lunes, 14 de noviembre de 2011

ALQUIMIA Y MEDICINA - ALEXANDER VON BERNUS - 2º PARTE







La necesidad del secreto

En un mensaje enviado por el adepto inglés Theodore Mundanus a Edmond Dickinson, se dice: "No parece que sea en la intervención particular de la providencia que, no, solamente el populacho grosero, sino incluso los sabios y las gentes más perspicaces, han rechazado tenazmente este asunto y vuelto al Arte en escarnio como un absur­do y como la más grande locura de la tierra, sin examinar lo que se produce realmente, ni considerar si la cosa, por su naturaleza misma, es posible. En otras controversias, los hombres sabios‑y avisados se to­man generalmente el esfuerzo de adquirir una noción justa del objeto, antes de rechazarlo como perfectamente absurdo; pero aquí se comienza lo más a menudo por condenar el conjunto de la cuestión, con la más total desconfianza... Los adeptos están acostumbrados a ello y no otorgan más importancia a las palabras de este género que al melo­dioso rebuzno de un asno. Estas calumnias no empastarán su gloria, ya que la conservación de su persona y la salvaguarda de su secreto exigen que ellos se eleven por encima de estas necesidades. "
Que no se espere, pues, que el presente estudio levante el velo del secreto preservado durante milenios por los maestros del hermetismo, ni que entregue así un saber que sólo la iniciación permite adquirir o que ‑hoy como antaño‑ los maestros ocultos transmiten de boca a oído a los discípulos cuyo silencio está probado.


Que se encadenen mérito y oportunidad,
Los necios nunca lo han soñado.
Si tuvieran la Piedra de los Sabios,
A la Piedra la faltaría el Sabio.


Estas estrofas en la boca de Mefistófeles resumen con una mara­villosa concisión lo que en todo tiempo ha decidido a los alquimistas a guardar silencio sobre el misterio o a no hablar de él sino en térmi­nos cubiertos. En la respuesta a Edmond Dickinson, ya citada, Theodo­ro Mundanus expresa esta idea de la manera siguiente:


"Pero si la piedra tiene la acción y el poder maravilloso que sabe­mos, no es sorprendente que los sabios de todos los siglos se hayan es­forzado tanto por guardar su materia secreta, sabiendo bien que, caída en el dominio común, manos indignas y depravadas podrían servirse de ella, y causaría entonces tanto mal como permite hacer de bien. Esta es la única razón por la cual han consagrado tantos esfuerzos a ocul­tar ante todo su primera materia y a trabucar y envolver la verdad de la cosa por toda suerte de expresiones oscuras y enigmáticas. "


Theodoro Mundanus responde igualmente a la objeción que se es­cucha en nuestros días tan a menudo como antaño: ¿por qué los maestros herméticos describen el proceso alquímico, si es para callarlo o al menos velar lo esencial de él?


"Pese a la apariencia ardua y misteriosa de los escritos filosóficos, los discípulos de esta ciencia deben considerarlos con gratitud a causa de la penosa labor que ha costado a los que no han emprendido estas obras más que por caridad y voluntad deservir. Pues los autores no han buscado en ellas ni gloria ni provecho, obligados como estaban a ocultar su nombre. Todo lo que ellos han hecho encuentra su origen únicamente en su deseo sincero de ofrecer en cierta forma un hilo de Ariadna que pueda guiar a los niños del Arte a través del laberinto al­químico. En toda la medida de lo posible querían facilitar la tarea de los buscadores, sin por otra parte revelar el Arte al profano ni entre­gar la casta Diana a los apetitos de los poderosos y de los ricos, que po­drían más fácilmente asegurarse su posesión si bastase con invertir en ello el suficiente dinero. Y ya que los filósofos han hecho todo lo que está en su poder, corresponde a los discípulos del Arte hacer el resto, es decir, entregarse al trabajo y a la oración y esforzarse por descubrir el sentido de estos escritos por una reflexión sostenida y por la perse­cución incansable de experiencias bien meditadas, que son sus mejores comentarios. "



Algunos jalones para la investigación



No obstante, para facilitar los comienzos del que se proponga consagrarse a la alquimia teórica y práctica, señalamos aquí las princi­pales obras que ofrecen la mejor introducción; pues los libros alquími­cos son legión, engañosos y despistantes, bien hechos para desesperar a la mayor parte de los lectores, antes mismo de que hayan podido plantar el pie. Las obras señaladas aquí no contienen ambigüedad al­guna, ni intención de extraviar, bien que expresen naturalmente el se­creto hermético en términos encubiertos y parábolas. Son: El secreto de la Sal (Das Geheimnis von dem Salz), escrito y publicado por Elias Artista Hermetica; ABC de la Piedra de los Sabios (ABC vom Stein des Weisen) ‑una colección de los más importantes textos alquímicos; La brújula de los sabios (Compass der Weisen); Georg Von Welling: Opus Mago‑Cabbalisticum et Theosophicum, en la que son descritos el ori­gen, la naturaleza, las propiedades y el empleo de la sal, del azufre y del mercurio, en tres partes (Opus Mago‑Cabbalisticum et Theoso­phicum, darinnen der Ursprung, Natur, Eigenschaften und Gebrauch des Salzes, Schwefels, und Mercuri in dreyen Theilen beschrieben); el Laboratorium chymicum de Johann Kundel von L ówenstern; la obra regia de los Rosa‑Cruces: Aurea Catena o La Cadena de Oro de Horne­ro (Golden Kette des Homer) y, en fin, La historia de la alquimia, de Karl Christoph Schmieder, ya mencionada al comienzo de este libro. Los grandes maestros herméticos: Paracelso, Basilio Valentín, Isaac el Holandés, no pueden ser abordados con provecho más que después de un estudio profundo de las obras arriba mencionadas, que permiten adquirir las bases necesarias a la comprensión de estos últimos.


El que prosiga sus estudios alquímicos, en este orden tendrá ‑su­puesto que tenga la disposición de espíritu necesaria‑ una lejana oportunidad de conseguir la meta final y verdadera, sin extraviarse de­masiado en los desvíos que conducen finalmente a un laberinto del que ya no es posible salir sin el hilo de Ariadna hermético. Añadamos también los títulos de algunos escritos alquímicos: Filum Ariadnes, Abyssus Alchymise, Purgatorio de los Químicos (Fegfeuer des Chy­misten), Redención del Filósofo del Purgatorio de los Químicos Erló­sung der Milosophen aus dem Fegfeuer des Chymisten), Coelum rese­ratum chymicum, y también Le Triomphe hermétique ou la Pierre Philosophale victorieuse, Clavis sapientiae, Aula Lucis y, finalmente, conquistada la victoria: El Vellocino de Oro o el antiguo Tesoro ocul­to de los Sabios (Das goldene Fliess oder urälteste verborgene schatz der Weisen).


