Estimados lectores, QQ.·. HH.·. con este trabajo terminamos agosto. Un mes en el que he tratado de publicar notas que expliquen las causas de esta suerte de furia laicista que arrastra a las masonerías hacia costas lejanas de sus orígenes. Como siempre, algunos se enojan y es inevitable. Al principio se enojaban porque decía que la masonería tenía orígenes cristianos. ¿Quién podría hoy negarlo? Después se enojaron porque dije que que la Revolución Francesa cargaba con el crimen de haber aniquilado a la Orden Masónica. Hoy se enojan porque digo que si a la masonería le quitan su principal componente, el Iniciático, deberían cambiarse de nombre en vez de apropiarse de la Augusta Hermandad. No pienso torcer la marcha. Me animan los muchos y numerosos HH.·. que a diario, me hacen llegar la desazón de sentirse perseguidos por su religión en el seno de una Institución que debiera hacer de la libertad espiritual el pilar de su existencia.
Las mutaciones del Gran Oriente de Francia
Pasada la Revolución Francesa, la francmasonería comenzó a reorganizarse lentamente en los años siguientes. El proceso fue lento, puesto que la mayoría de los cuadros del Gran Oriente habían sido ejecutados, encarcelados o se encontraban exiliados. La situación era mucho peor en lo que quedaba de la Gran Logia, pues ésta, al ser prominentemente aristocrática, había sido prácticamente aniquilada. Así las cosas, un pequeño núcleo, unido por la desdicha comenzó a trabajar con vistas a la unificación de la masonería francesa, que finalmente ocurrió en 1799.
En 1800, la unión ya estaba consolidada y habían reabierto sus trabajos más de 70 logias. El Gran Oriente se proclamó como única potencia masónica de Francia y declaró la irregularidad de toda logia que no se le subordinara. Pero esta masonería post revolucionaria había nacido para establecer un nuevo culto; uno que poco tenía que ver con los masones del siglo XVIII: El Culto a la Razón.
El siglo XIX se inició bajo el signo de un nuevo hombre que cambiaría una vez más el curso de la historia. Napoleón Bonaparte –cuya pertenencia a la francmasonería siempre ha estado en duda- entendió rápidamente la importancia de la sociedad de los masones y la utilizó a su antojo. El Gran Oriente pronto se vio bajo la protección del futuro emperador que convertiría a la Orden en el heraldo de la nueva era que soñaba para Europa. Tras los ejércitos napoleónicos marcharían las logias a propalar las ideas de la nueva Francia.
El crecimiento fue fantástico. Entre 1803 y 1804 Bonaparte introdujo en el Consejo de la Orden a todo su estado mayor completo. Su hermano, José Bonaparte, fue nombrado Gran Maestre adjunto, hasta que, en 1805, fue instalado Gran Maestre. De los 24 mariscales del Imperio, 17 eran masones, junto con “prefectos, funcionarios y representantes de las elites culturales y económicas, que conformaron la columna vertebral del régimen imperial” Hacia 1810 el Gran Oriente ya contaba con más de 800 logias de las cuales más de sesenta eran militares.
Si consideramos lo dicho en los primeros capítulos de este libro, si recordamos que la tarea del masón consiste en desbastar la piedra bruta en el largo proceso iniciático, cabría preguntarse de qué manera pudo el Gran Oriente formar en apenas un lustro a miles de masones, incluidos sus cuadros, los venerables de sus logias y el Gran Consejo. Este es un punto crucial para comprender el quiebre entre una masonería espiritual e iniciática y otra que nacía bajo el imperativo de la política. Es cierto que muchos antiguos hermanos pudieron haber regresado a sus talleres, pero mucho más numerosos fueron los hombres deseosos de ascender, de agradar al aparato político militar de Napoleón e integrarse a la organización que había aceptado, de buen grado, ser el vector ideológico de los principios del nuevo régimen.
“Estos principios –escribe Colinon- eran antes los de la Revolución jacobina que aquellos otros que inspiraron en otro tiempo a un caballero Ramsay o a un Joseph de Maistre. El espíritu masónico había sufrido una profunda transformación. En el momento de la reconstrucción del Gran Oriente, casi todos los masones espiritualistas estaban o muertos en el cadalso o emigrados. Los que regresaron a Francia, estaban hondamente quebrados por la acusación formulada contra su Orden de haber fomentado la revolución…”
Desde entonces y hasta los sucesos revolucionarios de 1848, el destino del Gran Oriente se acomodó una y otra vez al ritmo de los avatares políticos que sacudían a Francia.
