martes, 11 de octubre de 2011

EL CORAZÓN: OJO Y TEMPLO DE LO IMAGINARIO, SEGÚN EL SUFISMO Y EL BUDISMO TÁNTRICO


Detalle del mandala de los cino Dhyani-Budas


La imaginación del alma parece algo inexistente, pero ¡contempla este mundo conducido por la imaginación!
Guerra y paz, orgullo y tristeza, todos derivan de la imaginación.
Pero las imágenes que cautivan a los santos
reflejan las bellezas de rostro de luna del Jardín de Dios.
Rumi

La imaginación es el poder de transformación y la transición entre estados de existencia. Mediante la imagen creativa, las realidades invisibles pueden revestirse de formas visibles, los pensamientos y las emociones pueden manifestarse con palabras o números, y los objetos sensibles se pueden elevar a ideales transcendentales e inmateriales. Así pues, en el contexto de una tradición religiosa, la imaginación es el poder de transformación entre los niveles del cosmos, el poder de manifestar realidades divinas bajo formas terrenales, y de transmutar objetos físicos en arquetipos espirituales. Sin embargo, debido a esta profunda potencia, la imaginación conlleva también un carácter esencialmente dual y ambivalente. Se trata de un poder que puede ser utilizado tanto para el bien como para el mal: puede llevar al alma humano hacia lo más alto, elevando al ser humano hasta las imágenes del Espíritu puro y de la Divinidad; y puede arrastrar al alma hacia lo bajo, atrayéndola y haciéndola apegarse a las imágenes ilusorias del mundo, de la carne y de sus propios deseos egoístas. En resumen, puede decirse que hay una imaginación del ‘corazón’ —el verdadero centro espiritual e intelectual del hombre— y una imaginación de la «cabeza» —la psique y las fantasías engañosas de la mente humana limitada.

En el mundo occidental contemporáneo, sin embargo, el término
«imaginación» se reduce generalmente a una única dimensión, al nivel del pensamiento subjetivo y de las fantasías soñadoras de la psique individual. Los productos de la imaginación se consideran ilusiones «irreales» y se contraponen al mundo «real» de la materia y del hecho científico.

Lamentablemente, en el mundo moderno, el aspecto más elevado y divino de la imaginación está olvidado por completo o incomprendido. En la visión moderna del mundo, se ha vaciado y desacralizado el universo hasta una abstracción fría, materialista, despojada de su contenido imaginal sagrado; y se ha reducido al propio ser humano a un organismo psico-físico, confinado a las fantasías huecas de su mente y de su ego.

El hombre moderno necesita desesperadamente que se le recuerde que la imaginación también conlleva una realidad transcendental y objetiva, una realidad divina, tanto en el macrocosmos de la creación como en el microcosmos humano. Necesita que se le muestre como la imaginación, en las culturas tradicionalmente religiosas —y por supuesto también en el Occidente tradicional—, ha sido siempre un elemento vital en la comprensión del hombre, del cosmos y de la Divinidad. Se trata, de hecho, de una realidad universal y transhistórica, que presenta una estructura común en las culturas humanas más diversas. Aunque Occidente ha tenido su propia filosofía de la imaginación, con personas como Paracelso, Boehme y Blake, quizá deban buscarse en Oriente las enseñanzas más importantes y más completas; y quizá las doctrinas de la imaginación más elaboradas de todas son las del maestro sufí Ibn ′Arabi (1165-1240), y las de los maestros indotibetanos del Tantra budista (siglos VI a XIII). A pesar de sus considerables diferencias filosóficas y metafísicas, Ibn ′Arabi y el budismo tántrico han desarrollado doctrinas de la imaginación francamente parecidas. Lejos de considerarla como un mero poder ilusorio de la fantasía, se ve a la imaginación como un poder cósmico divino, el poder mismo creativo que se manifiesta en el universo. Y simultáneamente, la imaginación es un poder divino en el ser humano, el poder visionario del corazón, y el receptáculo, el «Templo», de la Presencia divina en el hombre.
Tanto la tradición sufí como la del budismo tántrico han sido siempre conscientes de la naturaleza dual de la imaginación, pues ambas tradiciones giran alrededor de una Realidad Absoluta, absolutamente desprovista de imagen, inefable, inconcebible e inabarcable por cualquier imaginación. Por una parte, la imaginación es un velo engañoso, que recubre y oculta la Unicidad perfecta de la Esencia divina (lāhut), de la Nada (śūnyatā). Por otro lado, sin embargo, la imaginación es también el medio por el que se manifiesta y se revela esta Realidad Absoluta desprovista de imagen. En su aspecto positivo y divino, la imaginación es el órgano de la creación, el poder cosmogónico por el cual lo Uno se proyecta y emana el universo de las formas y la multiplicidad.