Desviaciones y resoluciones



¿Puede uno extrañarse de que este extraño dominio, inabordable y desacreditado, haya seducido en el curso de los siglos, e incluso de los milenios, a tantos iluminados, charlatanes, bribones y aventureros que, atraídos por el tesoro, escondido desde tiempos inmemoriales, que está permitido descubrir, hayan caído bajo el encanto de su cla­roscuro misterioso? Es verdad: la historia de la alquimia está llena más que ninguna otra de los acontecimientos más fantásticos y de los más inverosímiles, buenos hechos para inspirar la prudencia con res­pecto a todo lo que viene de este dominio; y el descrédito que sufre la alquimia no tiene otra razón. Pero, ¿hay por ello que rechazar del mismo golpe las transmutaciones atestiguadas por testigos irrefutables y contar a los verdaderos adeptos, de un valor moral y espiritual, en el número de los estafadores o, en el mejor de los casos, en el número de los engañadores engañados? El problema no se deja resolver de una manera tan precoz. La ciencia de ayer, de hoy y de mañana puede bien no haber acuñado estas monedas y rehusar, por lo mismo, reco­nocerlas: un futuro no demasiado lejano lo juzgará todo de otro modo. Sin embargo, la aureola que rodea a la alquimia todavía en nues­tros días continúa provocando tentaciones y extravíos sumamente ex­traños de los que el autor podría contar ejemplos sacados de su expe­riencia de más de cuarenta y cinco años, desde que se consagró a la alquimia, y la extravagancia de estas divagaciones no cedería apenas ante los relatos de los siglos pasados.
Si se considera la primera mitad de nuestro siglo, se constata ‑co­mo se ha dicho al comienzo de este estudio‑ que no solamente los ele­mentos medianamente o poco educados, sino incluso y sobre todo los círculos verdaderamente instruidos y hasta los medios científicos pro­piamente dichos, se desvían cada vez más de una concepción puramen­te materialista y se aproximan a las ciencias llamadas marginales. El fenómeno se ha acentuado particularmente desde la primera guerra.


Una sola disciplina, aparecida hacia 1923, y que desde su entrada en escena no deja de extenderse, es incontestablemente espagírico‑alquí­mica en su naturaleza, aun cuando los que la practican no quisieran convenir en ello y objetasen quizá que su ciencia se funda exclusiva­mente sobre las concepciones filosóficas de la antroposofía. ¡Lo admi­timos de buena gana! Pero el método así practicado no es por ello me­nos alquímico, y es preciso que lo sea, ya que esta vía de conocimien­to no puede sencillamente conducir a otro fin: las realidades y las le­yes cosmofísicas permanecen como datos permanentes, y el iniciado visionario no puede obtener en nuestros días un resultado diferente del que obtenía antaño el adepto, si ambos perciben las interrelaciones cósmicas `en la luz de la naturaleza' ‑para designar esta visión intuiti­va en las palabras de Paracelso‑, en su realidad espiritual. La natura­leza, dice Goethe, vive en un acto creador continuo. Sólo el aprendiza­je que permite desarrollar esta facultad del alma y del espíritu ha deve­nido diferente, y este cambio está determinado por la situación psico­lógica fundamentalmente diferente del hombre moderno.




La agricultura biológica se deriva también de la alquimia



La disciplina que se puede calificar de espagírico‑alquímica, y que ha podido registrar éxitos tan excepcionales en el curso de la treintena de años de su existencia, es el procedimiento de abonado biodinámico, establecido en su tiempo por Rudolf Steiner. Este procedimiento re­presenta una innovación fundamental para la agricultura, la jardinería y la silvicultura, y las imprime una nueva orientación cuyos efectos no aparecerán plenamente más que en el porvenir. Los lectores que deseen informarse más completamente sobre esta cuestión encontrarán aclaraciones tanto en la revista Demeter como en la colección GäaSophia publicada por la sección de ciencias naturales de la Universi­dad Libre de Filosofía en el Goetheanum de Dornach[1].


Los antropósofos cometen, sin embargo, un error cuando preten­den que el abonado biodinámico, tal como fue creado por Rudolf Steiner, ejecutado y beneficiado por sus discípulos con tanto éxito, es un procedimiento enteramente nuevo e inédito. Los que dicen esto lo ignoran todo de la alquimia y de su naturaleza, sin lo cual sabrían que el abonado, dicho de otro modo la descomposición, la putrefacción y la combustión, representa el problema fundamental de toda la alqui­mia. Si se poseen aunque sea sólo algunas nociones superficiales de esta cuestión, el tratamiento del suelo con un abono artificial cualquiera se excluye por sí mismo. Los químicos agrícolas que, en tanto que campeones de los grandes trusts industriales, se convierten en los pro­pagadores de los abonos sintéticos, siguen siendo todavía prisioneros de los mismos razonamientos esquemáticos y mecanicistas que han guiado a los fisiólogos y estadísticos de la alimentación hasta la primera guerra mundial, e incluso más allá de ella. Fundándose sobre exámenes de laboratorio que han permitido constatar con razón que las proteí­nas, los azúcares y las grasas son los constituyentes principales del or­ganismo humano, los especialistas han calculado la consumición corriente y las necesidades diarias mínimas, y establecido tablas es­quemáticas a la intención de las diferentes categorías profesionales: trabajadores intelectuales, obreros manuales, y trabajadores de fuerza. Así, en 1887, Carl von Voit, el bien conocido fisiólogo muniqués, ha concluido, a partir de las experiencias que ha conducido, que las nece­sidades diarias de un obrero manual que tenga un peso medio de 70 ki­los se establecen como sigue: como mínimo, 500 gr. de azúcar, 56 gr. de grasas, y 120 gr. de proteínas (ración alimenticia). No es sino mu­cho más tarde que ha averiguado que las necesidades diarias mínimas en proteínas no sobrepasan de hecho los 40 gr. Sin embargo, el míni­mo según Voit, tres veces superior a las necesidades reales, entró en los manuales y fue considerado como un dogma durante decenas de años. Incluso haciendo por otra parte abstracción de este grave error de cálculo concerniente a las necesidades en proteínas, es evidente que el problema del reemplazo de los alimentos utilizados en el organismo vivo no se deja tratar de una manera tan mecánica, bien que el aporte deba naturalmente corresponder al consumo. Sin duda, la ciencia de la nutrición ha hecho grandes progresos desde la primera guerra mun­dial, gracias a la orientación juiciosa de los trabajos de una serie de in­vestigadores tales como Róse, Hinthede, Ragnar Berg y otros, y es comúnmente admitido ahora que fuera de los azúcares, de las grasas y de las proteínas, el valor de un régimen alimenticio despende igual­mente de substancias otras veces descuidadas por la ciencia: productos minerales o sales nutritivas, principios extractivos, aromáticos y amar­gos, y finalmente vitaminas; en una palabra, la noción de la importan­cia de las substancias complementarias, reconocida en su origen por los outsiders, es hoy en día verdad corriente, mientras que la ciencia de la nutrición del suelo se atiene aún al antiguo punto de vista, hoy su­perado. El hecho se explica por la concepción materialista en virtud de la cual se persiste en considerar al suelo como una cosa inorgánica, a la que basta con añadir cantidades de sales de potasio y de fosfatos correspondientes exactamente a las cantidades utilizadas, como se ha­ría para el contenido de una cornuda en el laboratorio, para asegurar la permanencia del rendimiento; mucho más aún, se imagina poder aumentar este rendimiento en proporciones considerables, en función de las cantidades de abono añadidas, y mantener indefinidamente por este método los rendimientos artificialmente obtenidos. Los éxitos de los últimos treinta años parecen, es verdad, rendir justicia a los parti­darios de esta teoría. El observador superficial adquiere la impresión de que basta realmente con restituir al suelo las substancias utilizadas en el curso de los años, y cuyas cualidades pueden ser exactamente de­terminadas por métodos químicos, para conservar indefinidamente su productividad y resolver así el problema esencial de la agricultura. No es menos cierto que el lapso de tiempo tomado en consideración por los que juzgan confirmada esta teoría es demasiado corto para de­jar aparecer en toda su extensión la contrapartida catastrófica desenca­denada simultáneamente, pero cuyos efectos y consecuencias nocivas se manifiestan con mucha más lentitud.


