domingo, 20 de noviembre de 2011

ALQUIMIA Y MEDICINA - ALEXANDER VON BERNUS, VI Y ULTIMA PARTE




ENCUENTRO PRIMORDIAL DE GOETHE



Vosotros, instrumentos que os reís de mí a gusto.
Dentaduras, ruedas, estribos y rodillos,
Ante la puerta deberíais serme las llaves,
Pero vuestros paletones frisan. . .  ¡el cerrojo sigue echado!

* * *

Misteriosa a la luz del día,
La Naturaleza no se deja arrebatar su velo;
Y lo que no quiera revelar en espíritu,
No lo forzarás de ella ni por palancas ni por terrajas.

Fausto I


La escena maravillosa de la solidaridad alquímica universal se ba­ña todavía en el claroscuro rembrandtiano que la ensombreció desde el último tercio del siglo XVIII, después de que en vísperas de la Revo­lución francesa los maestros del hermetismo echasen definitivamente el cerrojo a la puerta; la llave que cierra e impide la entrada, la llave que abre y no deja a nadie fuera, reposa sin embargo en el fondo del pozo.
Los últimos momentos de la época que acababa, cuando al menos la tradición vivía todavía y permitía nutrir la esperanza de que la en­trada siguiese siendo accesible y pudiese ser descubierta, son los años del joven Goethe.
En el octavo libro de Poesía y Verdad, Goethe menciona un in­cidente misterioso que ha marcado profundamente su existencia. El valor simbólico de este acontecimiento sigue inexplicado hasta este día. Se trata del encuentro primordial de Goethe.


Las claves del destino


Los eventos fatales siguen la ley de una realidad espiritual, pero este encadenamiento irracional se hurta a la descripción histórica, que se detiene en el exterior dé las cosas. Así se explica que la literatura consagrada a Goethe no contenga ‑pese a su abundancia‑ ni biografía espiritual cosmológica, ni siquiera una primera tentativa de captar y de interpretar esta figura de dimensiones universales en su individualidad trascendente. Es por esto también que se han negligido los momentos, sin duda discretos, que han sin embargo modelado esta existencia. En estos momentos, las potencias cósmicas del destino aparecen a plena luz. Aquel cuya visión interior está despierta puede entonces compren­der las fuerzas que sobrepasan al individuo y labran el destino; en bre­ve, puede adquirir la experiencia viviente del mito de Goethe. Pues mi­to y biografía espiritual son idénticos. En la vida de los individuos, co­mo en la de los pueblos, en el trasfondo de cada existencia e impri­miéndola su sentido y su dirección, opera el elemento generador del mito, lo espiritual, que la visión intuitiva conocía en el origen, pero del que no quedó más tarde sino un sentimiento oscuro. La clave del destino es el horóscopo; es el jeroglífico cósmico de la existencia en el cumplimiento de su Karma. Para responder a esta necesidad de la ley espiritual, Goethe sitúa al comienzo de su biografía los elementos de su horóscopo breve y claramente esbozados.