Todo lo que ocurre en el macrocosmos del universo y en la emanación imaginal del mundo creado tiene su reflejo y su contrapartida en el microcosmos del ser humano. El hombre contiene en sí un espejo tanto de la Realidad Absoluta como del cosmos relativo; y tienen su reflejo en el alma humana, tanto la imaginación creativa divina, como la imaginación engañosa y negativa. En las tradiciones sufíes, como lo expresaron Avicena, Sohrawardi e Ibn ′Arabi, se cree que la imaginación tiene dos lados o «caras»; del mismo modo que el alma, la imaginación está situada como intermediario entre el mundo divino y el mundo físico, y puede dirigirse tanto hacia arriba como hacia abajo. Cuando se vuelve hacia la tierra y el ego humano ordinario, la imaginación se transforma negativamente hasta convertirse en «fantasía» humana egoísta. No es entonces más que la facultad ficticia y engañosa de la cabeza o de la mente. Sin embargo, cuando se vuelve hacia el cielo y el reino de las imágenes de lo Divino, puede transformarse positivamente para participar en la imaginación divina del mismo Dios. Es entonces el poder visionario del corazón —el lugar de las teofanías divinas y de las revelaciones.
En la psicología budista tántrica se considera a la imaginación como una de las causas principales del engaño humano y del apego al mundo, pero al mismo tiempo como un vehículo básico para su salvación. De hecho, nuestro sufrimiento y nuestros conceptos autodestructivos del ego y del universo son en gran medida producto de nuestro propio engaño y de nuestra fantasía. Pero al mismo tiempo, la imaginación es un poder que puede ser hábilmente redirigido, canalizado e incluso usado como método. Si el yogui puede alejar su imaginación engañosa de su ego y del mundo ilusorio, puede transmutarla en una fuerza liberadora de meditación y de visualización creativa. En lugar de usar la imaginación para crear la ilusión del mundo fenoménico y del ser finito, puede usarla para des-crear o deshacer esas ilusiones y para retornar a la Realidad sin imagen.

En su aspecto transcendente y divino, la imaginación se sitúa en el centro más profundo, en el núcleo, del ser humano. Se identifica con el órgano espiritual del corazón, no el órgano físico que la medicina moderna llama «corazón» sino el órgano central del ser humano total —cuerpo, alma y espíritu—, su raíz más interior y profunda. El corazón como órgano espiritual es ciertamente una de las enseñanzas más universales y más centrales en todas las tradiciones religiosas del mundo. Tanto en los Vedas, como en las tradiciones abrahámicas, o en las religiones chamanísticas arcaicas, el corazón se concibe como una facultad sutil de visión interior y de gnosis. Se experimenta con frecuencia al corazón como el «ojo» espiritual a través del cual el alma percibe la luz de Dios y por el que Dios ve, penetra e ilumina el alma. Es el poder de la unión visionaria con lo Divino.

El corazón es esencialmente un órgano de conocimiento y de gnosis; sin embargo, en aquellas tradiciones que acentúan el poder de la imaginación, el corazón puede ser también un órgano para la visión creativa, imaginal, un poder de revelación imaginal. Como facultad de la intuición espiritual, el corazón se relaciona con el poder de la experiencia creativa, mediante la cual el alma «imagina» la forma de Dios, o mejor dicho, el lugar en el que Dios se revela al alma bajo una forma imaginal, epifánica. Así, en la tradición sufí de Ibn ′Arabi, el corazón (qalb) es el órgano del hemma, del poder visionario creativo.

El corazón se convierte entonces en «Templo» de la Presencia divina, el tabernáculo de la Forma divina, que Ibn ′Arabi compara incluso con la sagrada Kaaba, «la casa más noble en el hombre de fe» (al-Fotuhāt III, 250,24).[1] Se transforma en «Templo místico de la Imaginación», el receptáculo perfecto de la Imagen divina, en el sentido más profundo del hadith qodsi: «Mi cielo y mi tierra no Me abarcan, pero sí Me abarca el corazón de mi siervo».

La enseñanza de que el corazón es el órgano tanto de la gnosis intelectiva como de la visión imaginal, es bien conocida igualmente en las tradiciones indo-tibetanas desde sus comienzos más remotos. Desde los tiempos de los rsis védicos con su visión poética, siguiendo con las tradiciones de los Upanishad y del yoga, hasta las religiones clásicas hinduista y budista, los sabios indo-tibetanos han experimentado el corazón (hrdaya) como facultad de la percepción divina, creativa, como «el órgano con el que se puede ver lo que está vedado al ojo físico» (Gonda 1963, p. 276). Fueron conscientes del poder, originado en el corazón, del pratibhā, que es al mismo tiempo un poder de visión divina, de inspiración poética y de imaginación creativa.

