miércoles, 16 de noviembre de 2011

ALQUIMIA Y MEDICINA - ALEXANDER VON BERNUS, III PARTE






RELACIONES ALQUIMICAS


Pues es preciso que lejos, lejos viaje
Por mar y países vagabundos,
El que busca los viejos montes
Donde se encuentra la Piedra de los Sabios...


Las incomprensiones de la crítica moderna


Desde aproximadamente siglo y medio, los trabajos consagrados al estudio de las civilizaciones descuidan completamente una concep­ción del mundo que ha determinado sin embargo en grandísima medi­da, durante toda la antigüedad pagana y la época cristiana, hasta el Siglo de las Luces, no solamente el pensamiento y la actitud científi­cas, sino también las fuerzas creadoras que se expresan en las artes y los mitos de los pueblos cuya importancia fue precisamente dominan­te en cada uno de los períodos considerados. Toda la vida cultural de estos pueblos reposa sobre esta visión del universo que toma su origen en relaciones cosmológicas vivientes, y que ha dado nacimiento a una doctrina habitualmente designada por el término de alquimia. Esta omisión esencial pasa en nuestros días todavía desapercibida. La in­capacidad de captar un momento tan importante para la evolución de la humanidad se explica por la pérdida progresiva de la religión, pérdida que encuentra su expresión en las tendencias positivistas, superficiales, que se manifiestan en la Europa occidental desde fines del siglo XVIII.

Nadie discute que, para comprender la situación de la humanidad presente, se debe tomar en consideración la concepción moderna del mundo, determinada por los conocimientos físicos y biológicos; del mismo modo es indispensable a quien quiera comprender al hombre de las civilizaciones anteriores, conocer su propia concepción del mun­do. Pero, para acercarse a este dominio, se requiere ante todo poseer un espíritu abierto, capaz de penetrar en las esferas de la experiencia alquímica; pues no se trata de una disciplina en el sentido actual de la palabra, condicionada por la época, y cuyo contenido cambiaría al agrado de las nuevas adquisiciones científicas. La alquimia no es el an­cestro de las ciencias modernas, como lo proclaman generalmente los manuales de enseñanza; ella es la consciencia de una solidaridad cos­mogenética, fundada sobre una profunda intuición religiosa. Cualquier otro aspecto es falso y superficial. Razón de más para intentar volver a sacar a la luz esta visión del mundo.

En todos los escritos modernos, publicados en el curso de los ochenta últimos años, que estudian el tema desde el punto de vista histórico o por relación al objeto mismo de la alquimia, se encuentra siempre el mismo punto de partida erróneo, bien característico de la mentalidad materialista limitada de nuestra época. A los ojos de todos los autores, la aspiración de los alquimistas se limita a querer realizar la transmutación de los metales viles, para llevarlos al estado regio del oro, pasando por la etapa más noble de la plata, y ello por medio de la piedra filosofal ‑lapis philosophorum‑ que posee, gracias al principio generador que encierra, no solamente el poder de transmutar los meta­les, sino también el de curar todas las enfermedades, de hacer retroce­der los límites de la existencia humana mucho más allá de las fronte­ras asignadas por la naturaleza, y de mantener al hombre en la condi­ción regia de la juventud. Oro y juventud inagotables: ¿qué más hace falta para regocijarse de fortuna sobre la tierra? Pero el árbol del cono­cimiento se erige delante del árbol de la vida, y todos los que lo han buscado para conseguir un fin terrestre han cosechado luego siempre la muerte sobre sus ramas. . . Sin embargo, el deseo de ser "como Dios" es también terrestre, y el Adepto sabe demasiado bien de dónde vienen los cuatro ríos del Paraíso.

Los comentaristas modernos de la alquimia han debido contentar­se con un comercio bien superficial con las obras de los maestros: ¿cómo explicar de otro modo que no hayan advertido que los escritos auténticos (para reconocerlos, hay que haber adquirido, es verdad, una larga familiaridad con el tema) no comienzan por lo general por alguna parábola destinada a servir de introducción a los procedimientos al­químicos? Estas obras comienzan siempre por una alusión al origen es­piritual de las revelaciones ofrecidas en las páginas que siguen, bajo una fórmula más o menos simbólica, al lector suficientemente avanza­do sobre el camino de la iniciación para haber ya alcanzado los accesos del templo hermético; revelaciones que le guiarán en‑este laberinto de la confusión: ¡el verdadero hilo de Ariadna!


Contexto iniciático de la alquimia


Para ilustrar lo que acabamos de decir añadamos a los textos ya citados en el primer capítulo de esta obra, un ejemplo sacado de la obra de un Adepto auténtico, a quien la Casa de Sajonia debe su fortu­na en la segunda mitad del siglo XVI. Sebald Schwaerzer comienza así su manuscrito titulado De la preparación verdadera de la piedra filoso­fal (Von der wahrhaftigen Bereitung des philosophischen Steines):

"et secula seculorum, Amén:
in secula seculorum, Amén:

El día de San Miguel del año 1584 he comenzado a escribir este gran secreto de la transformación maravillosa de los metales y de la notable revelación del Dios supremo, que el Dios todopoderoso me ha revelado por medios maravillosos. Es por esto que loo, venero y agradezco a Dios eterno y todopoderoso y a nuestro Salvador Jesucris­to, así como al Espíritu Santo, haberme revelado, a mí, pobre peca­dor, un secreto y un misterio tan grande, que permanecerá todavía oculto a los ojos del impío y no se manifestará nunca a la luz del día. Dios supremo y todopoderoso lo tiene entre sus manos y lo da a quien le place. Pues si la cosa es pequeña y mediocre en sí misma, está sin embargo constituida de tal modo que si el mundo viniese a encontrar­la o a recibirla, no la comprendería o la tendría por increíble o incluso imposible. Algunos la menosprecian, ora por una razón, ora por la otra, o incluso Dios les impide conocerla. Todo ello es y debe ser, como lo son todos los otros de sus dones, un don particular de Dios. "

Un preludio así no constituye simplemente la expresión de una fraseología corriente en la época, como se la encuentra tan a menudo en los prefacios de las disertaciones sobre la naturaleza y de los trata­dos filosófico‑teológicos. Proclama más bien con nitidez que la obra se funda sobre conocimientos adquiridos por una iniciación esotérica cristiana. Y este prólogo se encuentra en casi todos los escritos alquí­micos y rosacruces auténticos. Expresado en el lenguaje del tiempo, significa esto: un iniciado habla al discípulo. Y cuando la alusión falta al comienzo, se la encuentra de nuevo ciertamente en algún otro lugar del libro. Es en el mismo estilo y en el mantenimiento de esta alusión, que se reconoce formalmente una obra auténtica de alquimia. Los in­nombrables aventureros, charlatanes y falsificadores de moneda espa­gíricos no han dejado de servirse del mismo lenguaje, para dar a sus elucubraciones alquímicas las apariencias de la verdad y del mérito; mas por poco que se posea un oído lo bastante fino, es fácil distinguir al auténtico del falso, el verdadero del tramposo, incluso si se descuida el contenido material que ‑comenzando por la Tabla de Esmeralda­ está lejos de representar para el iniciado un libro de siete sellos. Así, en su libro clarísimo, bien que positivista en su espíritu, aparecido en 1915 en Leipzig, bajo el título La piedra filosofal y el arte de hacer el oro (Der Stein der Weisen und die Kunst Gold zu machen), Willy Bein ha tenido perfectamente razón de señalar el carácter incomprensible del lenguaje simbólico del que se sirven los alquimistas. Como contra­partida, la desaprobación más o menos pronunciada que se encuentra con este motivo en casi todas las obras modernas consagradas a la al­quimia está perfectamente injustificada, ya que se deriva de premisas enteramente falsas.

 Los adeptos nunca han tenido la intención de su­ministrar a sus contemporáneos, y menos aún a los sabios modernos, recetas fáciles para la transmutación de los metales viles en oro, con la ayuda de la piedra filosofal. Repitámoslo: todos los escritos alquími­cos verdaderos son guías a la intención de los que conocen ya el cami­no y han recorrido algunas etapas de él. Son obras iniciáticas cuyo acceso permanecerá siempre cerrado al profano, si no posee la llave "que abre y no deja a nadie fuera, que cierra y no deja entrar a na­die". . . Y si posee esta llave, ya esta iniciado.

Se ve a menudo en las alegorías alquímicas la imagen de un hom­bre con los ojos vendados que persigue una liebre en el vano esfuerzo de capturarla. Este es el símbolo del profano que no ha sido llamado y que yerra inútilmente por los aledaños del templo hermético: Se tra­ta de la verdadera "liebre de Pascua" del folklore de la Europa central que pone, para quien sabe cómo atraparla, los verdaderos huevos ne­gros‑blanco‑rojos, y algunas veces incluso huevos de oro.

Se ve pues que en el trasfondo de la alquimia se encuentra la ini­ciación, una enseñanza esotérica milenaria que se remonta hasta la An­tigüedad pagana, al sentimiento de solidaridad cósmica de la concien­cia egipcia, caldea y griega, para penetrar a continuación en el mundo occidental, por el intermedio de la civilización árabe. En Occidente, esta enseñanza será teñida de cristianismo y devendrá el misterio del Grial.
La idea de la transformación se encuentra, ciertamente, en el cen­tro de la iniciación alquímica; no se trata, sin embargo, de la transfor­mación de los metales, sino de un proceso místico de transmutación interior, del que el fenómeno físico‑químico de la transformación me­tálica no es más que una manifestación devenida visible y real en el mundo de la materia. Es en esto que piensan los verdaderos Adeptos cuando afirman que la piedra filosofal no es obtenida más que por quien ya la ha realizado en sí mismo: "Acumulad primero bienes en el cielo, y todas estas cosas os serán dadas por añadidura."


