos no eran un oponente serio para sus 26 galeras de guerra. Estaba a punto de enviarlas a la lucha, cuando descubrió que los otomanos también habían desplazado cañones a la zona, para defender el perímetro. Hubo que resignarse a un segundo frente de batalla. Entretanto, la colonia genovesa de Pera, una fuente permanente de información sobre los movimientos turcos, había quedado completamente rodeada.
10) Los últimos treinta días del Imperio Romano:
El 4 de mayo, el Consejo solicitó al emperador que huyera hacia Europa, al cobijo de la noche. En su opinión, sería más provechosa su presencia en las cortes occidentales a los fines de obtener ayuda. Pero Constantino XI fue tajante: “Bien sabéis lo que está a punto de ocurrir. ¿Cómo abandonar las iglesias y a los sacerdotes del Señor? ¿Cómo dejar este trono y a mi pueblo? ¡Jamás saldré de aquí! Estoy dispuesto a morir con vosotros”.
Afuera, los cañones del sultán disparaban sin cesar y en la ciudad, la escasez de víveres empezaba a poner en evidencia las miserias humanas en tales circunstancias: se había formado un mercado negro donde los adinerados podían adquirir los que otros no. Tal vez para paliar la necesidad de vituallas pero principalmente para averiguar algo acerca de la tan esperada ayuda veneciana, Constantino XI comisionó a algunas de sus naves para partir durante la noche en busca de los italianos. Al abrigo de la oscuridad, las galeras abandonaron los muelles y pusieron rumbo al Egeo, sin que los turcos, fondeados en Diplolkionion, pudieran alcanzarlas.
Para el sábado 19 de mayo, los ingenieros de Mehmed habían trabajado con los carpinteros y sus ayudantes dos días con sus dos noches completas, casi sin dormir. Nadie quería ser objeto de la ira del sultán, como sucediera con el almirante de la flota, así que no hubo ninguna queja por las rudas jornadas de labor. Pero en la mañana de ese día, el fruto de su esfuerzo estuvo listo. Una colosal torre rodante, con troneras para los arqueros y ballesteros y plataformas voladas para saltar a las murallas emergió desde el campamento turco y fue lentamente acercada a la puerta de San Romano, guardada por el emperador en persona. La torre era inclusive más alta que las murallas y desde su cima, los turcos pudieron combatir efectivamente a los bizantinos, que se movían frenéticamente más abajo. Pero durante el anochecer, los defensores prendieron fuego al “juguete” de Mehmed y hasta lograron inclusive reparar la gran puerta. Con las primeras luces del nuevo día, la sorpresa del sultán quedó registrada en sus palabras: “¡aunque me lo hubieran jurado 37000 profetas, jamás hubiera creído a los cristianos hacer tanto en tan poco tiempo!”.
Al día siguiente, Mehmed respondió la osadía de los bizantinos con ataques en pequeña y en gran escala. En una de esas arremetidas, un alférez turco, ondeando un impecable estandarte verde, consiguió llegar a lo alto de las almenas, pero fue literalmente partido en dos por el alfanje de un cristiano. Con pavor, los turcos observaron cómo su precioso estandarte caía desde lo alto, directamente sobre el lodo eterno que se juntaba al pie de las murallas. Muchos se atemorizaron viendo en ello un signo de mal presagio. Uno de ellos fue el sultán en persona, quien raudamente partió a consultar a su astrólogo favorito para averiguar la fecha más propicia para lanzar un último asalto. Declaró que levantaría el asedio si este nuevo intento fracasaba.
El 23 de mayo, los bizantinos se reponían de sus heridas, cuando un cristiano amigo o tal vez un espía de extramuros, disparó hacia el interior una saeta con un mensaje: los turcos atacarían el martes 29 de mayo. Unos instantes después, el emperador corría en dirección al puerto, para recibir a uno de los navíos que había enviado veinte días antes en busca de la flota veneciana. Las noticias fueron desalentadoras: no se habían hallado trazas de las naves italianas en todo el Egeo. Habría que batallar solos.
Al día siguiente se produjo un eclipse lunar y cuando los habitantes de Constantinopla recorrían las calles en solemne procesión, el icono más santo de la ciudad, que portaban los de la primera fila, se escurrió de las andas. No habían terminado de levantarlo cuando se desató una furiosa granizada que obligó a suspender la procesión. Con las primeras luces del alba, todo el mundo observó un fenómeno atípico para esa época del año: la capital amaneció envuelta en un espeso manto brumoso. Muchos empezaron a pensar que también Cristo había abandonado la urbe.