Nadie ha desarrollado más completamente el poder de la visión imaginal que las tradiciones tántricas indo-tibetanas, como por ejemplo las escuelas del Vajrayāna. En ellas, la ciencia del corazón da origen a un sistema preciso de meditación, a un uso de este órgano sutil para la transformación entre niveles de existencia. Como el propio reino de lo Imaginal, el corazón es el centro (chakra) psico-físico y espiritual que se sitúa en un punto intermedio entre la cabeza y los genitales, entre la mente y el cuerpo. Participa de, sintetiza e incluso transciende en cierto sentido ambos polos, la cabeza y el cuerpo; es el lugar de una «encarnación» visionaria de realidades transcendentes e invisibles, bajo formas visibles.

Los maestros Vajrayāna, al igual que Ibn ′Arabi, comparan también el corazón con un «templo» o «altar» en el que se manifiestan las visiones divinas y las deidades. «Contiene el altar del fuego del sacrificio, cuya llama sagrada transforma y purifica, funde e integra los elementos de nuestra personalidad» (Govinda 1960, p. 183). Sobre este altar, en este templo, o «palacio», descienden las deidades y los poderes divinos, que se realizan finalmente en la consciencia misma del individuo. En el espacio del corazón, lo Absoluto y lo relativo, la vacuidad y la existencia samsárica, se encuentran y se reúnen, en un mundo intermedio imaginal de poder creativo y de libertad.
El ojo del corazón, como lugar de las teofanías divinas, tiene el poder de transformar al hombre y al cosmos en una visión ideal, imaginal. Cuando la Imaginación divina se revela dentro del hombre, transmuta el cuerpo humano, la consciencia y el mundo fenoménico en una teofanía mágica; o más bien, transporta al hombre al reino de lo imaginal. Allí, en el plano de la Imaginación divina, el hombre se confronta, se realiza y se reunifica con su propio Ser ideal, su Ego celestial o Persona imaginal, como ha sido siempre en la mente de Dios, o en la consciencia de la Vacuidad.

Ibn ′Arabi tuvo muchas de estas visiones imaginales y de estas revelaciones a lo largo de su vida, y en ellas el cosmos se abría para revelar su forma ideal en la Imaginación divina;[2] sin embargo, quizá la más grande de ellas fue la famosa visión que tuvo ante la Kaaba, en el año 598/1201. Después de recibir la orden divina de viajar a Oriente, el sheij hizo la peregrinación a la Meca y comenzó las circunvalaciones rituales de la sagrada Kaaba. Y ahí, en el lugar más sagrado del mundo musulmán, en el que es realmente el centro simbólico del cosmos, el sheij se encontró con un mensajero divino, un Ángel de Dios —una «Joven evanescente» de belleza y sabiduría destacables. De hecho, este Ángel, esta Joven, podría asociarse con el Espíritu Santo (ruh al-qods) o con el mismo arcángel Gabriel (Corbin 1969, p. 277). Si bien, finalmente, este personaje visionario no es otro que el propio guía espiritual y compañero del sheij, su «homólogo» transcendental en el reino de la imaginación. La Joven le dice: «Contempla el secreto del Templo antes de que se desvanezca; verás qué satisfacción le produce aquellos que giran procesionalmente alrededor de sus piedras» (al-Fotuhāt I.47). Y el sheij continúa su relato del encuentro místico con el Ángel:

Le dije: «Fíjate en aquél que aspira a vivir en tu compañía y... a disfrutar de tu amistad». Por toda respuesta me dio a entender con un signo y con un enigma que siempre, sin excepción, se comunicaba con símbolos. «Cuando hayas aprendido, experimentado y entendido mi discurso con símbolos, sabrás que uno no los percibe como se percibe la elocuencia de los oradores...». Le dije: «... Enséñame tu vocabulario, iníciame en la clave que abre tus secretos, pues me gustaría hacer un pacto contigo» (Ibíd., p. 384).

El sheij describe así una iniciación esotérica realizada por un maestro o guía angélico. Se trata de una visión arquetípica, que tiene lugar con símbolos y velos, pero que son formas universales —pues ocurre en el plano imaginal. Todos los símbolos de esta visión son arquetípicos por naturaleza: la piedra negra y el templo de la Kaaba, las circunvalaciones rituales, el guía espiritual, el conocimiento iniciático. Tomados como un todo, estos símbolos forman el dibujo de un mandala —esto es, una matriz centrada, circular, de experiencia visionaria y de sabiduría.

