sábado, 5 de noviembre de 2011

JORGE LUIS BORGES, PRÓLOGO AL LIBRO DE SUEÑOS






Jorge Luis Borges, Libro de sueños, 1976.

PRÓLOGO



         En un ensayo del Espectador (septiembre de 1712), recogido en este volumen, Joseph Addison ha observado que el alma humana, cuando sueña, desembaraza del cuerpo, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. Podemos agregar que es también el autor de la fábula que está viendo. Hay lugares análogos de Petronio y de don Luis de Góngora.

Una lectura literal de la metáfora de Addison podría conducirnos a la tesis, peligrosamente atractiva, de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios. Esa curiosa tesis, que nada nos cuesta aprobar para la buena ejecución de este prólogo y para la lectura del texto, podría justificar la composición de una historia general de los sueños y de su influjo sobre las letras. Este misceláneo volumen, compilado para el esparcimiento del curioso lector, ofrecería algunos materiales. Esa hipotética historia exploraría la evolución y ramificación de tan antiguo género desde los sueños proféticos del Oriente hasta los alegóricos y satíricos de la Edad Media y los puros juegos de Carroll y Franz Kafka. Separaría, desde luego, los sueños inventados por el sueño y los sueños inventados por la vigilia.

Este libro de sueños que los lectores volverán a soñar abarca sueños de la noche –los que yo firmo, por ejemplo–,  sueños del día, que son un ejercicio voluntario de nuestra mente, y otros de raigambre perdida: digamos, el Sueño anglosajón de la Cruz.

El sexto libro de la Eneida sigue una tradición de la Odisea y declara que son dos de las puertas divinas por las que nos llegan los sueños: la de marfil, que es la de los sueños falaces, y la de cuerno, que es la de los sueños proféticos. Dados los materiales elegidos, diríase que el poeta ha sentido de una manera oscura que los sueños que se anticipan al porvenir son menos preciosos que los falaces, que son una espontánea invención del hombre que duerme.

Hay un tipo de sueño que merece nuestra singular atención. Me refiero a la pesadilla, que lleva en inglés el nombre de nightmare o yegua de la noche, voz que sugirió a Víctor Hugo la metáfora de Cheval noir de la nuit, pero que, según los etimólogos, equivale a ficción o fábula de la noche. Alp, su nombre alemán, alude al íncubo que oprime al soñador y que le impone horrendas imágenes. Ephialtes, que es el término griego, procede de una superstición análoga.

Coleridge dejó escrito que las imágenes de la vigilia inspiran sentimientos, en tanto que en el sueño los sentimientos inspiran las imágenes. (¿Qué sentimiento misterioso y complejo le habrá dictado el Kubla Khan, que fue don de un sueño?) Si un tigre entrara en este cuarto sentiríamos miedo; si sentimos miedo en el sueño, engendramos un tigre. Ésta sería la razón visionaria de nuestra alarma. He dicho un tigre, pero como el miedo precede a la aparición improvisada para entenderlo, podemos proyectar el horror sobre una figura cualquiera, que en la vigilia no es necesariamente horrorosa. Un busto de mármol, un sótano, la otra cara de la moneda, un espejo. No hay una sola forma en el universo que no pueda contaminarse de horror. De ahí, tal vez, el peculiar sabor de la pesadilla, que es muy diversa del espanto y de los espantos que es capaz de inflingirlos la realidad. Las naciones germánicas parecen haber sido más sensibles a ese vago acecho del mal que las de linaje latino; recordemos las voces intraducibles eery, weird, uncanny, unheimlich. Cada lengua produce lo que precisa.

El arte de la noche ha ido penetrando en el arte del día. La invasión ha durado siglos; el doliente reino de la Comedia no es una pesadilla, salvo quizá en el canto cuarto, de reprimido malestar; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La lección de la noche no ha sido fácil. Los sueños de Quevedo parecen la obra de un hombre que no hubiera soñado nunca, como esa gente cimeriana mencionada por Plinio. Después vendrán los otros. El influjo de la noche y del día será recíproco; Beckford y De Quincey, Henry Jamens y Poe, tiene su raíz en la pesadilla y suelen perturbar nuestras noches. No es improbable que mitologías y religiones tengan un origen análogo.

Quiero dejar escrita mi gratitud a Roy Bartholomew, sin cuyo estudioso fervor me hubiera sido imposible componer este libro.

J. L. B.
Buenos Aires, 27 de octubre de 1975