Con la caída de Napoleón, los masones se apresuraron a aplaudir la llegada de la restauración de los Borbones, deponiendo de inmediato al Gran Maestre José Bonaparte. Pareció entonces que las logias volverían al espíritu anterior a 1787. Pero Luis XVIII nunca confiaría en los masones del Gran Oriente, aunque comprendió la importancia de mantener bajo control a ciertas sociedades secretas. En efecto, el viejo espíritu republicano –latente durante los años de la restauración- comenzó a retornar con renovado ímpetu a las logias, encendiendo todas las alarmas. A modo de ejemplo diremos que sólo en 1834 fueron clausuradas 80 logias catalogadas como peligrosas. Fue la época en que el espectro Volteriano resucitó en los templos masónicos y se produjo una creciente separación entre los jefes de la Orden y sus bases.
Desatados los sucesos, los masones revolucionarios ocuparon nuevamente la primera fila en la lucha. Muchos de ellos pasaron a conformar el Gobierno Provisional, en tanto que el Gran Oriente llegó a ofrecer a la nueva República el concurso de 40.000 hermanos. A partir de allí, la francmasonería laica y republicana ya no se detendría hasta el advenimiento de la IIIª República.
Durante el gobierno de Napoleón III, el Gran Oriente sufriría una nueva mutación. Luego de haberse impuesto como Gran Maestre a Murat, primo del soberano, la Orden sufrió un proceso de imperialización que fue, esta vez, resistido por las logias. Ya no había espacio en la francmasonería francesa para un retorno a las antiguas formas. Murat fue depuesto y elegido en su lugar al más anticlerical de los príncipes Bonaparte: Jerónimo. Finalmente volvió a laudar Napoleón III nombrando Gran Maestre al mariscal Magnan el 2 de diciembre de 1861. Una vez más, el Gran Maestre del Gran Oriente de Francia era un hombre ¡ni siquiera iniciado en los misterios de la Francmasonería!
Inevitablemente, en 1865 un Convento del Gran Oriente propuso la supresión lisa y llana de toda referencia espiritualista en la Constitución y en los ritos. La asamblea, por su parte, decidió que en adelante sería posible ser masón sin necesidad de creer en Dios ni ser espiritualista. Ese día se oficializó la existencia de una institución que se ha empeñado en definirse como masónica, pese a ser radicalmente diferente a su antecesora. El Gran Arquitecto del Universo ya no fue necesariamente Dios; ni siquiera una alegoría de Dios; los textos sagrados pasaron a ser poco menos que un adorno; se abandonó la doctrina de la trascendencia del alma y comenzó la sistemática tarea de modificar los rituales, depurándolos de todo aquello que hiciese recordar en el futuro que, alguna vez, la francmasonería había centrado su obra en la construcción de un templo interior, reflejo individual de la Jerusalén Celeste. Dicho de otro modo, nació una nueva forma de masonería que sólo guardaría de la primera precisamente eso: su forma.
En consecuencia, asistimos aquí al momento en que la francmasonería introdujo en sus talleres la política profana y sus dirigentes olvidaron la verdadera esencia de su institución, puesto que de otra manera resulta inconcebible que una Orden Iniciática se viera, de pronto, gobernada por el estado mayor napoleónico, en su totalidad recién iniciado, o que sus Grandes Maestre y dignatarios fuesen impuestos por los políticos y que sus objetivos y alineamientos cambiaran de manera radical frente a los acontecimientos profanos. No podía esperarse de estos hombres más que una profunda ignorancia acerca de la francmasonería, tal como lo admite R. C. Feuillette, el historiador oficial del Gran Oriente.
A partir de entonces, esta circunstancia se reiteraría en distintos momentos de la historia de la masonería con diferente intensidad. El modelo francés, que se extendió con rapidez en los países latinos, fue el de una masonería de fuerte contenido político, en tanto que el modelo británico permaneció fiel a los antiguos límites en torno a la acción política de la masonería, reservada exclusivamente al ámbito personal de cada masón.
Los rituales serían alterados, introduciéndoles aspectos netamente políticos, provocando desordenes que, en algunos casos se han perpetuado hasta nuestros días. Pero seríamos injustos si atribuyésemos estas tendencias políticas sólo a los franceses, puesto que para la misma época muchos notables masones alemanes –entre ellos Carl Krause- exploraban nuevos sistemas políticos en los que intentaban aplicar, en algunos casos, los principios de la francmasonería y de los Iluminados de Baviera en otros. El krausismo tendría importante influencia en la masonería de España y de algunos países de América Latina.