Como tal, toda esta secuencia visionaria tiene muchos paralelismos llamativos con los diagramas mandala de los budistas tántricos. El mandala tántrico es básicamente un diagrama circular y simbólico utilizado en el proceso de visualización meditativa y de imaginación creativa; puede estar dibujado en el suelo con arenas de colores, pintado en una tela como herramienta de meditación, o puede generarse mentalmente, mediante el poder de la imaginación. Pero en cualquier caso, el mandala se basa en el arquetipo del Templo, un recinto central al que las deidades descienden y que el yogui «circunvala» imaginalmente. El mandala se utiliza ante todo en el proceso iniciático: es tanto un laberinto, a través del cual el iniciado debe viajar para alcanzar la sabiduría, como un altar secreto, sobre el que se une con la Divinidad. Y, como se ve, por ejemplo, en el mandala clásico de los cinco Dhyāni-Budas, se trata también de una matriz imaginal, de una figura visionaria diseñada para transformar y transmutar al propio buscador. Los Dhyāni-Budas son las cinco deidades fundamentales de la sabiduría y de la meditación: Aksobhya, Ratnasambhava, Amitābha, Amoghasiddhi y Vairocana; se sitúan en el este, el sur, el oeste, el norte y el centro del mandala, y representan la totalidad del espacio y la propia consciencia. Conforman una jerarquía de cinco niveles tanto en el macrocosmos del universo como en el microcosmos humano. El iniciado tántrico debe recorrer los cinco niveles de la sabiduría hasta alcanzar el corazón más íntimo de la existencia, y de su propio ser.

El lugar de toda «teofanía» imaginal, y de toda transformación del hombre, es siempre el «Centro del mundo» simbólico, el corazón de toda realidad. Es el «Templo», el altar, donde lo Divino se manifestará bajo una forma visible y tangible. En el macrocosmos, este Centro puede ser una estructura física, la piedra negra de la Kaaba, un stūpa, o una montaña sagrada; pero en el microcosmos, es siempre el mismo, lo más íntimo del corazón del propio ser humano. Esta realidad es bastante explícita en la visión de Ibn ′Arabi: para su ojo místico, la Kaaba, es a la vez el lugar del «Polo», orientación celestial y eje vertical de la creación, y la Kaaba de su propio corazón. En el primer caso, cósmicamente, es el eje o punto de encuentro entre el hombre y Dios, el lugar de las visiones. Cuando el sheij hace sus circunvalaciones rituales alrededor de la Kaaba, está por tanto haciendo un viaje en el plano de la imaginación; está circulando alrededor del Centro del mundo, en el reino de las imágenes arquetípicas. Se trata de un giro celestial alrededor del Sol divino, su viaje espiral hacia lo interior y su Búsqueda del Amado.

En su significado más profundo este Templo no es pues sólo el Centro y el corazón del cosmos, sino finalmente el corazón más íntimo del propio ser humano —esto es, el Templo del corazón fiel, del que se dice: «él solo puede albergar al Señor». Como dice la Joven mística al sheij: «El Templo que Me incluye es tu corazón» (al-Fotuhāt I. 50); pues «el “Templo” es el escenario de la teofanía, el corazón donde se representa el diálogo entre el enamorado y el Amado, y por ello este diálogo es la Oración de Dios» (Corbin 1969, p. 281). El Templo del corazón es finalmente el “espejo” puro y vacío del Hombre en el que Dios se revela Él a Sí mismo por toda la eternidad.

El sheij, en su visión imaginal, gira en torno y hacia el Dios que habita en su propio corazón; éste es un viaje dentro de sí mismo, hacia la Divinidad inmanente, una peregrinación por el microcosmos. Como apunta Corbin, es muy significativo que el sheij circunvale la Kaaba «siete veces, los siete Atributos divinos de la perfección de los cuales se reviste sucesivamente el místico» (Ibíd.). Pues el siete es, de hecho, el número tradicional de los latā′ef místicos, los centros del cuerpo espiritual, descritos por muchos maestros sufíes. Aunque Ibn ′Arabi no habla aquí de los latā′ef, es probable, como lo sugiere Corbin, que aluda a su significado místico en esta circunvalación de siete vueltas. Según lo explicaron maestros como Naŷmo′d-Din Kobrā (m. 1220) y ′Alā′o′d-Dolah Semnāni (m. 1336), los latā′ef son centros psico-espirituales, y son los lugares de los niveles del microcosmos por los que se eleva el hombre. En este retorno a Dios, el buscador debe pasar a través de estas siete etapas, creciendo verticalmente a través del cuerpo sutil (qālabiya), el alma vital (nafsiya), el corazón (qalbiya), la superconsciencia (serriya), el espíritu (ruhiya), el “arcano” (jafiya) y el centro del Yo verdadero (haqqiya) (Corbin 1971, p. 221).[3]

