Introducción
Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para creer en historias fantásticas que muchas personas poseen en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a un fogón —en cualquier noche de invierno o de verano— para advertir cómo, inexorablemente, la conversación deriva hacia temas que meten miedo y que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de distintas especies.
En circunstancias como ésas, el viento deja de ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando presencias no expuestas que alimentan la sugestión y agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se ve alterado, y acontecimientos del pasado personal —mal definidos por la memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas relaciones, antes no tenidas en cuenta.
La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio que ha logrado mantenerse en buenos términos durante siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando así una abundante literatura que, aún hoy, sigue publicándose con gran éxito editorial.
Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico, escéptico o crédulo.
La creencia en la existencia de fantasmas es un hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las sociedades de la Tierra. Leyendas, cuentos populares, rumores y folklore referidos a ellos, testimonian —directa o indirectamente— el interés que los hombres tienen respecto de lo que sucede más allá de la muerte; al tiempo que explicitan la propensión de una época determinada a seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular, en consonancia con las demandas de una situación concreta.
Occidente ha tenido con las muy variadas entidades intangibles de su imaginario una relación que se advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de su historia; y múltiples han sido los factores que se conjugaron para que los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los fantasmas —así cómo la conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e históricamente determinada.
Este breve ensayo se propone una primera y provisional zambullida al universo de fantasías, temores y esperanzas que condicionaron el contacto del hombre occidental con sus miedos y dudas internas. A través del devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la cultura occidental, intentaremos describir cómo la estructura construida de la realidad se vio alterada en determinados momentos, viendo de qué manera los paradigmas y hábitos psíquicos de cada época condicionaron las explicaciones que se daban de las apariciones espectrales de leyendas y rumores.
Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la historia del fantasma occidental es singular es singular en un aspecto: el haber estado ligada al proceso de individuación, tan propio de nuestras sociedades.
Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un ángulo original, cómo hemos elaborado en los últimos quinientos años nuestra identidad, nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se entretejieron variables culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión antropocéntrica que ha hecho de Occidente lo que hoy es.
Definir qué es un fantasma depende del espacio y del tiempo. Depende del lugar que cada persona se adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los senderos —ya exitosamente transitados— de otras historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de la lectura. Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de los sistemas de valores y sus cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva secularización y un olvido de los deberes y normas trascendentes, para centrarse únicamente en la condición inmanente del ser humano).
En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los problemas existenciales propios de una sociedad impregnada del más hondo materialismo. El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo tiempo.
El discurso histórico sobre las apariciones —en ocasiones controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores particulares— revela una suerte de actitud imperialista que tornó a la imagen tradicional del fantasma en un producto de exportación a distintas partes del mundo; modificando imaginarios no europeos y creando una falsa idea de homogeneidad planetaria en la creencia.
La actitud aculturadora de Europa, tan pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y continentes lejanos, alteró muchas estructuras fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus comportamientos, caracteres y status.
Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones sociales muy caras del universo burgués (en especial del siglo XIX), tales como: la familia, el amor, la muerte romántica, el secreto y el individualismo.
Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo— denuncian insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas.
De lo Maravilloso a lo Sobrenatural.
Los Fantasmas y el Racionalismo en Occidente.
Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el carácter fronterizo de lo maravilloso durante la Edad Media, sostuvo claramente que dicha frontera poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose dichos fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo aún no regulado por la leyes de la física y los prodigios se añadían al mundo real sin atentar contra él, ni destruir su coherencia.
Hadas, dragones, monstruos y duendes penetraban el mundo natural sin conflictos, sorpresa o misterio[1][1]. El concepto de “lo imposible” carecía de sentido[2][2] y “lo maravilloso” no espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna regla sólidamente establecida. “Lo maravilloso —dice Le Goff— era una categoría del universo”[3][3].
Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían, del ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o mala suerte —individual y colectiva— se hallaba regulada, de una forma imposible de conocer, por fuerzas y energías que trascendían el mero plano material en el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas diarias. Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba —como hoy— absolutamente definida:
“El pasado no estaba muerto, en cualquier momento podía hacer irrupción, amenazador, en el interior del presente. En la mentalidad colectiva, con frecuencia, la vida y la muerte no aparecían separadas por un corte nítido” [4][4].
“La vida se prolongaba después de la muerte, y los muertos estaban siempre presentes, sobre todo durante las ceremonias en que se asociaban con los vivos” [5][5].
Desde el Renacimiento (siglos XV-XVI), y de manera paralela a la creencia en la realidad de un mundo maravilloso y mal comprendido, se empezó a perfilar, gradualmente, un cambio actitudinal y mental que derivaría, después de doscientos años, en el movimiento iluminista (siglo XIII). A lo largo de aquel período, el devenir de Occidente fue adoptando un sentido de “lo natural” distinto al que había tenido vigencia durante la etapa medieval y el primer Renacimiento. La voluntad de poder y la dimensión utilitaria —que por aquel entonces la burguesía empezaba a imponer con fuerza— configuraron un contexto mental en el que la acción sobre el mundo (con el claro intento de dominarlo) procuraron la gradual y lenta tendencia a nuevos valores y emociones. La experiencia, la comprobación empírica, el ver y racionalizar el mundo, empezaron a levantar una barrera entre lo visible y lo invisible, inexistente hasta entonces.
Lo animado se diferenció de lo inanimado, y los prodigios —entre ellos los fantasmas— empezaron a quebrantar la estabilidad de un universo que procuraba ser controlado por leyes tenidas desde entonces por inmutables. El sentido de “lo imposible” tomó su forma original y con él, el status de las maravillas se vio transformado. La antigua convivencia con los espectros (que nunca dejaron de inquietar un poco) se alteró y “lo sobrenatural” apareció como una fractura a la coherencia, sorprendiendo y aterrorizando. Desde entonces, los fantasmas se transformaron en entidades perturbadoras. Al descomponerse la fluidez antes existente entre este mundo y el Más Allá, el terror hizo acto de presencia, ya que el contacto entre ambas realidades podía poner en riesgo la salud física, psíquica y moral de los hombres.
Pero esta nueva cosmovisión no se aceptó sin más. La reacción al cambio fue inmediata, y aquella frontera existente entre lo posible y lo imposible, siguió conservando cierta movilidad. Lejos de estar firmemente establecida, su indefinición no sólo trajo aparejada la inquietud, sino una nueva sensación: la vacilación[6][6].
Con las historias de fantasmas, aquello considerado ficcional ocupaba un lugar concreto en lo cotidiano, y esa usurpación del espacio por lo inmaterial empezó a ser uno de los terrores más profundos que surgían de ese tipo de relatos. Como señaló Gillian Beer:
En esta lucha entre cosmovisiones rivales que coexistían, donde la superstición —entendida como “exceso de credulidad”[8][8]— empezaba a soportar el embate del racionalismo, este último llevó al principio todas las de perder. De hecho, al ser los hundimientos cosmovisionales siempre parciales, fue factible que subsistieran vestigios irreductibles del pasado, oponiendo resistencia a la irrupción de elementos de interpretación no tradicionales. Recién en el siglo XVIII la duda metódica y el racionalismo cartesiano derogaron aquella visión del mundo en donde todo era posible, transplantándola al espacio de la literatura fantástica e impidiendo que entrara en contacto con una realidad que se pretendía más objetiva y materialista[9][9] .
Pero aún en plena Ilustración, muchos intelectuales de relieve, y peso en la construcción del imaginario colectivo, seguían dispuestos a creer en episodios imposibles. Como ha escrito Christian Delacampagne, “los sabios de la época (siglo XVIII) no eran racionalistas, intentaban serlo”[10][10].
Así, pues, la Historia Natural de los siglos XVII y XVIII —sólo por dar un ejemplo— era sensible a toda clase de influencias extracientíficas, ya sean morales, religiosas o sobrenaturales. Por supuesto que no faltaron las desmitificaciones y los debates respecto de las apariciones. Además, mucha de la crítica se apuntó contra los charlatanes y sus ingenuas víctimas, deseosas por creer.
Se discutió sobre la existencia misma de los fantasmas, y no su naturaleza o capacidad de acción sobre el mundo material, tal como se había debatido durante la Edad Moderna. La erradicación del fantasma de la realidad, inició así su progresivo camino. De todos modos, tenemos que tener presente una verdad que dijeran el historiador francés Georges Duby, poco antes de morir:
“El miedo a lo invisible continúa profundamente arraigado en nuestras entrañas. A medida que se difunde el conocimiento científico vamos adquiriendo más y más conciencia de que hay cosas que no podemos conocer. Hay muchas enfermedades del alma que provienen precisamente de esta sensación de impotencia de los hombres ante su destino” [11][11] .
Impotencia, dudas, incertidumbre, incluso pesimismo. Sensaciones propias de un período de crisis e inestabilidad. Pero esto quizás no coincida con los aires ilustrados que inundaban los espíritus europeos durante el siglo XVIII, cuando la idea de Progreso, el triunfal optimismo en la técnica y en las capacidades intelectuales y morales del hombre, hicieron, de amplios sectores de la sociedad, fervientes creyentes en el poder omnímodo de la Razón.
Aún así, los fantasmas nunca dejaron de estar.
Entre los campesinos la vacilación era menor y, lejos de sostener una posición maniquea entre el bien y el mal, armonizaban ambas tendencias, concibiendo a los infinitos seres imaginarios que invadían su cotidianeidad como entes ambivalentes, partícipes de una relación de reciprocidad, compleja y ritualizada, que reglaba el contacto entre los vivos y los muertos. Sublimaban así la inquietud que les producía la muerte, exorcizando el miedo que les causaba el posible regreso de los muertos, con cientos de rituales diferentes.
No obstante el manifiesto contraste entre el mundo letrado y el iletrado, las nociones eruditas —condensadas a partir del siglo XVI en miles de libros, panfletos y almanaques, de amplia circulación por Europa— iniciaron un convincente proceso de divulgación de nuevos miedos, amenazas y peligros. Se catalogaron a miles de fantasmas, espectros, íncubos y súcubos, demonios menores y monstruos emisarios del Diablo. Se fantaseó con los conventículos de brujas (los tristemente famosos aquelarres) y se acentuó, en el imaginario colectivo, una geografía de la perdición en la que bosques, lagunas, valles, senderos o cerros, empezaron a individualizarse como lugares prohibidos, en donde lo peor podía ser posible.
Toda la estructura simbólica de la realidad se alteró, y el pánico nació ante la revelación de hechos, considerados desde entonces, imposibles.
En síntesis: el período comprendido entre los siglos XVI y XVIII presenció cómo se libraba el último gran esfuerzo del imaginario medieval por vencer y desterrar al mundo ideológico de la razón crítica, que pugnaba por imponerse desde los sectores intelectuales más influyentes. Aunque, como ya hemos dicho anteriormente, en esta lucha cosmovisional la fuerza de la tradición perdió menos adeptos de lo que podríamos suponer.
Por otro lado, la difusión de la palabra escrita contribuyó a que lo sobrenatural, y el mundo fantasmal a él asociado, se impusiera en amplios sectores sociales, encontrando en movimientos como la Reforma, la Contrarreforma, la neoescolástica y la Inquisición, de los siglos XVI y XVII, poderosos agentes de divulgación.
Según el historiador Brian Levack[13][13], la difusión de los textos de Demonología —entre 1570 y 1630 aproximadamente— coincidió con un exacerbado temor a las brujas y al Diablo. Todo aquello catalogado como increíble —pero que muchos rumores daban por cierto— fue adjudicado a Satanás y sus acólitos. A partir de entonces, el fantasma quedó asociado al Mal, a la culpa, la perdición y el pecado. La creencia en fantasmas careció de la autonomía que más tarde tendría, quedando ligada, directa e indirectamente, con el campo de estudio de la Demonología teórica y práctica.
Cuando la ciencia desplazó a la Teología y todas sus verdades reveladas, y el empirismo dieciochesco impuso a la experiencia como único criterio de verdad, la creencia en fantasmas pasó a ser objeto de estudio de disciplinas médicas, que describían y trataban de curar enfermedades mentales. De seres reales, los fantasmas pasaron a gozar de una existencia subjetiva propia de los enfermos alucinados, de los esquizofrénicos, histéricos y paranoicos.
Así, especialmente desde el siglo XIX, las interpretaciones dadas a la apariciones dejaron el ámbito de la demonología para ser transferidas al de la psiquiatría; y el temor a la locura substituyó al que se le tenía al Diablo.
El Positivismo, que destruía el misterio y desarticulaba al asombro, empezó a recibir una crítica muy profunda desde sectores que —si bien no aspiraban a regresar al oscurantismo de antaño— pretendían hacer uso de una ciencia con perspectivas más amplias, menos intolerante y soberbia; en otras palabras, deseaban tener un método híbrido que conjugara el conocimiento y el arte, el saber y la emoción. Como consecuencia, se impuso un viejo concepto para identificar a las disciplinas que e encargaban de estudiar a los fantasmas y sus manifestaciones: las Ciencias Ocultas[14][14].