El error de C.G. Jung


En lo que concierne al aspecto metafísico de la alquimia en tanto que proceso psicológico y experiencia iniciática, ya hemos tenido oca­sión de señalar la contribución original del profesor C. G. Jung en su obra Psicología y Alquimia. El gran sabio fue el primero en proclamar con este motivo hechos extremadamente importantes e instructivos para la investigación psicológica. La analogía entre los objetivos de la obra alquímica y las concepciones fundamentales del cristianismo, pa­rece, ciertamente, evidente a quien está familiarizado con el tema. Bas­te pensar en Jacob Boelime. Sin embargo, el buscador suizo aporta un material considerable, y el hecho mismo de que un sabio de la repu­tación de Jung haga por primera vez de la alquimia el objeto de un estu­dio de psicología científica equivale a la rehabilitación, al menos sobre un plano, de esta alquimia tan largo tiempo menospreciada por la cien­cia moderna que la descartaba con un levantamiento de hombros, no queriendo reconocer en ella sino una etapa primitiva de la química moderna. Incluso si se está lejos de aceptar todos los resultados de las investigaciones jungianas, el libro, con el rico material iconográfico, en parte muy raro, que contiene, representa ‑para la elucidación de las formas de experiencias psíquicas en sus relaciones con la alquimia una obra de referencia fundamental para toda investigación psicológi­ca futura.
Como hemos dicho en el primer capítulo de este libro, Jung, sin embargo, no ha conseguido sobrepasar el plano psicológico. Ha perma­necido prisionero de los prejuicios de nuestro tiempo, y no ha recono­cido que a la transmutación operada en el crisol del alma corresponde otra transmutación que se efectúa en el dominio de la materia. Se puede uno preguntar, ante el perentorio rehúse a toda posibilidad de transmutación, tal como se encuentra en el pasaje ya citado de Psico­logía y alquimia [1], si Jung no participa de la opinión corriente que quiere que los ingenuos maestros hayan sido las víctimas de una ilu­sión, creyendo obtener oro cuando no se trataba más que de aleaciones.

En ello pues reconozco al sabio Maestro:
Lo que no tocáis está a cien leguas de vos,
Lo que no se puede coger por todos los puntos se os escapa,
Lo que no contáis no es verdadero según vos,
Lo que no pesáis no tiene peso alguno para vos,
Lo que no acuñáis es moneda sin valor.

(Goethe, Fausto II)


El desdén y la incomprensión de los sabios modernos con res­pecto al aspecto metafísico esencial que está en el centro de la vi­sión cósmica de los alquimistas, su ignorancia de la eficacia teórica o práctica de la alquimia, les conducen necesariamente a negar las transmutaciones mejor atestiguadas. Por otra parte, la suficiencia mis­ma de la ciencia actual la impide reconocer a los adeptos la ventaja de haber poseído un arte cuya maestría les es rehusada. Mas, ya que C.G. Jung conocía este aspecto cosmogenético fundamental, se esta­ba en derecho de esperar una actitud más positiva de su parte, aunque no fuera más que por la experiencia interior que habría debido escla­recerle: lo que está arriba es como lo que está abajo.

Testimonios dignos de fe


Si la ciencia moderna califica de error, de locura, de quimera o, en el mejor de los casos, de ilusión, el testimonio de tantos grandes maes­tros que proclaman la existencia real de la piedra filosofal y la posibili­dad de llevar a cabo la transmutación de los metales ‑que no niegan por otra parte haber efectuado ellos mismos‑ si la elevada cultura y el valor moral de hombres corno Santo Tomás de Aquino, Alberto Mag­no, Arnaldo de Villanova, Roberto Fludd y otros no bastan para arrancar la convicción de los sabios de nuestro tiempo, al menos debe­rían tener en cuenta toda una serie de transmutaciones cuya realidad histórica es corroborada por testimonios irrefutables. Nos contentare­mos con referir un solo relato entre muchos otros. Está tomado de la obra ya citada de Schmieder: Historia de la alquimia.
Juan‑Bautista Van Helmont, el ilustre médico holandés y una de las luces de la ciencia del siglo XVII, recibió un día la visita de un des­conocido que no tenía, por toda recomendación, más que su profundo saber. La entrevista condujo a la alquimia y, en el momento de despe­dirse, el visitante ofreció a su anfitrión un cuarto de grano de la piedra filosofal. Van Helmont intentó pronto la experiencia ‑que tuvo éxi­to. A partir de este día, el gran sabio devino un partidario convencido de la alquimia, como lo testimonia claramente y de una forma repeti­da en sus obras.
Van Helmont escribe:

"Este polvo que hace oro, lo he tenido entre las manos algunas ve­ces, y he visto con mis propios ojos cómo transformaba realmente el mercurio del comercio, y había miles de veces más de mercurio que de polvo para transformar en oro. Era un polvo pesado, de un color de azafrán, brillante como el vidrio groseramente molido. Se me dio una vez un cuarto de grano. Para evitar que se desparramase envolví este polvo en cera de lacrar quitada de una carta, y proyecté la pequeña bola sobre una libra de mercurio recientemente comprado que acababa de calentar en un crisol. El metal líquido se fijó instantáneamente con al­gún ruido y se retrajo en una masa compacta, bien que hubo sido ca­lentado a una temperatura en la que el plomo no estaría solidificado. Activé entonces el fuego con la ayuda de un fuelle, y la substancia se licuó de nuevo. Cuando la hube vertido, obtuve el oro más puro, de un peso de ocho onzas. Una parte de este polvo habrá pues transfor­mado, en verdadero oro, 19.186 partes de un metal impuro, volátil y destruible por el fuego. "

Dice además:

"He visto algunas veces este polvo. Proyecté de él un cuarto de grano envuelto en un papel, sobre ocho onzas de mercurio calentado en un crisol, y el mercurio se congeló instantáneamente con algún rui­do y se coaguló como la cera amarilla. Tras haberlo fundido de nuevo con el fuelle, encontré el oro más puro, ocho onzas menos once granos."

Y finalmente:

"Estoy obligado a creer que existe una piedra que hace oro y pla­ta, pues yo he hecho muchas veces la proyección con mis propias ma­nos, con un grano de polvo sobre muchos miles de granos de mercurio caliente; y, para gran sorpresa de numerosas personas que han asistido a la experiencia, las cosas han pasado en el fuego tal como está escrito en los libros."

El adepto desconocido que recorría entonces Europa en todos los, sentidos, para testimoniar la verdad alquímica, no podía ser otro que Ireneo Filaleteo. No es sorprendente que haya rendido visita a un hombre como Van Helmont, cuya palabra tenía peso y debía arrancar la convicción de sus contemporáneos. El maestro no se equivocó, por otra parte, pues la intervención de Van Helmont en favor de la alqui­mia hizo mucho ruido en la época.

La autoridad de Van Helmont garantiza la seriedad del testimonio que trae en favor de la transmutación efectuada con sus propias ma­nos. Y se pueden multiplicar los ejemplos de igual importancia que se rechazan, todos, sin embargo, bajo pretexto de ignorancia, de superstición o de engaño. Pero se podría negar con la misma razón cualquier hecho histórico, y pretender que se trata de invención pura. Tanto en un caso como en el otro, la confirmación de los hechos no está subor­dinada a los testimonios contemporáneos, ya que muy pocos aconte­cimientos han tenido repercusiones suficientes paró permitirnos todavía hoy en día probar en detalle que las cosas han pasado de tal o cual manera. La situación es pues la misma, pero se tiene la costumbre de encontrar creíbles y de aceptar con toda naturalidad los relatos histó­ricos de guerras, de tratados rotos, de violencias y de opresiones, mien­tras que se recusan testimonios igual de numerosos y dignos de fe cuando se cuestiona la realidad comprobada de las transmutaciones metálicas, y ello únicamente porque se trata de una operación que su­pera un poco a la ciencia actual.


Transmutaciones atómicas y transmutaciones alquímicas



Y no es que la ciencia niegue todavía la posibilidad de la transmu­tación. ¡Bien al contrario! Los autores modernos repiten hasta la sa­ciedad que "los sueños de los alquimistas comienzan por fin a reali­zarse". Así, Harry. Schimidt, en el último capítulo de su obra Problemas de la química moderna (Probleme der modernen Chemie; Hamburgo): "Una cosa es desde ahora cierta; los sueños de los alquimistas ya no están prohibidos. Podemos abandonarnos a su encanto con la esperan­za bien fundada de que acabaremos por encontrar la vía que nos con­ducirá con certeza desde el plomo hasta el oro más puro. . ." O también Willy Bein, en su libro ya citado:

"Se tiene derecho a preguntar cómo es que tantos espíritus cul­tivados y prácticos han podido comprometerse en una empresa tan vana. ¿Qué hay de verdad en todo ello? La unidad de la materia. Es­ta concepción, enunciada por tres maestros de la investigación cientí­fica ‑Faraday, Helmholtz y Kékulé‑ y oscuramente entrevista por los alquimistas, es hoy en día adoptada por la ciencia: se ha reconocido poco a poco que existen relaciones entre los ochenta elementos quí­micos y se ha elucidado progresivamente la naturaleza de estas relacio­nes. Estos elementos están reunidos en el `sistema periódico' Para su estudio de la luz proveniente de las estrellas más calientes, Lockyer ha hecho probable la hipótesis según la cual los elementos habrían po­dido nacer los unos de los otros, al menos en ciertas épocas geológi­cas. En nuestros días, se ha podido realizar esta transformación sobre la tierra, como consecuencia de los trabajos de Roentgen, de Becque­rel, y de Pierre y Marie Curie sobre la radioactividad. Incluso la mate­ria original se ha descubierto. Se trata de la electricidad negativa que, en tanto que, cuerpo químico, posee una estructura atómica, sus átomos son los electrones, y se conocen su masa y su velocidad... "

Citemos finalmente una declaración de lord Ramsey (Essays, Londes, 1908):

"Ya que el radio libera, en el curso de su desintegración espontá­nea, enormes cantidades de energía, está permitido concluir de ello que si se consiguiese hacer absorber grandes cantidades de energía por los elementos ordinarios, éstos sufrirían modificaciones que, en lugar de ser destructivas, serían por el contrario constructivas. Si los ra­yos β suministran estas enormes cantidades de energía... y si se averi­guase que las formas particulares de estas nuevas substancias dependen de los elementos que emiten los rayos β, entonces la transmutación de los elementos no aparecería ya como un sueño absurdo y la piedra filo­sofal se habría descubierto. Y no es imposible que se realizase al mis­mo tiempo el elixir de la larga vida, este otro sueño de los filósofos de la Edad Media. En efecto, la actividad de las células vivientes depende también de la naturaleza de la energía que encierran. ¿Podemos pre­tender entonces que sería imposible influenciarlas si se viniese a descu­brir el medio de aportarlas energía y de orientarlas?. . . "