 Sin embargo, la aparición incesantemente más frecuente de las "enfermedades de carencia", y el descenso general de vitalidad que resulta de ellas constituyen una ad­vertencia elocuente, que no se basta a explicar la penuria de los dos períodos de posguerra. Pues el hombre y el suelo están ligados por una relación de causalidad cosmofísica, de suerte que los trastornos del metabolismo, las enfermedades de la nutrición, el cáncer, las afeccio­nes nerviosas, el deterioro de los dientes, y tantas otras "manifestacio­nes de la civilización", no cesarán de causar estragos por tanto tiempo como no se imponga un nuevo método de tratamiento del suelo, que ya no sea puramente mecanicista.


La teoría oficial queda invalidada por el hecho bien establecido de que el abonado biodinámico ‑que "incorpora" al suelo cantidades infinitesimales de abonos preparados según métodos espagírico‑alquí­micos‑ permite obtener no sólo los mismos rendimientos que los abo­nos químicos, sino además y sobre todo cosechas cualitativamente di­ferentes y muy superiores, como lo prueban sin discusión posible los análisis efectuados. Está ahí establecido que la teoría del abonado sin­tético industrial es insostenible, al mismo tiempo que está probada la plena justicia de la concepción biodinámica, dicho de otro modo, es­pagírico‑alquímica.


Para un espíritu claro, ésta es la brillante confirmación de la anti­gua concepción alquímica del mundo, por la cual el suelo no es una cosa inorgánica y muerta, sino un organismo viviente análogo al cuer­po humano.
Si nos hemos detenido en estas consideraciones de principio, es a causa de su considerable importancia para el conjunto y los detalles de nuestro estudio. Pero hemos igualmente insistido sobre esta cues­tión porque este dominio accesible al profano de buena voluntad su­ministra el mejor medio de adquirir un bosquejo de la naturaleza y del objeto de la alquimia. Una obra anterior, publicada en 1729, trata del mismo tema en un espíritu auténticamente espagírico‑alquímico. Lle­va el título: El secreto de la putrefacción y de la combustión de todas las cosas (Das Geheimnis der Verwesung und Verbrennung aller Din­ge). Uno se abstiene de revelar a los curiosos de ambos campos el títu­lo de otro libro, más antiguo todavía, que lleva por subtítulo: "Cómo preparar el suelo o más bien las semillas, con poco gasto y sin gran es­fuerzo, de modo que se obtenga, incluso sin abono, una cosecha mil veces superior" (Wie man mit wenig Kosten und mit leichter Mühe den Acker oder vielmehr die Saat so zubereiten könne, dass auch ohne Düngung mehr denn tausendfaltige Frucht erlangt werde). ¡Esto es ya el abonado biodinámico!


Si el fundador del método biodinárnico ha escogido este término, tomado del lenguaje científico moderno, para designar de una manera, por otra parte pertinente, la naturaleza de este procedimiento de abo­nado, lo hace verosímilmente porque ha creado esta disciplina a partir de sus propias concepciones originales, pero también para evitar el pe­ligro de que su método sea juzgado como una pseudociencia obsoleta. Pues a los ojos del hombre de cultura moderna, y con más razón a los de un sabio moderno, la alquimia, y todo lo que se relaciona con ella, aparece como balbuceos infantiles, nociones primitivas, esbozos de la futura química moderna que, en su vanidad presuntuosa, considera con pena los desmañados andares a tientas de su precursor en las ti­nieblas. Esto es lo que se aprende en las escuelas y universidades. Este juicio ‑o más bien este prejuicio‑ procede de un punto de vista en­teramente falso. Porque la acción viva y espiritual de la alquimia se ejerce desde hace milenios sobre el mismo dominio de la materia en el que actúa la química desde hace apenas siglo y medio, esta última se cree fundada para concluir que todo lo que la alquimia ha concebido, desarrollado y obtenido desde los caldeos, los persas y los egipcios hasta la aurora del siglo XIX está simplemente errado o, en el mejor de los casos, es solamente una larga preparación de tres mil años para concluir, en investigaciones conducidas según el método experimental exclusivamente analítico de esta misma química moderna.





La apertura de espíritu de la Edad Media: Paracelso



Se requiere toda la limitada suficiencia de la ciencia académica (los grandes pioneros siempre la sobrepasan) para cometer seme­jante error de juicio, y se requiere al mismo tiempo la inconscien­cia propia de estos medios para no ver que la concepción de la natura­leza, que toda la Edad Media designaba por el término espagírico‑alquí­mica, no era una disciplina científica en el sentido actual del término. Se trata en realidad de una actitud con respecto al mundo radicalmente diferente, que no tiene nada en común en su manera de plantear los problemas con la ciencia que reina actualmente.


