QUÉ SIGNIFICA TEMBLAR
Fernando Savater
“Alma mía, entro quedo,
que me estoy muriendo de miedo.”
Los aficionados a los cuentos de terror formamos una masonería particularmente maniática y cerrada, tan recelosa ante esos extraños seres «normales» que confunden a Poe con un novelista policíaco y desconocen hasta la nacionalidad de Lovecraft, como cordialmente fraternos con quienes comparten nuestro gusto por lo escalofriante. Pocas predilecciones literarias marcan tanto como ésta: es una preferencia que no suele quedar impune... El verdadero aficionado al género no es un lector ocasional de historietas horripilantes, conseguidas en la penuria de una librería de estación o toleradas en el reposo sin compromiso de las vacaciones veraniegas; tampoco tiene nada que ver con ese profesional del buen gusto que aprecia cortésmente el romanticismo macabro de La caída de la casa Usher o condesciende a ampliar su cultura con unas páginas de Lord Dunsany Ambrose Bierce, que son después de todo literatos respetables. No, quien pueda prescindir por una semana entera de cuentos espeluznantes, quien no esté dispuesto a condenar a la indigencia a sus ancianos padres y a vender a la implorante mujer y los hijitos como esclavos, con tal de obtener dinero para comprar las obras completas de Arthur Machen, quien no adore a ciertos autores del género de nula exquisitez literaria, pero pródigos hasta el éxtasis en castillos sombríos e infatigables vampiros, quien no se prepare para leer un buen cuento de hombres-lobos con la misma excitada deliberación con la que planea hasta el último detalle de su ataque el que por fin ha logrado verse encerrado entre cuatro paredes con la mujer de sus sueños, ése no es más que un «parvenu» del escalofrío, un temporero de la angustia, un tibio y casual frecuentador de las alamedas del miedo. En rigor, la narración terrorífica es EL CUENTO por excelencia, la historia prototípica que esperamos escuchar cuando nos sentamos con las orejas bien abiertas a los pies de alguien a frente al resplandor temblón del fuego: es lo que por antonomasia merece ser contado. Se trata de un género que elude la declamación o el ditirambo, prefiriendo decantarse por el susurro, en esto revela su entronque con la esencia primordial del cuento, modalidad expresiva, fundamentalmente nocturna, reñida con lo altisonante, tanto como con lo doctoral. Al cuento y a amor lo que les cuadra es la oscuridad y el cuchicheo. Una vez bajada la voz en el casi silencio expectante que pueblan los crujidos extraños de las cosas mal dormidas, ¿cómo resistir la tentación de evocar los fantasmas que no nos abandonan, de blasfemar muy bajito contra la razón y su orden, de hacer presente el pánico elemental que la jornada laboriosa o el miedo a la locura nos impulsan a disimular durante el día? Por un momento, suspendemos la hipocresía salutífera que nos certifica corno sensatos y emprendedores ciudadanos de estados sustentados en el progreso de la ciencia y volvemos a vernos como realmente somos: habitantes de lo improbable, vecinos de la nada, protagonistas de una pesadilla de tal desolación y desamparo que el único medio de conservar la cordura es intentar olvidar, en lo posible, nuestra mísera condición. Los difuntos que habíamos apartado radicalmente de nuestra vista antes de que comenzaran a infundirnos pavor salen de su tumba y nos muestran su repugnante putrefacción animada, rehusándose a esa tranquila desaparición que con espantada solicitud decretamos para ellos; vuelven «conscientes del gusano que les roe», como anunció Blake. Ante este retorno ominoso de lo espectral, las mentes sanas, los hígados correctamente operativos, la buena gente en la que se apoya la marcha del mundo, retroceden hacia la cordura, boqueando por aire puro, sol y mariposas. Pero no faltan criaturas delirantes, viciosamente atentas a sus propios estremecimientos que tras haber conocido el latigazo de lo espeluznante ya no saben pasarse sin él y vuelven incesantemente a los autores que mejor pueden proporcionárselo. Entre estos seres crepusculares tengo, lector, el disgusto de contarme.
Lo desmedido y arrebatado de esta afición no deja de suscitar asombro entre quienes no la padecen frecuentemente se dirigen a nosotros para decirnos, como las sirenas en la segunda parte de Fausto:
«¿Por qué el gusto estropearos con
lo horrible prodígioso?»