Por tanto, cuando Ibn ′Arabi realiza su viaje imaginal girando siete veces alrededor del Templo, está viajando hacia el interior, cruzando la jerarquía de siete niveles del propio microcosmos humano. Según gira el sheij alrededor del Templo del corazón, va pasando a la vez a través de los órganos del cuerpo sutil, y realiza el poder y la sabiduría asociados con cada uno de ellos. Éstas son las etapas sucesivas en el viaje hacia el Dios inmanente, los pasos que llevan hasta la entrada del corazón y hasta el Bienamado.

En el mandala budista de los Dyāni-Budas, ambos aspectos del Templo, cósmico y microcósmico, se hacen quizá incluso más explícitos. Este diagrama, como todos los mandala tántricos, se basa en el diseño de los cinco legendarios stūpa, los túmulos relicarios de la antigua tradición budista. Y se basa, más allá incluso, en el antiguo diseño del Templo indio. Su forma en el centro es cuadrada y forma el “palacio” o “residencia”, que «representa el típico templo indio de cuatro lados» (Snellgrove 1987, p. 198). Al igual que la Kaaba en el Islam, este templo es claramente el «Centro del mundo», esto es, el centro simbólico de los anillos circulares que representan el macrocosmos, y que lo rodean. En este sentido, los cinco Dyāni-Budas no sólo se asocian con las cinco direcciones del espacio horizontal, sino también con los cinco niveles primarios del espacio vertical, esto es, con la jerarquía cósmica; constituída ésta por los cinco elementos básicos: tierra, agua, fuego, aire y éter, que se representan simbólicamente como un stūpa cósmico de cinco niveles, compuesto de un cuadrado, un círculo, un triángulo, un medio círculo, y una llama. Por tanto, visualizar el mandala en la meditación significa introducir un arquetipo imaginal del cosmos en su globalidad.

Como Ibn ′Arabi, el yogui tántrico tiene que «circunvalar» el templo interior del mandala (si bien aquí, este movimiento circular tiene lugar enteramente en la meditación y en la visualización, tan sólo «en lo imaginal»). El yogui debe visualizar la residencia, las deidades y los poderes de su propio mandala, y debe viajar, usando la imaginación meditativa, alrededor y a través de este paisaje interior. En el mandala de los Dyāni-Budas, se trata de realizar un trayecto imaginal alrededor de los cuatro puntos del círculo exterior, que se corresponden con las cuatro direcciones del espacio, y finalmente un viaje interior hacia el centro del dibujo. Es por lo tanto una circunvalación meditativa que lleva al discípulo hacia y a través de cada una de las cinco Deidades y del poder asociado con ellas. Empezando por el este, con la figura azul de Absobhya, el iniciado se mueve en su imaginación en el sentido de las agujas del reloj alrededor del diagrama. Cruza progresivamente los reinos de Ratnasambhava, Amitabha, Amoghasiddhi, y finalmente se dirige hacia el mismo centro, el de la Deidad Vairocana. Y en esas etapas, afronta y realiza el color, el elemento, la facultad de consciencia y la sabiduría asociados específicamente con cada una de ellas. Su viaje es un viaje a través del macrocosmos en su globalidad, por las cuatro direcciones del espacio hacia la montaña central Meru, y por todos los diversos elementos y poderes del universo.

El cuerpo humano mismo puede percibirse, con el ojo del corazón, en otro plano de existencia, en el reino de la imaginación, en su forma imaginal ideal. Se convierte entonces en cuerpo sutil luminoso y mágico, con su propia «fisiología» espiritual. Este cuerpo contiene cinco (o siete) centros de energía psico-física, los chakras, que se sitúan en los genitales, el vientre, el corazón, la garganta y el cerebro; en sánscrito, se llaman mulādhāra, manipura, anāhata, visuddha y sahasrāra (cf. Govinda 1960, p. 178ss).[4] Como Corbin, entre otros,[5] ha apuntado, hay muchas analogías entre el sistema de chakras indio y los latā′ef de los sufíes; ambos se basan en una visión imaginal del cuerpo humano en su estado arquetípico, tal como lo percibe el ojo del corazón.