Estas líneas fueron escritas en los primeros años del siglo. Hemos penetrado después en el dominio de la química estelar. Con ocasión del cincuentenario del famoso informe sobre el descubrimiento de la radiactividad, presentado a la Academia de las Ciencias de París, el 6 de marzo de 1896, por Henri Becquerel, Joliot‑Curie ‑a quien se debe el descubrimiento de la radioactividad artificial‑ declaró en su discurso pronunciado en octubre de 1946:


"Los hombres que supieron producir el fuego realizaron sin duda la inmensa importancia de este acontecimiento para la mejora de sus condiciones de existencia, principalmente en lo que concierne a su alimentación y a su seguridad frente a una naturaleza hostil. Pero el es­tado de sus conocimientos no podía permitirles imaginar toda la am­plitud de esta conquista como fuente de energía para hacer‑funcionar las máquinas de vapor, las turbinas, las grandes centrales termoeléc­tricas.
"Es con razón que decimos hoy en día que la conquista del fuego ha abierto un nuevo capítulo en la historia de la civilización.
"Recientemente el hombre ha aprendido a liberar cantidades de energía considerables contenidas en el núcleo del átomo, y tenemos la convicción da unidad ha entrado en una nueva era. Sin em­bargo, a pesar del estado más avanzado de nuestros conocimientos, nos encontramos en una situación análoga a la de los primeros hom­bres que supieron producir el fuego sin poder precisar todo el alcance de su conquista.
"Imaginamos ya aplicaciones muy importantes de estas nuevas fuentes de energía, pero esto es sin duda bien poco frente a todas las que serán permitidas gracias al acrecentamiento de nuestros conoci­mientos en general. "

Está fuera de toda duda que la física atómica ha alcanzado un gra­do de desarrollo que abre una nueva época, en el sentido propio del término. Dependerá de la humanidad misma hacer que esta época ‑que la da un dominio siempre creciente de las fuerzas elementarias de la naturaleza‑ la aporte la salvación o la destrucción. Las potencias de las tinieblas que, tomando posesión de las almas, han preparado y llevado a cabo el funesto destino de nuestro tiempo, no cesarán nunca en sus esfuerzos por desencadenar nuevas desgracias hasta lo irrepara­ble. Aquellos que ponen una inteligencia cada vez más aguda al servi­cio del demonio de la materia, verán sus caminos separarse cada vez más netamente de los que escuchan ya la voz del Angel del Apocalipsis.

Los maestros que han sabido desde siempre de alguna manera las cosas que se iban a desarrollar tenían, pues, alguna razón de recubrir con un velo de obscuridad el secreto de la preparación de la piedra fi­losofal; pues se trata del árbol de la vida, que mantiene intactas toda­vía toda la salud y toda la maldición del Paraíso...
          La transmutación de un metal en otro no aparece ya como el pro­blema insoluble por excelencia, el sueño absurdo, unánimemente re­chazado por la ciencia hasta fines del siglo último, pese a las objecio­nes de Schleich y de Strindberg. Esta actitud dogmática está superada desde hace largo tiempo. Y, sin embargo, la misma ciencia moderna, que admite el principio de la transmutación y que ha aportado la prue­ba de ella por el estudio de la radioactividad, no tiene más que una sonrisa desdeñosa cuando se le plantea la cuestión de saber si los ver­daderos alquimistas no habrán conocido otra vía, y si no la habrán se­guido efectivamente para obtener el mismo resultado. Uno no se des­carga del problema por una actitud tan estrecha. Los testimonios de los maestros y de los adeptos que atestiguan la realidad de las trans­mutaciones que han llevado a cabo ellos mismos, son demasiado netos; sus declaraciones están demasiado impresas del amor a la verdad; su buena fe no puede ser puesta en duda más que por una época como la nuestra, que ha perdido completamente la sensibilidad por la substan­cia y las vibraciones de la palabra expresada, y que no tiene ya siquiera órgano para distinguir el acento del falso y el tono de la veracidad. Si los autores de los tratados alquímicos mienten noventa y nueve veces, ello no quiere decir que las aseguraciones del centésimo no expresen la palabra verdadera de un Adepto. Lo que decide en el empate es el tono del lenguaje verídico, el acento incontestable de la sinceridad. Que nuestra época haya perdido la facultad de hacer esta distinción puede devenirla fatal sobre toda la línea. ¡Pues lo que importa, aquí como en otras partes, es el sentido profundo de la responsabilidad con respecto a cada palabra escrita o pronunciada! "No es lo que entra por la boca del hombre lo que le ensucia, sino lo que sale de él; he ahí lo que ensucia al hombre." Los maestros verdaderos que han dado testi­monio en favor de la piedra filosofal han tenido esta conciencia sagra­da, y es por esto que su atestiguación es verdadera e inatacable.



Conocimientos metálicos muy avanzados de los Antiguos



"Ellos eran quizá sinceros", replican los sofistas de la ciencia ac­tual. "La ciencia de su tiempo estaba todavía en la infancia y podían bien creer que efectuaban transmutaciones cuando en realidad no ob­tenían más que aleaciones. Eran las víctimas de una ilusión, y si hu­biesen tenido nuestro nivel de conocimiento científico, ellos hubiesen sido los primeros en reírse de sus propias supersticiones." Una con­cepción tan necia y tan desprovista de lógica conduce efectivamen­te a sonreírse. Sin considerar siquiera que el medio de ensayar el oro era bien conocido desde la más alta antigüedad (¿se imagina que los faraones, el rey Salomón y, más tarde, los emperadores romanos, se habrían hecho pagar en aleaciones el tributo de sus provincias?), se puede aprender en cualquier historia de la química y de la alquimia que una metalurgia perfectamente desarrollada existía tres mil años antes de nuestra era, e incluso antes, en Egipto, y que el afinado y la separación de los metales se practicaba corrientemente en numerosos países civilizados, hace cinco o seis mil años; se debía pues ser capaz de distinguir las aleaciones de los metales puros. Se lee a este respec­to en la obra, citada ya numerosas veces, de Willy Bein:

"Los resultados de numerosas excavaciones demuestran que la preparación de los metales puros era conocida desde la época prehistó­rica. Se encuentra cobre puro desde el año 3500 antes de nuestra era. Es pues apenas sorprendente constatar que una estatua de Ramsés II, que data del siglo XIII antes de J.C., está hecha en cobre exento de arsénico. La mezcla de estaño y de cobre, bajo forma de latón, se en­cuentra hacia el 1900 a. de J.C. El plomo es conocido al menos desde los Ramessidas. Se encuentra mercurio en los fragmentos que provie­nen de tumbas que datan del 2000 a. de J.C. Se encuentra bismuto y antimonio metálicos, en la misma época, en Asiria y en Japón. Entre las aleaciones, el asem, una aleación de oro y de plata, juega un rol particularmente importante. La acción del mercurio sobre el oro no parece haber sido más desconocida. Las excavaciones egipcias y micénicas que datan de las invasiones dóricas nos revelan la existencia de aleaciones de plomo, de magníficos esmaltes y de otras substancias cu­ya preparación supone conocimientos técnicos y químicos muy avan­zados. Además de los sulfuros de antimonio y de arsénico, los egip­cios conocían los sulfuros de plomo y de mercurio, el minio [2] y el cinabrio, tan importantes para la alquimia de las épocas posteriores, El famoso papiro de Ebers, que data del 1550 a. de J.C. contiene in­numerables procedimientos técnicos que presuponen una tradición transmitida desde muchas generaciones. En los templos que albergan los talleres en los que se creaban las preciosas imágenes de los reyes y de los dioses, y particularmente en el templo de Edfú, se practica­ban las artes industriales incluso en la época alejandrina. Los miem­bros de una sociedad secreta ‑la comunidad del Poimandres‑ se reu­nieron en ellos durante siglos y se dedicaron a la práctica del "arte sa­grado", bajo la protección del dios T'hot. Se ha encontrado su heren­cia en las ruinas bajo la forma de innumerables utensilios químicos. "

Existía pues en la época una aleación de oro y de plata: el asem, ¡pero ello no impide a los mismos sabios que la mencionan sostener que los maestros del hermetismo han pretendido, por ignorancia, ha­ber efectuado transmutaciones, cuando no habían obtenido más que aleaciones!

Como se trata quizá del argumento más importante para apreciar en qué medida los antiguos relatos de transmutaciones no deben ser atribuidos, pese a todo, a la ignorancia, queremos invocar nuevas prue­bas del avanzado estado de la metalurgia en las épocas más atrasadas. La enciclopédica obra del profesor E. von Lippmann, Nacimiento y extensión de la alquimia (Entstehung und Ausbreitung der Alchymie, vol. 1, 1919, vol. il 1931) contiene a este respecto datos suplementa­rios que demuestran cuán absurda e insostenible es esta explicación.

"El antimonio metálico que se obtiene facilísimamente por la reducción del mineral, era conocido antes del reinado del rey babilo­nio Sargon I (hacia el 2850 a. de J.C.); una gran bola hecha en este metal nos ha llegado de la época del rey Gudea (hacia el 2600)" (vo­lumen 2, p. 42).
"Por lo que concierne ala familiaridad de los sumerios con los metales preciosos y comunes, se encontrarán precisiones más adelan­te y a propósito de cada uno de los metales particulares; ciertos minerales como el lapislázuli, la magnesita, la alúmina, los silicatos, así co­mo el minio[3](*) y el sulfuro de antimonio son mencionados desde los tiempos más antiguos. . . Las excavaciones de los cementerios de Ur prueban, por ejemplo, que la alfarería y la orfebrería sumerias tenían ya hacia el 3500 una excepcional perfección." (vol. 2, pp. 48‑50).