Pero si es así, la existencia más banal, vivida en la más completa indiferencia, debía sin embargo tener, ella también, su mito propio, ya que cada individuo cumple su destino conforme al Karma, en el retor­no perpetuo de sus encarnaciones, para volver a entrar a continuación en el mundo suprasensible del que había venido. Posee pues su bio­grafía espiritual intemporal. Y este razonamiento es justo. Pero nume­rosas almas apenas despiertan a la conciencia, y su destino es todavía demasiado indiferenciado, demasiado encerrado en sí mismo, para ju­gar un papel significativo en la marcha de la humanidad. Es por esto que un destino semejante no puede manifestarse de una manera sim­bólica. Una comprensión intuitiva de la historia de los mitos permite sin embargo encontrar, en particular en ciertas categorías de cuentos, ejemplos de mitos tipificantes, en algún modo, del mito general del hombre del pueblo (minero, pastor, pescador, artesano, vagabundo y otros). En cambio, las figuras excepcionales de la humanidad, cuyas dimensiones sobrepasan lo ordinario, han forjado y forjan todavía en nuestros días el mito simbólicamente vivido con su presencia, en la autenticidad única y ejemplar de una encarnación. Para ilustrar este hecho, recordemos algunos nombres que pertenecen ya a la historia oficial, y que participan al mismo tiempo del mito: Homero, Paréci­des, Pitágoras, Alejandro Magno, Simón el Mago, Dionisio el Areopagi­ta, Teodorico el Grande, Carlomagno, Alberto Magno, Federico Bar­barroja, San Francisco de Asís, Dante, Paracelso, Shakespeare... Las comunidades nacionales, igual que las personalidades excepcionales, se expresan bajo una forma mítica, a medida que nos alejamos de ellas en el tiempo. Pues no se trata de una noción abstracta, sino más bien de la individualidad diversa, espiritualmente real, de las almas popula­res; y es ésta la que permanece finalmente, bajo una forma simbólica duradera, desembarazada de lo accidental, de todo lo que pertenece a la simple anécdota histórica. Así el mito es la única historia verdadera, lo que no registra más que lo que pertenece al espíritu y elimina la efemérides accesoria. Esto es verdad en primer lugar para el mito de la lejana prehistoria, de ese tiempo original en el que la intuición perci­bía aún el mundo suprasensible, con todas las fuerzas y esencias espi­rituales actuando por detrás del conjunto de los fenómenos y de los acontecimientos terrestres, de un tiempo en el que los centros iniciá­ticos conservaban y transformaban en leyenda el conocimiento así adquirido. El hombre prehistórico, más cercano también a su patria es­piritual de origen, demasiado absorbido en la contemplación visiona­ria, experimentaba necesariamente el mundo material como el maya. Las cosas que le rodeaban le parecían no ser sino una ilusión a la que no merecía la pena aferrarse. Los acontecimientos que se desarrolla­ban ante sus ojos apenas despiertos no le parecían en modo alguno dignos de ser retenidos. Su propia existencia, todo lo que da forma y dirige el destino humano general y particular, recibía así, a través de su experiencia interior, una expresión mítica. El cielo estrellado toma­ba la forma de un universo de dioses escribiendo las leyes eternas, en el sentido de la astrología. La naturaleza espiritual y sensible aparecía en su equilibrio perpetuo, tomando y restituyendo por turno: "Lo que está arriba es como lo que está abajo." Era abordada con respeto y humildad por una visión que debía encontrar su expresión conscien­te en la alquimia.


El obscurantismo moderno


Con el despertar de la facultad del juicio racional, la ruptura del intercambio espiritual viviente con el mundo suprasensible se manifes­tó por las primeras meditaciones especulativas sobre el yo y sobre el universo, bajo la forma de un razonamiento conceptual lógico. Y esta misma etapa de la evolución humana corresponde no solamente al na­cimiento de la filosofía, sino también a la aparición de la Historia ba­nal, limitada en adelante únicamente al inventario de los aconteci­mientos superficiales. Pues aquello que más conmueve, lo que preocu­pa al hombre sobre todo, que abre el ojo y el oído al mundo sensible y se esfuerza por descubrir en él su lugar, son los incidentes que le conciernen a él mismo o que se desarrollan en las tribus más o menos próximas. El mito cargado de alma y de espiritualidad cede el paso a la Historia que cada siglo vuelve un poco más material, a la Historia oscurecida por las simpatías y las aversiones, zarandeada sin cesar entre las opiniones contrarias, sometida a mil azares, y devenida finalmente extraña a todo valor espiritual, incapaz incluso de captar las relaciones secretas que se ocultan tras los fenómenos sensibles. Pero aunque la Historia estaba constituida desde hacia largo tiempo como medio, úni­co en lo sucesivo, de perpetuar el recuerdo de la existencia humana y de la vida de los pueblos, las formas espirituales generatrices de mitos no dejaban menos de seguir actuando en ella. Sus manifestaciones se vuelven a encontrar todavía en plena época del Renacimiento. El re­chazo de la astrología no comienza sino muy tarde, cuando el univer­so ptolemaico desaparece y la astronomía mecanicista, con la victoria de Copérnico, rechaza la antigua ciencia, como especulación inconsis­tente. La lucha contra el abandono de la alquimia ha durado un tiem­po mucho más largo, y hasta en el período de transición entre el siglo de las Luces y la época puramente materialista, como si el alma hubie­se sentido oscuramente que con este último renunciamiento, todas las vías de acceso al universo espiritual serían sepultadas.