La visión del Templo imaginal o del mandala, la matriz de la imaginación, es esencialmente una iniciación a un nivel superior de conocimiento y de existencia. Se trata de una introducción esotérica en un plano diferente de existencia, y en una sabiduría y una realización ocultas en el corazón del discípulo. Como tal, esta visión imaginal debe contar con un guía, con un maestro espiritual, un ser con un conocimiento superior capaz de dirigir al iniciado hacia los misterios de lo imaginal. Para Ibn ′Arabi en su visión, el guía es el Ángel, la Joven evanescente, que se le aparece desde la piedra negra de la Kaaba. En este personaje está contenido el secreto del templo del corazón; pues es al mismo tiempo el Maestro celestial, el Guía espiritual, de Ibn ′Arabi y su propio homólogo más íntimo, el Ser, dentro de su corazón.

Sin embargo, y exactamente del mismo modo en que el templo externo físico de la Kaaba es a la vez el Templo interior espiritual del corazón, así también el Guía celestial trascendente es a la vez el Guía inmanente del verdadero Ser del sheij. Ibn ′Arabi fue llevado tanto “hacia arriba” —hasta el mundo imaginal— como “hacia abajo” —hasta el centro más íntimo de la Kaaba mística en el corazón. Ahí se encuentra la imagen de Dios bajo forma humana: pero este personaje es al mismo tiempo la imagen del hombre en su Forma divina, esto es, el Hombre universal, espejo y reflejo de Dios. Se trata del compañero eterno del alma humana, su arquetipo divino, y en última instancia su verdadera naturaleza. De acuerdo con los grandes sufíes, como Semnāni, Sohrawardi y el propio Ibn ′Arabi, este Maestro espiritual, al igual que Jezr o que la Joven evanescente, es en realidad el «Jezr de tu ser», el centro verdadero del microcosmos humano.

Este Guía es en definitiva el mismo homólogo celestial del alma, esto es, el Ser, el Espíritu que constituye la naturaleza verdadera del Hombre. Se trata de su «alter Ego», su «Yo celestial», su «Naturaleza perfecta» (Corbin 1978, p. 8); y por último, este Guía está incluso relacionado con el mismo «Ángel arquetípico de la humanidad (al que se identifica con el Espíritu Santo, con el arcángel Gabriel de la Revelación coránica, o con la Inteligencia activa de los filósofos seguidores de Avicena)» (Ibíd. p. 16). En este Guía celestial, el buscador encuentra su propio espejo y su imagen ideal, el verdadero arquetipo y el modelo de su ser, con el que debe estar unido e identificado. Bajo esa forma debe reconocer la Forma teofánica de Dios, la Forma imaginal que es a la vez la Imagen exterior de la Divinidad y la Esencia interior del hombre.

Este personaje del guía, del gurú, del maestro, tanto en la tradición del budismo tántrico como en todas las tradiciones yóguicas de la India, es fundamental para cualquier desarrollo espiritual verdadero. Y en el mandala de los cinco Dyāni-Budas, el gurú asume un papel muy similar al que asume el guía espiritual de Ibn ′Arabi. Todas las escuelas budistas coinciden en la necesidad de un gurú, o de un lama, para la dirección y la iniciación esotérica en el camino a la iluminación e insisten sobre la «absoluta necesidad de una devoción total hacia aquel al que uno elige como profesor o maestro» (Snellgrove 1987, p. 176). Para el discípulo, el gurú es la encarnación y la manifestación de esa sabiduría, esa Divinidad o ese poder cósmico representado por el mandala. Él es la imagen de ese dios, o de esa fuerza, y de su gnosis que es el sujeto de la iniciación al mandala.

Existe, sin embargo, también una relación más honda y más profunda entre el gurú tántrico y su discípulo. Hay, incluso, una identidad íntima entre ambos, una unidad esotérica entre maestro e iniciado, y en último término, entre la Divinidad y la humanidad. El discípulo debe abandonarse completamente en las manos del gurú —hasta el punto de prestarse a que el gurú le moldee, actúe a través de él, y llegue finalmente a estar totalmente identificado con él.

Gradualmente, a medida que el gurú va conformando al discípulo, y que éste va progresando hacia la perfección yóguica, maestro y discípulo acaban por estar identificados, como el espejo y la imagen. Al igual que Ibn ′Arabi con su guía espiritual, el iniciado y su maestro se corresponden el uno con el otro, el buscador con su «Naturaleza verdadera», o el yogui con su Homólogo divino, con su Forma deificada. En este sentido, el gurú representa esa verdadera Divinidad que reside en el interior del corazón del propio discípulo. No es más que la expresión externa de esa Divinidad, esa Esencia de diamante, que reside en el mandala interior, en el Templo del corazón. En palabras del poeta Saraha:

«Aquellos que no beben sin discutir la ambrosía de las instrucciones de su maestro, mueren de sed en el desierto de los múltiples tratados. Abandona el pensamiento y la cavilación y sé sólo como un niño. Sé devoto a las enseñanzas de tu maestro y lo Innato se volverá manifiesto» (Snellgrove 1987, p. 180).