Si no le ha sido acordado al alquimista determinar por vía analíti­ca la fórmula de un compuesto y la modificación de esta fórmula, en el curso de las reacciones que lo transforman en otro, no quiere decir esto que el adepto fuese menos sabio o menos inteligente que el pro­fesor de química. Antes bien, la cuestión carecía de sentido para los antiguos alquimistas. Su horizonte espiritual mucho más transparente, su comprensión infinitamente más profunda del mundo material, de su estructura íntima y de sus leyes cosmofísicas, los hacían totalmen­te extraños a esta forma de considerar y de abordar la materia. El al­quimista no tenía necesidad de signos de orientación de este género para volverse a encontrar en la naturaleza: participaba en ella y la ex­perimentaba además con toda la lucidez de un espíritu viviente. Del mismo modo, un médico de la época de Paracelso no tenía necesidad de termómetro para conocer la temperatura del enfermo: gracias a la finura y a la delicadeza infinitamente mayores de sus sentidos y gra­cias a un don de observación incomparablemente mejor desarrollado, evaluaba la temperatura por el tacto y por el examen de la orina tan bien como cualquier sabio doctor ayudado por sus instrumentos. Está en todo caso establecido que las facultades íntimas de percepción del hombre han sufrido una regresión a medida que progresaba la técnica, sin que queramos examinar aquí las ganancias o las pérdidas que resul­tan de ello para nosotros. Esto es cierto: no se trata para nosotros hoy en día de un progreso en tanto que juicio de valor, sino tan sólo de otra cosa esencialmente diferente.


Igual que la astronomía actual no procede de la astrología, la al­quimia, muchas veces milenaria, no podría ser considerada como la primera etapa de la química moderna. Astrología y alquimia son con­cepciones del mundo, parientes próximos en su esencia, sistemas eso­téricos firmemente establecidos desde la más alta antigüedad; en cam­bio, astronomía y química no son más que disciplinas tributarias del tiempo, sometidas al estado de la ciencia en un momento dado, y va­riables según los resultados de las investigaciones científicas.


Nos hemos esforzado aquí por aclarar netamente la diferencia fundamental entre estos dos puntos de partida. Si se objetase que la alquimia se desarrolló en una época en la que el sistema de Ptolo­meo conservaba aún todo su prestigio y que, en consecuencia, estas dos concepciones se apoyan sobre postulados erróneos, séanos enton­ces permitido recordar que esta constatación no tiene objeto, pues no se trata aquí de la exactitud o de la falsedad de tal o cual hecho as­tronómico, físico o químico, pese a lo decisivo que parezca, sino más bien de una orientación espiritual fundamentalmente diferente, en el sentido de una concepción del mundo dinámica espiritual, por oposi­ción a la ciencia contemporánea siempre desprovista de espiritualidad, a pesar de la mecánica de los cuantos y de la teoría de la relatividad.


Desde los tiempos del régimen nacional‑socialista en Alemania, Pa­racelso fue confiscado a título de pionero y precursor de la quimiote­rapia. Ciertos medios continúan difundiendo todavía esta concepción fragmentaria, que se extiende así cada vez más ampliamente para el más grande perjuicio de una verdadera educación popular. Esta obra de posesión se explica porque Paracelso ha vuelto a encontrar su cré­dito y no cesa de ganar en prestigio. Conviene levantarse firmemente contra esta propaganda que se apodera abusivamente de la autoridad de Paracelso, en favor de intereses económicos actuales, mientras que la obra de toda su vida es la negación teórica y práctica de todo lo que estos medios defienden ideológicamente y se esfuerzan por realizar.


En una época de transición entre la Edad Media y los tiempos mo­dernos, mientras el conjunto de la cultura sufría una nueva orienta­ción, y al mismo tiempo que la farmacia tradicional caía cada vez más en la incuria, Paracelso empeñó toda su energía en favor de un trabajo de laboratorio preciso e irreprochable en el dominio químico y farma­céutico; y se propuso acabar de una vez por todas con el fárrago de su­persticiones acumuladas desde hacía siglos. Este hecho no justifica en modo alguno la arbitrariedad de quienes, obedeciendo a una palabra de orden, lo designan como el pionero de la quimioterapia moderna. Si combatía el desorden de la farmacia de su tiempo, es precisamente porque el conocimiento hermético y alquímico original se había ago­tado en las farmacias. Los penosos y falsificados residuos de la antigua sabiduría iniciática que todavía subsistían no eran ya capaces de resistir a las primeras exigencias de una voluntad de orientación muy diferente en las ciencias, voluntad que no hacía todavía más que apuntar, pero que no por ello preparaba menos la vía hacia el pensamiento positivista moderno, del que una de las ramas debía conducir a con­tinuación a la quimioterapia actual. La falla no estaba en alguna insuficiencia de la verdadera alquimia, sino en una evolución que con­ducía al agotamiento de la cosmofísica, fundada en su origen sobre co­nocimientos esotéricos, cuya ausencia devenía inevitablemente desde el momento en que en esta época que acababa la pseudo‑ciencia se es­forzaba por apoderarse de ella, pero "agarraba los pedazos", sin con­servar "el lazo espiritual" que los unía. En el capítulo consagrado al "Encuentro primordial con Goethe", el autor se explica sobre la sig­nificación de esta ley en términos de destino. Baste aquí con exponer los hechos.



Los Rosa‑Cruces, legatarios de la alquimia



Por una intuición profética, los hermetistas de fines de la Edad Media habían previsto esta evolución: habían creado la Fraternidad de la Rosa‑Cruz de Oro a fin de volver la transición tan lenta como fuese posible y mantener viva, al menos durante algunos siglos toda­vía, la actitud original de veneración con respecto a los secretos hermé­ticos de la naturaleza, aunque no fuese más que entre un número cada vez más pequeño de personas. Así, más o menos desapercibido del mundo exterior, un flujo subterráneo de espiritualidad podía alcanzar aquí y allá a la época y a los contemporáneos.