El 27 de mayo, los defensores hicieron una última salida para incomodar a los sitiadores. Se empleó para ello una pequeña poterna, la puerta del Circo o Kerkaporta, que el último soldado en ingresar trabó mal luego de transponerla a su regreso en la ciudad. La moral, pese a todo, aún era elevada.
11) El ojo del huracán:
La calma del 28 de mayo, fue lo más parecido al ojo de un huracán; luego de ocho semanas de lucha, los dos ejércitos se concedieron una mutua tregua que fue empleada por cada bando para reposo y penitencia.
Cuartel general otomano: Los musulmanes se dedicaron a orar y a hacer las siete abluciones rituales. Los derviches e imanes recorrieron el campamento turco incitando a pelear y prometiendo a los soldados que si caían combatiendo a los infieles y con el santo nombre de Alá en los labios, irían directamente al paraíso. Mehmed II, por su parte, pasó revista a su tropa montado en un impecable destrero árabe color blanco. Prometió doble paga y tres días de saqueo si conquistaban la ciudad. Pero puso especial énfasis en remarcar que nadie debía dañar un solo edificio de la Manzana Escarlata. “Constantinopla es mía y yo haré de ella mi capital”, dijo.
Interior de Constantinopla: Miles de personas volvieron a desfilar por las calles con iconos sagrados y cruces. Iban cantando himnos y el grandioso Kyrie Eleison: “Señor, ten piedad de nosotros”. Al término de las ceremonias, se agolparon en Santa Sofía para participar de la que sería la última misa cristiana en la gran basílica (convertida posteriormente en mezquita). Se encendieron cientos de lámparas, candelas y velas, que iluminaron el lugar arrancando destellos de los hermosos mosaicos de Cristo, de la Virgen, de decenas de santos y antiguos emperadores y emperatrices. En la penumbra del recinto, perfumada de incienso, los feligreses se confesaron y comulgaron sin prestar atención al clérigo que tenían enfrente. A esas alturas ya nadie ponía atención en el cisma. Durante el atardecer, a medida que los rayos de sol se escurrían hacia los lejanos Ródopes, una extraña luz brilló en lo alto del cielo, sobre la cúpula de Santa Sofía. Algunos vieron en ella un reflejo de las hogueras que los turcos habían encendido en su campamento, otros juzgaron que se trataba de un fuego de San Telmo, pero la inmensa mayoría la interpretó como una señal funesta. Al ver la luz, el emperador se puso pálido. No era ajeno a la creencia generalizada que sostenía que Cristo había abandonado la ciudad. Momentos después, en palacio, se despidió de sus seres amados y de sus sirvientes, pidiéndoles perdón por cualquier ofensa que hubieren recibido de él. A medianoche volvió, espada en mano, a su puesto de combate, acompañado por su gran amigo, el chambelán Frantzos. De pasada en Santa Sofía, se detuvieron a orar, a confesarse y a comulgarse. Montaron nuevamente y llegaron a la puerta de San Romano, donde les aguardaba Giustiniani. Allí se apearon de sus caballos, se abrazaron con emoción y por fin, se despidieron, intuyendo quizá que ya no volverían a verse.
12) Y el final:
Algunos dicen que fue a la una y media de la madrugada. Otros sostienen que a las tres y unos pocos, al despuntar el alba. Lo cierto es que, en un momento dado, durante la oscuridad del 29 de mayo de 1453, Mehmed II ordenó el asalto general. Súbitamente resonaron las trompetas, redoblaron los atabales y entrechocaron los címbalos en el campamento turco. El silencio de la noche estalló en mil pedazos. Pronto, el sonido de los instrumentos otomanos fue contestado por el repicar de las campanas de la ciudad, que llamaban a los defensores al combate.