Lo Oculto devino en moda y los nuevos chamanes del mundo industrial —los médium— inauguraron sus siempre discutibles —y lucrativos— intentos por resolver los misteriosos derroteros del alma después de la muerte. Pero los seguidores de Voltaire (los racionalistas a ultranza) no archivaron sus argumentos. Prosiguieron sus ataques contra lo que denominaban una “ignorancia manifiesta”, manteniendo tensa la cuerda del debate, hasta aproximadamente la década de 1930, que fue cuando el interés por los fantasmas se desinfló y las corrientes en pugna siguieron caminos paralelos, desoyéndose mutuamente e ignorando las respectivas evidencias que cada una daba.
La Ciencia Oficial —mecanicista, positivista, materialista— etiquetó el tema de los fantasmas como una “soberana tontería” y lo archivó.
Un diccionario enciclopédico, publicado en parís en 1891 —y de amplia difusión en las escuelas primarias a principios del siglo XX— define de la siguiente manera a los desprestigiados visitantes nocturnos de las tradiciones populares:
“Fantasma: m. Representación de una figura en ensueño o por debilidad de la imaginación. Espantajo para asustar a la gente sencilla”[15][15].
Por su parte, el Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana nos dice:
“Fantasmas [berceo; J. Ruiz, Nebr.], tomado de phantasma, y este del griego que significa aparición, espectro; otro derivado del mismo verbo: una variante vulgar de fantasma ha estado en uso desde el siglo XVI por lo menos, y hoy es usual entre toda la gente rústica de España y muchos puntos de América [...]”.
(Tomo II, Ed. Gredos, Madrid, 1954)
Debilidad, imaginación, gente sencilla y rústica o vulgo campesino, serán ideas que quedarán asociadas, indefectiblemente, a las apariciones espectrales. Desde entonces nadie admitió la creencia que pudiera tener de ellas, a menos que deseara ver desprestigiada su imagen y capacidad intelectual.
Como lo ejemplifica una antigua máxima victoriana:
“Yo no creo en fantasmas, pero les tengo miedo”.
Una vez más, los temores ancestrales del hombre demostraban permanecer solapados bajo un manto racionalista que se esforzaba por retenerlos en la oscuridad; aunque no siempre con éxito.
Desde mediados del siglo XX, las revolucionaria modificación de los paradigmas científicos —especialmente a partir de la teoría cuántica y de la teoría de la relatividad— introdujeron nuevas perspectivas en el escenario intelectual de Occidente. Se plantearon dudas y serios cuestionamientos al mecanicismo y al materialismo vigentes. Como era de esperarse, esas condiciones supieron ser capitalizadas para reeditar el antiquísimo problema de las apariciones espectrales, aunque de forma renovada.
Los impresionantes avances tecnológicos permitieron que se descubrieran mundos invisibles al ojo humano, revelando la existencia de distintos universos en un mismo espacio físico. Esto terminó por destronar al sentido de la vista, hasta entonces considerado la única herramienta de criterio válido de comprobación de la verdad.
Hoy sabemos que hay cosas reales que no pueden medirse o pesarse; y aún así están ahí. El universo, antes determinado, se ha vuelto indeterminado y el caos suple al cosmos. En consonancia con ello, los Grandes Relatos físicos y metafísicos, de los siglos XVIII y XIX, parecen no explicar nada; creándose un terreno propicio para el sentimiento de impotencia, el descontento y el escepticismo.
Una vez más la crisis ha obligado que se rescate el fetiche mágico que habíamos arrumbado en el sótano, convocando a los antiguos y desprestigiados fantasmas (que, en realidad, nunca habían estado del todo olvidados o ausentes).
El fin del segundo milenio sorprende a Occidente en un clima de rejuvenecido espiritualismo. Una New Age (Nueva Era) de irracionalismo sin freno, que no teme en mezclar marcos teóricos y rituales de muy variado origen —orientalismo, espiritismo, chamanismo, parapsicología. psicología transpersonal, etc, etc— promueve concepciones mágicas y animística, que unas cuantas décadas atrás pocas posibilidades de resurrección tenían.
Un nuevo círculo de la espiral pareciera inaugurar, otra vez, la convivencia con los espíritus
Evitados, ahuyentados, ridiculizados o buscados, los fantasmas —vistos desde una perspectiva histórica— pueden decirnos mucho acerca de la evolución (no necesariamente progresista) de nuestros miedos, esperanzas, aspiraciones y miserias.
El Individuo, la Muerte y los Fantasmas
Contamos con relatos sobre aparecidos desde los más remotos tiempos históricos. De hecho, etnólogos actuales y viajeros de los siglos XVI, XVII y XVIII, han podido recopilar cientos de cuentos, leyendas y rumores populares que tienen por protagonistas a sujetos que, después de muertos, siguen manteniendo usuales relaciones con el mundo de los vivos.
Sociedades de África, Oceanía o la América aborigen, conservan todavía hoy contactos regulares con los espíritus de sus antepasados o entidades que son bien propias de una cosmovisión que habilita su existencia en bosques, cuevas o lagos, interactuando cotidianamente con la comunidad, ya sea de manera cordial o agresiva (según sean los lazos de reciprocidad entablados ritualmente con ellas).
La salud, las buenas cosechas, el éxito en la caza, e inclusive el buen orden institucional y social de esos grupos etnográficos, están —de alguna manera— regladas por el contacto que ciertos miembros especializados de la tribu guardan con los invisibles espíritus locales.
El chamán —o Shamán—, que inaugura después de su iniciación una estrecha familiaridad con los desencarnados, se convierte en el canal —el medio— que permite la comunicación con los muertos. Es él, quien después de probar su vocación chamánica soportando una muerte ritual muy cargada de simbolismos, convoca o viaja al mundo de ultratumba para dar solución a las dificultades (individuales o comunitarias) del grupo en el que practica sus dones especiales.
Según Mircea Eliade,
“(...) entrar en relación con los seres divinos o semidivinos —espíritus— hacen capaz al chamán de apoderarse de las realidades sagradas, que sólo son accesibles para los difuntos” [16][16].
Esta capacidad otorgada a los muertos encontrará una dilatada vigencia, incluso en sociedades industrializadas, muy alejadas de las concepciones teocéntricas y holísticas existentes en la antigüedad.
El espíritu de los muertos posee una sabiduría que va más allá de la comprensión de los vivos. Para aquellos, todo es claro, diáfano; las fronteras entre el pasado, el presente y el futuro se diluyen, haciendo de esa supuesta eternidad la condición básica para tener una visión amplísima de los hechos pasados y por venir. Son ellos quienes nos alertan sobre tragedias, o futuras felicidades, a través de oráculos, pitonisas y chamanes detectables en todas las sociedades y en todos los tiempos, aunque con distintos apelativos.
“Ver un espíritu —dice M. Eliade—, en sueños o en vela, es señal segura de que se ha obtenido, en un cierto modo, una condición espiritual, esto es, que se ha rebasado la condición humana profana” [17][17], pudiéndose adquirir una capacidad, o poder mágico, que eleva al vidente por encima del resto de la comunidad.
Es así cómo —desde los chamanes siberianos o precolombinos a los oráculos clásicos, o los espiritistas de la época victoriana— nos encontramos con ciertos elementos comunes que parecen repetirse (o conservarse) a pesar de los profundos cambios culturales experimentados por las sociedades a través del tiempo. Ciertas capacidades reconocidas como relevantes y distintivas en determinados sujetos permiten hablar de una corriente de ideas y conceptos acerca de la vida de ultratumba —y de las relaciones entabladas con ella— que hacen del contacto con los muertos un hecho significativo, sujeto a un mayor o menor horror, según la sociedad que se analice o la época tomada en consideración.
Cuando culturalmente la relación con los muertos —con sus espíritus— es aceptada como normal y natural, la posibilidad de experimentar miedo ante ellos se diluye y normatiza. El respeto a ciertos procedimientos rituales —cánticos, invocaciones u oraciones— y el carácter flotante concedido al universo mental de antaño, permitirían una muy particular interacción entre la vida y la muerte, entre el Más Allá y el Más Acá.
Por lo tanto, la experiencia subjetiva del hombre frente a los fantasmas adopta una historicidad que los ha desplazado a un lado y otro del límite concedido a lo real.
Muchos son los rituales funerarios que han estado —y están— condicionados por el respeto y el temor a los muertos. El evitar que el alma del difunto se extravíe durante su viaje hacia el Otro Mundo puede ser detectado no sólo en las llamadas sociedades arcaicas de nuestros días (africanas, australianas, americanas), sino también en testimonios escritos de la Edad Media y Moderna de Occidente.
El miedo a los moribundos y al muerto reciente llevó a comportamientos complejos, que rodean y acompañan el proceso de la agonía y el deceso. Un miedo mágico, según Jean Delumeau[18][18], reguló las prácticas que intentaban disuadir al espíritu a quedarse entre los vivos, por voluntad propia.
El folklore popular ha conservado —tanto en Europa como en América—, pero muy especialmente en el mundo rural, una serie de procedimientos que se asocian con verdaderos exorcismos. Espantar a quien espanta es la meta, y por ello los rituales de tránsito se convierten en instrumentos indispensables a la hora de conservar la paz a ambos lados de la frontera que separa a muertos y vivos.
El recitado o narración de las peripecias, que trae aparejado el viaje hacia el Más Allá, implica uno de los métodos más convincentes para guiar con éxito al espíritu del muerto hacia su nueva morada. En muchos casos, estas ceremonias tienden a durar muchas horas, e incluso días—como en el caso de los Dacayos, estudiados por M. Eliade— o consisten en colocar junto con el cadáver un texto que, a modo de mapa mágico, llevará al difunto a sortear los obstáculos, tentaciones y monstruos que surjan a lo largo del misterioso camino posmortem (tal como hacían los egipcios en la antigüedad)[19][19].
Otro simbolismo encontrado entre la gente del Nilo, los griegos y las culturas del medioevo europeo, es el de las escaleras del alma, cuya función ha sido la de permitir que los difuntos puedan abandonar su sepulcro y subir al cielo. Ya sean estructuras escalonadas, cruces o simples palos, estos ascensores místicos —instalados sobre la tumbas— mitigan las posibilidades de toparse, involuntariamente, con un aparecido.
La colocación de pesadas piedras encima de los cuerpos recién enterrados —hecho que se advierte sobre todo en los países de Europa Oriental— nos acerca a esta concepción de la muerte ligada específicamente a lo corporal; en donde la amenaza ya no reside en el alma etérea del fallecido, sino en su cadáver reanimado por fuerzas misteriosas y ocultas. Esta última creencia está conectada con las leyendas sobre vampiros o muertos-vivos, que todavía hoy siguen reclutando temerosos creyentes, especialmente por la difusión de una exitosa novelística de terror y del cine, desde fines del siglo XIX y principios del XX [20][20].
Una creencia clásica durante toda la edad moderna, recogida en los siglos XVII y XVIII por numerosos libros de demonología y exorcismos, establecía la voluntad de los muertos a regresar a sus lugares de existencia previa.
En Grecia, Hungría, Polonia, Rumania, Silecia y Bohemia, esta creencia estaba muy difundida, promoviendo así soluciones mágicas, orientadas a expulsar o exterminar a los aparecidos, particularmente aquellos catalogados como “chupadores de sangre”. Desenterrar y quemar al cadáver, clavarlo al suelo con una estaca en el corazón (para evitar que se reincorpore), decapitarlo o recubrirlo con cal viva, han sido algunos de los métodos practicados (y que se siguen practicando en los ámbitos montañeses y rurales de la actualidad).
Según el historiador Rossell Hope Robbins, el término vampiro —que se traduce al latín con el nombre de strix (lechuza)— se empleó por primera vez en Inglaterra, alrededor del año 1734; describiéndose a esas perturbadoras entidades de la siguiente manera:
“(...) son los cuerpos de los difuntos, animados por espíritus malignos, que salen de sus tumbas por las noches, chupan la sangre de muchos vivos y los destruyen” [21][21].
Esas paralizantes historias de muertos revividos, propias del folklore, nos trasladan a un imaginario diferente de aquel que podemos hallar en sociedades etnográficas (“primitivas”) actuales. La definición de vampiro arriba citada, pertenece a un texto de principios del siglo XVIII; es decir, que es propia de una época posrenacentista, en donde la razón ha desplazado —o intenta desplazar— creencias que desde entonces serían caratuladas como supersticiosas, haciendo imposible el reencuentro —antes cordial— entre los muertos y los vivos (de allí el dramatismo y morbosidad del texto).
Las fronteras entre fallecidos y supervivientes se solidificaban, y el significado de una fractura en dichos límites sólo podía deberse a la ingerencia de una fuerza, necesariamente, demoníaca; capaz de destruir y poner en peligro a los desafortunados que quedaban en contacto con ella.
Es sintomático que Agustín Calmet, en su Tratado sobre las Apariciones de 1751, haya declarado que la creencia en vampiros sólo se conocía desde hacía escasos sesenta. A partir de entonces, las epidemias y hambrunas que asolaron periódicamente el sudeste de Europa, a fines del siglo XVII y principios del XVIII, estuvieron irremediablemente acompañadas por el supuesto accionar de los terribles moroi o “muertos-vivos”.