La alquimia no se extingue más que con la Revolución francesa. En 1789, se desfonda súbitamente, y una generación más tarde, las co­sas pasan como si no hubiese existido nunca. Parece incomprensible que esta ciencia, la más antigua, la más profundamente enraizada y la más extendida en sus ramificaciones, haya podido desvanecerse tan to­talmente y de una manera tan abrupta. El caso es por otra parte único en la historia espiritual de la humanidad. Sin embargó, la explicación se ofrece por sí misma a aquél cuyo examen intuitivo abarca y discier­ne los encadenamientos ocultos: sólo la desaparición de la alquimia, la pérdida ‑al menos por un cierto tiempo‑ de este conocimiento eso­térico profundo y espiritualmente viviente de la naturaleza, podía per­mitir a las ciencias materialistas desarrollarse y adquirir una posición dominante. Ciertamente, la orientación del pensamiento actual es su­mamente extraña a una concepción que ve el mundo en la perspectiva de una teología trascendental. Hay que reconocer por otra parte que esta concepción abocó a menudo a conclusiones que pueden parecer grotescas cuando son aplicadas a cosas groseramente materiales. La verdad es­piritual no sigue estando menos en ella. Lessing, en su clarividencia, la ha reconocido en pleno `siglo de las Luces'. En su última obra, La Educación de la Humanidad, afirma que la marcha de la evolución hu­mana está sometida a una voluntad espiritual de esencia divina, que le impone su término y su dirección. A medida que se aleja de su ori­gen suprasensible, el hombre se hunde cada vez más en la materia y, con esta `materialización progresiva', pierde también el contacto vi­viente con el mundo espiritual y acaba por cerrarse completamente al espíritu. Sin embargo, el hombre no puede desarrollar su personalidad, y con ella su libertad individual querida por Dios, más que por este pa­saje a través de la materia. Es preciso que él se aboque al materialismo más total, el más exclusivo, para que se produzca el despertar gradual de la conciencia de sí, en el interior mismo de la materia. Mas, una vez adquirida esta libertad, y gracias a su libre arbitrio, el hombre puede finalmente triunfar sobre la materia y obtener su rescate por una espi­ritualización redentora. Sin plantear ningún juicio de valor, nos limita­mos pues a constatar objetivamente el hecho cosmológico: el alma y el espíritu del mito devienen la Historia banal, vacía de espiritualidad. La astronomía mecanicista, de la que toda espiritualidad está ausente, reemplaza al alma y al espíritu de la astrología. La química y la física materialistas, abandonadas por el espíritu, toman el relevo de la alqui­mia saturada de espiritualidad. Así, historia, astronomía, física y quí­mica, no, son sino los reflejos materiales, efímeros, de la astrología y de la alquimia. Finalmente, no son sino maya, sin ser no obstante ilusiones, sino el algún modo imágenes‑cosas: maya‑realidad.