La primera horda de harapientos bashi-bazouks, salió disparada contra las grandes murallas agrietadas, sobre las cuales, los bizantinos cargaban sus arcos y ballestas. Lanzando salvajes alaridos, los peones turcos se precipitaron sin orden aparente, en filas tan compactas, que ninguna flecha cristiana, por más defectuosa que hubiese sido arrojada, erraba el blanco. Desde lo alto de los muros, los griegos contestaron también el ataque con el terrorífico fuego griego. Alcanzados por el líquido inflamable, muchos turcos se asaron vivos apenas pusieron pie en las escalas. Los que salieron corriendo con fuego en sus espaldas, desparramaron el incendio sobre las ramas que cubrían un poco más allá el foso. En ese primer ataque, que duró aproximadamente dos horas, se quemaron más individuos que durante todos los días de la caza de brujas, incluyendo la quema de los herejes cátaros, tan rigurosamente planeada por el papa Inocencio III dos siglos y medio antes.
La segunda oleada de los bashi-bazouks no tuvo mejor suerte. Un poco impaciente, Mehmed ordenó avanzar a su ejército regular, compuesto inclusive por vasallos serbios. En una sección de los muros, un cañonazo fortuito derribó parte de la improvisada empalizada con la que los defensores habían reparado una grieta colosal. Los turcos advirtieron rápidamente el hallazgo y se introdujeron por allí, pero fueron repelidos angustiosamente a flechazos. A eso de las ocho de la mañana, viendo que también sus tropas de línea habían fracasado, el sultán les ordenó retroceder. Estaba desesperado e iracundo. Todavía no habían podido hacer pie en lo alto de las fortificaciones.
En el interior de la ciudad, los defensores estaban extenuados al cabo de casi seis horas consecutivas de sangrienta lucha. Pero el ánimo era ideal. Constantino XI intercambiaba mensajeros constantemente con Giovanni Giustiniani y Gabriel Trevisano para mantenerse al tanto de la situación. Había pasado casi toda la noche gritando órdenes y por lo menos, en un par de ocasiones, había tenido que descargar el filo de su espada contra la silueta ascendente de esos bárbaros bashi-bazouks que parecían inacabables.
Poco antes de las diez de la mañana, Mehmed II resolvió jugar sus últimas cartas. Pasó revista a su hueste de jenízaros y prometió al primero de ellos que hiciera pie en las murallas, el gobierno de la provincia más rica de su Imperio. Invictos, descansados y resueltos, los mejores soldados del mundo partieron en silencio para la lucha. Su disciplina era tal, que cuando empezaron a subir por las escalas, no se inmutaron por el fuego griego ni por los flechazos que volaban por los aires. Cuando uno moría, inmediatamente otro ocupaba su lugar. Súbitamente, uno de ellos, llamado Hassán, consiguió abrirse paso entre las almenas, seguido de cerca por treinta camaradas. En vista de los acontecimientos, los turcos que estaban aún abajo o trepando las escaleras, lanzaron vivas y gritos de júbilo. Pero tan pronto como Hassán, cimitarra en mano, reclamó para sí el premio prometido por Mehmed, los bizantinos consiguieron hacerle caer. Mientras el pobre turco volaba hacia el suelo, los defensores le remataban con una lluvia de piedras y saetas.
A media mañana, hasta los jenízaros parecían haber fracasado, cuando dos hechos casi simultáneos vinieron a sentenciar la jornada para los griegos. Cuando los defensores estaban acabando con un gigantesco jenízaro que había conseguido trepar a las almenas, un grito de alarma hizo cundir el pánico. Unos 50 jenízaros corrían libremente en el interior de la ciudad, hacia una de las puertas, con la intención de abrirla a sus compañeros. Los turcos habían encontrado mal cerrada una pequeña poterna llamada Kerkaporta: la ciudad parecía condenada.
Muchos de la guarnición, aún no se habían recuperado de esa desagradable visión, cuando la noticia de que Giovanni Giustiniani había sido herido mortalmente, corrió como reguero de pólvora. El gran comandante genovés pidió ser llevado a una de sus naves, pese a que Constantino le rogó que se quedara, creyendo con razón que su partida derrumbaría la defensa. Y así fue. En vista de su retirada, los aliados italianos abandonaron sus puestos y salieron presurosos para abordar sus salvadoras embarcaciones. Todo estaba perdido. La defensa se desmoronó en cuestión de minutos.
Abajo, el sultán se había percatado que algo andaba mal en las filas de los defensores. Se acercó a husmear casi hasta la orilla del foso. Pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Y no perdió la ocasión. Lanzó a todo su ejercito nuevamente a la lucha. Quince minutos después una horda de por lo menos 30000 turcos avanzaba casi sin oposición por las calles de la ciudad.