Tanto para los sufíes como para los budistas, la visión imaginal y la iniciación requieren un tipo particular de “guía imaginal”, o sea, un maestro espiritual relacionado interiormente tanto con la Divinidad como con la verdadera naturaleza del discípulo. El maestro reviste, desde este punto de vista, una “forma imaginal” que sirve como puente entre niveles de realidad, entre el Cielo y la Tierra, entre el nirvāna y el samsāra; se trata de la unificación de Dios con el hombre en el plano de la Imaginación.

En el Templo del corazón, el Ser Divino y el alma humana se encuentran y se reunifican, como la conjunción de la Imagen con el espejo, de la Forma divina con su reflejo en el hombre. La Imagen teofánica de Dios, en la visión de Ibn ′Arabi, aparece desde la piedra negra de la Kaaba, le habla, y le invita con señas a penetrar en los misterios del templo. Le llama a la unión mística entre el hombre y Dios, que sólo puede ocurrir dentro de lo más íntimo del santuario del corazón. Aquí, todo lo que es meramente humano e individual en el hombre debe ser destruido y barrido; todo lo que es meramente “ego” y ser finito debe morir en el anonadamiento (fanā’), de forma que la Imagen divina y el reflejo del Ser divino puedan permanecer en la subsistencia (baqā’). El ser humano debe ser retornado a su estado original como espejo puro y vacío de Dios, a su prístina claridad como Hombre universal (al-ensāno′l-kāmel), que no es otra cosa que el reflejo y la manifestación del Amado a Sí mismo.

«Es como la luz que se proyecta a través de la sombra, una sombra que no es otra cosa que la pantalla [para la luz] y que es luminosa por su propia transparencia. Así también es el hombre que ha realizado la Verdad; en él, la forma de la Verdad, surat al-haqq [la Imagen divina], ... se manifiesta directamente... Pues están entre nosotros aquellos para quienes Dios es su oído, su vista, sus facultades y sus órganos...» (Fosus al-hikam; Nasr 1976, p. 115).

El corazón del hombre se convierte entonces en el espejo puro y vacío en el que Dios se manifiesta a Sí mismo; es el Templo en el que Dios se “imagina” a Sí mismo, proyectando su propia Imagen dentro del alma humana, y admirando el reflejo que vuelve otra vez hacia Él. Pues Él es tanto “El que contempla” como “El contemplado”, “El que imagina” y la “Imagen”. En la forma imaginal del ángel en el corazón, el hombre y Dios se reúnen por el poder de intermediación de las imágenes; «Dios es el espejo en el que te ves a ti mismo, y tú eres Su espejo, en el que Él contempla sus Nombres y los principios de éstos» (Fosus; Nasr 1976, p. 116).

Aunque el budismo es, por supuesto, muy diferente teológicamente del sufismo, y si bien los budistas niegan la existencia de una única Deidad personal y absoluta, el proceso de unión y de divinización en el mandala del budismo tántrico es asombrosamente similar. El mandala de los Dhyāni-Budas también implica una identificación con la Deidad que habita en el Templo central del dibujo; y también en él se alcanza esa identidad mediante el poder de la imaginación. A medida que el yogui viaja, en la meditación imaginal, alrededor del diagrama del mandala, y conforme se aproxima y penetra en el palacio más interior del dibujo, debe conseguir una unión esotérica con la Forma divina que se halla en el interior. Sin embargo, esa unión requiere que el iniciado se vacíe primero y transcienda su ego ordinario, su ser finito y su consciencia. De modo que a cualquier “yoga de deidad” —por ejemplo, una meditación sobre una divinidad y la unión con ella— le precede un “yoga de vacuidad” —meditación sobre la naturaleza vacía del mundo ordinario y del ego. De acuerdo con Tsongka′pa:

«Al contemplar la “apariencia especial” de la residencia formada por la mansión divina y sus residentes... uno anula las apariencias ordinarias... al contemplar pensando con certidumbre “yo soy Aksobhya”, etc... uno anula su ego ordinario... la contemplación del Ego del mandala [es] un antídoto para el ego ordinario de uno mismo...» (Beyer 1973, p. 77).

