sábado, 19 de noviembre de 2011

ALQUIMIA Y MEDICINA - ALEXANDER VON BERNUS, IV PARTE




EL MISTERIO DE LA CURACION


Mejor que la cabeza sabia, compren­de el poeta la naturaleza.

                                                      Novalis

Ante la pregunta: "¿Qué es lo que provoca la curación en el or­ganismo enfermo?", la ciencia exacta y la terapéutica "natural" dan la misma respuesta: "Son las fuerzas del organismo mismo, movilizadas, sea por una reacción de autodefensa, sea por un factor externo (vacu­nación y otro tratamiento medicamentoso), para expulsar o combatir las substancias (virus o bacterias) que provocan la enfermedad." El axioma enunciado por Hipócrates (460‑377 a. J.C.) ‑"Son las natu­ralezas las que curan la enfermedad. La Fisis encuentra su camino por sí sola"‑ no ha cesado de guiar a todos los médicos auténticos, pasan­do por Paracelso y los grandes yatroquímicos, hasta nuestros días. Se encuentra una frase que reproduce casi textualmente la misma idea en Krehl, en su obra Sobre la terapéutica natural (Ueber die Naturheil­kunde), aparecida en Heidelberg en 1935:

"La Fisis es una propiedad o una facultad del organismo de volver a poner en orden los trastornos funcionales de sus órganos. Si se desig­nan estos trastornos por el término enfermedad, entonces el cuerpo es capaz de curarse a si mismo por la fuerza de su Fisis. . . La Fisis hipo­crática domina efectivamente en la hora actual la medicina interna, como ésta admite ahora sin reservas".

El descubrimiento enunciado por Hipócrates no se remonta, sin embargo, a antiguas experiencias populares empíricas, como lo quiere una teoría superficial generalmente admitida, sino más bien a una an­tigua ciencia iniciática salida de los templos de Esculapio. Precursor de los esfuerzos de la ciencia médica, para explicar la enfermedad en tan­to que tal, Hipócrates se encuentra también en el origen de la terapéu­tica, en el sentido actual del término, tras haber sufrido un largo pe­ríodo de eclipse. No se sitúa, sin embargo, al comienzo, sino en el tér­mino de una evolución. A través de él se manifiesta por primera vez, bajo una forma que nos es accesible, la antigua sabiduría hermética de los santuarios. Platón juega el mismo papel en la filosofía que aparece en la misma época. En efecto, la humanidad occidental, de la que la Hélade representaba entonces la más alta cima, acababa de entrar en el período de la toma de conciencia intelectual.

Pero, ¿cuál es esta facultad del organismo que le permite comba­tir los trastornos funcionales, los virus y las bacterias? Las vacunas y los medicamentos introducidos desde el exterior, con el ejército mi­crofísico que ponen en juego, son en cierto modo los mazos de manio­bra que dirigen efectivamente el combate. Mas, ¿cuál es la fuerza que los pone en movimiento?, y ¿cuál es su asiento en el organismo huma­no y animal? ¿Está en la célula? ¡No! El mundo de las células no es más que el campo de batalla biológico. La fuerza no se encuentra en parte alguna en el organismo animal accesible a los métodos de inves­tigación físico‑químicos, sino que reside en el cuerpo fluídico humano ‑y más generalmente animal‑ con el que forma la trama de una estre­cha red; en el ‑cuerpo fluídico que se sitúa más allá de toda compren­sión metodológica ‑al menos por el momento‑. La parapsicología ope­ra con él, pero no lo conoce de una manera cosmológica. Este cuerpo fluídico humano, en el que se desarrollan todos los fenómenos vitales, era conocido por los iniciados de todos los tiempos y de todos los pue­blos, incluso si le daban nombres diferentes. La sabiduría hindú mile­naria lo conocía bajo el nombre de "Lingha Sharira". Tenía una rea­lidad metafísica para la Kábala. En Paracelso, lo encontramos bajo el nombre de "Schemen" (sombra). Justinus Kerner y la vidente de Pre­vorts lo designan como "fluido nervioso", y la terminología antropo­física y teósófica moderna lo llaman "cuerpo etérico".