No es fácil responder tajantemente a esta cuestión, parece oportuno refugiarse en aquello tan bobo de que «sobre gustos no hay nada escrito», cuando lo cierto es que prácticamente nunca se escribe de otra cosa. El método más usual de despachar el asunto consiste en referirse al amplio arsenal de soluciones psicoanalíticas, cuya autoridad en la peligrosa selva de la angustia parece indiscutible. Según la doctrina vienesa, la fuente de nuestros terrores se sitúa en la culpabilidad oculta en lo más hondo de nuestro psiquismo, fruto de aquellos primeros conflictos sexuales que amenizaron los remotos años de nuestra infancia. Transgresiones pueriles y envidias de lo imposible, con el consiguiente temor al castigo mutilador, han sellado con su marca de zozobra nuestra carne: el espanto que se remonta desde la ley violada aún antes de haberse podido formular, asedia nuestros sueños, transformándolos en pesadilla. Algunos seres, particularmente obsesos por ese delito inolvidable que no pueden recordar, experimentan cierto gozo -¿sádico o masoquista? ¡De todo habrá:, que a la hora de gozar no querernos privarnos de nada...! - en ver representados literalmente sus más secretos escalofríos- allí se objetivan y resuelven a nivel alucinatorio los asaltos invisibles que azoran nuestra alma. Los monstruos que vagan por la oscuridad que nos constituye por fin consienten en tornar rostro y bulto: aunque su gesto sea espantable, siempre trae cierto alivio constatar que ya abandonan su anonimato. El hombre llega a adorar lo que le lacera durante tiempo suficiente: de tanto convivir con ese espectro que lleva nuestro nombre, llegamos a cogerle cariño. Dar espesor y colorido a la angustia que nos roe, nos libera en cierto modo de ella al proyectarla fuera; pero, ante todo, nos permite verla, esto es, admirarla... ¡Cómo no pasmarnos de respeto e incluso de orgullo ante esa sombra abominable que es lo único grande que había en nosotros! Esta teoría de la fascinación que parece encerrar lo que nos estremece puede sonar como excesivamente paradójica, tanto más cuanto que es preciso recalcar que la angustia admirada no deja, en modo alguno, de ser angustia. Pero, a fin de cuentas, no menor es la paradoja que encierra la doctrina psicoanalítica sobre las pesadillas, pese a todos los esfuerzos racionalizadores de Ernest Jones. Admitido el carácter compensatorio y lenitivo de los sueños destinados, en buena medida, a mantener el estado mismo de dormición por medio de la realización fantasmática de los deseos incumplidos en la vigilia, ¿cómo explicar la operatividad de las pesadillas , que a veces prolongan el sueño tanto como la más dichosa de las réveries, pero cuyos rasgos desagradables y angustiosos parecen avenirse mal con la doctrina general sobre el papel de nuestras fantasías nocturnas? La única forma de conciliar ambos extremos me parece ésta: hay que admitir que ver y padecer la historia completa de nuestro pánico es uno de los deseos que nos agitan y que la pesadilla lo satisface con terrible generosidad. Entre las sábanas encharcadas de sudor y retorcidas por nuestras convulsiones vivimos un placer que pagamos a un precio tan alto que ni siquiera podemos recordarlo más tarde como placer, una vez despiertos. Pero la cama nos denuncia, esa cama trastocada y húmeda, por la que p haber pasado un tornado de frenético amor...
Abandono el lenguaje psicoanalítico a quienes realmente sepan utilizarlo, es decir, a los que de modo más o menos declarado todavía piensen que el problema es curar o, más modestamente, diagnosticar lo correcto. Yo escribo desde el no-saber, desde el desaprendizaje y, ante todo, desde la resistencia a la idea de curación -mil problema es que no logro agravarme lo suficiente, por falta de valor- y desde la confusión casi jubilosa de los síntomas. Ante todo, es preciso destacar la relación directa de los cuentos de miedo con la muerte; el problema es la muerte, su necesidad, sus lóbregas pompas, y quizá, sus remedios. El tema de la muerte nos remite de inmediato a algo todavía no sacado a la luz en este capítulo, el carácter sobrenatural de los cuentos de horror aquí comentados. El verdadero espanto, ése que de modo explícito o implícito siempre es miedo a la muerte, no puede tener otro fundamento que lo sobrenatural. Quienes no creen en lo sobrenatural nunca tiemblan: así las piedras, por ejemplo, y algunos insectos sociales -entre los superiores, no es fácil encontrar casos de esta ataraxia. Lo natural no hay que entenderlo en el sentido de lo trascendente, lo espiritual (?) o lo mágico, aunque puede extenderse finalmente a esas y otras áreas, por metonimia. Sobrenatural es, sencillamente, lo inadmisible para la necesidad, lo injustificable por ninguna legalidad, la espontaneidad que en lugar de plegarse a la norma productiva que la razón establece se viola a sí misma como lo sin razón. La muerte es, se nos dice, lo plenamente necesario, el paradigma mismo de lo ineluctable; nosotros, los futuros muertos, la vemos, sin embargo, como algo escandaloso, como el escarnio de toda norma, como una función atroz o perversa de lo arbitrario. Si pudiéramos ver la muerte como algo realmente necesario, como plenamente natural nada nos impresionaría terroríficamente de ella: ni su presencia, ni la corrupción que acarrea ni ninguno de sus síntomas. Cuantos