Pero igual que todo polo tiene su opuesto, la misma época vio apare­cer cada vez más numerosos impostores, charlatanes y falsificadores de la verdad hermética; recorrían los países, iban de una corte principesca a otra, difamando la alquimia por sus turbias manipulaciones y ofrecien­do por todas partes la indigna caricatura de una ciencia iniciática anta­ño respetada por todos, y cuyo origen se pierde en la oscuridad de la prehistoria. Las tomas de posición vigorosas y repetidas contra esta es­pecie de buhoneros de la alquimia no han faltado por otra parte. Es precisamente la Logia de los Rosa‑Cruces quien no cesaba de estigma­tizar públicamente sus ardides, como, por ejemplo, en la Fama Frater­nitatis, aparecida en 1617, por no citar más que un pasaje:


"Por lo que respecta particularmente a los hacedores de oro im­píos y execrables de nuestro tiempo, están tan extendidos que mu­chos vagabundos en quebrantamiento de destierro persiguen bajo este pretexto sus bellaquerías, y abusan de la credulidad de los curiosos, e incluso los espíritus ponderados los tienen en estima, como si la mu­tatio metallorum fuese el supremo aspecto y fastigium de la Filoso­fía... Testimoniamos pues aquí públicamente que esto es falso, y que la verdadera Filosofía está hecha de tal modo que, para ella, hacer oro es cosa negligible y solamente un parergon[2]. Pues aquél a quien la naturaleza se desvela no se regocija de poder hacer el sol o, como dijo Cristo, de ver a los diablos obedecerle, sino que más bien contempla el cielo abierto y a los ángeles del Señor que ascienden y descienden, y su nombre marcado en el libro de la vida. "


Por otra parte, para combatir la banda cada vez más numerosa de los crapulosos y vagabundos de la alquimia que amenazaban con arrui­nar la reputación del verdadero Arte ‑como debían por otra parte de­sacreditarlo en consecuencia‑ la Logia de los Rosa‑Cruces delegaba de tiempo en tiempo a uno de los suyos para aportar la prueba concluyente del valor de la Alquimia auténtica, gracias a transmutaciones incontestables operadas, ora en  un lugar, ora en otro, en presencia de testigos competentes y dignos de crédito. Así se explica que precisa­mente el siglo XVII sea tan rico en testimonios sobre la aparición sú­bita de un desconocido que ejecuta en el laboratorio de una farmacia, o en cualquier otro lugar, una transmutación incontestable, probando así la infalibilidad de la concepción hermética de la naturaleza, para desaparecer a la mañana siguiente del albergue en el que se había de­tenido.


De esta manera habían preservado los Rosa‑Cruces el prestigio del arte y de la sabiduría hermética hasta la aurora de la Revolución fran­cesa. En los Discursos de Reuniones de la Rosa‑Cruz de Oro (Versamm­lungsreden der Gold‑und Rosenkreutzer), publicados en 1779, y en la Aurea Catena, reeditada de nuevo en 1871 por la Logia, han aporta­do nuevamente al buscador del secreto alquímico ‑bajo una forma más accesible y más rica de sentidos que nunca‑ la llave del templo oculto, ofreciéndole así una herencia duradera apenas algunos años antes del nacimiento de una nueva época, desviada de los valores espi­rituales, que debía anunciarse pronto por los trastornos exteriores.


No fue, pues, tampoco un azar si la potencia de un arcano espagí­rico debía permitir precisamente a esta época salvar en último extre­mo una vida cuya grandeza interesa a todo el mundo: ¡la del joven Goethe! En el sexto capítulo de esta obra, bajo el título "Encuentro primordial con Goethe", el autor ofrece la primera interpretación de este acontecimiento misterioso. Y si se menciona aquí es únicamente para subrayar que este evento único se sitúa en el crepúsculo de la época hermético‑rosacruz.



Los arcanos



La alquimia y la medicina se encuentra aquí en una suprema e in­superable perfección, ¿Qué eran, pues, estos arcanos tan buscados y celebrados? Eran los grandes remedios secretos de los maestros y de los adeptos; representaban la cima de la medicina alquímica oculta, y no podían ser preparados y conseguidos más que por aquellos que se habían ya elevado muy alto en la iniciación hermética. Se comprende pues el absurdo ‑desde el punto de vista de la alquimia verdadera‑ de la pretensión de una fábrica farmacéutica célebre del sur de Alemania que marca una serie de sus preparaciones por la etiqueta pomposa de "arcanos".

 Él arcano, en efecto, presupone el conocimiento y la pre­paración de la piedra filosofal. Este mismo laboratorio vende, por otra parte, desde hace decenas de años, otra serie de medicamentos, por una parte no desprovistos de mérito, preparados por la vía de la fermentación y que, en razón de este método, tienen algún derecho al nombre "espagírico" que llevan.


Para dar al menos una idea aproximativa de lo que hay que enten­der por la noción de "arcano", citemos algunos pasajes de las Archi­doxias de Paracelso: Liber quintus: De Mysteriis Arcani:

"Hay que comprender pues con respecto a estos arcanos que no co­nocemos más que cuatro... Así, la materia primera es el primer arca­no. Viene a continuación la piedra filosofal. En tercer lugar Mercurius vitae. Y finalmente Tinctura. . . Sepamos de antemano cuál es la dife­rencia entre los cuatro arcanos, tanto por lo que respecta al trabajo como al arte y la virtud; y para esto hay que saber qué son estas virtu­des en última conclusión. Helas aquí: conservan el cuerpo en buena sa­lud, expulsan las enfermedades, eliminan los humores tristes, preservan de todas las afecciones malsanas y conducen el cuerpo hasta su muerte predestinada. Esto se obtiene suprimiendo la consunción como lo he­mos expuesto en De vita et morte."


Tras haber hablado en detalle de los tres primeros arcanos, Para­celso llega al cuarto ‑la Tinctura‑ y dice a este respecto:


"Pero Tinctura, el cuarto arcano, se comporta como el rebis, que hace oro a partir de la plata y otros metales: de la misma manera, la tinctura actúa sobre el cuerpo; se apodera de lo que en él es desorden, enfermizo y grosería, y transforma todo ello en lo más noble, más puro y más perdurable. "


Y prosigue:


"Cómo nos apartaríamos de la noble medicina y más aún de la fi­losofía, si vemos en ellas el único medio que nos da la fe: pues no es costumbre nuestra creer, enseñar y seguir lo que no puede ser confir­mado por la experiencia y la práctica verdadera. "


Tras haber tratado una vez más en detalle de los cuatro arcanos y haber dado instrucciones para la preparación de cada uno, Paracelso termina por estas palabras su pequeño libro:


"Acabemos pues este breve discurso, pues disertar más abundan­temente de ello no sería más que irrisión a los ojos de los Estoicos, lo que queremos evitar, no habiendo querido hablar más que a los Al­quimistas."


Los pasajes citados de Paracelso aclaran sin equívocos dos Cues­tiones discutidas, por otra parte sin motivo; en primer lugar, refutan la concepción según la cual los arcanos y su realización debían ser enten­didos exclusivamente en el sentido espiritual; las instrucciones se apli­can plenamente y en su totalidad en el "doble sentido" físico y metafísi­co ‑y, de otra parte, resulta claramente de ello que Paracelso no fue simplemente el precursor de una quimioterapia moderna, sino un adepto de alto grado, que subraya, cuando toca los últimos secretos, "no haber hablado más que a los alquimistas solamente". Se encuen­tra en sus escritos toda una serie de referencias semejantes.