 Conservaremos este último término en la continuación de estas consideraciones. Ovi­dio, que había sido iniciado en los misterios de Mithra y que fue des­terrado por Augusto por haber revelado el secreto iniciático 'en sus Metamorfosis, resume la composición del ser humano en el siguiente dístico, que expresa el secreto del hombre con una maravillosa con­cisión:

"Terra tegit carnem ‑ Tumulum circumvolat Umbra ‑ Orcus ha­bet Manes ‑ Spiritus astra petit.
(La tierra cubre la carne ‑ La sombra revolotea alrededor de la tumba ‑ Los infiernos reciben a los Manes ‑ El Espíritu llega hasta los astros.)"

Como se ve, Paracelso ha tomado del latín el término Schemen para designar a este cuerpo etérico o vital. Una elucidación completa de la significación esotérica del dístico de Ovidio, sobre los numerosos planos de sus significaciones, sobrepasaría el marco de este estudio. Para quien admite la visión esotérica del mundo, el dístico no tiene por otra parte ninguna necesidad de explicación. Nuestra tarea aquí es explicitar la concepción que ve en el cuerpo etérico al portador de las funciones vitales del organismo. Bien que la biología actual pueda to­davía rechazar esta concepción, como manchada de un vitalismo cadu­co, se encuentran ya algunos biólogos aislados que adoptan una acti­tud menos negativa. En un porvenir que ya no es lejano, esta concep­ción se difundirá cada vez más en los medios científicos, pues la hu­manidad de hoy en día se encuentra ya comprometida sobre este ca­mino, y la física moderna ha abierto todas las puertas, en el sentido en que lo entiende Goethe en estos versos:

Qué más puede conseguir el hombre en su vida
Que la revelación de la Naturaleza‑Dios:
Cómo disipa ella en espíritu lo sólido,
Pero consolida también lo que el espíritu creó.

Lo que Goethe llamaba la "imagen primordial" de la planta no es otra cosa que la imagen etérica, pues en todo lo que es orgánico, es el cuerpo etérico el que porta la vida, y el vidente ve flotar por encima del grano "la imagen etérica" de la planta que anuncia.

En el momento de la muerte, el cuerpo etérico se desprende del cuerpo físico y le sobrevive todavía durante algún tiempo. Revolo­tea alrededor del cadáver ‑tumulum circumvolat umbra‑ para disol­verse a continuación en el Eter universal, que no hay que confundir con el éter hipotético, admitido durante algún tiempo por la ciencia. En todo estado de causa, lo que posee una vida eterna no es el cuerpo etérico sino el cuerpo psíquico y el yo espiritual.

Ante las proezas conseguidas por las técnicas de reanimación ac­tuales que consiguen llamar de nuevo al sujeto a la vida, incluso mu­chos minutos después de la detención del corazón, se ha concebido na­turalmente la esperanza de que la persona así "vuelta de la muerte" es­té en condiciones de hacer el relato de lo, que ha visto "al otro lado".

Estas esperanzas fueron sin embargo decepcionadas[1](*), pues los `resu­citados' no se acordaban más que de los pensamientos y de las repre­sentaciones que les agitaban en la última hora, antes de que cayera el telón. Y todas estas representaciones se referían exclusivamente a las situaciones y a las experiencias terrestres: a los intereses profesionales, a las preocupaciones por los miembros de la familia que quedaban sin recursos, o a cualquier otro desvelo que pudiera atormentar o preocu­par al moribundo. Ninguna traza de revelaciones sobre el más allá. Y ¿cómo podría ser de otro modo? Hace falta un desconocimiento com­pleto de todos los problemas de la muerte para nutrir tales esperanzas de revelaciones provinientes de personas devueltas desde la muerte por medios técnicos. El cuerpo etérico no se separa espontáneamente del cuerpo físico; el fenómeno se consigue gradualmente y se extiende a lo largo de muchas horas, lo que hace posible por otra parte el éxito de las reanimaciones artificiales. Durante este período intermediario, aquél del que la vida se encuentra así suspendida esta sumido en un es­tado de inconsciencia total, un poco como en un sueño profundo. ¿Qué impresiones podría entonces referir del más allá? Las cosas son menos simples y una inyección de suero en el músculo del corazón o su masaje eléctrico no bastan para arrebatar el secreto de la muerte.