han aspirado a purgarnos de los males de la muerte, la han recomendado como algo natural y necesario (Spinoza, Hegel, el sentido común o ciencia) o como inexistente (en esto coinciden Epicuro y los cristianos, por diferentes motivos). La primera disculpa negada por nuestra intuición, la segunda por la evidencia. No en el futuro la muerte, sino aquí y ahora, sin cesar; nada falso que suponerla ausente mientras nosotros estemos y decir cuando llegue ya no estaremos para recibirla: la muerte no es incompatible con mi yo actual, sino su preciso fundamento. Pero a su necesidad, a su naturalidad, que son precisamente la fuerza de la muerte y lo que de ella más nos aterra, a eso no podemos acostumbrarnos: fingimos cierta acomodación resignada, una familiaridad hipócrita, con lo que nos es más extraño, pero la procesión del horror va por dentro y asoma al menor resquebrajamiento de nuestra coraza racionalista. Lo que, fundamentalmente, agradecemos en el cuento de miedo es la posibilidad de considerar abiertamente cómo sobrenatural esa muerte, cuya naturalidad nos vemos obligados a admitir cotidianamente de labios para afuera.
Pero admitir que la muerte es sobrenatural es comenzar a incubar la prohibida esperanza de escapar de ella. Lo impensable viene en ayuda de lo posible. Los procedimientos que aspiran a redimirnos de la aniquilación pasan por las más insoportables agonías. La teoría general que subyace estos intentos antitanáticos es la que resume los versos del poeta alemán, que nos indican que allí donde acecha el peligro crece también lo que alivia de él o, más simplemente, el conocido refrán latino: simil similibus curantur. Sacudirse la sombra de la muerte exige descender a la muerte misma, penetrar en el horrible reducto donde triunfa. «Peor aún que la muerte es su guarida», nos advierte Séneca. Pero allí se encuentran los fúnebres materiales con los que algunos intentarán edificarse una precaria inmortalidad: el ataúd lleno de tierra balkánica del vampiro, los fragmentos de cadáveres que compondrán el cuerpo atormentado de la criatura prometeica, los destellos lunares que consumarán el milagro de la licantropía, el mesmerismo espeluznante que mantiene en suspenso la fatal descomposición del señor Valdemar. Perdida toda naturalidad, definitivamente abandonado su fementido carácter de cosa obvia, la muerte recupera su manto de niebla helada y su desconsolado ulular nocturno: se emparenta con el crimen y la maldición, pero también con la magia, con la encantación que resucita y con el pacto con el demonio, que regala una vitalidad ignominiosa. La concepción naturalista de la muerte procura atenuar su evidencia, con métodos que van desde la perífrasis eufemística para aludir a ella hasta el maquillaje de cadáveres (lo cual, por otro lado, no deja de ser una señal indudable de que no es tan fácil acostumbrarse a su dominio). El sobrenaturalismo terrorífico, en cambio, exacerba su presencia hasta lo intolerable, le arrebata los velos que disimula su repugnante desnudez y subraya, en lo posible, sus sombríos encantos. Se establece así una pugna de ocultamientos y revelaciones: frente a la pulcra eliminación funeraria de los restos mortales, que desaparecen visto y no visto, el escalofriante testimonio de clausura y asfixia que susurra el muerto, consciente de su entierro; frente a la discreta foto del difunto en un día de playa y el gradual desvanecimiento de su nombre de las conversaciones familiares, la aullante aparición del espectro o el hedor a putrefacción y tierra removida que acompaña a los pasos del que vuelve; frente, al sensato «no pensar en ello», que el sentido común impone, respecto a la muerte, la obsesión morbosa del necromántico, del frecuentador nocturno de cementerios, del diseccionador o del enamorado irrefrenable de la exangüe belleza de la muerta; frente a ese carácter de aliviado desembarazo que acompaña el acatamiento de lo irremediable, el frenesí de hurgar, de recomponer, de resucitar de invocar desde el más allá que caracteriza a los disconformes con el fallecimiento que pueblan los cuentos de miedo. El «mal gusto» se encara con el bueno; con la facilidad para encubrir los estragos de la muerte que define a la civilización en ella basada. Lo invisible reclama, patentiza y hace pagar su ocultamiento con una acentuación chillona de sus rasgos más alarmantes. La muerte pierde su distanciamiento y aparece tal como realmente es: dueña y señora, centro del mundo, negro aroma de la existencia toda, obligada referencia de cada gesto, de cada mirada. Pero este desvelamiento trabaja contra ella, su aparición sin manto la lacera. De sus fastos y estereotipos surge una nueva esperanza de vida, un vigoroso furor que se agita y yergue al muerto, extrayendo otra vitalidad más duradera de lo que debería haber sido perpetua extinción. Los cementerios se llenan de animación nocturna, las ruinas se ven de nuevo pobladas por habitantes desconsolados, en los bosques y pantanos mefíticos crecen nuevas especies inimaginables. Aunque, finalmente, la muerte logre imponer su equilibrio y el polvo vuelva al polvo, el imperio de lo más necesario se ha visto por un momento comprometido de intolerable excepción: se insinúa la sospecha de que una voluntad indomable puede hacer trampa a la muerte, buscando sus armas en el légamo de la misma corrupción.