Plomo: 'Los egipcios se servían del plomo antes incluso del An­tiguo Imperio (hacia el 3000), como lo prueba la leyenda que refiere que se vertió plomo fundido sobre el sarcófago de Osiris; hacia finales del Imperio Medio (alrededor del 1900), se procuraban el plomo de Asuán en lingotes. Babilonia conocía el plomo desde el siglo XXVIII, aparentemente a título de producto secundario de las minas de plata de Táurides, región que fue conquistada por Sargon 1; el hijo de éste, Rimoche, se jacta de haber fundido la primera estatua de plomo, y Gudea refiere (siglo XXV) que `su tesoro es rico en metales precio­sos y en plomo; este último metal servía por otra parte corriente­mente como moneda de intercambio y de multa para los antiguos asi­rios. En Creta igualmente, ciertos utensilios y las armas (puñales) esta­ban en uso desde la época protomineana (3000‑2000); es por otra parte de Creta, o quizá de Chipre, que proviene la efigie de plomo de una diosa que nos ha llegado de los estratos premicénicos de la antigua Troya (II ‑ V), y en la misma época (hacia 2000‑1500) Chi­pre exportaba igualmente mucho plomo en Egipto. Los profetas de la Biblia mencionan a menudo este metal; así, se encuentran en Isaías (siglo VIII) comparaciones que tienen por objeto la extracción de la plata a partir de los minerales que contienen plomo. Los hindúes no pa­recen haber conocido el plomo (sisa) más que en el período védico re­ciente, ya que este metal no es mencionado más que en el Atharva‑Vé­da, que es una obra tardía, bien que encierre naturalmente las trazas de supersticiones muy antiguas. En la época en la que fueron redacta­dos los Brâhmanas, es decir hacia el año 1000 a. de J. C., el plomo ya era menospreciado y pasaba por ser un metal sin valor". (vol. 2, p. 57).

Bronce: "El bronce, zabar en sumerio y zipparou en acadio, era conocido en Mesopotamia antes de Sargon I, es decir, en los siglos XXVII y XXVIII a. de J. C. Pero se trataba probablemente en esta época de bronces de plomo y de antimonio,, que el forjador obtenía por mezcla (aleación), de donde la invocación al dios del fuego, Ghi­bil: `tú eres el purificador de la plata y del oro, y el mezclador del cobre y del plomo; no es sino más tarde que el estaño tomó el lugar del plomo... Es notable que los hititas poseyesen armas de bronce en abundancia, desde el comienzo de su penetración en Asia Menor, es decir, hacia el 2500, lo que les aseguraba por otra parte la superioridad sobre la población autóctona; no sabemos, por desgracia, nada con certeza sobre su patria de origen, de suerte que no estamos en condi­ciones de hacer hipótesis sobre el origen de los metales de los que se servían". (vol. 2, p. 61).

Citemos también otro pasaje que prueba que el procedimiento de la destilación era igualmente conocido hace cuatro mil años, ya que la preparación de los perfumes y de los aceites‑esenciales por los babilo­nios implica el conocimiento de esta técnica.

"En Babilonia, se conocían el aceite de ciprés, de cedro y de mir­to hacia el 2000 a. J. C., bajo el reinado de Hammourabí, y se importa­ban la mirra, el nardo y el Bedelio de Arabia. . . "  (vol. 2, p. 45).

Todo ello prueba abundantemente que tan lejos como uno pueda remontarse en el tiempo, todos los pueblos civilizados poseían, no so­lamente una ciencia metalúrgica muy exacta ‑ya que se conocían en ella todos los principales metales, así como el antimonio, el arsénico y otros, tanto bajo su forma purificada como en sus aleaciones más di­versas, y que se sabía combinarlos y, en consecuencia, también sepa­rarlos‑ sino además una tradición antiquísima de una serie de otros procedimientos químicos. Se sabe que se han descubierto, en la boca de las momias egipcias, obturaciones dentarias de una perfección téc­nica que no tiene nada que envidiar, ni en cuanto a los materiales, ni en cuanto a la ejecución, a los trabajos más complicados de nuestros dentistas modernos. En cuanto a la momificación misma, no se ha lle­gado aún a elucidar completamente por qué medios se han podido conservar durante milenios las momias en el estado en el que las en­contramos hoy en día. Se sabe de todos modos, por antiguas descrip­ciones, que tras haber vaciado al cuerpo del cerebro y de las vísceras, se le lavaba con vino de palmera y aceites aromáticos, después se le rellenaba de mirra o de casia, o bien se le impregnaba con una sal alca­lina llamada "natron" ‑que no tenía, sin embargo, nada en común con el natron de hoy en día‑ para tratarlo finalmente con resinas y otras substancias aromáticas que impedían la putrefacción. Aquí, una vez más, encontramos, por tanto, conocimientos extraordinarios que, en lugar de ser inferiores a los de la ciencia actual, los sobrepasan.


Mala fe de una cierta crítica


¡Pese a esta acumulación de hechos históricos, los especialistas siguen siendo incapaces de admitir que los verdaderos maestros del hermetismo poseían suficientes conocimientos para determinar si el producto de las transmutaciones operadas por ellos mismos o por otros consistía en simples aleaciones o, por el contrario, en oro o plata puros!

A menos de rehusar la evidencia (recuérdense las palabras de Se­bald Schwaerzer al comienzo de este capítulo), los hechos irrefutables que acaban de ser expuestos conducen a las siguientes conclusiones:
La buena fe de los testimonios de los verdaderos Maestros y Adeptos sobre las transmutaciones metálicas efectuadas por ellos mis­mos y por otros, está establecida sin la menor duda.

El estado de los conocimientos metalúrgicos había alcanzado tras siglos y milenios un nivel que excluye toda posibilidad de ignorancia en cuanto a la manera de distinguir al oro de una aleación, cualquiera que sea, y en consecuencia este argumento no merece la pena ser dis­cutido.

Se impone, pues, la siguiente conclusión necesaria y lógica:
Los relatos de las transmutaciones que nos han transmitido los Maestros y los Adeptos están bien fundados y son verídicos.

Desde entonces, sin ser siquiera incrédulo, se tiene derecho a pre­guntar cuál es el origen de este conocimiento de los fenómenos y de las relaciones biológicas y físicas, que sigue siendo ‑y parece tener que permanecer así por largo tiempo todavía‑ un libro de siete sellos para la ciencia, pese al considerable progreso que ella ha conseguido. La respuesta a esta pregunta es que se trata de una ciencia iniciática, adquirida por un aprendizaje de orden espiritual. Los conocimientos supraesenciales así conquistados por los adeptos de todos los tiempos, y desde la más lejana prehistoria, han conducido a la ciencia iniciática celosamente guardada que ha dado a los maestros del hermetismo, des­de la antigüedad pagana hasta nuestros días, el poder de dominar las fuerzas ocultas de la naturaleza, incluso si el pensamiento científico actual sigue siendo incapaz de hacerse una idea de lo que pueden ser estas `fuerzas ocultas'. Las Logias cristianas de los Rosa‑Cruces de la Edad Media no han seguido una vía de iniciación diferente.

Hoy en día ya no es sobre los muelles de la ciencia experimental que hay que buscar el navío presto a levar anclas para partir a la con­quista del vellocino de oro.






  YATROQUÍMICA

¿Qué es pues un médico? Es el que puede dar      la salud a los enfermos.
Pero examinando la cosa más de cerca, ¿quién podría ser médico sin estas tres cosas: sin ser un filósofo, un astrónomo, un alquimista? Nadie; antes bien, hay que estar versados en estas tres cosas, pues contienen la verdad de la medicina.
El médico que quiere conocer al hombre y dis­cernir sus enfermedades, debe conocer las enferme­dades de todas las cosas de que sufre la naturaleza en el mundo entero.

                                                                              PARACELSO


El laboratorio de espagiria al servicio de la medicina



Yatroquímica: del griego yatros, médico. Este nombre designa los métodos de preparación de los remedios que los grandes médicos de los siglos XVI y XVII confeccionaban en su propio laboratorio, según los principios espagíricos. Aparte de estos médicos, que poseían un co­nocimiento profundo de los secretos de la naturaleza y que no tenían razón para divulgar su ciencia, lo que no hubiese dejado de producirse si hubiesen hecho ejecutar sus ordenanzas por los farmacéuticos, hay que considerar que el nivel bajísimo de la farmacia en esta época no ofrecía, en ninguna forma, las garantías necesarias para la ejecución a conciencia de prescripciones que en su mayor parte exigían una mano experta. Así pues los maestros preparaban ellos mismos sus magisterios y sus arcanos. En cuanto a los trabajos preparatorios, largos y fas­tidiosos, los confiaban a sus discípulos y ayudantes. No hay que olvi­dar, en efecto, que cada ácido, cada disolvente, debía ser preparado de antemano. Bien que hayan empleado sobre todo el vinagre de vino destilado y concentrado, el ácido clorhídrico, el ácido nítrico, el agua regia y el ácido sulfúrico, estos médicos tenían también a su disposi­ción una serie de otros disolventes muy concentrados que preparaban ellos mismos. Por otra parte, la variedad de disolventes extremada­mente diferenciados constituye precisamente uno de los factores esen­ciales de los trabajos espagíricos.


El espíritu de vino filosófico



¡Más aún, se trataba de espíritu de vino ‑spiritus e vino‑ y no de un vago alcohol de patatas!. . . "Toma el mejor de los vinos viejos y déjalo digerir durante un mes en el estiércol de caballo, y destíla­lo a continuación. . ." etc., dice la prescripción habitual. La des­tilación, conducida con una precisión meticulosa, con la ayuda de un aparataje muy diferenciado que permitía separar el alcohol ordi­nario del espíritu de vino continente de los aceites esenciales más su­tiles, proporcionaba un spiritus e vino de una extremada finura que servía a la preparación de las tinturas vegetales e incluso minerales. El spiritus e vino así preparado es ya un agua de la vida cuyo efecto re­cuerda al del mejor coñac: es un cordial, un digestivo y un tónico. Los yatroquímicos han volcado los mayores cuidados en la preparación de este espíritu de vino, y se encuentra con este motivo un número apre­ciable de recetas en la literatura especializada. Es significativo que las tinturas y extractos así preparados tengan una eficacia filosófica in­comparablemente superior a la de los productos obtenidos con el al­cohol etílico ordinario. Más aún, se añadía generalmente a las esencias vegetales el álcali (las sales) de estas plantas. El método de prepara­ción empleado permitía por otra parte incorporar igualmente "el acei­te vegetal" en la tintura. Se obtenía así una verdadera quintaesencia, de una elevada virtud curativa, que no hay que confundir con las tin­turas alopáticas y homeopáticas actuales. Sin embargo, los yatroquí­micos no preparaban los remedios más que para su propio uso, y no los administraban más que a los enfermos que trataban ellos mismos. No tenían pues necesidad de grandes cantidades de productos. La pre­paración de estas esencias en cantidades industriales presenta ‑aparte incluso del precio de venta‑ dificultades técnicas no negligibles, pero que son no obstante posibles de superar con la ayuda de un equipa­miento apropiado a este género dé trabajo.