Si bien la historia de los vampiros es paralela a la de los fantasmas —concretándose lazos evidentes entre ambas—, no todos los aparecidos son ansiosos chupadores de sangre, ni necesariamente estaban imbuidos de una innata vocación por destruir. Lo que no significa que dejaran de producir verdadero terror en las poblaciones que hacían circular esas historias, propias de la tradición oral[22][22]. De hecho, Jean Delumeau habla de “epidemias de miedo”[23][23], desatadas en el oriente europeo, a inicios del siglo XVIII.
Mantener lejos al aparecido del espacio de los vivos ha sido también el objetivo de una serie de gestos, puestos en práctica en la vida cotidiana de Europa occidental:
4 Tapar los espejos, para no demorar la partida del difunto.
4 Abrir todas las persianas y correr las cortinas de la casa, para no obstaculizar la salida del alma.
4 Colocar la cama del agonizante paralela a las vigas del techo, para facilitar el acceso al cielo.
4 Depositar una moneda en la boca o en el ataúd, para comprarle, simbólicamente, al muerto los bienes que deja, evitando futuros reclamos de ultratumba.
La tradición oral igualmente ha hecho de los fantasmas eficaces “Correos de Muerte”.
El historiador francés Philippe Ariés mantiene que
“(...) algunos presentimientos de muerte tenían carácter maravilloso: uno en particular no engañaba, la aparición de un espectro, aunque sólo fuera en sueños” [24][24].
Es muy común advertir entre la gente una férrea seguridad cuando afirman que tal o cual comportamiento nos viene dado desde los orígenes del tiempo, asegurando que los gestos, actitudes, temores y creencias —colectivamente compartidos en la actualidad— son eternos, ahistóricos, inamovibles y, por lo tanto, naturales. Pero, a menos que queramos caer en anacronismos, debemos admitir que todo eso es falso.
Conceptos como los de fantasmas, Más Allá, espectros, e incluso muerte, fueron pensados y sentidos de muy diferente manera según las épocas; y los comportamientos derivados de esas conceptualizaciones son muy distintos a los que nosotros (hombres y mujeres de principios del siglo XXI) podemos considerar naturales, racionales o moralmente aceptables.
A partir de estas premisas, historiadores como Philippe Ariés y Michel Vovelle, han intentado interpretar y explicar las diferentes actitudes que el hombre ha adoptado ante el fenómeno irreversible y universal de la muerte. Tal como lo señalara el rey Alfonso X (1254-1284),
“El relámpago de la muerte no miente y sus rayos no yerra”.
Inevitablemente, cada uno de nosotros tendremos que bailar esa tan famosa Danza Macabra que, desde el siglo XIV, ha sido ilustrada en el occidente cristiano cientos de veces. Sin embargo, lo interesante es que no siempre la hemos danzado al ritmo de la misma melodía. Las actitudes ante la muerte —y ante los muertos— han sufrido cambios con el correr de los siglos, y la tan temida Parca no siempre fue recelada y resistida, como lo es actualmente.
Ya lo señaló P. Ariés cuando definiendo las reacciones antiguas y medievales ante el óbito (él las describe como atenuadas, indiferentes, familiares), las comparó con la visión y el imaginario que, desde el siglo XIX, nos ha venido acompañando y que se caracteriza por el predominio del miedo, e incluso del asco[25][25]. Es esto lo que motiva a muchos sociólogos a hablar de una “muerte pornográfica”, a la que nadie que se precie de tener “buen gusto” puede referirse directamente (se acude a eufemismos).
La muerte se ha convertido en un tema tabú; de la misma manera que antes lo era el sexo. Ha sido relegada del ámbito de lo público. Ya no se muestra tanto, como antaño; e incluso las manifestaciones de dolor, duelo, luto y pésame, parecerían lentamente ir desapareciendo[26][26]. Los muertos se han divorciado de los vivos. Se los camufla, maquilla y oculta, al mismo tiempo que se revela una acentuada individualización del cadáver, muy distinta a la que se experimentó a lo largo de la Edad Media.
El estudio de los cementerios enseña que no siempre el occidente cristiano reverenció a sus muertos de la misma manera. Por ejemplo, durante la primera parte del medioevo (siglos V al XII, aproximadamente) el cadáver era abandonado en una iglesia, que se encargaba de inhumarlo en la nave del edifico, si era un personaje de relieve, o en el cementerio (conocido cambie como atrium) si era un vecino común.
Las fosas de pobres eran enterramientos colectivos de varios metros de profundidad, en las que se depositaban los restos envueltos en sábanas (mortajas), sin féretros, hasta que quedaban repletas. Una vez saturadas de cuerpos, las fosas eran tapadas y se abrían otras, que anteriormente habían estado habilitadas. Se las vaciaba, y los huesos retirados pasaban a formar parte de los osarios, grandes galerías en las que, “con todo arte”, se disponían las osamentas, a la vista de todos los transeúntes. Incluso era muy común que esos corredores fueran visitados por vendedores ambulantes y mercachifles, quienes solían organizar en ellos bailes y ruidosas fiestas, entre los restos de sus anónimos antepasados.
Es significativo notar que en documentos oficiales se testimonian las reiteradas prohibiciones, que emanaban de las autoridades laicas y religiosas, respecto de esas concentraciones festivas en terrenos consagrados. Por ejemplo, en el año 1231, un Concilio reunido en la ciudad francesa de Rúan, protestó y canceló los permisos a las fiestas y juegos que se practicaban en los cementerios locales.
Otro contraste muy característico —al comparar nuestros rituales funerarios con los que se practicaban durante la Edad Media— es que no existía la idea de que el cuerpo debiera ocupar una morada física perpetua. Para el hombre medieval, no importaba el lugar exacto en dónde estaban los huesos de sus abuelos; siempre y cuando descansaran en un terreno consagrado por la Iglesia Católica, o se ubicaran cerca de algún personaje santo. Lo espiritual primaba sobre lo corporal y el cementerio no parecía representar en el imaginario colectivo el sitio lúgubre, maloliente y potencialmente peligroso que más tarde llegó a ser.
Si bien la indiferencia por anonimato medieval de la tumbas perduró casi hasta el siglo XV, de manera gradual —y sin ser percibido por nadie— a partir de la XIIº centuria se empieza a advertir el resurgimiento de las inscripciones funerarias; ésas que individualizaban a los restos de la persona fallecida. Esa práctica —desaparecida en Europa durante casi novecientos años[27][27]— reinició un camino que nos trae a la actualidad.
El renovado interés por el individuo —notado en la aparición de la efigie funeraria, a partir del siglo XIII [28][28]— irá tomando fuerza durante los siglos XIV y XV, paralelamente a la afirmación de un nuevo estamento social: la burguesía comercial y financiera de la Baja Edad Media.
La organización y administración de los cementerios, ligados a la Iglesia hasta el siglo XVIII[29][29], estarán durante la Modernidad asociados a un individuo que pretende —en caso de que su poder económico y social se lo permitiera— trascender la muerte, exaltando, dramatizando y transformando el recuerdo de su propia persona.
Por lo pronto, cuando a los vivos no les interesó la ubicación exacta de sus tumbas, tampoco a los muertos les preocupó que sus restos tuvieran un espacio definido y privado, donde reposar eternamente; ni exigieron nada al respecto. Las espectrales solicitudes, que tantas leyendas populares ponen en boca de almas angustiadas, son el producto de períodos y épocas específicas, que se asocian con la exaltación del individualismo (tan propio de la antigüedad grecolatina y del renacimiento de los siglos XV y XVI).
Fantasmas Antiguos y Modernos
H. P. Lovecraft, en El Horror Sobrenatural en la Literatura, argumenta lo siguiente:
“Todas las ficciones se encarnaron primeramente en la poesía, y es por eso mismo que sorprende encontrar la irrupción de los elementos sobrenaturales en la literatura clásica. Es bastante curioso, sin embargo, que la mayoría de los ejemplos estén en prosa, tales como el caso del hombre lobo de Petronio (460 a.C.), los pasajes aterradores de Apuleyo (114-186 d.C.), la breve pero famosa carta de Plinio el Joven a Lucas Sura (siglo I d.C.), y la rara compilación De los Hechos Maravillosos del liberto griego Flegón, al servicio del emperador Adriano” [30][30].
También Homero, en la Odisea, nos relata el descenso de Ulises a los infiernos; y las apariciones de espectros tienen lugar en las narraciones de Esquilo (524-546 a.C.), de Sófocles (496-405 a.C.) y Eurípides (486-407 a.C.)[31][31].
Pero detengámonos un poco en la que quizás sea la historia de fantasmas más conocida de la literatura grecolatina, y que nos fuera transmitida por el orador y estadista romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, más conocido como Plinio el Joven, que viviera entre los años 61 y 114 de nuestra era.
En una de sus famosas cartas, Plinio cuenta:
“[...] En Atenas había una casa muy grande, en la que durante la noche atemorizaba a sus habitadores (que acababan por abandonarla) con ruidos de hierro y de cadenas y con golpes, un viejo asqueroso de cabello y barba horribles.
Arredóla Atenodoro, filósofo que sabiendo lo que pasaba, quiso habérselas con el fantasma. Apareció éste [...] y, siguiéndolo Atenodoro, desapareció. Señaló Atenodoro el sitio donde desapareció el fantasma. Al día siguiente hizo cavar en el punto señalado y hallaron debajo de la tierra, entre grillos y cadenas, los restos de un cadáver. Recogidos y sepultados quedó libre la casa de espectros y ruidos” [32][32].
Este relato en particular llama la atención por las increíbles similitudes que guarda con posteriores narraciones sobre fantasmas, especialmente con aquellas escritas en los siglos XVIII y XIX. La Novela Gótica y la Ghost Story —inauguradas por Horace Walpolle en 1764 y Joseph Sheridan Le Fanu— repitieron en numerosos cuentos la estructura argumental de Plinio, aunque trasladando deliberadamente el relato al espacio de la ficción literaria.
La casa encantada, los ruidos de cadenas y la solicitante figura del espectro, pasaron a ser una parte básica de todas las historias sobrenaturales en las que intervenían las almas en pena de los muertos.
Por lo pronto, la historia del filósofo Atenodoro ostenta tres características que, comparadas con los relatos posteriores, nos resulta interesante señalar y explicar.
-En primer lugar, lo que nos llama la atención es la preeminencia que se le otorga al sentido de la vista. El protagonista / testigo ve al espectro, convirtiendo dicho acto en una prueba segura de veracidad. Es la visión —y no otro sentido– el que le permite al pensador griego entender las reales motivaciones del desgreñado anciano que se le aparece[33][33].
Esta relación visual con el espectro contrasta profundamente con el tipo de contactos que los hombres —supuestamente— mantuvieron con seres sobrenaturales, durante la Edad Media y principios de la modernidad. Lucien Febvre, en un apartado de su libro sobre la historia de la incredulidad —subtitulado “Olores, sabores, sonidos”—, refiriéndose al tema que nos ocupa establece que durante el siglo XVI
“[...] no se hablará de una poesía dominada por el sentido de la vista. No, no aparecen esas evocaciones de fantasmas, de siluetas lívidas, perfiladas sobre fondo sombrío, a la manera de las litografías románticas; y sí, en cambio, rumores, ruidos y silbidos”[34][34].
Y a continuación cita un poema del francés Pedro de Ronsard (1524-1585) que dice:
“Por la noche los flamantes fantasmas
que castañean sus furiosos picos
empavorecen mi alma con sus silbidos [...]”.
La comparación entre el texto de Plinio y el imaginario de fines del medioevo y principios de la Edad Moderna, anuncia —después de una lectura atenta— una relación con lo invisible que se sustenta en sistemas epistemológicos y metafísicos muy diferentes.
Tanto Atenodoro (siglo I d.C.) como los estudiosos y juristas de la modernidad tardía (siglos XVII y XVIII), comparten un mismo problema, es decir, el de la visión. En ambos contextos culturales se iguala lo real con lo visible, otorgándole al ojo mayor preponderancia que a los otros órganos sensoriales del cuerpo. “El conocimiento, la comprensión, la razón (a diferencia de la Edad Media) se establecen mediante el poder de la mirada, mediante el ego y el yo del sujeto humano [...]” [35][35].
-En segundo lugar, están los requerimientos que hace la aparición.
Plinio describe a un fantasma preocupado, en última instancia, por su anonimato. Las materializaciones del anciano persiguen algo que sólo Atenodoro logra dilucidar, y es encontrar sus huesos, desenterrarlos y —de alguna manera— identificarlos a través de una sepultura visible, conocida y pública. Sólo después de eso “(...) quedó libre la casa de espectros”. Por lo tanto, lo que importa en este caso es el individuo; importan sus huesos y la posibilidad de trascender a la muerte de un modo singular. Son estas características las que permiten reconocer profundas diferencias con las prácticas funerarias medievales, que hacían de las fosas comunes, y los osarios, sitios colectivos y anónimos; espacios de indiferenciación, en donde cientos de cuerpos se mezclaban denotando un interés sólo dirigido a las almas de los difuntos.
En este punto se hace necesario aclarar que, si bien es cierto que desde Pitágoras (582-504 a.C.), los órficos y las religiones mistéricas, pasando por Platón (429-347 a.C.) y su idealismo, existieron en el mundo griego y latino tendencias a enfatizar la importancia del alma en detrimento del cuerpo, la ortodoxia clásica continuó postulando la importancia del reposo corporal, indispensable para el descanso eterno y el recuerdo personal[36][36].