Aún más: la constatación de lo horroroso es ya subversiva en el ámbito de una normalidad garantizada por la resignación a lo deplorable, al menos a nivel de las apariencias. El tono mismo del relato escalofriante encierra un intento de refutación de la muerte, en lugar de expresar un regodeo morboso en su triunfo, como cree, a veces, el observador superficial. Es la indiferencia, por fingida que sea y disfrazada que esté de «madurez», la que extiende el certificado de defunción, no el alarido de espanto. Acostumbrarse a un mal es colaborar con él, por muchas razones científicas que se aporten de la necesidad del acatamiento. El cuento de terror se basa en proclamar que el zarpazo de la muerte sobre la realidad es algo, a lo que jamás podremos hacernos del todo. Pero ¡qué feroces transformaciones sufren quienes se rebelan contra la necesidad! ¡A qué precio tan elevado pagan su atrevimiento subversivo! Pálidos vampiros de largos colmillos, espectros harapientos de curvas garras frías, bestiales licántropos, abominables criaturas tentaculares de Lovecraft, muñecones sin alma, hechos de cadáveres, lívidas vírgenes que retornan a consumar su amor imposible, brujos que han ido pareciéndose más y más a los demonios que guardan en sus redomas... Son los herederos desdichados del Primer Rebelde, los jirones de carne que el espíritu deja prendidos en las alambradas de la realidad al pretender escapar. Empalados, quemados, exorcizados, abrasados con la maldita agua bendita, son ellos, indudablemente, protagonistas de los cuentos de miedo, los verdaderos héroes de narraciones espeluznantes y no esas insulsas y beatas criaturas que prevalecen sobre ellos al final de la historia. Su nombre es Legión: la legión de los mutilados de la mayor de las guerras de independencia, de la revolución contra la muerte. Pese a su inevitable derrota final, su mero intento ya es una victoria. Los sentimientos del lector hacia ellos son delicadamente ambiguos, algo así como un aterrorizado reconocimiento, una suerte de pavorosa simpatía. Por una parte, nuestra tranquilidad, nuestro orden y nuestra cordura exigen que sean destruidos, que se aplaste la amenaza que representan; pero por otro lado nos identificamos irrefutablemente "con sus afanes y en nuestro fuero interno descubrimos que su desesperado ulular es nuestro himno secreto. Son el mayor peligro que nos acecha, pero también una de nuestras más valientes posibilidades. Quizá no compartamos su decisión de buscar las armas contra la muerte en la muerte misma, lo que supone, a fin de cuentas, un cierto reconocimiento a rebours de su necesidad, un nuevo refrendo a la desesperada de lo inexorable; pero en todo caso su lucha nos hermana o, al menos, los hermana con lo menos sumiso de nosotros. Pese a nuestro horror, es su gesta la que nos interesa y no la de los que acaban con ellos o escapan de sus garras. Lo que nos avecina es un secreto a voces, que puede expresarse así: somos de la estirpe de los fantasmas. ¿Acaso no somos tan sobrenaturales como ellos, por mucho que intentemos rebajarnos a una naturalidad que cada uno de nuestros gestos, por no decir de nuestros pensamientos, desmiente con la más íntima fuerza de convicción? La extrañeza abominable del cuerpo de los monstruos duplica el alarmado asombro que sentimos ante el nuestro: también nosotros tenemos tentáculos, y humores, y sufrimos modificaciones que no controlamos, y nos vamos convirtiendo en algo que llega a sernos perfectamente ajeno y que terminará por aterrarnos. Ellos han apresurado el proceso, eso es todo: han sentido la impaciencia de alcanzar el final de inmediato, para intentar ir más allá, para tratar de utilizar la degradación en su provecho. Nos reconocemos en su trepidar afanoso, en ese alma insaciable que pervierte la vida a fuerza de querer intensificarla, en esa soledad radical, sin mezcla, de lo irremisiblemente diferente. Si se me apura, llegaré a decir que los monstruos nos proponen el reverso, no por negro menos deudor de lo sagrado, de la santidad. Los espectros de los cuentos de miedo son los bienaventurados de ese dios loco que se le apareció a Lovecraft aullando en la oscuridad; su escalofriante hagiografía es desconsolada y desconsoladora, pero nos hiere en lo más próximo.