Y este rasgo precisamente es único y admirable en Paracelso: si­tuado en un momento de transición entre la Edad Media y la época moderna, tenía la misión de realizar en su vida y en su obra una doble tarea en apariencia contradictoria ‑demostrar una vez más a los con­temporáneos y a la posteridad la maestría de la antigua alquimia más que milenaria, y al mismo tiempo trazar la primera vía de una volun­tad de investigación nueva que no tomaba conciencia, de ella misma sino poco a poco y muy lentamente. He ahí el puente que conduce a la ciencia de nuestros días, a esta ciencia que lo reivindica ‑bien que arbitrariamente desde su propio punto de vista, pero no sin alguna ra­zón, incluso si una perspectiva más amplia hace aparecer los límites de esta toma de posesión‑. El problema es mucho más complejo. Pa­racelso sabía por intuición y razonamiento que una época enteramen­te nueva iba a abrirse, en la que serían puestos en discusión todos los valores hasta entonces considerados como legítimos y determinantes, que la antigua Tradición heredada de la Ciencia de los Misterios sería condenada, pues la ley que regula el curso de la humanidad prepara­ba en Occidente un comportamiento fundamentalmente diferente. Pa­racelso veía y asimismo conocía por la vía iniciática una verdad que se transmitía igualmente en las Logias de los Rosa‑Cruces (Paracelso no era Rosa‑Cruz él mismo): los caminos de la enseñanza oculta, que habían conducido a los secretos ocultos de la naturaleza que son tam­bién el objeto de la verdadera alquimia, o como dice Paracelso, "para poder contemplar en la luz de la naturaleza", eran todavía accesibles a un pequeño número, pero no serían ya quizá practicables en uno o dos siglos. Cuando Paracelso habla de la "luz de la naturaleza", no piensa (como lo comprenden sus comentaristas de hoy) en la luz del racionalismo, sino más bien en la contemplación sidérica, en la "luz no revelada", para emplear un término del que las ciencias esotéricas se han servido siempre después para designarla.


Paracelso ha ofrecido una vez más la herencia del pasado, en la parte esotérica y alquímica de su obra, para que los elegidos de un porvenir próximo o lejano puedan recibirlo y asimilarlo según el grado de su comprensión respectiva. Es uno de los aspectos de Paracelso, aspecto en parte incomprendido, en parte considerado como pertene­ciente a las supersticiones y a los prejuicios de su tiempo, o incluso completamente ignorado de los representantes actuales de la ciencia.


El otro Paracelso, el Paracelso exotérico, accesible ‑bien que bajo ciertas reservas‑ al método actual de pensamiento e investigación, es considerado como el pionero de los métodos científicos modernos en todos los dominios, y más particularmente de los métodos cientí­ficos médicos y farmacéuticos cuyas consecuencias, en una sola disci­plina, han conducido igualmente a la quimioterapia de nuestros días. Pero esto debe tomarse cum grano salís. Pues este segundo Paracelso no se deja tampoco reducir a una simple fórmula, como lo querrían con toda honestidad los representantes de la quimioterapia moderna, para la cual una orientación diferente no entra siquiera en el dominio de lo posible. Y, reconociendo plenamente los resultados prácticos de las ciencias y de las técnicas modernas, cuya rápida sucesión casi da vértigo, conviene constatar que el estado espiritual y moral de la hu­manidad cíe hoy en día se ha deteriorado en las mismas proporciones que se han multiplicado las conquistas exteriores. No existe, sin em­bargo, razón alguna que haga necesario este resultado. El balance po­sitivo o negativo de toda esta evolución era concebible por igual, pues nada obligaba a esta evolución a efectuarse en el sentido del materialis­mo. Si sucedió así, es porque ciertas fuerzas oscuras se hicieron con el poder durante este período de transición y lo conservan todavía hoy en día. No es aquí el lugar de indicar la interacción de los factores es­pirituales que han jugado un papel determinante; queda el hecho de que el aspecto materialista ha prevalecido en la forma de considerar todos los problemas de la existencia. El desarrollo que resultó de ello era desde entonces inevitable.


El hombre de ciencia dé hoy en día juzga pues al gran pionero re­volucionario que fue Paracelso desde este mismo punto de vista limita­do que adopta también casi exclusivamente en los prejuicios que hace. Pero Paracelso abordaba con postulados del todo diferentes los proble­mas de la ciencia y de la filosofía entonces en vías de elaboración. En afecto, atacaba estos problemas desde dos lados diferentes que le pare­cen contradictorios a la concepción científica actual, bien que se armonicen profundísimamente a la luz de la doctrina de las "corres­pondencias". Pues si es verdad en un cierto sentido que Paracelso inauguró la quimioterapia moderna, él no lo hizo sino en función de la idea más profunda y justa según la cual todas las reacciones químicas y físicas observadas y ejecutadas en el laboratorio encuentran siempre su fundamento en un proceso de orden espiritual, perceptible por la visión intuitiva. Ahora bien, esta idea sitúa la investigación científica en una perspectiva totalmente diferente, sin quitarla nada por otra parte de su exactitud exterior. Y es en esta perspectiva que hay que considerar a Paracelso.


La obra de reorientación llevada a cabo por Paracelso fue conside­rable, pues entrañó nada menos que el establecimiento de la medicina y de la farmacia sobre bases enteramente nuevas, en la dirección de la metodología y de las técnicas de investigación actuales; pero todo lo que ha hecho ‑y esto es lo que importa en Paracelso‑ no tenía para él más que el valor de un sucedáneo, para reemplazarlo que el porve­nir no podía ya alcanzar: el arcano alquímico.


Tras el poderoso impulso nuevo que, gracias a la obra de Paracel­so, ha revolucionado el conjunto del pensamiento y del comportamien­to científico, esta facultad de abarcar en una misma visión lo temporal y lo espiritual se perdió cada vez más entre sus sucesores ‑quienes contaban, sin embargo, entre ellos a médicos y sabios de la calidad de Van Helmont, Boerhaave, Becher, Glauber y Agrícola‑ para ceder de­finitivamente el terreno a la ideología puramente materialista, en la aurora de la Revolución francesa.


Estos hombres guardaban todavía viva la fe en la piedra filosofal, y sabían que la alquimia verdadera era de una naturaleza particular, pero la estructura de su razonamiento era tal que, en sus investigacio­nes, pronto no vieron ya más que el lado material de los fenómenos de la naturaleza; multiplicando en sus escritos las marcas de diferencia con respecto a la piedra filosofal y el secreto hermético, habían perdi­do ya la llave que abre el camino del Adepto.


Van Helmont escribió, situándose en esta perspectiva ya restrin­gida: "La primera cosa es el Alkahest. Si no sois capaces de obtenerlo, aprended al menos el arte de volatilizar el tártaro, a fin de que por su intermedio podáis hacer vuestras disoluciones...