El delicado método de confección del espíritu de vino, y la conveniente preparación de los ingredientes que deben ser tratados con él, no bastan naturalmente para explicar los asombrosos éxitos tera­péuticos de los yatroquímicos, Estos poseían además un segundo `es­píritu de vino' de origen completamente distinto, el `espíritu de vino secreto de los Adeptos', que será tratado más en detalle en otro ca­pítulo de esta obra. La similitud de ciertas de sus propiedades con las del alcohol, así como el deseo de ocultar su verdadera naturaleza, ex­plican el empleo del término `espíritu de vino'. La fórmula química de este producto es bien conocida, pero los yatroquímicos han intensifi­cado y transformado de tal modo su acción, por múltiples cohoba­ciones y digestiones ulteriores, que, reforzando la causticidad de la subs­tancia por la adición de ácidos y sales minerales, han obtenido final­mente su menstrua mineralia (para conservar su propia terminología) que les permitía no solamente disolver los metales, sino incluso volver­los volátiles, y, por ejemplo, sacar el carbonato de potasio por encima del capitel.

Recordemos a este propósito el claro texto debido a De La Boe­Sylvius que hemos tenido ocasión de citar en el primer capítulo de es­te libro. Y Van Helmont, que estableció en su tiempo la renombrada terapéutica del alcali volátil, escribe: "Si las impurezas se encuentran en las primeras vías, hay que dar remedios capaces de disolverlas, pero si se sitúan más profundamente y se muestran más rebeldes, hay que emplear los alcalis volátiles que todo lo lavan, como un jabón. " Otros pasajes explícitos, ya mencionados, confirman que la sal tartari es el remedio indicado en todas las `enfermedades del tártaro' (éste es el término empleado por Paracelso), es decir, contra las sales del ácido úrico, conforme al principio simila similibus curantur. Se recordará que Van Helmont insiste igualmente sobre el truco que permite volatilizar el tártato, pero cuyo secreto es patrimonio de un pequeño núme­ro. Ahora bien, este truco concierne precisamente al tratamiento de la sal de tártaro por el espíritu de vino de los filósofos correctamente preparado. Alusiones al tártaro volátil, en tanto que uno de los más poderosos remedios, se encuentran a menudo en los escritos de los ya­troquímicos (por ejemplo, en Basilio Valentín y en Johannes Agríco­la), pero el truco que permite prepararlo es siempre pasado en silencio.

El Alkahest


Pero, ¿qué hay de1Alkahest, del que Van Helmont escribe: "Si no sois capaces de obtenerlo, aprended al menos. . . "? Es verdad que el secreto del Alkahest no era conocido más que por los Adeptos úni­camente, y los yatroquímicos no lo han sido, pese a sus profundos co­nocimientos alquímicos y médicos. Van Helmont y Agrícola no han sido Adeptos, pues esta dignidad sólo se adquiere si se conoce el mé­todo de preparación de la piedra filosofal, lo que supone una inicia­ción hermética. Es así que hay que comprender la frase de Van Hel­mont, de la que se deduce que la existencia real del famoso Alkahest, y, por tanto, de la piedra filosofal misma, representaban para su autor evidencias incontestables. Van Helmont ha tenido por otra parte oca­sión de convencerse personalmente de la realidad de las transmutacio­nes metálicas, como se deduce de su propio testimonio citado en el segundo capítulo de este libro. Hablando de la preparación de un acei­te de plomo muy eficaz para uso tanto externo como interno (los al­quimistas y los yatroquímicos designaban por el término `aceite' a los líquidos espesos), Johannes Agrícola dice de pasada, en el primer vo­lumen de su obra Medicina química (Chymische Medizin, Leipzig, 1638):

"Rabia reunido una buena reserva de este aceite, que debía bas­tarme para algún tiempo, y me atrapó la curiosidad de tratar de des­cubrir si no ocultaba alguna cosa más, pues siempre he pensado que Sa­turno debía encerrar todavía algún misterio, ya que todos los filósofos lo han tenido en tan alta estima, bien que no ignorase que ellos han te­nido cuidado de advertir que nuestro Saturno no es el plomo vulgar. Sabía también cuántos de entre ellos han obrado en vano para obte­nerlo, no habiendo hecho nada más que echar a perder su tiempo y su dinero. Quería no obstante tratar de descubrir si no se podía encon­trar en él también secundum litteram un specimen veritatis, y me acor­dé de Sendivogio que pensaba, opuestamente a otros, que nuestra ma­teria y nuestros metales no deben jamás pasar por el fuego, pues pier­den su spiritus o su anima tingens. Preparé pues el mineral dé plomo lo mejor que pude; la sal que obtuve de él por extracción era más bella y más agradable que todo lo que yo había visto anteriormente. No me serví sin embargo para ello del vinagre ordinario, sino que preparé un vinagre particular del que no quiero decir aquí nada más. Este vinagre extraía la sal de una manera muy diferente de como lo hubiera hecho el vinagre ordinario o el método corriente de preparación de la sal de Saturno. Rubifiqué esta sal y preparé de esta manera su aceite color de sangre, incomparablemente delicioso. Vertí este aceite sobre flores de azufre cuidadosamente preparadas, fijándolas hasta el más alto grado por el aceite de vitriolo, de suerte que habían devenido como el más bello cinabrio. Encerré todo en un frasco y lo hice digerir en un baño de vapor. Las flores de azufre se encontraron así disueltas y tomaron una consistencia de miel y, cuando abrí el frasco, desprendieron un perfume sumamente agradable que provocó mi asombro. Cerré el vi­drio y lo situé en la arena. Activé medianamente el fuego e hice coagular mi fluido en una piedra. Sin embargo, tardó un tiempo tan largo en coagularse que faltó poco para que perdiera la paciencia. Ratio in promptu erat, pues el azufre es extremadamente graso y merece el nombre de pinguedo terrae que le dan comúnmente los filósofos. Cuando estuvo todo coagulado, abrí el frasco; vertí una nueva canti­dad de oleum saturni y, tras haberlo cerrado, lo dejé digerir al baño de vapor. Al cabo de catorce días, la piedra se disolvió de nuevo y devino aún más bella que antes. La volví a colocar en la arena y la hice coagu­larse de nuevo hasta que devino una piedra dura; a continuación, rom­pí el frasco y saqué de él la piedra y la toqué con la lengua: tenía un gusto del todo agradable. Reduje la piedra en polvo fino y vertí por tercera vez aceite encima; el polvo se disolvió pronto. La quise coagu­lar de nuevo, y al principio tuve mucho pesar, pues no quería dejarse coagular; pero hice actuar Vulcano más fuertemente, lo que no dejó de producir su efecto, y mi líquido se coaguló finalmente y devino una materia dura. La mantuve al fuego vivo durante un mes entero y devino rojo transparente como el rubí. La tomé entonces y arranqué de ella un pequeño trozo que situé sobre los carbones ardientes. La materia era fija, no humeaba ni ardía. Tras haber tenido cuidado de activar el fuego con el fuelle, puse la materia en un crisol de orfebre; se licuó entonces sin inflamarse. Viendo esto, me puse a reflexionar, preguntándome si mi materia no ocultaba también una tintura, Tome pues cal de plata bien purificada que mezclé con este polvo y puse todo en una caja de cimentación, que luté e hice cementar durante veinticuatro horas. Abriendo la caja, encontré mi materia coagulada y roja, con el aspecto del cinabrio. No era maleable bajo el martillo. To­mé una muestra, la añadí plomo en abundancia y la reduje. Obtuve un nuevo cuerpo blanco, lo que no dejó de asustarme; habiéndola visto tan roja, pensé que la plata se había transmutado en oro. Pero mi ma­teria era blanca. La laminé, y vertí encima de ella una buena agua fuerte que no quiso atacarla sin embargo, sino que las láminas perma­necieron intactas y negras. Lo dejé digerir un largo tiempo, pero no quería salir nada de ello, y acabé por quitarla y añadir nuevamente plata; la hice fundirse otra vez y, tras haberla laminado, vertí encima de nuevo agua fuerte. La materia se disolvió prontamente y dejó un precipitado de cal negra. Decanté el agua fuerte, lavé la cal, la sequé y la hice fundirse con un poco de bórax, y obtuve un corpus solis cuyo color no era bello sin embargo. Lo hice fundir con el antimonio y ob­tuve así un oro tan bello como los mejores ducados. Hice un cálculo para ver si la operación habla sido provechosa, pero la ganancia no era grande. Me contenté no obstante con poseer una nueva experiencia que prueba que es posible transmutar plata en oro. Que quien no quie­ra creerlo siga el procedimiento como yo lo he hecho, y verá que las cosas no pasan de modo diferente, pese al gran número de incrédulos que lo han combatido en sus escritos. Pero escribiendo esto, no pre­tendo que se puedan obtener por este procedimiento montañas de oro o gruesas piezas como el tronco de una encina secular; no lo pienso así, y refiero simplemente que hay una vera transmutatio en estas cosas. . . "

La sinceridad del testimonio de Agrícola está por encima de toda sospecha y se deduce claramente de su relato que ha realizado una transmutación en el curso de sus trabajos de química médica, en cierto modo de pasada y de una manera fortuita. La forma de referir esta ex­periencia permite a todo espíritu no prevenido reconocer que el gran médico no buscaba en modo alguno la gloria de pasar por un Adepto, sino que quería simplemente confirmar que era posible obtener oro por vía química.

Es verdad que los grandes yatroquímicos de los siglos pasados sa­bían por la Tradición, incluso cuando no eran Adeptos ellos mismos, cuáles eran los compuestos químicos que importaban en el proceso de maduración del oro. Desde este punto de vista, tenían la tarea más fá­cil que los sabios de hoy en día, cuyo cerebro está obsesionado por la desintegración del átomo por medio de centenares de miles de voltios. No se construye nunca sobre la destrucción. La experiencia de la se­gunda guerra mundial debería imponer esta conclusión. Los descu­brimientos que han conducido a la bomba atómica y nos han hecho entrar en la era de la química de las estrellas, provocarán todavía en el porvenir revoluciones técnicas de un alcance imprevisible y ‑espera­mos‑ en un sentido que no será solamente negativo; pero ni la trans­mutación metálica, ni ‑con más razón‑ la preparación de la piedra fi­losofal, se adquieren por la vía nuclear, pues la vía que conduce a la piedra es una vía biogenética.