Para volver al organismo viviente, ¿qué es lo que, en la substancia medicamentosa, actúa sobre el cuerpo etérico y le permite provocar el despertar de las fuerzas defensivas? Y ¿cómo se manifiesta esta ac­ción en el cuerpo etérico? Si se administran remedios en dosis ponde­rables, la acción groseramente material se transmite al cuerpo etérico en cierto modo "por debajo" (no se puede emplear aquí sino un len­guaje imaginario, siempre insuficiente), para incitarle a desarrollar las fuerzas de defensa; se sigue de ello que el organismo sufre reacciones violentas que entrañan a menudo efectos secundarios o tardíos dañi­nos. La materia médica más sutil, como las otras diluciones homeopá­ticas, por ejemplo, no actúan por el rodeo del organismo, sino que van directamente al cuerpo etérico en su esfera propia, y el proceso de cu­ración se desarrolla sin consecuencias fastidiosas. Sólo ello explica la eficacia a menudo maravillosa de las diluciones elevadas, cuyos consti­tuyentes materiales no se dejan descubrir por el análisis, pese a lo mi­nucioso que sea, y a la que sus adversarios califican de "acción simbó­lica". Estamos dispuestos a admitir que para un organismo de natura­leza grosera, al que hay que abordar "por debajo", las diluciones ele­vadas están menos indicadas. Para los medicamentos "abiertos" y di­namizados por métodos espagíricos, las cosas pasan de una forma análoga a lo que se observa en los tratamientos homeopáticos: los efectos secundarios dañinos desaparecen; pero a ello se añade el importantísi­mo factor, esencial incluso, de que los remedios espagíricos están orientados físicamente, es decir que los medicamentos específicos de los diversos órganos son preparados con las plantas y los minerales que corresponden cosmológicamente a estos órganos. La astrosofía enseña que los órganos particulares están colocados bajo influencias planeta­rias determinadas que han actuado durante milenios sobre el órgano en cuestión, por intermedio del cuerpo etérico. Ya hemos tenido oca­sión de mencionar que la misma determinación cosmofísica se aplica a las plantas y a los minerales. Así, cada órgano está sometido a la virtud terapéutica de las plantas y de los minerales que tienen una determina­ción idéntica: el corazón y los ojos son solares, el cerebro es lunar, el sistema óseo saturnino, etc. Según el axioma de Paracelso, "el Astro es curado por el Astro", un medicamento cuyos constituyentes sean escogidos en conformidad con los principios astrológicos actuará di­rectamente sobre las fuerzas etéricas del órgano correspondiente, para incitarlas a la defensa y a la curación. Esta es una terapéutica que nos parece fundada sobre principios muy claros y convincentes.

La astrosofía (una vez más, no se trata de vulgares mercaderes de horóscopos) está ampliamente rehabilitada hoy en día. Baste con en­viar al lector a las obras de Thomas Ring: El sistema solar: un organis­mo (Das Sonnensystem, ein Organismus), El ser vivo en el ritmo del espacio cósmico (Das Lebewesen im Rhytmus des Weltraums), El hombre en el campo del destino (Der Mensch im Schicksalfeld), publi­cadas todas por ediciones Deutsche Verlagsanstalt, Stuttgart. Así, una terapéutica fundada sobre bases astrológicas encuentra su justificación en la cosmofísica.
No hay duda alguna de que todavía existen numerosos médicos y biólogos, atrasados en las concepciones materialistas, que se oponen al punto de vista que defendemos. ¡Vayan por su camino! El tiempo pa­sará sobre ellos, como ha pasado sobre los adversarios de Paracelso. Existe por otra parte un medio muy simple y muy convincente para llegar a una mejor comprensión: ensayar.