La "doctrina de las signaturas"



Llegamos así con ello a la doctrina de las signaturas. Esta última se aplica, sin embargo, en primer lugar, al mundo vegetal, y debe ser ma­nejada con prudencia y reserva, si uno no quiere dejarse arrastrar a vanas especulaciones. La doctrina encuentra su fundamento esotérico en el hecho de que las mismas fuerzas creadoras planetarias que han obrado en la constitución de un órgano humano o animal determina­do, y que han elaborado en el curso de millones de años la forma y la función que le son propias, han actuado igualmente en las plantas su­bordinadas a los mismos planetas ‑bien que en condiciones del todo diferentes; tienen en su origen propiedades y tendencias homólogas. Así, por ejemplo, las plantas medicinales que actúan sobre la sangre dan una tintura roja, como puede uno convencerse por el ejemplo de la sanguinaria (Tormentilla) y del corazoncillo (Hypericum), ambos remedios cicatrizantes soberanos, mientras que la celidonia (Chelido­nium), el más grande de todos los remedios hepáticos y biliares del reino vegetal, segrega un jugo amarillo y amargo, particularmente por la raíz. Sucede lo mismo por otra parte con casi todas las hierbas amargas (tagarnina, achicoria amarga, centaura común) que tienen una acción favorable sobre el hígado y la vesícula biliar. Naturalmente se podrían multiplicar estos ejemplos a voluntad. En la Farmacia del Buen Dios (Herrgottsapotheke) del médico homeópata Schlegel de Tubinge, muerto en los años treinta, se encuentran a este respecto muchas observaciones perspicaces y estimulantes.


Todo lo que acaba de ser expuesto en esta obra demuestra que tanto las antiguas como las nuevas disciplinas clínicas tienen necesi­dad de la ciencia espagírica para su perfeccionamiento; faltas de la cual, son y permanecen groseras. Ante la actitud científica moderna, no hay, sin embargo, lugar de asombrarse de que el arte espagírico siga siendo negligido por la medicina. Sólo la homeopatía, consciente de esta carencia, busca compensarla por las diluciones elevadas.

Se plantea aquí la pregunta: ¿Puede reducirse la noción de espa­giria a una fórmula simple? Conviene responder por un no incondicio­nal, pues la espagiria no es una terapéutica química netamente circuns­crita, incluso si el término, introducido en el lenguaje alquímico por Paracelso, debe su origen (derivado de σπαο y αγειςω = separar y reu­nir) al axioma fundamental de la práctica alquímica: solve et coagula.
La espagiria es pues química, es decir, arte de separar. No en el sentido del análisis actual, sin embargo, sino separación de la materia sutil de la que es terrestre y grosera, de lo asimilable de lo que no lo es.

 Radicalmente distinta en su concepción y su método de trabajo, no es sin embargó menos rigurosa, exacta y científica que la química mo­derna; simplemente aborda los problemas por un lado del todo di­ferente.
Existen naturalmente numerosos métodos para separar lo sutil de lo grosero, y varían según la naturaleza de la materia que debe some­terse a este tratamiento. Destilación, sublimación y fermentación ocu­pan el primer lugar, y la aplicación de este último método está lejos de limitarse a las substancias de origen vegetal. La fabricación de la cerve­za presenta el ejemplo de un proceso alquímico real, uno de los pocos que son mantenidos. En cuanto al vino, se puede decir que es un pro­ducto espagírico natural: separación de lo puro, de lo impuro, por la fermentación. Todas las plantas se dejan evidentemente tratar de la misma manera, por la adición de levadura o de otras substancias ‑y este procedimiento primordial es particularmente importante des­de el punto de vista medicinal, para extraer de las plantas tóxicas sus constituyentes etéreos activos.


Un esbozo de los procedimientos alquímicos

 Se pueden llevar los metales hasta un punto en el que ya no se dejan reducir ‑lo que, en terminología alquímica, se llama "privar a un metal de su esencial." Así, gracias a tratamientos ‑prolongados, se puede extraer el color del oro y dejar en el alambique la materia del oro (cloruro de oro) bajo la forma de residuo decoloreado. El produc­to que se obtiene de esta manera es la tintura de oro auténtica de Para­celso y de los alquimistas. ¡He aquí también un pensamiento inconce­bible para el razonamiento químico moderno! También la "apertura", la destilación de las sales de las que ya hemos hablado aquí, y a este título tiene eminente importancia tanto por su eficacia medicinal como por su rol alquímico y metalúrgico, en tanto que operación preli­minar con vistas a la preparación de la piedra filosofal. Ya hemos ci­tado las estrofas de Basilio Valentín relativas al tártaro. Pero, dado el importante papel que juegan las sales en el proceso alquímico en tanto que tal, se adquiere una mejor vista de conjunto si se recuerdan igual­mente las tres estrofas que las consagra Basilio Valentín. Se trata de los versos que tratan de la sal de cocina, del salitre y del vitriolo, que la alquimia clasificaba también entre las sales.


Sal común
Soy un bálsamo maravilloso.
Lo que, en el Águila, se encuentra claro,
Se tiene en mí, del mismo modo,
Pero no vuelvo rico a ningún metal
A menos que primero lo quebrante
Lo purgue y lo limpie de su especie,
Extraiga su color y su tintura.
Entonces soy dulce y no ácida.
El espíritu de vino me hace sufrir.
Ello engendra el oro potable.

Salitre
Sobre la tierra sal admirable,
Apenas se ve nada parecido a mí,
Sin mí no puede perfeccionarse nada,
Yo debo ayudar a unirlo todo.
El Águila no puede negligirme
Cuando quiere cocer los metales:
La sal común no puede sin mí
Terminar nada si me desdeña.
Mi forma es mala y verdadero hielo,
que retiene un espíritu del infierno,
Pero la Naturaleza en ambos
Se expresa en numerosas figuras.

Vitriolo
Del cuerpo de Venus hecho piedra
Haz salir solamente el espíritu,
Rojo, espeso, oscuro como la sangre,
Que destruye a Marte totalmente.
Haz de nuevo una piedra
Exactamente como antes:
Gran Arte y maravilla se ocultan en ella,
Para vestir a la blanca y desnuda Luna.
El Sol sin él no puede ya nada,
Ello hace del mercurio un cisne:
Si dispones bien la cosa,
Ellos harán caer la sentencia.