Personalmente, no he seguido el procedimiento de Agrícola por­que es demasiado largo y demasiado laborioso; existen vías más cortas y más simples para alcanzar el mismo objetivo, pero está fuera de toda duda que el método es justo y conduce bien al resultado indicado por Agrícola. Quien no se adhiere exclusivamente al simbolismo alquímico sino que ha trabajado él mismo en la mesa del laboratorio y que sabe por experiencia propia de qué se trata (y comprende entonces también el simbolismo), ése reconoce por simple lectura de un procedimiento al­químico si se encuentra sobre la buena vía y si tiene alguna posibilidad de resultar con éxito. Ello no impide que se pueda descuidar algún tru­co por inadvertencia. Así, Agrícola pasa maliciosamente en silencio los detalles del "vinagre particular" del que se ha servido. Si el procedi­miento es no obstante bueno, temo que el sabio moderno corre el riesgo de perderse en él, pese a las instrucciones detalladísimas que da Agrícola. Hay en efecto que preparar primero "el aceite de plomo" del que ha partido Agrícola, y sobre el cual encontramos por otra par­te indicaciones en el mismo capítulo. Pero el procedimiento es largo y complicado, y el lenguaje caduco del autor poco atrayente para la ciencia de nuestros días. Se estaría sin embargo ciego de dejarse desa­nimar por ello; las pepitas de oro que ahí se encuentran merecen este esfuerzo.

Entre los médicos yatroquímicos de los siglos XVI, XVII y XVIII, sólo algunos individuos aislados eran Adeptos, como por ejemplo Para­celso. Así sus extraordinarios éxitos terapéuticos se explican por un profundo conocimiento de la naturaleza, adquirido gracias a una tra­dición secular, y no por remedios fundados sobre el Alkahest o sobre algún estado particular del gran elixir, o de la piedra Filosofal, que la transmutación precedentemente señalada de Agrícola no presupone por otra parte. Se puede incluso decir, cum grano salis, que estos mé­dicos practicaban ya la quimioterapia, bien que con medios distintos de los médicos modernos. Tomemos un ejemplo entre muchos otros: los yatroquímicos no sabían que la sal de tártaro ‑sal tartari‑ es el carbonato de potasio y que su fórmula es K2C03. Ignoraban que es­ta potasa carbonatada pura puede ser obtenida tanto por desgrasado y calcinación de la lana de cordero, como por combustión y lixivia­ción de cualquier planta, sin que su fórmula química sea diferente. En contrapartida, sabían, no obstante, volatilizar la sal de tártaro y sacarla por encima del capitel y, con el producto así obtenido, po­dían curar completamente los cálculos biliares y renales, lo mismo que la gota; en breve, eran capaces de disolver y de eliminar del or­ganismo todos los depósitos de uratos. No sabían que la sal tartari obtenida por la calcinación del tártaro tenía la misma fórmula que la potasa proviniente de la combustión y lixiviación de la corteza de ro­ble o de cualquier otra planta (artemisa, romero, etc.), pero sabían muy bien que la sal proviniente de las hojas y de los glandes de las en­cinas es eficaz contra la hematuria, que la sal extraída del romero  “fortifica el corazón y da una buena digestión", que la de artemisa "es buena para las fiebres persistentes, expulsa los cólicos, aumenta los orines y los sudores, y consume el mal en el estómago", etc. Se ve pues que estas diferentes sales de plantas poseen, según Basilio Valentín y los yatroquímicos, el mismo campo de acción que los cons­tituyentes orgánicos de las plantas enteras, bien que la fórmula quími­ca de la potasa siga siendo siempre K2C03 , cualquiera que sea la plan­ta de la que provenga. La acción fisiológica de las sales difiere en con­secuencia según el dominio de eficacia de la planta respectiva misma. Esta constatación de los yatroquímicos es justa, y he podido confirmarla yo mismo por experiencias que he hecho sobre personas particu­larmente sensibles. Hace todavía poco tiempo, los químicos hubiesen negado sin la menor vacilación estas diferencias fisiológicas en la ac­ción de substancias definidas por una misma fórmula química. La bio­logía moderna, gracias al descubrimiento de la acción de las substan­cias al estado de trazas ínfimas, corrobora de nuevo la concepción de los yatroquímicos, del mismo modo que justifica la teoría homeopáti­ca de las diluciones elevadas, durante tan largo tiempo tomada con irrisión.

La acción diferenciada y penetrante de las sales sobrepasa a veces incluso a la del extracto de la planta entera. Para perfeccionar una tin­tura es pues muy importante incorporarla la sal correspondiente. Las indicaciones de los yatroquímicos vuelven a encontrar así tardíamente su confirmación.

Basilio Valentín da las instrucciones siguientes en el capítulo `Có­mo extraer sus sales de todas las hierbas y substancias vegetales':

"Toma una hierba de tu elección, redúcela a cenizas, haz una lejía de ellas con agua caliente, haz coagular la lejía, y la sal quedará al fon­do; disuélvela en espíritu de vino. Arroja el residuo que se deposita, saca el espíritu de vino por destilación y disuelve tantas veces como haga falta hasta que la sal devenga bien pura y límpida y no deje ya re­siduo; entonces está lista. A condición de que se proceda correctamen­te para la rectificación del espíritu de vino, se puede obtener de todas las hierbas sales bellas, límpidas y puras que forman cristales transpa­rentes como un salitre límpido, puro y rectificado. "

El conocimiento viviente que los yatroquímicos poseían sobre las "virtudes" de las hierbas no era adquirido en las aulas, sino en contac­to de la naturaleza, que les servía de maestro. Es por esto que también establecían su diagnóstico de un modo totalmente distinto al del mé­dico de hoy en día. Sus órganos de los sentidos eran mucho más suti­les y más diferenciados que los nuestros y no tenían necesidad de un termómetro de mercurio para determinar la temperatura de un enfer­mo. Su sentido del olfato desarrolladísimo les permitía reconocer cier­tas enfermedades sólo por el olor. Los médicos que tienen la vocación de su profesión conservan todavía hoy en día esta facultad, bien que en menor grado.

 
El oro potable


Se plantea quizá la cuestión de saber si cada uno de los grandes yatroquímicos tenía su sistema y su método terapéuticos propios. En realidad, no se puede dar una respuesta tajante, pues después de Para­celso, que ha inaugurado una nueva orientación de la medicina, los ya­troquímicos han seguido todos la vía que él ha trazado. Ellos emplea­ban en general substancias minerales y vegetales, y se servían éxclusi­vamente de tinturas madres, de suerte que su posología no era débil, en modo alguno. Sus éxitos terapéuticos, incluso en las enfermedades que se consideran hoy en día como incurables, eran a menudo extraor­dinarias. Se encuentra así en la Medicina química de Agrícola de infor­me de un caso de cáncer tratado por el Aurum potabile (que no es, sin embargo, una solución de cloruro de oro):

"Es un poderoso remedio contra el cáncer, pues lo saca a centro ad circumferentiam, a condición de que no se aguarde demasiado tiempo sino que se emplee antes de que el mal haya invadido y corroí do todos los conductos; pues en este extremo, no existe esperanza de cura alguna. Sin embargo, si el cáncer no ha ganado demasiado terre­no, puede bien ser curado por este remedio. Tuve así que curar en Leip­zig, en 1619, una dama de condición que ya había tomado antes mu­chas cosas; yo mismo hice numerosos ensayos durante tres meses, pero nada quería coger, e incluso los remedios que han hecho mucho bien en otros quedaban aquí impotentes. Es por esto que le hice a la enferma la proposición de prepararla el aurum potabile, pues no conocía otro modo de curarla. Ella estuvo contenta de venme proponer todavía un remedio, y me procuró dos onzas y media de oro fino que preparé se­gún el procedimiento prescrito, y la di cinco gotas; tres veces por día, en un poco de vino caliente. Pero era preciso que ella transpirase un poco tras cada toma, lo que fue tanto más fácil cuanto que el remedio es un diaforético él mismo. Tras haberlo tomado durante algún tiem­po, esta preparación limpió profundamente los humores infectados, como se podía observara la vista, pues el cáncer no se extendió ya, como había continuado haciéndolo durante la aplicación de los otros medicamentos, sino que ella quedó del todo tranquila y la ulceración se limpió, al mismo tiempo que los dolores disminuyeron día tras día. Como tratamiento externo, me contenté con aplicar la sal de Saturno y los dolores cesaron completamente. Pero el cáncer no quería cicatri­zarse rápidamente, sin incomodar por otra parte a la enferma quien po­día desplazarse como la apetecía y ocuparse de su menaje como antes de su enfermedad. El cáncer no la causó ya ningún apuro. Vivió todavía seis años tras la cura y era una mujer de cuarenta y seis años. Hay que considerar bien esta cura pues la mayor parte de los mé­dicos tienen el cáncer por incurable. Más, ¿por qué lo tienen por incu­rable? No ex malicia propria, aut defectu medicinae, sino solamente ex ignavia Medicorum que no quieren preparar tales remedios, como se explicará más largamente en otra parte. "

Se pueden citar muchos ejemplos semejantes de curaciones de gra­ves enfermedades crónicas y reputadas incurables, por los yatroquími­cos. Basta con consultar la literatura de la época. Lo mismo sucede con recetas muy diversas, cuya preparación es en general muy larga y difícil. Mas para dar al lector una idea de los procedimientos emplea­dos por los yatroquímicos para preparar sus substancias quimioterá­picas, indiquemos aquí la receta del aceite de oro, del Aurum potabi­le de Agrícola, que ha empleado en el tratamiento del cáncer que aca­ba de explicar.