De modo que la francmasonería actual, heredera de todas estas corrientes, es el resultado de un complejo proceso histórico en el que se combinaron aspectos netamente espirituales con otros que pertenecen al campo social y político. Es por ello que, a esta altura de nuestro trabajo, el lector comprenderá porqué insistimos en nuestra idea de la existencia de masonerías y no de una sola y única masonería.
No sólo se había introducido el factor político. Paralelamente, se habría paso una corriente revisionista que buscaba encuadrar la historia de la francmasonería sobre bases positivas, alejándola de las leyendas que, hasta entonces, remontaban sus orígenes a los tiempos míticos.
Hay algo de cierto en aquello que dice que a la historia la escriben los que ganan. Cuando los filósofos ilustrados consumaron su primera gran victoria con la Revolución Francesa, se apropiaron de lo que quedaba de la francmasonería, aniquilada durante el Terror.
La estructura masónica había dado prueba de ser una extraordinaria herramienta política, y la Revolución no podía prescindir de ella; pero había que purificarla, someterla a la razón, silenciar su pasado cristiano, quitar de ella todo vestigio de la antigua superstición y convertirla en un arma feroz contra la religión. Y así fue, al menos con gran parte de la francmasonería continental europea, cuya influencia en Hispanoamérica se siente hasta nuestros días.
Pero la victoria no llegó a ser completa. Los herederos de la masonería escocesa pudieron mantener a la Orden en sus principios originales, reteniendo gran parte de su simbolismo iniciático, acompañado por la plena conciencia del legado más valioso de la cultura cristiana: el de la caridad. Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Pese a ello, aquella otra francmasonería, vaciada de contenidos y maquillada de modernidad, gozó de la atención creciente del profano, convirtiéndose en el estereotipo revolucionario y conspirador por excelencia del mundo moderno. Así fue como el secreto iniciático se convirtió en el secreto político y muchas logias masónicas en verdaderos partidos. Mi homenaje a la masonería primitiva consiste, justamente, en separar una cosa de la otra.
Es cierto que el mundo ha cambiado desde entonces y que sería injusto dejar de reconocer el aporte de la masonería a la construcción de un mundo más plural, en el que los hombres no pueden ser juzgados por sus creencias, ni por su condición de nacimiento ni por su raza. También es cierto que la francmasonería ha sido baluarte de la democracia y que su labor constante en la defensa de las instituciones surgidas de los procesos revolucionarios de fines del siglo XVIII fue fundamental en la consolidación de los estados modernos.
La creciente atomización del universo masónico constituye un síntoma, un indicador evidente de que algo ha fallado a la hora de aplicar el principio de la fraternidad intra muros. El futuro de la francmasonería dependerá en gran parte del esfuerzo que los masones sean capaces de empeñar en la búsqueda de objetivos comunes y en la aplicación efectiva de la más amplia tolerancia en torno a las creencias individuales y el respeto al espacio que reclama la espiritualidad.
Como Orden secular, se enfrenta hoy al desafío de comprender cuales son los límites de la secularización. Como Orden iniciática le queda por delante la tarea de articular una visión renovada de su mensaje tradicional.
La francmasonería, pensada por sus fundadores como Templo de la Virtud y de la Tolerancia, permanece incólume en el mundo y así se mantendrá, hasta que la sociedad humana sea espejo de la Jerusalén Celeste, objeto y fin de la transmutación espiritual que propone a sus adeptos.
En tal sentido, resta resolver la situación de los masones que perciben una doble condena: La de una Iglesia que aún se resiste a levantar el interdicto que pesa sobre los miembros de la fraternidad y la de sus propios hermanos, que haciendo de la razón un culto, tornaron la tolerancia en desprecio al hecho religioso.
Pese a la polución de textos caprichosos sobre la masonería, crece en el mundo la tendencia al tratamiento científico de su historia. Esta circunstancia no sólo resulta imperiosa para la comprensión del fenómeno masónico como expresión de las ideas que contribuyeron a la construcción de la sociedad moderna, sino también para la salud intelectual de la propia masonería, en muchos casos anclada todavía en una bibliografía decimonónica que ha sido superada por el avance de la investigación histórica.