Entonces, una vez que se da cuenta de la vacuidad del ser ordinario, el yogui renace en el Ser imaginal de la Deidad, en el Cuerpo mágico puro de Vajrasattva. Deja entonces de actuar desde el egoísmo y el deseo, y lo hace desde la Sabiduría divina y la Compasión de la Nada: «El yoga de deidad implica pues que la mente se dé cuenta de la Vacuidad... para aparecer como una deidad, por compasión, para ayudar a los demás» (Hopkins 1985, p. 162). Esta Forma imaginal es la Naturaleza verdadera del yogui, la fusión real de la Vacuidad y de la Consciencia luminosa en el espacio del corazón, que es la esencia de la Realidad absoluta. Y se trata de un intermediario imaginal, de un puente entre lo Absoluto y el mundo, nirvāna y samsāra, que permite al yogui actuar desde la compasión y la Sabiduría del corazón, incluso en el reino ilusorio de māyā.

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Por supuesto, las enseñanzas sobre la imaginación y sobre el corazón en las tradiciones sufí y tántrica son mucho más amplias de lo que se puede tratar en el breve marco de un artículo; tan sólo esperamos haber perfilado las principales doctrinas, y haber mostrado algunas de las semejanzas más destacadas. Podemos en cualquier caso, incluso con esta corta discusión, ver como la imaginación tiene una transcendencia mucho más profunda y universal de la que se le reconoce generalmente en nuestros días en Occidente. La imaginación es un poder objetivo y muy real, que transciende ampliamente las facultades ordinarias subjetivas y humanas de la fantasía y del sueño; es más real, de hecho, que el propio mundo físico ordinario, pues se relaciona con un plano ontológico más elevado de existencia. En último término, la imaginación en el sufismo y en el budismo tántrico representa una prueba convincente de la “unidad transcendente de las religiones” como lo proclaman grandes místicos como Ŷalālo′d-Din Rumi y William Blake; pues estas dos tradiciones religiosas son la expresión, en palabras de Hallāŷ, de «un principio único con numerosas ramificaciones». Quizá reflexionando sobre las enseñanzas del corazón en estas dos tradiciones, se le podría recordar al hombre occidental la naturaleza y la condición verdaderas del mundo creado que le rodea; y podría entonces darse cuenta de que el universo no es un mero conjunto físico de hechos empíricos cuantificables, ni el ser humano tan sólo un cerebro racional en un amasijo físico de carne y sangre. Este universo es más bien un producto mágico de la Imaginación divina, una ilusión asombrosa que emana de la gran Mente; y el poder de penetrar y de transcender esta ilusión se halla en el ser humano —no en las fantasías huecas ni en las abstracciones racionales del cerebro, sino en la libertad creativa y en la visión imaginal del corazón.



Referencias


Beyer, S. (1973). The Cult of Tārā, Berkeley: The University of California Press.
 Chittick, W. C. (1989). The Sufi Path of Knowledge. Albany: State University of New York Press.
 Corbin, H. (1969). Creative Imagination in the Sufism of Ibn ‘Arabi. Princeton: Princeton University Press.
 Corbin, H. (1978). The Man of Light in Iranian Sufism. Boulder: Shambhala.
 Corbin, H. (1987). “The Theory of Visionary Knowledge in Islamic Philosophy”. Temenos, vol. 8. Londres.
 Dasgupta, S. B. (1974) An Introduction to Tantric Buddhism. Berkeley: Shambhala.
 Eliade, M. (1973). Yoga: Immortality and Freedom. Princeton University Press.
 Gonda, J. (1963). Vision of the Vedic Poets. La Haya: Mouton.
 Govinda, A. (1960). Foundations of Tibetan Mysticism. Nueva York: E. P. Dutton & Co.
 Hopkins, J. (1987). The Tantric Distinction. Londres: Wisdom Publications.
 Nasr, S. H. (1976). Three Muslim Sages. Delmar: Caravan Books.
 Snellgrove, D. (1987). Indo-Tibetan Buddhism. Boston: Shambhala.


[1]. A no ser que se indique lo contrario, todas las citas de al-Fotuhāt son de las traducciones de Chittick.
[2]. Véase Nasr (1976), pp. 93-95; Corbin (1696), pp. 104ss.
[3]. Hay algunas variaciones según los diferentes autores sufíes sobre los nombres, el número y las características de los latifa; seguimos aquí el sistema de Semnāni, que varía algo respecto del de Naŷmo`d-Din Rāzi y del de otros. Para una descripción de los diferentes sistemas, véase Corbin 1971.
[4]. Por mor de simplicidad, usaremos en este artículo los nombres de los chakras hindúes. El sistema de chakras budista varía algo respecto del hindú; sin embargo, como existe algún desacuerdo entre los budistas sobre las localizaciones y los nombres de los chakras, es preferible en general seguir las descripciones hindúes, más uniformes y mejor conocidas. Los budistas suelen identificar los chakras con los diversos cuerpos (kāyas) del Buda: véase Dasgupta 1974, p. 67ss.
[5]. Véase Eliade (1973), p. 216ss.


Fuente: Hugh Urban