"Toma la cantidad que te convenga del mejor oro purificado y hazlo laminar finamente por un orfebre; cuanto más delgadas sean las láminas, tanto mejor. Córtalas en las dimensiones de un tálero[4] (*). A continuación, corta rodajas de un cuerno de ciervo, del grosor y del es­pesor de medio tálero. Toma una caja de cimentación de la dimensión de las rodajas de cuerno de ciervo, justo lo bastante grande para que las rodajas entren dentro. Se puede hacer confeccionar en buena tierra de gres según la conveniencia. Pon en el fondo de la caja, en el espesor de un dedo, arena o mejor aún talco, sitúa encima un pequeño trozo de cuerno de ciervo, después una lámina de tu oro, después una nueva rodaja de cuerno de ciervo, después el oro, y así sucesivamente stra­tum super stratum, para hablar como lo hacen los químicos, hasta que la caja esté llena o tu oro se agote. Cúbrelo todo con talco; ten cuida­do de lutar bien la caja y hazla secar. La caja es puesta a continuación en un fuego de rueda medio que se enciende poco a poco al comienzo, y después enteramente, de suerte que la caja permanezca incandescen­te durante una a cuatro horas. Deja enfriar a continuación, abre la caja y encontrarás el oro calcinado, de color de carne. Debes repetir este trabajo tres veces, y el oro devendrá del todo friable, y se dejará moler y triturar. Tritúralo entonces con el cuerno de ciervo calcinado, rever­béralo en una copela, pero no demasiado fuertemente, durante toda una jornada; el oro devendrá casi como ladrillo rojo; estará entonces convenientemente calcinado y estate seguro de que no podrás conse­guir mejor calcinación; el oro habrá devenido de tal modo sutil que se prestará muy bien, sin otra preparación, al tratamiento de un cierto número de enfermedades, pues esta cal es completamente dulce y no está manchada de corrosivo alguno.

"Vierte sobre esta bella cal de oro pura el menstruo preparado co­mo se dirá más adelante. Este último extrae de ella una bella tintura color de sangre y la separa de su viscosidad mineral. Decanta el mens­truo y vuelve a comenzar con otro y vuelve a hacer la extracción de la tintura. Y debes decantar y reemplazar el menstruo hasta que toda la tintura sea extraída y no quede más que una tierra muerta; pero no se debe arrojar ésta, pues tiene un poder particular para limpiar y secar las ulceraciones purulentas y hace reconstituirse las carnes, curándolas rápidamente. Destila tu menstruo al baño de arena hasta la desecación; te quedará en la retorta una tintura púrpura del todo friáble. Vierte encima un buen espíritu de vino. Se encontrará en el tratado del tárta­ro la manera de preparar convenientemente este último. 0 mejor aún, utiliza la quinta essentia salís de la que se enseña la justa preparación bajo este título. Tapa bien el vaso y ponlo en digestión, lo que dará una tintura todavía más pura. Destila este espíritu de vino hasta la mitad y tendrás un espléndido aurum potabile. O, si empleas la quintae­sencia de la sal, no es necesario destilar y puedes emplearlo tal cual co­mo remedio, pues la essentia salis es un poderoso medicamento por sí solo; incluso sin oro, como se indica en el capítulo correspondiente. Y, bien que este oro potable sea uno de los mejores y pruebe su acción con magnificencia en muchas enfermedades, puede exaltarse todavía, para que un solo grano de él lleve a cabo el efecto de diez granos del otro. Esta preparación es bien filosofal y, como se verá, no comporta corrosivo alguno. Ni sal, ni mercurio, ni azufre intervienen en su calci­nación, y si se dice que la sal volatile cornu calcina el oro, esto es así, y no obstante no es por ello un corrosivo dañino, sino una maravillosa medicina que expulsa los venenos, sin peligro ni perjuicio alguno para el cuerpo; más aún no se mezcla con el oro de manera que se adhiera a él, como lo hacen generalmente los espíritus corrosivos ‑lo que se re­conoce bien por el gusto y por el peso‑ sino que se va bajo el efecto de la ignición y abandona al oro puro, simplemente calcinado. Y tengo por cierto que no existe en estos trabajos comunes mejor calcinación que un pupilo pueda seguir, que ésta, con toda seguridad, a condición de tener alguna experiencia en el manejo del fuego, para evitar animar­lo demasiado y fundir así el oro en una sola masa, ya que en este caso el trabajo y todo el esfuerzo serían perdidos; pero si evita la fusión, ya ha triunfado y el resto del trabajo se desarrolla sin dificultad ni obs­táculo.
"Cómo exaltar la virtud de este aurum potabile, quiero indicarlo también, y los que tienen envidia de él pueden hacerlo sin tener que arrepentirse por ello; bien que haya que consagrar en ello algún tiem­po, es un instrumento magnífico y de una gran ayuda en los trastor­nos. Los médicos pueden pues ver cuán honestamente actúo, y que no disimulo los trucos necesarios para obtener este remedio, como lo hacen otros que guardan para ellos lo más importante y lo pasan en silen­cio. Toma pues el mejor mercurius vivus purificado, una libra (cómo debe ser purificado será indicado en el capítulo que le está consagrado), vierte encima el mejor oleum vitrioli rectificatum, una libra y déjalo digerir en vaso cerrado hasta que el mercurio esté completamente di­suelto; destila enérgicamente el oleum y activa el fuego hacia el final, de manera que pueda sublimar ascendiendo; ascenderá así bajo una forma cristalina de una bella blancura, mientras que quedarán residuos negros en el fondo del vaso; estos deben ser arrojados, pues no rinden servicio alguno. Retira el sublimado y vuelve a ponerlo en la cornuda, vierte el oleum vitrioli encima y haz que se disuelva de nuevo; hecho esto, destila una vez más y haz sublimar el mercurio que subirá más bello que antes. Debes repetir este trabajo hasta que el mercurio apa­rezca claro, transparente y luminoso como un cristal. Es así que está bien preparado para nuestra obra. Toma entonces una onza de este mercurio y media onza de oro potable, mézclalos en una redoma y coloca ésta al fuego de vapor; en el espacio de veinte a veinticinco días, la substancia devendrá toda negra y tomará el aspecto de la pez fundida. Ponla a continuación al baño de cenizas o de arena y de­vendrá gris, blanca, amarilla y por fin roja como la sangre, y translúci­da como el rubí. Habrás obtenido así un remedio al que nada supera en virtud; es una verdadera panacea que se puede emplear en casi to­das las enfermedades, sobre todo cuando se necesita fortalecer al en­fermo; lleva a cabo su efecto sin trastorno alguno y como por una transpiración insensible...

`Al hablar de la calcinación del oro, he mencionado un menstruo particular: quiero indicar ahora cómo hay que prepararlo, para que el trabajo sea completo, pues el truco esencial se encuentra aquí. Haz pues como sigue: toma una buena cantidad de orina de un muchacho joven y redúcela a la mitad en la cornuda y destila de nuevo hasta la mitad; vuelve a comenzar la operación por tercera vez. Subirá entonces con el espíritu sutil una bella sal transparente y brillante. Lava esta sal del capitel con el espíritu y pesa este líquido y añade ahora una cantidad igual del mejor spiritus vini. Déjalos pudrirse a un calor dul­ce durante ocho días. Destila de nuevo. Tendrás así un menstruo ma­ravilloso para todos los metales, minerales y piedras preciosas, por me­dio de él, obtendrás la verdadera tinctura aurea, y no creas que puedes encontrar mejor y más seguro procedimiento; en otros, bien que ellos charlen mucho y que cada abacero se jacte de su propia mercancía. Pe­ro a fin de cuentas es el tono el que hace la música, y no debes dudar y preguntarte si este procedimiento tiene éxito o no: ya te he dicho que no afirmo nada que no haya visto con mis propios ojos y llevado a cabo con mis propias manos. Pues no he amontonado estos trabajos en libros mudos, como lo han hecho otros y todavía lo hacen, sino, que he querido beneficiar a la juventud estudiosa de lo que el benevo­lente Vulcano me ha acordado. Escribir libros no es una proeza en nuestros días; la dificultad comienza cuando se trata de concebir un procedimiento y verificarlo al fuego. Y sucede a menudo que se está obligado a decir: hoc non putaveram. ¡Quien no aprenda nada de mis trabajos, comprenderá menos todavía de otros, esté seguro de ello!"

Se ve pues que estos trabajos no son simples, exigen tiempo, pa­ciencia y una rica experiencia. Agrícola pasa por otra parte en silencio que el Aurum potabile así preparado encierra todavía otro secreto: de­ja a los perspicaces y los que son diestros en el arte del fuego, el cuida­do de descubrirlo.


Correspondencias astrológicas


Mas todo el tema que se acaba de tratar invade el dominio de la astrología, pues existe una relación cosmofísica entre ambos. También aquí Paracelso traza el camino. No se trata naturalmente del Paracelso popularizado sobre todo bajo el régimen nazi, y puesto en primera fi­la con ocasión de las celebraciones de 1941, sino del Paracelso esotéri­co, del iniciado que conocía "el Astro del hombre" y percibía en una visión intuitiva las interacciones entre las esferas inferior y superior, del vidente que había encontrado por esta "luz interior" el camino ha­cia la intimidad secreta de la naturaleza:

Cómo disipa ella en espíritu lo sólido Pero consolida también lo que el espíritu creó.
(Goethe)

El esfuerzo del III Reich se dirigía a imponer a las masas la imagen de Paracelso para explotar su autoridad para sus propios fines, de la misma manera que se produjo con Maestro Eckart. Pero se tra­taba de un falso Paracelso. Así, tomando el pretexto de algunas de sus declaraciones con las que condenaba con razón la pseudoastrolo­gía desleída de su época, se esforzaban por hacer creer que había re­chazado la astrología ‑o más bien la astrosofía‑ misma. Ahora bien, lo cierto es lo contrario. De otro modo, ¿por qué habría exigido de cada médico que fuese al mismo tiempo un astrólogo y un alqui­mista? Basta con abrir el Paragranum:

"Sabe pues cómo se presenta el cielo estrellado, pues del mismo modo se imprime el cielo en el nacimiento. "

(Dicho de otro modo, el astro en el hombre). Y más adelante:

"Cada enfermedad tiene necesidad de su propio filósofo y astró­nomo. "

O aún:

"Pues es el fundamento de la medicina que si no se ordenan las re­cetas según las propiedades del Astro, y en conformidad con lo que ejerce localmente su acción dañina, en donde se encuentra la causa de la enfermedad, no se cura nada. Pues, como el Astro es la enfermedad, y aquél que conoce el Astro conoce también la enfermedad. . . "

Y en otro lugar:

"Y ya que tantas cosas dependen del cielo y de su conocimiento en la medicina que él rige tan poderosamente, hay que edificar sobre este cimiento y no emprender nada fuera de él. . . "

Encontramos de nuevo la ley de las correspondencias: lo que está arriba es como lo que está abajo; al Astro en el gran mundo, el macro­cosmos, le corresponde el Astro en el pequeño mundo, en el microcos­mos, en el hombre. "El Astro es curado por el Astro." El axioma de la homeopatía, similia similibus curantur no es más que el aspecto super­ficial de este axioma cosmofísico de Paracelso.
Una terapéutica orientada por la astrología se servirá, pues, para tratar los órganos enfermos, de remedios minerales y vegetales que co­rresponden según la ley cosmogenética al órgano en cuestión. Así, por ejemplo, para curar las afecciones de los ojos, se prescribirán las subs­tancias solares, ya que los ojos han sido formados por las fuerzas sali­das del sol. Recuérdese la estrofa de Goethe:

Si el ojo no fuese de naturaleza solar No podría descubrir el sol. Si su propia fuerza no estuviera en nosotros, ¿Cómo nos cautivaría lo divino?