Los versos consagrados al salitre y a la sal ordinaria hacen alusión al Águila. Lo que se designa así es la sal amoníaco, volátil, fácil de sublimar y que asciende fácilmente. Esta sal tiene funciones muy parti­culares en alquimia, lo que explica las estrofas de Basilio Valentín:


Sal amoníaco
Cuando me son rotas las alas,
Y estoy lista para el baño‑maría
Con mi enemiga la tierra,
Entonces puede venir de mí
Que rompa el estado de los metales
Y los saque con violencia.
También el tártaro debe estar ahí,
Para producir de ellos un mercurio fino:
Pero no puedo darte más de ello
Si en mi no hay ni Sol ni Luna.


Este trozo de poesía alquímica, pleno de significación profunda, y no desprovisto por otra parte de belleza poética, permite ver cuán viva e imaginativa era la experiencia interior, la visión del verdade­ro alquimista. Pero se capta al mismo tiempo todo lo que distin­gue el universo imaginativo y la concepción del mundo a partir de los cuales el alquimista abordaba los fenómenos de la naturaleza que se presentaban a él.

Los tres principios originales, o más bien substancias originales, descubiertas por la vía de la imaginación, y que pueden siempre vol­verse a encontrar por la misma vía, substancias que están en la base de todo el universo de las representaciones alquímicas, se llaman: Sal, Sulphur et Mercurius. Es a este último que hace alusión Basilio Va­lentín en sus versos consagrados al vitriolo. Estas tres substancias es­tán sin embargo lejos de ser idénticas a la sal, al azufre y al mercurio; antes bien, los tres cuerpos químicos no representan sino la manifes­tación material exterior de las tres substancias originales. La alquimia enseña que todo el universo material toma su origen en los tres prin­cipios: Sal, Sulphur et Mercurius, y según que un cuerpo haya recibido más o menos de una u otra de estas energías (por recurrir a la ter­minología actual) es más o menos volátil, refractario o combustible. La sal da la fijeza, el azufre vuelve combustible, y el inestable mercu­rio confiere la volatilidad. En el sentido de una "inteligencia supe­rior", el mercurio es, sin embargo, también la quintaesencia espiritual de todas las cosas, el espíritu universal o Spiritus mundi.


Se encuentran representaciones de Mercurio en un gran número de alegorías y de tratados de alquimia simbólicos: muy a menudo, aparece bajo la forma de Hermes con el caduceo, conforme a la tradi­ción antigua, representando al mensajero de los dioses que hacer circular las fuerzas espirituales entre el cielo y la tierra. Pero se le represen­ta también viajando por encima de las nubes: ad aethera virtus; se le apercibe también entre el sol y la luna, enviando sus rayos sobre la tie­rra entre dos montañas, flotando en su signo por encima del crisol en el taller del Adepto. Sólo el maestro consigue capturar el pájaro fu­gaz y encadenar este admirable y misterioso `pajarillo de Hermes'. Cuando este dragón alado desciende de las esferas superiores sobre el dragón terrestre que no posee alas y al que consume, entonces el volá­til deviene fijo y el fijo volátil, el triángulo abraza el triángulo. Este símbolo del dragón alado de lo alto y del dragón de abajo sin alas que no "se muerden la cola" sino que se devoran mutuamente, es uno de los más profundos y más ricos de sentido de todo el simbolismo herméti­co. Quien lo comprende tiene entre sus manos la clave de todo el pro­ceso alquímico. Quiero bosquejarlo aquí, pero únicamente en el len­guaje del hermetismo. Sería fácil inscribir una fórmula química sobre el cuerpo de cada uno de estos dragones; pero eso sería hacerles la vida demasiado fácil a estos señores de la corporación. Todo lo más, nin­gún maestro ha avanzado tanto como nosotros lo haremos en la eluci­dación que vamos a dar aquí, y más adelante, en el capítulo que trata del fuego secreto. El dragón alado de arriba, que escupe fuego, es el símbolo del fuego astral superior. Este debe ser reunido con el fuego terrestre inferior, la sal secreta de los filósofos. Se obtiene esta sal a partir de una materia terrestre de la que Basilio Valentín dice:


Se encuentra una piedra de precio vil
De la que se saca un fuego volador
Del que se hace la Piedra misma,
Compuesta de blanco y de rojo.
Pero ella es piedra y no piedra,
Pues sólo en ella actúa la Naturaleza.


Los maestros del hermetismo han recubierto desde siempre con el secreto más impenetrable esta "piedra", su materia próxima, y sin em­bargo la literatura alquímica está llena por entero de alusiones secretas a esta materia cuidadosamente oculta y sin embargo expuesta a todas las miradas: "Adán se la ha llevado consigo del Paraíso", "el pobre está más abundantemente provisto de ella que el rico", "los niños jue­gan con ella en la calle", "se la compra por algunos centavos en el mer­cado de colores", "la piedra que el paisano arroja a la vaca es más pre­ciosa que la vaca misma". . . dicen las alusiones ocultas a la "materia próxima" de la que hay que extraer "la sal secreta de los filósofos". Ahora bien, esta sal no es otra que el dragón de abajo, sin alas, que hay que reunir con el dragón alado de arriba. Cuando esta reunión está acabada y uno de estos dragones ha engullido al otro, entonces la con­junción se encuentra realizada y el doble fuego seco y mágico, el Alkahest de los antiguos sabios y de los maestros del hermetismo, está presto.


Este fuego es el Rebis, simbolizado también por la figura de Jano. La sal que se ha obtenido así es la famosa sal sapientiae, objeto de controversia y de alabanzas. Él secreto alquímico está contenido ente­ramente en este proceso, en este trabajo preliminar, que puede expre­sarse igualmente por fórmulas químicas. La continuación no es más que un "juego de niños": "Siembra el grano del oro en nuestro cam­po" (la sal sapientiae), cierra herméticamente el vaso y deja pasar el contenido por los colores, sometiéndolo a un fuego regularmente aumentado. La Gran Obra se acerca entonces a su conclusión y el hijo del sol está próximo a su liberación ‑la piedra filosofal está lista. La Aurea Catena expresa así el proceso:


Un abismo provoca al otro,
Juntos tienen un duro combate:
El volátil debe fijarse,
Agua y vapor devenir tierra,
Y el cielo mismo ser terrestre,
Si no, no se engendra vida alguna.
El más elevado debe descender
Y el de abajo subir.
El fijo debe hacerse alado,
Agua y vapor ser la tierra.
La tierra debe volar al cielo
Mientras que el cielo se concentra en ella.
Así se intercambian tierra y cielo,
Lo inferior devendrá lo alto:
El dragón volador mata al fijo,
Y aquél sucumbe a su vez.
Así llegan a un gran día
La quintaesencia y sus poderes.


Esta es la antigua alquimia, la ciencia intemporal que, a través de las extensiones cósmicas, eleva por grados hasta el conocimiento de los orígenes y revela el árbol de la vida.