Ya hemos explicado frecuentemente que en una civilización integralmente tradicional, toda actividad humana, cualquiera que sea, posee un carácter que se puede decir sagrado, porque, por definición misma, la tradición no deja nada fuera de ella; sus aplicaciones se extienden entonces a todas las cosas sin excepción, de suerte que no hay ninguna que pueda ser considerada como indiferente o insignificante a este respecto, y de suerte que, haga lo que haga el hombre, su participación en la tradición está asegurada de una manera constante por sus actos mismos. Desde que algunas cosas escapan al punto de vista tradicional o, lo que viene a ser lo mismo, son consideradas como profanas, ese es el signo manifiesto de que se ha producido ya una degeneración que implica un debilitamiento y como una disminución de la fuerza de la tradición; y una tal degeneración está ligada naturalmente, en la historia de la humanidad, a la marcha descendente del desenvolvimiento cíclico. Evidentemente puede haber ahí muchos grados diferentes, pero, de una manera general, se puede decir que actualmente, incluso en las civilizaciones que todavía han guardado el carácter más claramente tradicional, se hace en ellas una cierta parte más o menos grande a lo profano, como una suerte de concesión forzada a la mentalidad determinada por las condiciones mismas de la época. Eso no quiere decir sin embargo que una tradición pueda reconocer jamás el punto de vista profano como tal, ya que eso equivaldría en suma a negarse a sí misma al menos parcialmente, y según la medida de la extensión que ella le acordara; a través de todas sus adaptaciones sucesivas, una tradición no puede sino mantener siempre de derecho, cuando no de hecho, que su propio punto de vista vale realmente para todas las cosas y que su dominio de aplicación las comprende a todas igualmente.
Por lo demás, solo la civilización occidental moderna, debido a que su espíritu es esencialmente antitradicional, pretende afirmar la legitimidad de lo profano como tal y considera incluso como un «progreso» incluir ahí una parte cada vez más grande de la actividad humana, de suerte que en el límite, para el espíritu integralmente moderno, ya no hay más que lo profano, y de suerte que todos sus esfuerzos tienden en definitiva a la negación o a la exclusión de lo sagrado. Las relaciones están aquí invertidas: una civilización tradicional, incluso disminuida, no puede sino tolerar la existencia del punto de vista profano como un mal inevitable, aunque esforzándose en limitar sus consecuencias lo más posible; en la civilización moderna, al contrario, lo que ya no se tolera es lo sagrado, porque no es posible hacerlo desaparecer enteramente de un solo golpe, y a lo cual, a la espera de la realización completa de ese «ideal», se hace una parte cada vez más reducida, poniendo el mayor cuidado en aislarlo de todo lo demás por una barrera infranqueable.
El paso de una a otra de estas dos actitudes opuestas implica la persuasión de que existe, no solo un punto de vista profano, sino un dominio profano, es decir, que hay cosas que son profanas en sí mismas y por su propia naturaleza, en lugar de no ser tales, como la cosa es realmente, más que por el efecto de una cierta mentalidad. Esta afirmación de un dominio profano, que transforma indebidamente un simple estado de hecho en un estado de derecho, es pues, si puede decirse, uno de los postulados fundamentales del espíritu antitradicional, puesto que no es sino inculcando primero esta falsa concepción en la generalidad de los hombres como puede esperar llegar gradualmente a sus fines, es decir, a la desaparición de lo sagrado, o, en otros términos, a la eliminación de la tradición hasta sus últimos vestigios. No hay más que mirar alrededor de sí mismo para darse cuenta hasta qué punto el espíritu moderno ha triunfado en esta tarea que se ha asignado, ya que incluso los hombres que se estiman «religiosos», es decir, aquellos en quienes subsiste todavía más o menos conscientemente algo del espíritu tradicional, por eso no consideran menos la religión como una cosa que ocupa entre las demás un lugar completamente aparte, y por lo demás, a decir verdad, muy restringido, de tal suerte que no ejerce ninguna influencia efectiva sobre todo el resto de su existencia, donde piensan y actúan exactamente de la misma manera que los más completamente irreligiosos de sus contemporáneos. Lo más grave es que estos hombres no se comportan simplemente así porque se encuentran obligados a ello por la presión del medio en el que viven, porque hay en eso una situación de hecho que no pueden más que deplorar y a la que son incapaces de sustraerse, lo que sería todavía admisible, pues, ciertamente, no se puede exigir de nadie que tenga el coraje necesario para reaccionar abiertamente contra las tendencias dominantes de su época, lo que no carece de peligro bajo más de una relación. ¡Muy lejos de eso, estos hombres están afectados por el espíritu moderno hasta tal punto que, como todos los demás, consideran la distinción e incluso la separación de lo sagrado y de lo profano como perfectamente legítima, y que, en el estado de cosas que es el de todas las civilizaciones tradicionales y normales, no ven más que una confusión entre dos dominios diferentes, confusión que, según ellos, ha sido «rebasada» y ventajosamente disipada por el «progreso»!
Fuente: Rene Guenon
Traducción: Pedro Rodea