-En tercer y último término, el discurso de Plinio no deja entrever ninguna referencia —directa o indirecta— a demonios, u otro tipo de seres en esencia malignos.
En su carta a Lucas Sura, no se asocia al fantasma del anciano con entidades demoníacas, como tiempo después lo estarían (especialmente después del siglo XVI; y por influencia de los libros de demonología, que tanto iban a alterar el imaginario referido a los aparecidos).
Por todo lo dicho, el testimonio de Plinio señala una etapa importante en el devenir de la creencia en fantasmas; encontrando en ella más puntos de contactos y similitudes con leyendas contemporáneas, que con las medievales y modernas
Lejos de los vampiros del siglo XVII —e incluso de los íncubos y súcubos de los siglos XV y XVI— el fantasma de Atenodoro y sus desatanizadas apariciones no recrean la atmósfera de terror sobrenatural que más tarde producirían las fracturas practicadas en la línea de frontera existente entre los vivos y los muertos.
Los Fantasmas del Purgatorio
Las concepciones espirituales del cristianismo medieval, edificadas en parte sobre el neoplatonismo, exaltaron la importancia de las visiones del Más Allá, dándole a las apariciones una gradual autonomía respecto de los poderes de Dios para retenerlas en el Paraíso o en el Infierno. Este proceso —que exacerbó la presencia del mundo espectral en la cultura occidental— se encuentra íntimamente relacionado con la invención de un tercer espacio imaginario de la geografía de ultratumba: el Purgatorio.
El historiador francés Jacques le Goff —que estudió el nacimiento del purgatorio— ubica cronológicamente la aparición del mismo en el ultimo tercio del siglo XII; y considera que fue el tratado de un monje cisterciense inglés —titulado El Purgatorio de San Patricio, escrito en 1190— el texto más importante a la hora de explicar la exitosa difusión del concepto.
Escribe el medievalista francés:
“El verdadero nacimiento del Purgatorio se produce durante una mutación de la mentalidad y de la sensibilidad en el paso del siglo XII al siglo XIII, especialmente durante una modificación profunda de la geografía del Más Allá y de las relaciones entre las sociedades de los vivos y la sociedad de los muertos” [37][37].
En aquella época muchas cosas estaban mutando. La llamada revolución comercial[38][38] (siglos XI-XIII) alteró profundamente no sólo las relaciones que refiere Le Goff, sino también la forma que los hombres tenían de relacionarse entre ellos y con el mundo. Se estructuró un nuevo individuo, una nueva clase de hombre, que no temió practicar un mercado con Dios[39][39], y exigirle al Creador la posibilidad de romper con el inalterable destino del alma en lugares que, como el Paraíso o el Infierno, no daban alternativa al arrepentimiento o a la negociación. Esos eran sitios a los que se iba sin pasajes de vuelta.
Pero el Purgatorio, con su aparición, modificó el tablero por ser
“[...] un lugar abierto cuyas fronteras no se ven [...] y de la que se sale y escapa” [40][40].
Surgía así (siglo XII), en el corpus dogmático del cristianismo, una instancia trascendente que hacía posible las esporádicas intercomunicaciones con los muertos. Doscientos años más tarde,
“[...] con el renacimiento se contempló el retorno de los aparecidos porque el Purgatorio ya no parecía seguir funcionando como lugar de encierro de las almas en pena. Algunos historiadores del siglo XVI han puesto de relieve la reanudación de los vagabundeos y las danzas de los espectros en los cementerios, escapados del tercer espacio de la geografía de ultratumba” [41][41].
El Miedo a los Fantasmas
Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se proyectó como una sombra amenazante y alternativa, rompiendo el secular monopolio que el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de Martín Lutero, armados con sus duras críticas a la Iglesia Católica y sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba en un capitalismo comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía produciendo profundas transformaciones en el modo en que los hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y el status que los propios pobres (indigentes) tenían en la sociedad ( gradualmente el pobre se convirtió en una amenaza y en el depositario de todas las sospechas)[42][42]. Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia que habían perdido desde los días del imperio romano y el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a la institución religiosa.
Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un programa de rigurosa moralización y de una vida cristiana más ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el cambio la que terminó demonizando a todos los contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta persecución de herejes. Por otro lado, la intolerancia se dio también en los territorios reformados por el Luteranismo, en los que el acoso religioso y la satanización del enemigo confesional encontraron fértil terreno para el despliegue de juicios sumarísimos y hogueras.
No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos teológicos, jurídicos y políticos contra los supuestos miembros de sectas satánicas[43][43]. También la demonología alcanzó su más alto grado de sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus ediciones, testimoniando así el éxito que tenían entre la elites cultas —religiosas y laicas—, como así también entre los sectores populares, gracias a las ediciones baratas y demás mecanismos que permitían ampliar la circulación de dichos contenidos.
El miedo al Diablo se incrementó, y junto con él una serie de fantasías morbosas influenciaron el imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba su entorno moral, social, político y económico. Íncubos y súcubos —demonios asociados al sexo—, sacrificios humanos, pactos demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las maravillas.
En este punto quisiéramos detenernos para intentar explicar la forma en que la difusión de la lectura influyó en la construcción de la figura del fantasma como entidad maligna.
LA SATANIZACIÓN DE LOS FANTASMAS
Inscriptos en la antigua tradición de los sueños proféticos, los más viejos relatos de fantasmas —que hemos podido detectar durante la Edad Media— nos los muestran predominantemente noctámbulos, ruidosos, inquietantes, pero absolutamente inofensivos.
Recién a partir del siglo XV este panorama ontológico de ultratumba empezaría a cambiar, y los espectros serían absorbidos por los maleficios de las brujas, convirtiéndose en otros de los tantos agentes del Demonio.
En 1486, dos inquisidores sumamente celosos de su trabajo —Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger— publicaron una de las obras más influyentes y controvertidas de la literatura de demonología, el Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas, que de inmediato pasó a ser un texto de consulta obligada en todos los inquisidores dedicados a la caza y erradicación de la tan temible herejía.
Ese libro, reeditado sucesivamente durante casi trescientos años, reinterpretó la función —hasta entonces inocua— de los fantasmas, catalogándolos como demonios menores, capaces de poner en peligro el alma y el cuerpo de los buenos cristianos.
Al respecto, Kramer y Sprenger, escribieron:
Como puede observarse con esta cita, lejos estamos de las vagas apariciones de la antigüedad, o de los espectros moralizadores de la literatura europea del siglo XIX. Desde la época del Malleus —o los textos de eruditos demonólogos, como Alfonso Spina (1460) o Nider (1470)— el fantasma se volvió agresivo y quedó asociado con la culpa, el pecado y el castigo eterno.
Visiones espantosas empezaron a desfilar en los libros del siglo XVI, en donde los muertos —envueltos en mortajas y sudarios— asesinaban e incluso devoraban a los audaces pecadores que los convocaban. Lucien Febvre habla de pánicos absurdos y de una sucesión de miedos que influenciaron incluso la literatura autobiográfica de la época. Además, el miedo a los espíritus —que las comadres no cesaban de referir cada vez que podían—, se trasladó a la noche (ahora poblada de hechizos y fantasmas).
“La misma lectura del almanaque era un manantial de temores, dándose cuenta de ello en la propaganda política y religiosa del siglo XVI” [52][52].
Famosos o anónimos, los hombres y mujeres de las postrimerías de la Edad Media tenían sus ojos abiertos a lo invisible; y por ello desplegaron un arsenal exorcizante de palabras, invocaciones y rezos, a fin de manipular o expulsar del mundo de los vivos las nutridas manifestaciones de la sociedad de los muertos.
El historiador Philippe Contamine recoge un relato de la autobiografía de un burgués de la ciudad de Augsburgo, llamado Burkard Zinck, en el que describe el insólito encuentro con un fantasma, mantenido en un bosque de Hungría (a fines del siglo XIV o principios del XV).
Según Zinck, en cierta oportunidad se internó en la espesura siguiendo a dos caballeros que no conocía, y que le precedían en el camino. A poco de andar, el burgués sostuvo haberles visto desvanecerse, encontrándose de súbito, al anochecer, rodeado por dos jabalís amenazantes ante un lúgubre castillo. Invocando a Dios en su ayuda, el castillo desapareció instantáneamente en el aire, dibujándose a su lado un sendero que le permitió salir de aquel mal trance.
“Comprendí entonces –escribió— que había sido engañado y que había seguido a dos fantasmas al cabalgar tras los dos personajes por el bosque. Al implorarle a Dios y hacer la señal de la cruz, todo aquel simulacro desapareció ante mis ojos” [53][53].
Los fantasmas engañan, crean ilusiones, manipulan los sentidos. Desorientan y confunden, poniendo en práctica las mil artimañas del demonio para tentar y condenar a los hombres.
El fantasma moderno es también una figura muy interesante desde el punto vista simbólico, ya que sus repetidas apariciones en los textos de la época testimonian la permanente presencia de terrores subjetivos, relacionados con la imaginación y la angustia, que casi siempre quedan asociadas a la idea de Caos y muerte. Este es quizás el motivo por el cual las supuesta apariciones espectrales eran —y son— mayores durante las horas nocturna, momento en el que el sentido de la vista queda atenuado y, por consiguiente, la capacidad de compresión se aletarga; las barreras protectoras a la tentación se debilitan y las pulsiones inconscientes del individuo pujan por manifestarse en actos y pensamientos “prohibidos”. Paralelamente, se experimenta un aumento del temor al castigo (muy propio cuando entre el deseo y las prohibiciones se produce un desequilibrio).
El fantasma simboliza una ruptura en el plano ético / religioso, ya que rompe con la supuesta paz eterna en el Más allá, fracturando el ascetismo postmortem , tan difundido por el cristianismo. El espectro, asociado así al mundo terrenal, queda conectado con lo material, con el mundo de las cosas, testimoniando —indirectamente— cierta insatisfacción por la vida eterna en el Reino de los Cielos.
Conocer las causas de esa insatisfacción se convirtió en la meta de muchos estudiosos, que pretendieron enfrentar exitosamente el regreso de los muertos.
Un manual de exorcismo escrito por el Dean de Tornai, hacia 1450, titulado Livre D’Egidius, contiene una serie de preguntas para hacer a los “condenados”. Preguntas que denotan una confusa relación entre curiosidad y temor.
Algunas de las consultas son las siguientes:
“A un alma del Purgatorio:
1] ¿De quién eras, o has sido, el espíritu?
2] ¿Hace mucho que estás en el Purgatorio? (...)
13] ¿Por qué has venido aquí y por qué te apareces aquí y no en otra parte?
A un condenado:
1] ¿Por qué has sido condenado a suplicios eternos? (...)
5] ¿Tratas de aterrorizar a los vivos?
6] ¿Deseas la condenación de los vivos? (...)
Esta cita señala un hecho a tener muy en cuenta: en el imaginario de la época —siglo XV— no sólo era posible evadir los muros permeables del Purgatorio, sino que el infierno mismo parecía haber perdido su carácter de lugar herméticamente cerrado. Aparentemente, con el permiso de Satanás, los espectros más nefastos podían manifestarse ante los vivos, causando angustias y terrores sin par.
Durante el siglo XVI —y dentro de la inmensa bibliografía referida al tema de la brujería y la demonología— es factible encontrar un número bastante significativo de libros (o capítulos de libros) que tratan específicamente el tema de los fantasmas. No todos sus autores son fervientes creyentes; algunos critican la credulidad exagerada; otros, con tono irónico, se burlan explícitamente de dichos relatos, intentando las primeras explicaciones racionales al tema. Por último, un grupo mayoritario fluctúa entre la credulidad y el escepticismo, evidenciando una vacilación intelectual muy propia de un período en que la razón empezaba a resolver problemas que antes no se planteaban como tales. La posibilidad de negar la influencia real de lo invisible en la vida cotidiana se hallaba obstaculizada por la inexistencia de herramientas conceptuales adecuadas, y aceptadas por todos.
Pierre de Loyer, Consejero de la Sede Presidencial de Amberes, escribió en 1586 un tratado sobre espectros, apariciones, ángeles y demonios, de gran impacto en su época. La obra, Livre des Spectres ou Apparitions et Visions d’esprits, Anges et Démons se monstrant sensiblement aux Homex (Amberes, 1586), plantea una interesante diferenciación entre dos términos que, generalmente, se toman por sinónimos: “fantasmas” y “espectros”.
De Loyer sostiene que
“El fantasma es el producto de la imaginación de insensatos o melancólicos que se persuaden de lo que no es; en tanto que un espectro es una verdadera imaginación de una sustancia sin cuerpo que se presenta sensiblemente a los hombres en contra del orden de la naturaleza y produce espanto” [55][55].
Con este párrafo, el autor acerca sus opiniones a escritos que —como los del español Torquemada, en Jardín de las Flores Curiosas (1570)— pretendían probar la influencia del Demonio en los casos de fantasmas. Para ello acudían a los muchos ejemplos que empezaban a circular por distintas partes de Europa.