Entretanto, en la puerta de San Romano, el emperador casi había quedado solo en la lucha. Fue su momento de gloria, el instante en que la Historia lo recibió en sus anales como el último de los romanos. Constantino XI, viendo que los turcos ya entraban en masas compactas y sabiendo que Mehmed había ofrecido una espléndida recompensa por su captura, se arrancó las insignias imperiales y gritó desesperado: “¿No hay un cristiano que me corte la cabeza?”. Segundos después se lanzaba a lo más encarnizado de la refriega, buscando una muerte digna del último emperador romano.
Cuando los turcos victoriosos se desbordaron por las calles, la matanza y la violencia se tornaron espantosos. Muchos habitantes corrieron aún en busca de la paz de Santa Sofía, entraron a ella y trabaron las puertas con tirantes de madera. Allí esperaron a que una antigua profecía se hiciera realidad. Según ésta, si algún enemigo penetraba hasta la columna de mármol ubicada en la plaza de enfrente, un ángel bajaría del cielo blandiendo su espada para rechazarlo. Pero cuando los turcos derribaron a mazazos las enormes puertas, se hizo evidente que ningún ángel aparecería.
En otros sectores de la ciudad, los gritos de terror y los lamentos llenaban cada resquicio de las casas, los monasterios e iglesias, mientras la sangre de los muertos se escurría hacia las calles bajas, en las adyacencias de los muelles y embarcaderos. En su sed de rapiña, los turcos se habían detenido a robar y violar, permitiendo a algunos sobrevivientes escapar hacia donde fondeaban las galeras imperiales, genovesas y venecianas. Fueron todas abordadas hasta el límite de su capacidad, y salieron en medio de la desolación. Nadie les incomodó durante la fuga. Hasta el mar había quedado vacío, puesto que los marineros turcos, alertados por los gritos en la ciudad, habían salido corriendo a reclamar su parte en el botín. Los estrechos parecían deshabitados.
Recién por la tarde, durante la última hora de luz, Mehmed entró en la Manzana Escarlata, como solía llamar a Constantinopla. Cabalgó lentamente por las calles de la ciudad y se dirigió a Santa Sofía. En el umbral de la Basílica observó a unos soldados escarbando con la punta de sus cuchillos para extraer un pedazo de mármol del pavimento. Los golpeó con la cara plana de su cimitarra: “¿Acaso no prohibí que dañaran los edificios?. ¡Esta ciudad es mía!”, exclamó. Luego, se internó en la gran iglesia y reclinando su turbante hasta el suelo, dio las gracias a Alá. Se incorporó sin sacar los ojos de los mosaicos que decoraban las paredes y dispuso que un muecín llamara a la oración. A continuación, concluida la acción de gracias, cabalgó hacia la última morada del último emperador romano. En el camino preguntó por Constantino XI. Dos turcos le mostraron la cabeza de un hombre que unos griegos afirmaban era la de su señor. Otros le mencionaron que se había hallado un cuerpo sin cabeza, pero con borceguíes de púrpura en los pies, bordados con las águilas imperiales de Bizancio. Sin embargo, en ambos casos, la identificación era dudosa.
13) Conclusión:
La caída de Constantinopla ocasionó reproches mutuos y acusaciones de inacción entre las monarquías occidentales. Hasta ese momento, la ciudad había sido como una espina clavada en la carne del ascendente Imperio Otomano. Y muchos pensaron, entre ellos los mismos griegos, que la anciana reliquia, excelentemente fortificada, jamás caería. Pero Constantinopla cedió y los otomanos la convirtieron en el corazón de sus dominios. La sangre nueva que desde ella empezó a fluir llevó rápidamente a los otomanos a dominar todo el próximo Oriente y el norte de Africa. Y el Islam pudo regodearse de alcanzar latitudes que jamás había visto: Hungría, después de Mohácz, Otranto, en la bota de Italia, y las mismas puertas de Viena.
Cuando Constantinopla cayó, se empequeñeció el mundo.
Fuentes consultadas: La caída de Constantinopla, de John Julius Norwich, La Historia de las Cruzadas, de Steven Runciman, Atlas Histórico Mundial, de Georges Duby, Bizancio, de Franz Maier y mi griega amiga Katarina.