He relacionado directamente el cuento terrorífico con lo sobrenatural; no faltará quien me recuerde el dictamen de Jacques Bergier que hace de Lovecraft el «inventor del cuento materialista de terror». Creo haber aclarado suficientemente lo que entiendo por sobrenatural, como para poder asegurar que, si por «materialista» se entiende algo así como lo determinado por necesarias leyes físicas, la afirmación del crítico francés es perfectamente errónea. Los cuentos de Lovecraft, como los de Machen, Chambers o Hope Hodgson, son tan sobrenaturales -en el sentido antes indicado- como cualquier clásica ghost-story del siglo XIX, si bien es cierto que ellos desplazaron el desafío a la necesidad, respecto al ámbito en que lo situaban sus predecesores. Antes, los elementos que sustentaban lo inexorable eran de índole religioso-cristiana y ellos servían de marco a las andanzas de espectros y vampiros, todavía deudores del demonio y enemigos de la cruz; más adelante, la necesidad tomó rostro científico y la rebelión contra ella comenzó a presentarse como desvaríos de la arqueología, la física o la medicina, pero esto desde bastante antes de Lovecraft: tal es el caso de la célebre novela de Mary W. Shelley o de El extraño asunto del señor Valdemar. Lo que ha cambiado es el concepto de lo natural, antes sometido a los designios de la Providencia y hoy a los de la ciencia. Los cuentos de miedo siguen apelando a lo sobrenatural, sean las facetas diabólicas de la fe cristiana o los puntos en que el conocimiento científico tropieza con un límite vertiginoso que derriba su concepto de normalidad. A este respecto, es curioso señalar la importancia que cierto tipo de neopaganismo desempeña en los relatos de Machen, Blackwood o Lovecraft. El término «paganismo» debe ser tomado en su sentido más literal, pues en la mayoría de los casos se trata de cultos prohibidos que sobreviven en aldeas olvidadas o marginadas de la civilización industrial urbana. En el culto al Diablo de los clásicos brujos y vampiros, o del monje maldito de Lewis, latía la presencia irreprimible del perseguido dualismo maniqueo, viejo hermano gemelo del cristianismo; en los seres del Antiguo Orden de Lovecraft o en los espíritus elementales de Blackwood vuelve por sus fueros la pluralidad condenada del politeísmo. El monoteísmo, tanto cristiano como cíentísta, sigue situando el terror en esa diferencia y diversidad, que se le oponen y mira con espanto el retorno distinto de lo imprevisible en el reino de la ineluctable previsión, del pasado más pavorosamente remoto, que viene a enturbiar con sus efluvios emponzoñados el dogma del progreso. La raíz del pánico es que el gran Pan no ha muerto.
Sentarse junto a la chimenea y comenzar a leer una historia perfecta de Montague Rhodes James; o apretujarse en el metro, mientras se releen a trompicones las mágicas líneas del prodigioso Jean Ray. Las tumbas se abren, acuden los fantasmas y sospechosos montones de trapos reptan tras nosotros por la acera o el número 13 de cualquier calle puede ser Maupertuis. La suerte está echada: somos víctimas del vicio más antiguo que la literatura ha propagado el afán de relatos espeluznantes. El buen gusto y todas : preceptivas literarias nos desautorizan; la psiquiatría nos remite entre los neuróticos obsesivos o los oligofrénicos, y nos recomienda duchas frías; el partidario de una literatura educativa y polítizada deplora lo pueril de nuestra evasión. Pero nosotros no hacemos caso sino a Sade, sólo a Sade, cuando nos susurra: «Apaga tu alma, trata de convertir en goce todo lo que alarma tu corazón.»