Cuenta Torquemada que en la ciudad de salamanca existía una casa, en la que vivían dos jóvenes de “singular belleza”, donde empezaron a escucharse extraños ruidos. Inquietos por ello, llamaron al alcalde y otros veinte hombres para registrar la propiedad.
“[...] Y hetelos aquí que apenas habían llegado [...] se oyó un gran ruido y empezaron a lanzarles piedras, obligándoles a dar saltos, más sin hacerles ningún daño. Volvieron a comprobar cuál era la causa de tal lluvia de piedras; más aunque no encontraron a nadie, siguieron cayendo [...]. Uno de ellos sintiéndose más osado, lanzó una piedra hacia la casa diciendo: si esto es obra tuya, oh Diablo, arrójame esta piedra. Y cuando esto ocurrió ya no quedó ninguna duda de que la casa estaba invadida por demonios [...]” [56][56].
Espectros y endemoniadas entidades invisibles eran hechos de la realidad en el universo mental de los dos autores citados. Si bien de Loyer pretendía hacer una clara diferenciación entre ilusiones insustanciales y seres sin cuerpo, tiende a inclinar la balanza hacia los últimos, reconociendo así la posibilidad de tener potenciales y espantosos encuentros con espectros. Tanto es así que en otro de sus párrafos indica:
“Sí hay miedo justo y legítimo a los espíritus que se aparecen en una casa, perturban el reposo e inquietan en la noche, por tanto, si el miedo no hubiese sido vano y el inquilino tuviera alguna ocasión de temer, en tal caso, el inquilino quedará libre de los alquileres pedido [...] [57][57].
Como jurista, de Loyer se vio forzado a discurrir sobre las responsabilidades que tenían los inquilinos que —ya sea por causa de ilusiones o fantasmas molestos— abandonaban las casas arrendadas antes del plazo estipulado por el contrato. Estas disposiciones judiciales crearon, a comienzos de la modernidad, una bien documentada jurisprudencia que inclinó a los abogados y jueces a favor de aquellos que denunciaban “molestias sobrenaturales” en sus hogares.
Así, los fantasmas —o mejor dicho, los espectros, respetando la clasificación dada por el Consejero de Amberes— pasaron a ser parte de los expedientes judiciales de la época.
Pero también es cierto que existieron detractores a tales creencias, que intentaron explicarlas de otra manera.
En un libro escrito por Loys Lavater, un ministro protestante de la iglesia de Zürich, pueden encontrarse argumentos de orden teológicos (no jurídicos) que echan por tierra la tradicional certeza de las apariciones.
Lavater, al negar —como protestante que era— la existencia del Purgatorio, elimina de plano la posibilidad del regreso. Así mismo negaba rotundamente el hecho sugerido en el manual de exorcismos antes citado, respecto de poder salir del Infierno; ya que —según él— nadie recibía ayuda en los dominios de Satán.
Para combatir los argumentos de sus enemigos confesionales, Loys Lavater publicó —en la segunda parte del siglo XVI— una serie de libros, de gran tirada en su época. El primero es de 1570 y llevaba por título: De Spectris, Lemuribus et Magnis Insolitis Fragonibus [Ginebra]. Un año más tarde, en 1571, la imprenta de Fr. Perrin le publicó una colección de tres tomos, titulada Trois Livres des Apparitions des Esprits, fantosmes, Prodigues et Accidens Merveilleux qui précedent souventes fois la mort de qualques personaje renommé aun grand changement es coses de ce monde. Finalmente, en 1659, volvió a publicarse su primer tratado, aunque con el título cambiado: Theologi eximii de Spextris, Lemuribus, Variisque Praesationibus tractatus vere Aureaus[58][58].
Contemporáneos de Lavater, otros autores, como Cardan (1550) o Pomponazzi (1556), avalaron su postura, pero desde ángulos distintos.
El primero, intentando explicaciones seudo-naturalistas (para Cardan los fantasmas serían producto de la exhalación de los vapores de lo cadáveres); el segundo, afirmando que eran ilusiones visuales o errores de apreciaciones auditivas.
Estas hipótesis —que de alguna manera racionalizaban el misterio— perdieron influencia cuando desde fines del siglo XVI —y hasta bien entrado el siglo XVII— la Gran caza de Brujas[59][59] se expandió por Europa. A partir de entonces las obras publicadas alinearon sus argumentos detrás de textos que, como el Malleus Maleficarum, hicieron de los fantasmas manifestaciones ciertas y verídicas del Maligno.
Sólo a partir de los siglos XVIII y XIX, cuando la creencia en las brujas y en el demonio cayó en el descrédito, empezaron a reaparecer testimonios escritos de duendes, como fenómenos ajenos a la brujería.
RUIDOS, BRUJERÍA Y FANTASMAS
Con títulos sugestivos, pomposos, irónicos o crédulos, un significativo número de historias de fantasmas han quedado testimoniadas en la literatura jurídica, autobiográfica y clerical del siglo XVII.
Aunque no demasiado extenso, este corpus bibliográfico conserva opiniones, anécdotas y relatos de testigos que facilitan el reconocimiento de gestos, prácticas, creencias y temores, que sorprenden por su larga permanencia. Y son justamente esas permanencias las que, resignificadas por el paso del tiempo, parecen haber mantenido en el imaginario colectivo temores ancestrales con muy pocos cambios.
Existe un término que desde hace más de cuatrocientos años ha venido repitiéndose una y otra vez. Seguramente, Martín Lutero —que lo utilizó a principios del siglo XVI— no imaginó jamás el éxito que alcanzaría en las centurias posteriores, ni la controversias que todavía hot suscita en algunos círculos.
La palabra poltergeist, de origen alemán, hace referencia —etimológicamente hablando— a un “espíritu [geist] que produce ruido [polter]”; a una entidad traviesa que , progresivamente, fue perdiendo con las décadas su carácter demoníaco para ser actualmente interpretada como el producto de un “poder mental muy desarrollado”, capaz de mover objetos a distancia y que recibe el nombre técnico de telekinesis[60][60].
Así, pues, el poltergeist “se huele”, “se escucha”, “se siente”, pero rara vez “se observa”. La modernidad —arrastrando aún una vieja costumbre medieval— se resistía a materializar sus fantasmas.
Hacia fines del siglo XVI, el abogado alemán Peter Binsfeld —en el Tractatus de Confessionibus Maleficarum et Sagarum [Tratado de las Confesiones de lalhechoret y Brujas] de 1589— repetía las justificaciones dadas años antes por Pierre de Loyer, respecto de la anulación de los contratos de alquiler, cuando “espíritus ruidosos” alteraban la tranquilidad de los inquilinos.
Por su parte, el demonólogo francés Nicholas Remy, impulsado por denunciar y publicar los males de la brujería —asociada por entonces a los fantasmas—, escribió en Demonolatreiae [1595] varios apartados sobre “Duendes”, acompañándolos incluso con ilustraciones que mostraban a los “traviesos espíritus” desordenando un salón claramente burgués.
Era esa “inconstancia de los ángeles malvados” —como los denominaba Pierre de Lancre en Tableu de L’Inconstance de auvais Anges [1612]— la que producía incertidumbre; no sabiéndose nunca qué actos perniciosos podían esperarse de ellos.
Basada en la obra de Nicholas Remy, el Compendium Maleficarum [Manual de las Brujas] de Francesco María Guazzo —publicado en Milán por petición del Obispo de la ciudad en 1626— describe un caso de poltergeist, fechado en el año 1608.
Según F. Guazzo, después de la muerte de una joven en el pueblo de Callas:
“Una piedra golpeó a una criada en el hombro [...], una vasija que estaba en la mesa salió volando hacia ella. Y en toda la ciudad se vieron tejas y trozos de pizarra arrojados con gran estruendo hasta una distancia de tres kilómetros (no es que haya muchas tejas y pizarras en las afueras de callas, pues casi todas las casas de la ciudad tienen el tejado hecho de hojas de palmera) [...]. En el jardín, un ladrillo salió volando y volcó una mesa preparada para la cena” [61][61].
Así mismo, Increase Mather, pastor puritano de la North Church en Boston, y rector de Harvard entre 1685 y 1701, trabajó copiosamente en la recolección de casos extraños de aparecidos y brujas, en épocas de las colonias inglesas de Norteamérica.
Preocupado por el constante aumento del ateísmo racionalista. I. Mather publicó en 1684 la colección titulada An Essay for the recording of Illustrious Providences [Ensayo para la relación de providencias famosas], en la que pretendió —a través de casos ejemplificadores (moralizantes)— mostrar la existencia real de espíritus y brujas. Su lucha intelectual contra los incrédulos lo llevó a documentar historias de fantasmas que, según sus propias palabras, estaban en la época perfectamente probadas. Gracias al celo que I. Mather le imprimió a su trabajo, es posible disponer hoy de dos historias ya clásicas de poltergeist. La primera, conocida como “El Demonio que tiraba piedras”; la segunda, hace referencia al caso titulado “El Tamborilero de Tedworth”.
Confirmado por un opúsculo publicado en Londres en 1698, “El demonio que tiraba piedras” es quizás el ejemplo más típico de lo que por aquel entonces se consideraba el accionar característico de un duende. Las víctimas de los extraños sucesos fueron los miembros de la familia de George Walton, quienes durante el verano de 1682 y la primavera de 1683, se vieron sometidos a una inexplicable lluvia de piedras, en su mansión Great Island, Newcastle, Nueva Inglaterra.
Escribe Increase Mather:
“El 11 de junio de 1682, domingo por la noche, cayó una lluvia de piedras sobre el tejado de la casa de George Walton. Salieron varias personas, quienes vieron que las verjas estaban arrancadas de sus goznes, y de repente se vieron rodeados de piedras. Algunas caían a su lado, otras les rozaban, pero ninguna llegó a hacerles daño. Aunque caían con gran fuerza, sólo le rozaban. Las piedras volaban por la habitación, a pesar de que las puertas estaban cerradas; los cristales de las ventanas quedaron hechos añicos por las piedras, que parecían que procedían de adentro y no de afuera, y las emplomaduras y barras de las ventanas se doblaron hacia fuera” [62][62].
Indefectiblemente, estos hechos fueron asociados con el accionar de las brujas y los actos de malvados espíritus / demonios. Años más tarde, la interpretación cambió de sentido; atribuyéndole causas naturales, no sobrenaturales, como pretendieron varios escritores de la época, encabezados por Mather. Se dijo entonces que las piedras habían sido lanzadas por un pueblo disconforme, que buscaba la expulsión de Great Island del representante de la corona británica. Por lo tanto, aquel bombardeo lítico no estaba dirigido hacia el pobre de G. Walton, sino a su huésped, Richard Chamberlain, víctima propiciatoria de las agresiones que setenta años después desembocarían en la independencia de las colonias inglesas.
Testimoniado por I. Mather, pero largamente desarrollado e interpretado por Joseph Glanvill en su libro De Saducismus Triumphatus [1683], el caso del “Tamborilero de Tedworth” refleja claramente la asociación existente entre fantasmas y demonios.
Abogado y capellán del rey Carlos II de Inglaterra, Joseph Glanvill ha sido el autor que más influencia tuvo en la difusión de la creencia en aparecidos, demonios y fantasmas, dentro del ámbito británico. Interesado profundamente en lo oculto, buscó dar explicaciones a los fenómenos sobrenaturales, que abundan en su obra; aunque siempre relegando la vía racionalista y cargando las tintas contra todos aquellos que se atrevían a descreer en el mundo de ultratumba, que él daba como “peligrosamente verdadero”.
Cierta vez Glanvill escribió:
“Cuando más absurdas e increíbles son estas acciones, más me convenzo en la veracidad de estas historias y de la realidad de lo que los incrédulos quisieran destruir”.
Glanvill sitúa el acontecimiento del tamborilero en la ciudad de Tedworth, Inglaterra, entre los meses de marzo de 1662 y abril de 1663. Las víctimas del extraño duende fueron los residentes de la mansión perteneciente a John Mompesson, magistrado de la localidad. Todos testimoniaron fenómenos inexplicables, los que nuestro autor ligó —sin dudar— con brujas y vengativos diablillos.
En la edición de 1683, un dibujo en blanco y negro muestra cómo dos sorprendidos testigos observan sobre la propiedad a un demonio alado —rodeado de culebras voladoras— tocando el tan afamado tambor y alterando la paz de la residencia.
Todo parece que se inició en marzo de 1662 con la detención de un tamborilero vagabundo a quien Mompesson le confiscó su instrumento, al encontrarlo culpable de falsificación de documentos. A partir de ese momento, la casa del magistrado se convirtió en un caos: el tambor tocaba solo, los zapatos de los niños volaban por el aire, los orinales se vaciaban sobre las camas y persistentes ruidos impedían el descanso nocturno. Los siguientes párrafos —extraídos del Saducismus Triumphatus— ejemplificarán los extraños sucesos que la familia Mompesson debió —supuestamente— soportar:
Sucesos como los descriptos por Glanville se repetirán cientos de historias de fantasmas de siglos posteriores; que no eliminaron el carácter vacilante e incierto que —hasta hoy— las caracterizan.