Así, el oro entre los minerales, crocus orientalis, euphrasia, ruta graveolens y chelidonium entre las plantas, por no citar sino los principales ingredientes solares, están indicados en todas las afeccio­nes oculares, en la medida en que no se trata de una enfermedad `con­sensual' en el sentido de Rademacher, determinada por una enferme­dad primitiva de los riñones. En este último caso, hay que asociar los remedios específicos de los riñones a los remedios solares.

Abordándola en la perspectiva de la astrología, comprendemos también la doctrina de las signaturas, que estaba en la base de ciertos trabajos yatroquímicos, y que nos parece a menudo bien abstrusa hoy en día. Se funda sobre la correspondencia reconocida, por los astrólo­gos entre plantas, metales y minerales particulares y ciertos planetas determinados, de los que la cosmogénesis les ha hecho nacer en su ori­gen. Se encuentran así en el hierro guerrero todas las propiedades del planeta Marte, comprendido ahí el color rojo de la sangre, y las mis­mas propiedades están reunidas en la raíz de la tormentilla, en el mun­do vegetal. En consecuencia, si Marte está afectado en el hombre, como es el caso en la disentería por ejemplo, está indicado un remedio marciano y, si es preparado y administrado correctamente, lleva tam­bién a una pronta curación.
Se encuentran en Paracelso muchas observaciones instructivas so­bre la doctrina de las signaturas, pero ésta ha recibido su justificación metafísica en Jacob Boehme, en su obra titulada De signatura rerum o Del nacimiento y de la definición de todos los seres ("Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen"). "Cómo todas las cosas toman su origen en un solo misterio; cómo este misterio se engendra él mis­mo de tiempo inmemorial; cómo el Bien es cambiado en Mal, y el Mal en Bien. Item: Cómo la Cura externa del Cuerpo debe devolverle al ser primero por su identidad; lo que es el Comienzo, la Destrucción y la Curación de toda cosa." El noveno capítulo, que lleva por título: "De la signatura, o como lo interior define lo exterior", comienza así:

"Todo el universo exterior, visible, con todos sus seres, es una de­finición o una imagen del mundo interior, espiritual; todo lo que está en el interior y su manera de actuar posee el mismo carácter en el ex­terior. Del mismo modo que el espíritu de toda criatura representa y revela con su cuerpo su constitución nativa íntima, del mismo modo el ser eterno. . .

"Así, toda cosa nacida del interior posee su signatura. La configu­ración superior, del mismo modo que es superior en fuerza en el espí­ritu de la acción, imprime también más profundamente su marca en el cuerpo; las otras configuraciones se ligan a él como se ve en todas las criaturas vivientes en la configuración del cuerpo, de las costumbres y de los gestos; paralelamente en las resonancias, las voces y las len­guas, del mismo modo que en las hierbas y en los árboles, en las pie­dras y los metales; tal es la lucha que lleva la potencia del espíritu, tal es la configuración del cuerpo y del mismo modo es su voluntad, tanto como bulle la savia en la vida espiritual. "

Tras haber desarrollado su exposición sobre la acción conjunta de las influencias planetarias disonantes, que provoca la elaboración de los venenos en las hierbas, Jacob Boehme prosigue:

"El médico debe prestar atención a esta propiedad de las hier­bas: pues ellas no son útiles al cuerpo sino que son venenosas en este caso, cualquiera que sea su nombre. Pues se produce a menudo una tal conjunción de planetas que preparan algunas veces una hierba que es buena, bien que esté sometida a Saturno y a Marte. Del mismo modo, sucede a menudo que una hierba dañina que, al comienzo de su elabo­ración, se coloca en una buena conjunción, es desembarazada de su ve­neno, como puede reconocerse en su signatura. Es por esto que el médico versado en la ciencia de las signaturas debe recoger las plantas de preferencia él mismo. . . El médico no debe administrar Saturno sin Marte en una enfermedad con calentura, ni dar frío sin calor, pues de otro modo enciende la cólera de Marte de tal suerte, que imprime duramente el estigma de la muerte en Mercurio.

"Cada enfermo marciano que comporta la calentura y los arreba­tos debe tener Marte en su cura, pero el médico debe antes atemperar Marte por Júpiter y Venus de manera que su cólera sea transformada en gozo, pues transforma entonces en el cuerpo igualmente la enfer­medad en gozo; el frío le es del todo contrario. "

Hemos considerado ya en el primer capítulo de éste libro la astro­logía aplicada y el aspecto terapéutico de la doctrina de las signaturas. El marco limitado de este estudió no nos permite agotar cada proble­ma particular. Nos proponemos más bien situar en la perspectiva jus­ta lo esencial de este dominio riquísimo, dar un impulso al lector inte­resado, pero formado, sin embargo, por las concepciones y los métodos de pensamiento modernos, y desbrozar el camino de su búsqueda. En este capítulo, que sería fácil ampliar a las dimensiones de un grueso tratado, pareció importante esbozar, aunque no fuera más que por al­gunos rasgos, la extensión del vasto territorio de los yatroquímicos. Hemos buscado hacerles hablar a ellos mismos, citando el mayor núme­ro posible de pasajes característicos de sus escritos, para ilustrar sus concepciones y el modo de su pensamiento. El autor no ignora que a los ojos del hombre de ciencia de hoy en día estos puntos de vista de­ben parecer fantásticos, caducos y desprovistos de valor objetivo. Co­noce él mismo todos los argumentos que pueden oponerse, pero sabe también que la biología moderna, partiendo de premisas sin embargo muy diferentes, está ya comprometida en el mismo camino y avanza insensiblemente hacia el mismo fin.


Perspectivas a ampliar


Enviamos con este fin a las obra de Ott. J. Hartmann, viejo profe­sor de la Universidad y de la Escuela Politécnica Superior de Graz, pu­blicadas en Francfort por las ediciones Vittorio Klostermann: El hom­bre forjador de su propio destino Der Mensch als Selbatgestalter rei­nes Schicksals), Tierra y Cosmos, una biología cosmológica (Erde und kosrnos, eine kosmologische Biologie), y Antropología: la fisionomía de los fenómenos vitales, en tanto que fundamentos de una medicina ampliada (Menschenkunde, die Physiognomik der Lebensercheinun­gen als Grunslage einer erweiterten Medizin). En el primer capítulo de la última de estas obras, el autor se pronuncia en el espíritu de la misma visión del mundo que se expresa en las consideraciones que aca­barnos de leer:

"Hoy en día, se elevan voces de distintos lados para exigir un re­novamiento y ampliación de la medicina”. Sin embargo, si queremos ver claro en ello, no se debe olvidar que la medicina moderna, tal como lo hacen aparecer nuestros clínicos universitarios en su perfec­ción representativa, es, tanto en su método como en su concepción, parte integrante del pensamiento y de la investigación científica mo­derna, de una concepción de la ciencia aparecida en la época del Rena­cimiento, y que ha sido brillantemente confirmada desde entonces, particularmente en los dominios de la técnica (y, en consecuencia, so­bre todo en los dominios del diagnóstico, de la cirugía, de la radiotera­pia, etc. ). Para esta concepción científica,, el hombre pertenece igual­mente a una `naturaleza, tal como nos la muestran la física y la quí­mica.

Se sigue de ello que, si se subrayan hoy en día ‑sobre todo del lado terapéutico‑ los límites del pensamiento médico que ha preva­lecido hasta el presente, ello no significa ni más ni menos que la nece­sidad de someter a una revisión completa nuestras concepciones en lo que concierne a `la naturaleza' y al `hombre'. La concepción funda­da por el Renacimiento sobre el peso, el número y la medida ha en­contrado hoy en día a la vez su cumplimiento y su límite. Una `am­pliación de la medicina' no podría pues consistir en añadir nuevas ma­terias al programa actual de enseñanza universitaria, ni en emplear por cuestiones de oportunidad remedios y técnicas de un nuevo género. La verdadera ampliación de la medicina, como por otra parte de la biología, presupone una revisión total de los fundamentos de nues­tra concepción científica del mundo.

"No se trata, sin embargo, de rechazar estos fundamentos y los re­sultados que nos han permitido obtener; aquellos deben más bien ser ampliados y completados. Hay simplemente que evitar que, recono­ciendo lo que la vía seguida hasta el presente ha producido de signifi­cativo y de valioso, se adopte una actitud de negación dogmática con­cerniente a la justificación de otras vías, incluso si nos parecen al co­mienzo extrañas y bizarras.

"Es por esto‑qué tanto los médicos como los sabios de hoy en día no pueden ahorrarse el esfuerzo de meditar sobre los fundamentos me­todológicos y epistemológicos de su ciencia. "

Lo que importa, es volver a pensar totalmente las bases de nuestra concepción científica del mundo. Se trata de una revisión en toda la línea, y no solamente sobre el plano del pensamiento político y social. El objetivo no es volver a los métodos de trabajo de los antiguos yatro­químicos; sería un grosero error emplear medios desde hace largo tiempo superados y abandonados, para obtener éxitos terapéuticos comparables a los de los médicos de antaño; la técnica moderna nos ofrece hoy en día facilidades y medios ilimitados. Para el hombre occi­dental, enfrentado hoy en día a un nihilismo espiritual sobre todos los planos de sus relaciones con el universo, lo esencial, el factor decisivo, es desatar su pensamiento de todos los lazos de una inteligencia pura­mente racional, comprendiendo en ella la inteligencia matemática, y dejar que la luz interior se encienda de nuevo en él. Es en la claridad de esta luz que el nuevo camino del conocimiento deberá ser recorri­do, si quiere evitarse que el hombre alienado del espíritu, separado de Dios, no sucumba enteramente al demonio de la técnica y de la materia.