Los hechos de Tedworth tendrían también —durante el siglo XVIII— su propia explicación racional, y las mujeres de la mansión Mompesson pasarían a ser la únicas histéricas responsables de los perturbadores fenómenos. A partir de entonces, el fraude, la ilusión o el desequilibrio mental ocuparían gradualmente el espacio interpretativo de las elites cultas (americanas y europeas), que se inclinaron hacia soluciones racionales, desestimando cualquier tipo de injerencia satánica o trascendente. Aunque, por supuesto, las denuncias sobre duendes siguieron registrándose.
La convivencia entre el escepticismo y la credulidad se volvió cada vez más tensa; y la nueva ortodoxia científica —que empezaba a imponerse con fuerza— calificó de supersticiosas a todas las creencias que contrariaban las doctrinas y prácticas que esta nueva elite de intelectuales pronunciaban como únicas valederas[64][64].
La ortodoxia religiosa se veía suplantada por otra nueva: la ortodoxia científica, y con ello los fantasmas volvieron a modificar su status.
LOS FANTASMAS DEL RACIONALISMO
Aunque relegados al campo de la ignorancia y la mentira enfermiza, los fantasmas, durante el siglo de las luces (XVIII), no desaparecieron por completo. La literatura de ficción les brindó un espacio en sus novelas y cuentos, siendo no pocos intelectuales racionalistas los que siguieron popularizando las leyendas del folklore local a través de sesudos estudios, que no parecían encontrar contradicciones entre la ciencia y los duendes de la tradición.
Historias y tratados sobre aparecidos se publicaron hasta la primera mitad del siglo XVIII, testimoniando que en el imaginario colectivo —urbano y rural— los relatos de fantasmas —tergiversados, readaptados, exagerados o criticados— conservaban sus fuerzas, gracias al rumor y al chisme. Ejemplo de estas obras son los siguientes títulos:
4 Historical, physiological and theological treatise of spirits, apparitions, witchcrafts and other magical practices [1705], de John Beaumont;
4 Historie des imagionations extravagantes de Monsier Oufle [1710], del Abad Bordelon;
4 Cruel effects de la vengeance du Cardinal Richelieu ou Historie des Diables de Loudum [1716], de Aubin;
4 Traite sur les apparitions des esprits et sur les vampires ou les revenants de Hongrie, de Moravie, etc [1751], de Dom Calmet.
En su Tratado sobre las Apariciones de los Espíritus, el Padre Calmet escribió:
“Las vidas de los santos están llenas de personas muertas y si se las quisiera reunir se llenarían grandes volúmenes [...]. Podría amontonar una multitud de pasajes de antiguos poetas, incluso Padres de la Iglesia, que han creído que las almas se aparecían con frecuencia a los vivos [...]. Estos Padres creían, pues, en el retorno de las almas, en sus reapariciones, en su vinculación con el cuerpo; pero nosotros no adoptamos su opinión sobre la corporeidad de las almas [...]”.
En este párrafo, Calmet se muestra como un digno representante del racionalismo de su época, pero acto seguido agrega:
“Aunque con frecuencia haya mucha ilusión, prevención e imaginación en lo que cuentan de las apariciones [...], no obstante hay realidad en muchas de esas cosas, y razonablemente no se las puede poner en duda” [65][65].
Podríamos objetarle a la cita transcripta, argumentando que quién la escribió era un sacerdote; y que como tal, su susceptibilidad a los fantasmas era mayor que en racionalistas laicos. Pero esto es cierto sólo en parte. Muchos magistrados, médicos y juristas del siglo XVIII, seguían disertando sobre la posibilidad de que los cadáveres sangraran en presencia de sus asesinos, o acerca de la posibilidad de mantener relaciones sexuales con demonios (íncubos y súcubos).
Que las lecturas de la Ilustración dejaran entreabiertas tantas hendijas a fenómenos extraordinarios puede que nos ayude a comprender mejor a los autores de la modernidad (siglos XVI y XVII), para quines los fantasmas resultaban un tanto más aceptables y cotidianos.
Así todo, el siglo XVIII, el Siglo de la Razón, seguía reflejando en muchos de sus hijos más pródigos un sentido de lo posible muy distinto al actual.
EL FANTASMA VICTORIANO
Punto de arribo de tradiciones, representaciones y formas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX reinterpretó todo, reelaboró una nueva cosmovisión, y desde ese mismo instante nada fue idéntico a lo que antes era. Hito singular en la historia de la cultura occidental, la centuria pasada (XIX) creó las bases de una sociedad nueva (que fue nuestra hasta hace relativamente poco tiempo). Instauró una muy particular manera de conceptuar a la familia, el cuerpo y la muerte. Desarrolló un mundo industrializado, en donde la tecnología empezó a cumplir un rol protagónico que no había tenido, y combatió las enfermedades como nunca. Creó una sociedad urbana inimaginable cien años atrás, e inculcó una ética renovada, menos dependiente de Dios. Propuso paradigmas —políticos y científicos— que consiguieron prolongar sus influencias hasta fines del siglo XX, e impuso un ideal —el del Progreso— que sirvió de telón de fondo y soporte de toda una época. Inauguró conflictos sociales, políticos y económicos, muchos de los cuales derivaron en revoluciones y guerras ; desarrolló los ideales del nacionalismo e impuso —paralelamente a ello— una presión imperialista que recién se diluiría —en sus aspectos formales— a mediados de la década de 1960. Pero, sobre todo, colocó a una clase social como modelo: la burguesía.
Como dice Eric Hobsbawm, el siglo XIX fue predominantemente burgués en sus hábitos, ilusiones y sueños. El emprendimiento y la concreción de objetivos personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del propio valer, y el individualismo no se dejó rogar. Así mismo, un férreo orden social —sumamente jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los gestos y el imaginario social; haciendo de las apariencias el resorte necesario para elevar el status dentro de una realidad en la que la competencia se convertía en un valor digno de ser puesto en práctica-
Esta sociedad burguesa, logró impregnar —con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que se ha dado en llamar un aburguesamiento tanto de los grupos aristocráticos como de los sectores obreros.
Fue este mundo burgués el que inventó la intimidad —que era su esencia—; reorganizó los rituales domésticos —que calaron tan hondo que se los creyó existentes desde siempre—; propuso una renovada dualidad entre la solidez de lo material y la belleza del espíritu. Elevó la castidad y la represión del instinto a un punto tal que la hipocresía no pudo dejar de surgir. El secreto, el pudor, los prejuicios y la llamada moral victoriana, evidenciaron —con su difusión— el éxito de esta clase hegemónica en muchos rincones del planeta. Y, por supuesto, los fantasmas también se aburguesaron.
Después de la sacudida racionalista del siglo XVIII, y agitada profundamente por el reeditado ideal clásico, la cultura europea del XIX buscó renovarse escudriñando, una vez más, en la imaginación y el sentimiento. Así surgió el movimiento romántico, que se tradujo en un esfuerzo o:title="La Aparición, de Collin de Plancy, París, 1863" por rescatar del pasado la perdida nostalgia de la Edad Media; abriéndose a experiencias estéticas e intelectuales que solieron inspirarse en lo desconocido, en lo oculto, en la noche con sus sombras y misterios. La muerte y los fantasmas, la soledad y las tinieblas, impregnaron todo por doquier. El romanticismo sería —como escribió René Huyghe— “una fuga de lo real a lo imaginario”[66][66].
Desde ese momento quedó enunciada la doctrina del movimiento; y ya no fue el hombre externo —completo y reflexivo— lo que se puso en juego, sino que, en lo sucesivo, se distinguiría al hombre interior, ése que en su intento por comunicar su alma con la naturaleza exaltaría las dimensiones de lo infinito. El genio romántico —a fuerza de querer franquear los límites de la razón común, y permitir la intrusión de lo fastasmático— planteó la vacilación del cerebro, y entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a caer).
De esta manera, nació un género literario que alcanzó un sorprendente desarrollo entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX: la “Ghost Story” que, junto a la novela gótica (de anterior data), sustituyeron a “[...] las groseras supersticiones por delicadas emociones artísticas”[67][67].
Asimismo, la organización de nuevas disciplinas científicas orientadas al estudio del hombre —tales como la antropología y el folklore— dirigieron sus arsenales metodológicos hacia las sociedades “primitivas” de distintas partes del mundo, rescatando del olvido mitos y leyendas populares que revelaban una relación con la muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el entorno occidental. Este mundo de los espíritus encontró, pues, en la leudante burguesía decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando conciliar las contradictorias dosis de espiritualismo y materialismo que esta clase social encarnaba.
El fenómeno espiritista —conocido desde tiempos antiguos, e interpretado de diferentes maneras según el entorno cultural— reapareció en el seno de la sociedad europea que, imbuida de positivismo, persiguió a los fantasmas armada con las leyes conocidas de la física. La preocupante obsesión por la supervivencia del alma —que había desvelado el sueño de más de un pensador clásico, como Pitágoras, Empédocles o Platón— dejó de ser, para muchos, un problema meramente filosófico, transformándose en uno propicio a ser demostrado científicamente por el materialismo. Los experimentos espiritistas —origen de la actual pseudo-ciencia llamada parapsicología— alinearon sus energías en la búsqueda de pruebas positivas, que creyeron encontrar en las melodramáticas sesiones espíritas celebradas en salones y cortes de todo Europa. En ellas, las almas desencarnadas de los muertos se comunicaban con los vivos por medio de golpes, martilleos sobre una mesa y materializaciones ectoplasmáticas[68][68]; queriendo con todo ello demostrar la supervivencia del Yo individual más allá de la muerte.
Allan Kardec (padre del espiritismo) y sus seguidores, sostuvieron que el ser humano estaba conformado por tres elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu, que unía a los dos primeros a manera de “mediador plástico” y que participaba de la naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced a este periespíritu, las almas de los desaparecidos podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la existencia, conservando una “semi-materialidad” fluida, de color, visible y palpable. Como puede observarse, el paradigma mecanicista —tan en boga por aquellos días— se aplicaba incluso en el Más Allá.
Los avances de la tecnología se pusieron a disposición de esta rejuvenecida “caza de espectros” y fue la fotografía —desarrollada a mediados del siglo pasado (XIX)— la que facilitó los medios para poder retratar a los fantasmas.
El daguerrotipo [1839] y posteriormente la máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte impacto en las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos inventos, la memoria y el recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte de una manera hasta entonces inédita; y la posibilidad de reconocer —mediante las fotografías— el aspecto físico de parientes y amigos muertos se alteró cualitativamente.
El tiempo quedaba atrapado en esas placas de acetato, y con ellas se robusteció aún más el individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro identificable. Un rostro que denunciaba —en los vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba —de los muertos— un retrato fiel, al que sólo los muy ricos habían accedido en el pasado (mediante la pintura / retrato y la escultura).
Las lápidas de los cementerios se adornaron con fotos (las típicas de forma oval); los álbumes familiares se transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo triunfante conservó de sí mismo —y de los otros— una imagen clara, diáfana y palpable. Lo mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la relación con la muerte a un plano más concreto, donde se descubrían las muertes propias (el cambio de aspecto a través de los años) y las ajenas. Así se difundió un renovado culto a los muertos y a los cementerios.
Las fotografías de supuestas apariciones espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes evidentes, un gran número de investigadores —y, por supuesto, la gente común— mantuvieron y defendieron férreamente la validez de la prueba. Incluso escritores que habían trasladado el tema al campo exclusivo de la literatura, prologaban sus novelas y cuentos argumentando que los fenómenos descriptos existían sin lugar a dudas; reconociendo que la ciencia y la filosofía aún no los había esclarecido. Ejemplo de tal credulidad tardía fue Sir Buldwer Lytton (1803-1873), quien con su obra, La Casa de los Espíritus (1859), pretendió cerrar filas junto a los grupos espiritistas.
Provistos de fotografías, de testimonios denominados directos, y enmarcados por un ámbito cultural que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y mujeres enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron sus esfuerzos en tratar de llevar el tema hacia el campo de la ciencia, alejándolo del ámbito de la leyenda folklórica y la superstición. Médicos, matemáticos, físicos, escritores de renombre y políticos de la era victoriana, propagaron decenas de teorías a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas. Muchos de ellos lucharon, también, por desacreditar la temática, denunciando y revelando notorios fraudes. Otros, mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus mentes abiertas a fenómenos que empezaban a ser denominados como paranormales (más allá de la normalidad). Finalmente, un grupo no reducido se transformó en fervientes defensores de la realidad objetiva de los espíritus.
DENUNCIANTES NOCTURNOS
El “fantasma victoriano”, exportado a distintas partes del mundo por los largos tentáculos de la sociedad burguesa del siglo XIX, refleja —como tantos otros productos de esa época— el entorno cultural que le dio origen.
Adoptados por la poesía, la novelística y aún por la heterodoxa “ciencia informal”, los relatos de aparecidos canalizaron la creciente necesidad de evasión a los problemas cotidianos (la explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la soledad, el desempleo, et), que el romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la literatura y otras manifestaciones del arte. Los fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y reflejaron al mismo tiempo una intención moralizante, que devino en una muy particular pedagogía del miedo.
A quedar desligados del Diablo, los fantasmas empezaron a teatralizar una escena dulce, nostálgica —aunque no exenta de problemas— que encuentra sus raíces en una manera nueva de conceptuar el sentido de familia y de muerte.
Si tenemos que hacer referencia a una institución exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo y epicentro de valores morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la familia (núcleo esencial del amor responsable en el universo del burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el “hogar dulce hogar” se convertiría no sólo en una potente catapulta para el individualismo, sino en el celoso guardián de los secretos familiares, siempre peligrosos de ventilar.
Organizada alrededor de un padre todopoderoso, los miembros de la familia —en especial las mujeres— tenían sus vidas afectivas hipotecadas por “el bien general del apellido”. Todo estaba reglado, controlado, medido. Pocas cosas podían dejarse al azar. Los potentados debían casarse con potentados, caso contrario el patrimonio y el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social y económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado desliz amoroso de alguien del grupo, las apariencias debían resguardarse, levantando un grueso muro de silencio y secretos.
También la presencia de un suicida, de un asesino o de un idiota en el árbol genealógico del apellido, era más que suficiente para que se tendiera sobre ellos un impermeable manto de olvido, resistente al chismorreo y el rumor.
Como alguien escribió:
“Si bien no toda familia es un asunto trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un asunto familiar” [69][69].
Y gran parte de ello queda ejemplificado en las numerosas historias de fantasmas que tienen una base argumental enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas, actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas (reales e imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus rondas nocturnas.
El “fantasma victoriano” se convierte así en una doble amenaza.
Por un lado, rompe con los límites racionales rígidos impuestos por las leyes positivas de la naturaleza; consiguiendo crear un estado emocional que es capaz de alcanzar el más sentido terror, por medio de extravagantes efectos de luz y escenas extrañas[70][70].
Por otro lado, tanto en la literatura como en la tradición oral, el fantasma decimonónico irrumpe fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo —lo no dicho—, al hacer público los secretos inconfesables de una familia.
Las apariciones piden, denuncian, exigen. Desenmascaran una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Este es quizás el motivo por el cual el concepto “fantasma” fue incorporado en algunas escuelas de psicología nacidas a fines de principios del XX.
Un aliado fiel a todas las historias de fantasmas ha sido —y es— el rumor.
Masivo, difuso, susceptible de ser realimentado —dada la transmisión en cadena que lo caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición muy especial para que surja la credulidad; ya que “conmueve y golpea en algún punto vulnerable al receptor, disminuyendo la capacidad de discriminación”[71][71] y haciendo de lo imposible algo probable y verdadero.
Presente en situaciones de crisis —ya sean, sociales o familiares—, la tradición oral encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la difusión y tergiversación de historias en la que descargar incertidumbres, envidias, celos e impotencia, producto de la angustia.
La mayoría de las leyendas de fantasmas reflejan esta situación. Con ellas, los sentimientos indefinidos recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados, enfrentados o publicados.
El fantasma que vaga eternamente en el universo material de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o atenciones espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios crímenes con lamentos y visiones espantosas, o el que manifiesta un dolor infinito por un amor prohibido o no correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del rumor. Por esta causa, los mencionados relatos de fantasmas fueron siempre bien aceptados por un público expectante de chismes e historias fantásticas.
El egoísmo materialista del espectro que se niega a abandonar el plano mundano y carnal de la existencia —y que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc)— es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad que hizo de las cosas materiales un símbolo de status e identidad personal, que ya la muerte no podía disolver. El hecho de que se conserven relatos que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de costumbre —corbatas, broches, sombreros, uniformes o tapados— es muy sintomático al respecto.
También un sobrenatural lazo afectivo une al fantasma con sus seres queridos cuando éste les advierte sobre peligros inminentes o demanda de ellos un recuerdo más sincero y fuerte[72][72]. Este temor al olvido —combatido en los cementerios por medio de la arquitectura y escultura funerarias— quedó plasmado en suntuosos panteones familiares, en los que –tras la muerte— todos volvían a reunirse.
Comúnmente, los rumores que circularon —y circulan— en torno de las apariciones poseen un denominador común ya tradicional: el dolor, la violencia y los actos vergonzantes —reprimidos y castigados por la sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles amarras, al espíritu a este mundo. No es de extrañar, pues, que las abadías, conventos e iglesias sean las que conserven historias de este tipo de historias tan cargadas de pecados y actos perversos.
La figura fantasmal de la monja que camina sollozando solitaria, expiando la culpa de un amor carnal prohibido por Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o la del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la señora local, debe pagar su pecado vagando por la nave principal de su capilla, “en las neblinosas noches de invierno”.
Damas de todos los colores —la “Dama de Azul”, la “Dama de Gris”, la “Dama de Blanco”, etc— ilustran el folklore de distintos rincones de Europa y América; y en casi todos los casos refieren historias de supuestos escándalos amorosos, seguidos de muerte. Tal es el caso del fantasma femenino que recorre los pasillos del castillo Muncaster, en el centro occidental de Inglaterra.
Al respecto, cuentan los lugareños que hacia 1822 una criada tuvo la osadía de enamorarse —¡y ser correspondida!— del propietario de la finca. El asesinato de la pobre niña en manos de matones nunca fue resuelto, ni los culpables identificados (lo que expresa el riesgo de alterar las rigurosos normas de endogamia clasista de la época). Según el folklore local, el espectro de la pobre infeliz continua reclamando justicia[73][73].
Interesar observar cómo historias de este tipo —gestadas la mayoría durante el siglo XIX— fueron transferidas a tiempos medievales, modernos, e incluso antiguos, otorgándoles a viejas tradiciones y rumores sobre fantasmas un romanticismo que, con toda seguridad, no tenían en sus orígenes. Así, pues, argumentos esencialmente victorianos fueron endosados —anacrónicamente— a historias, mansiones, castillos y parajes, supuestamente encantados. Conflictos, crímenes y dramas personales del pasado remoto fueron absorbidos, reinterpretados y tergiversados por el espíritu burgués de la Ghost Story y desde entonces, monjes medievales, aristócratas poderosos del renacimiento o burgueses del siglo XVII (y sus respectivas amantes), poblaron con sus fantasmas cientos de cuentos.
LUGARES ENCANTADOS
Todos los lugares poseen una doble dimensión. Una real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra imaginaria, en la que se advierten las huellas de potencias infernales o celestes que testimonian la presencia de los antepasados, de sus espíritus y recuerdos; definiendo así un espacio propio, cargado de historia, afectos y emociones. Visto de esta forma, un lugar es —en un cierto modo— una invención[76][76].
Esto es lo que llevado a que cosas que no han sido concebidas como fantásticas así lo parezcan; por ejemplo faros, castillos, monasterios, abadías y mansiones.
“Los arquitectos, constructores de fortalezas, se han propuesto hacerlas formidables y no encantadas” [77][77].
La tradición oral y escrita informa acerca de miles de sitios con estas características; sitios que van desde los ya mencionados —y construidos por el hombre— hasta bosques, cruces de caminos, cuevas, lagunas, montañas e incluso árboles embrujados. De todos ellos, quizás sea el bosque el que mantenga —desde hace más tiempo— el aspecto numinoso que referimos. Reductos del miedo y del peligro, los lugares boscosos suponían la presencia de hadas, genios, brujas y espectros aterradores que amenazaban la integridad física y moral de los hombres. Muchos cuentos infantiles de origen medieval testimonian lo dicho.
El romanticismo decimonónico retomó la posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo vetusto y lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que dieran con el tipo. Así, jardines abandonados o moradas desiertas se hallaron a disposición de los espíritus.
Enfrentándose a una arqueología materialista por definición, el imaginario romántico hizo de las ruinas sitios ideales donde poder elevarse y captar en concreto el evanescente paso del tiempo y la brevedad de la vida humana. Se resistió a ver sólo piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas, catalogadas— y transformó mentalmente a esos históricos monumentos en potenciales escenarios para tramas misteriosas, protagonizadas por legiones fantasmales.
La Torre de Londres vio aparecer entonces el alma en pena de Ana Bolena, decapitada por su esposo en el siglo XVI; o el espectro de Sir Walter Raleigh, injustamente condenado a prisión en el mismo siglo.
La Abadía Newstead congregó entre sus muros una media docena de fantasmas. Por ejemplo, el Temible Demonio Byron (supuesto tío del famoso escritor); una anónima Dama Blanca, que camina pensativa por la casa y un Fraile Negro, anunciador macabro de muertes cercanas. No podía faltar también el espectro de un perro que corre por los jardines, ladrándole a la luna.
En la zona sur de Inglaterra se levanta el Castillo Suadewy, hogar de una espectral Dama de Verde, asociada al fantasma de Catherine Parr, ex-esposa del rey Enrique VIII. Mucho más al norte —en Escocia—, el Castillo Hermitage testimonia su pasado de sadismo y horror a través de la historia del fantasma de un noble local, recordado por los asesinatos que supuestamente cometió durante el siglo XV. También en las Tierras Altas Escocesas, el Castillo Glamis posee un puñado de fantasmas: la Dama de Gris, el fantasma de Janet —esposa del VI Lord de Glamis— y la extraña figura que corre a través del parque, conocida familiarmente como “Jack the runner” (Juan el Corredor).
Historias prototípicas como estas abundan no sólo en Inglaterra, sino también en Francia, Alemania, España o Estados Unidos. De hecho no existe país que no posea sus lugares encantados.
Puede que cambie el escenario inmobiliario del drama, pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones de un mismo tema. Variaciones que, readaptadas al espacio urbano e industrial, testimonian una necesidad muy enraizada en el espíritu de los seres humanos.
Consecuentemente, ni las chimeneas humeantes del progreso, ni los abarrotados barrios obreros de las surgentes ciudades industriales, desplazaron del todo a los espectros de los muertos. Tampoco los espacios de sociabilización burguesa —levantados en pleno corazón de la city— exorcizaron a sus legendarias almas en pena. Así, el Teatro Royal —en Drury Lane, Londres— comenzó a encerrar en sus palcos y plateas al espectro de un hombre desconocido, vestido a la usanza del siglo XVIII, cuyas materializaciones siempre anunciaban un éxito de taquilla.
Cada uno de los muchos lugares encantados que acabamos de mencionar brevemente, son sólo una escueta muestra —arbitraria— de los miles que existen desperdigados en las más diversas geografías de Occidente[78][78].
La literatura nos ha acostumbrado a pensar en los fantasmas como en entes individuales, solitarios, que aparecen encantando mansiones y castillos; pero existen narraciones que refieren apariciones en gran escala, es decir, un “gran espectáculo grupal de espectros”. Generalmente, esta variedad folklórica está íntimamente relacionada con acontecimientos históricos —perfectamente fechados e identificados— de importancia regional o nacional.
En un siglo como el XIX, en donde el simbolismo nacionalista fue tan importante, no pudieron dejar de circular leyendas respecto de batallas fantasmales, vueltas a representar en fechas y momentos caros al incipiente sentimiento —¿fanatismo?— nacional. Así, las guerras civiles —como la inglesa o norteamericana, de las décadas de 1640 y 1860 respectivamente— se convirtieron en un sugerente caldo de cultivo de muchos relatos populares de fantasmas[79][79].
Testimonios de dolorosos enfrentamientos entre hermanos y símbolos de las contradicciones de las recién gestadas identidades colectivas, las batallas de Naseby —celebrada el 14 de junio de 1645, en Northamponshire—, la de Martoon Moor —del mismo año— o el choque armado en Edgehill —de 1642—, son ejemplos ya tradicionales de batallas inglesas en las que ejércitos espectrales escenifican el combate, en los antiguos escenarios del drama. De igual forma, en la localidad de Shiloh, Tennesse, Estados Unidos, la tradición oral sostiene que el sonido de armas de fuego, choques de sables, gritos y lamentos, se podían oír varios años después de celebrado el cruel enfrentamiento de abril de 1862 (y en el que 24.000 personas perdieron la vida).
Daniel Granada ha denominado a estos lugares como “sitios asombrados”, puesto que “sorprenden a la gente con los ruidos, voces y visiones con que las almas en pena se manifiestan”[80][80].
América del Sur —y el área rioplatense en particular— no están exentas de leyendas de este tipo, y un patrimonio intangible de ello son los versos siguientes, en los que José Hernández pone en boca del gaucho Martín Fierro la creencia popular que hemos tratado:
“En distintas direcciones
se oyen rumores inciertos
son las almas de los muertos
que nos piden oraciones” [81][81].
VOLVER CON EL ROSTRO MARCHITO
Un aspecto muy explotado por la literatura del siglo XIX —y que reflejaba el sentimiento de terror que flotaba en el ambiente— fue el del temor a ser enterrado vivo. Posiblemente nunca como en esa centuria, la angustiante y morbosa fantasía de despertarse en un féretro bajo tierra, impactó tanto el imaginario funerario de una sociedad. Y aunque nunca se probó que accidentes de ese tipo hubieran sido generalizados, los artículos periodísticos de la prensa amarilla difundieron el rumor, otorgándole la asiduidad que jamás tuvo.
Así, puestos en duda los diagnósticos médicos de los certificados de defunción, enfermedades como la catalepsia —productora de un estado de aletargamiento e inmovilidad del organismo, que se decía podía ser confundido con el óbito— agudizaron los temores y, por qué no, el ingenio decimonónico.
Fue un chambelán del zar de Rusia quien, inspirado en la obsesión de moda, lanzó al mercado europeo —hacia fines del siglo XIX— un aparato sencillo y eficiente.
“Era una caja herméticamente sellada con un tubo largo colocado en un agujero abierto en la tapa del ataúd en el instante de bajar éste a la tumba. Sobre el pecho del muerto se colocaba una bola de vidrio unida a un resorte que a su vez estaba conectado a la caja sellada. Al menor movimiento de la persona encerrada, el resorte abriría la tapa de la caja, de modo que la luz y el aire penetrarían en el ataúd enterrado. Al mismo tiempo se iniciaría una reacción en cadena digna de una novela de ciencia ficción. Una bandera se alzaba a más de un metro por encima de la caja; una campana sonaba durante treinta minutos; se encendía una bombilla eléctrica. El tubo, además de permitirle la entrada de oxígeno, servía de megáfono para ampliar la voz presuntamente débil del moribundo” [82][82].
El tema fue tratado por ciertas publicaciones médicas y el parlamento inglés, por ejemplo, estipuló como obligatoria una espera prudente entre la defunción y el entierro. Incluso se aconsejó que a aquellos que no podían comprarse un féretro con “sistema de alarma”, se les alquilara uno por un tiempo.
Como es de imaginar, fantasías tan morbosas no pudieron dejar de tener su correlato maravilloso, y numerosos relatos montaron tramas en las que el desesperado fantasma del enterrado-vivo, reclamaba venganza o ayuda.
Muertes prematuras o violentas suelen esconderse detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en especial cuando esos decesos impiden —o dejan inconclusos— rituales de especial significación social, tales como el casamiento o el bautismo.
En muchas localidades de Europa y América aún pueden escucharse historias de aparecidos en las que sus protagonistas son cónyuges muertos en el día del casamiento, o niños que atormentan a sus padres en reclamo de un sacramento que no alcanzaron a recibir. Idéntica suerte podían seguir los excomulgados, los suicidas o los que ahogaban en el mar. Toda una legión de infortunados a los que se les había negado un descanso bienaventurado, pasaron a los folklores locales siendo así aprovechados por el afán didáctico y moralizador de las instituciones religiosas.
HACIA UNA NUEVA INTERPRETACIÓN
“¿Ha tenido usted alguna vez, cuando creía estar completamente despierto, la impresión intensa de ver a un ser viviente o un objeto inanimado, de sentir su contacto o escuchar alguna voz, sin que hasta donde pueda descubrir, esta impresión de debiera a ninguna causa física exterior?”.
Esta pregunta, hecha en 1882, marca un punto de inflexión en el tratamiento que los fantasmas habían tenido hasta entonces.
Excluidos del ámbito científico por considerarlos productos de afiebradas fantasías histéricas, los espectros habían buscado un obligado exilio en la novelística, en la poesía y en el rumor local. El racionalismo los desechaba y todo aquel que los tomara en serio corría el riesgo de ser tachado de ignorante, oscurantista, y por lo tanto perder el prestigio entre sus colegas, vecinos y amigos.
El todopoderoso materialismo impregnaba las teorías que explicaban el funcionamiento del universo y en ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido, puesto que atentaban contra las posturas mecanicistas tan en boga. Pero hacia la década de 1880 una poco convencional organización irrumpió en la escena: la Sociedad para la Investigación Psíquica de Londres (SIP); germen de futuras asociaciones del mismo tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el estudio de la hoy llamada Parapsicología.
Típico producto de su tiempo, la SIP convocó en su seno a un heterogéneo grupo de personalidades, derivadas de distintos sectores de la intelectualidad británica —filósofos, físicos, médicos, escritores, etc—; quienes mezclaron sus inquietudes y opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época. De esta hibridación tan particular surgió un grupo de individuos que libraron un tensa batalla por oficializar la clase de fenómenos que empezaron a ser llamados preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue replantear —con un nuevo lenguaje— el problema de la existencia de los fantasmas, enfrentándose al bastión ortodoxo del materialismo mecanicista.
Sus fundadores, William Barrett (1845-1926), Frederic Myers (1843-1901) y Edmund Gurney (1847-1888), buscaron desacreditar las historias fraudulentas, combatieron a los embaucadores —los médium— y trataron de darle a sus proyectos de investigación una metodología guiada por la prudencia en las apreciaciones, la honestidad intelectual e incluso el escepticismo.
La primer publicación sobre “Apariciones” hecha por la SIP fue editada en 1894 y conocida bajo el título de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta, practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de 17.000 personas a las que se interrogó respecto de sus experiencias “alucinatorias”. Con esta denominación —alucinaciones— la Sociedad pretendió crear un espacio intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque en el fondo, su móvil último fuera probar objetivamente la posibilidad de supervivencia del alma después d la muerte—.
Con la encuesta hecha —y tras eliminar sueños y efectos inducidos por la ingestión de drogas— la SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que respondían a los fenómenos que se sugieren en la pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32 casos (1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo suficientes para dejar entreabierta la puerta que permitía el acceso a un universo fantasmal real[83][83].
El campo de lo paranormal empezaba a construir un espacio propio, controvertido y con el tiempo, bastante popular en ciertos ambientes[84][84].
El discurso parapsicológico introdujo un nuevo concepto —heredado del racionalismo del siglo XVIII— a través del cual las categorías de análisis —vigentes hasta las décadas de 1920 y 1930— se vieron profundamente modificadas.
Ahora era la mente, con sus insospechados poderes, la que pasaba a ocupar el lugar que antes había tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los productos derivados de ciertas aptitudes naturales en el hombre —tales como la telepatía, la precognición o la psicokinesia—[85][85].
El lenguaje tradicional —aquel derivado de lo religioso— fue desplazado por nuevas hipótesis, nacidas de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba la existencia de los fantasmas— les dio a los espectros soluciones teóricas más acordes con el cientificismo que pretendía alcanzar. Fue una renovada moda especulativa que puso el acento ya no en entidades independientes del testigo —el fantasma tradicional— sino en el testigo mismo. Las materializaciones y visiones pasaron a ser “proyecciones de la mente” de un ser vivo sobre la conciencia de otro ser vivo. Una especie de “fax telepático” que descartaba la posibilidad de un regreso desde el Más Allá y dejaba abierta la problemática de la supervivencia a otra disciplinas. Quizás el título de la encuesta mencionada denote un aspecto más del proceso de secularización, tan difundido durante el siglo XIX.
Es imposible negar la importancia que tuvieron la ciencia y la razón a lo largo de la centuria pasada (XIX), y si bien la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió enorme popularidad, no es menos cierto que generalmente se mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente minoritarias de la cultura occidental. Pero desde allí contrastaron de tal manera que sus heterogéneas explicaciones sobre el funcionamiento de la naturaleza, no pudieron dejar de advertirse —y por lo tanto, pasaron a ser duramente cuestionadas y combatidas—.
Fueron en los sectores aristocráticos y de burgueses acomodados de la “derecha política” en donde estos gustos esotéricos se afianzaron con más fuerza. Este hecho motivó que los fantasmas —y demás manifestaciones paranormales— fueran rechazados por los grupos obreros que, recientemente, se habían incorporado al ámbito del conocimiento (la llamada “aristocracia obrera” de la que saldrían los primeros sindicalitas de fuste) [86][86] .
En primer lugar habría que referir el extraordinario avance que la educación popular experimentó desde mediados del siglo XIX y principios del XX. Miles de miembros de la clase obrera tuvieron acceso a verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete certezas racionalistas, técnicas y teorías, que empezaban a ser puestas en dudas por ciertos sectores disconformes de la burguesía desencantada.
En segundo lugar, para el movimiento obrero alfabetizado la ciencia —enemiga de la superstición— se convirtió en una bandera de emancipación mental, y no titubearon en abrazar al socialismo científico propuesto por Carlos Marx, medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas no tenían un espacio reconocido y fueron muchos los que interpretaron la moda del espiritismo y sus derivados como un intento solapado de la burguesía decadente por reencausar a los trabajadores hacia la ignorancia y la credulidad.
Desde aquélla lejana época en que la SIP fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha agua bajo el puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX llevó a la creencia en fantasmas por caminos que el presente ensayo —por cuestiones de espacio— no puede abarcar. Lo cierto es que el derrotero señalado por aquellos primeros parapsicólogos marcó una huella profunda, y el subterfugio de racionalizar con argumentos irracionales las aparentes manifestaciones espectrales, se mantiene muy vigente.
La fantasmogénesis contemporánea habla hoy de “disgregaciones moleculares”, “ondas energéticas”, “materializaciones psíquicas” o “mundos paralelos”. Es otro lenguaje, pero que —como antaño— se ha difundido gracias a la literatura de divulgación, manteniendo al imaginario colectivo en los límites del pensamiento mágico.
Patrimonios intangibles de una cultura que oficialmente los niega, los fantasmas continúan entre nosotros, hermanados con la noche, los sitios abandonados y las reuniones en torno a un fogón. Mantienen viva la predilección por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras que desatiende la crítica científica para transformar una leyenda en un hecho aparentemente histórico supuestamente real, pero que de cuya existencia objetiva nunca tendremos prueba porque a ellos los llevamos dentro.
ALGUNAS CONCLUSIONES FINALES
¿Qué podemos rescatar de este recorrido teórico que hemos hecho? ¿Qué resultados son posibles exponer respecto de una “Historia de los fantasmas en el imaginario de Occidente?
Ante todo nos proponemos despejar las ideas esenciales que han guiado nuestro trabajo y aislar ciertas nociones dominantes.
4 El primer aspecto a recalcar es que el discurso referido a los fantasmas representa uno de los indicadores del gradual proceso de individuación que se dio en la sociedad occidental. A medida que la imagen del Yo individual se estructuró socialmente, nuestros visitantes de la noche adoptaron formas y aspectos identificables y claros. Incorporaron un rostro, incluso un cuerpo que —aunque etéreo— ocupaba un espacio propio, separado del resto del mundo y de las redes comunitarias en las que antiguamente se encontraba inmerso. Adquirieron una personalidad, vestimentas y hasta un honor individual que defendieron más allá de la muerte.
4 Los fantasmas fueron también fichas móviles en la conflictiva relación que occidente entabló con el dualismo Cuerpo / Alma. Incorporados y desechados, nos indican uno de los problemas existenciales más profundos y complejos de nuestra cultura. Resaltan los momentos en los que se intentó resolver la dicotomía dualista, materializándose o desvaneciéndose según las victorias que el alma o el cuerpo lograban conseguir.
4 Asimismo, nuestro devenir epistemológico se ve reflejado en esta historia de la creencia en fantasmas. El carácter de lo posible y de lo imposible —de lo real o de lo irreal— variaron con el tiempo, y en esas fluctuaciones, las fronteras levantadas por el conocimiento humano dejaron una veces dentro, otras fuera, de la realidad a las misteriosas entidades que nos ocupan. La fuerza o debilidad de los esquemas teóricos y paradigmas de la ortodoxia religiosa primero, y de la científica después, señalan la suerte que corrieron los fantasmas en las representaciones colectivas de una sociedad determinada.
4 La difusión y los cambios que experimentó la creencia en fantasmas dentro de las llamadas capas populares, evidencian el proceso aculturador que las elites dirigentes —laicas y religiosas— pusieron en práctica a través de la divulgación de textos —especialmente libros de Demonología— cuya incidencia en el imaginario colectivo determinó que los espíritus se satanizaran durante los siglos XVI y XVII. La Edad Moderna —con su intención moralizadora— inventó el miedo a los fantasmas.
4 También la creencia en fantasmas encuentra una clara relación con la construcción imaginaria de las llamadas “Geografías de Ultratumba” (Paraíso, Infierno, Purgatorio), y con las representaciones que la gente construyó del Más Allá.
4 Igualmente, los fantasmas pueden ser vistos como los principales arquitectos de nuestros miedos y angustias (históricamente elaboradas), a partir de la influyente visión racionalista, mecanicista y materialista del siglo XVIII, que hizo de la vida “una chispa entre dos nadas”.
4 Paralelamente, a partir del siglo XIX, los fantasmas testimonian —indirectamente— la necesidad de creer en algo. Muchas voces románticas y desesperadas levantaron sus tonos frente al escepticismo, convirtiéndose en los portaestandartes de la crítica al positivismo racionalista (que etiquetaba a todo argumento metafísico como superstición de ignorantes).
4 Ya en el mundo burgués de la época victoriana (siglo XIX), las historias de fantasmas encarnaron los prejuicios, temores y valores —públicos y privados— de la clase hegemónica. Y el aburguesamiento de los espectros —paralelo al de toda la sociedad— se propagó por todas las regiones del mundo en donde recalaron los buques del imperialismo europeo. Igual que la gripe, la viruela o la escarlatina, los fantasmas fueron siempre muy buenos marineros.
4 Finalmente, desde mediados del siglo XX, la creencia en fantasmas pareció combinar los elementos tradicionales de los relatos con novedosas especulaciones salidas de las tortuosas maquinaciones de disciplinas pseudocientíficas, de gran aceptación y lucrativos resultados en la actualidad. Pero esa es otra historia, cuyo análisis queda fuera del presente ensayo.
Profesor Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Abril de 1997.