La ley de los ciclos y del "retorno"


La humanidad acaba de franquear actualmente el punto más bajo, el nadir de esta curva de evolución. Se encuentra ya al comienzo de un nuevo ascenso que se efectuará lentamente, igual que el descenso ha­bía sido largo. El hombre aborda sin embargo una nueva espiritualiza­ción con la facultad del juicio racional, que ha podido desarrollar gra­cias al libre albedrío adquirido por su pasaje a través de la materia. En la conquista gradual del mundo suprasensible, la consciencia diurna, lúcida, acompañará en lo sucesivo el nuevo poder de contemplación intuitiva que no cesará de agrandarse. El hombre devendrá así un ciu­dadano de los dos mundos, en el verdadero sentido del término; no como antaño Homero, ciego al mundo material pero, gracias a su vi­sión interior, capaz todavía de percibir el mundo divino y elementa­ria, y de expresar por la imagen de la creación poética lo que ha podido contemplar por el espíritu (símbolo y mito de Homero); tampoco como Baldur, el vidente cegado al conocimiento espiritual y reducido en lo sucesivo únicamente a sus ojos físicos por Hódur el ciego, con la ayuda de la rama de muérdago, la planta lunar de Loki‑Lucifer (Cre­púsculo de los Dioses); será doblemente vidente en verdad: el Hom­bre‑Jano.

Los primeros pasos hacia este objetivo lejano se han dado ya. In­cluso si sólo es en algunos individuos aislados, se discierne ya, bajo la torpeza del debutante, la nueva actitud, más conforme al espíritu y a la realidad, que adoptará el porvenir en relación al mundo sensible y al mundo superior. Un día, esta evolución será acabada. Se verá enton­ces esto: una Historia capaz de abarcar a la vez la parte de delante de la escena y el plan de trasfondo, la historia y el mito revivido; una as­trognosis afirmada en sus pruebas y en sus fundamentos, gracias a las aportaciones de la astronomía; una ciencia que reúne la física y la me­tafísica, la química y la metaquímica, al servicio de un verdadero co­nocimiento de la naturaleza.


Goethe, esoterista e iniciado

Misteriosa a la luz del día,
La naturaleza no se deja arrebatar su velo;
Y lo que no quiera revelar en espiritu,
No lo forzaras de ella ni por palancas ni por terrajas
(Fausto I)


Estas estrofas de Fausto, que, para nuestro conocimiento no han sido nunca elucidadas del todo, se remontan a la juventud del poeta, a la época de su apasionada lucha por arrancar el secreto de la alquimia. Toman su origen en el gran tratado cosmológico de Georg von Welling, Opus mago‑cabbalisticum et theosophicum, y en la obra regia de los Rosa‑Cruces, Aurea Catena. Estas estrofas contienen, prácticamente desconocida hasta este día, la clave del secreto íntimo de Goethe, la llave misma de su laboratorio interior. Es el "secreto público y sagra­do" del que hablará más tarde. Cada vez que él se aproxima a los arca­nos más profundos, gira ‑consciente o inconscientemente‑ alrededor del mismo polo. Tras cuarenta años pasados en un universo totalmen­te diferente, Goethe, sexagenario, resucita el recuerdo de la Aurea Ca­tena en el octavo libro de Poesía y Verdad. A través del tono pondera­do y reservado, el lector sensible a las substancias percibe las vibracio­nes atenuadas que agitan todavía inconscientemente el alma del poe­ta, las resonancias del efecto lejano producido por este libro sobre el joven de veinte años apenas que, en compañía de Suzanne von Klet­tenberg, se empeñó en el estudio de la alquimia.

"Me gustaba particularmente la Aurea Catena Homeri, que pre­senta la naturaleza, de una forma quizá imaginativa, en un bello en­cadenamiento. . . ". Es cierto que, muy poco después de sus absorben­tes estudios alquímicos y la tentativa sin embargo fallida de realizar el descenso de las Madres, tan pronto como acabó el semestre del invierno de Francfort y desde el período de Estrasburgo, Goethe fue atraído cada vez más por las corrientes contemporáneas, que actuaban más bien sobre los acontecimientos exteriores, y por el despertar lite­rario del Sturm und Drang al que estaba llamado a conducir a su más pura cima. Pronto, con la publicación de Cöthz y del Werther, su propia gloria le impulsó sobre la vía que le estaba predestinada. Por otra par­te, sus esfuerzos incesantes por comprender la naturaleza le han permi­tido renovar la orientación de la ciencia ‑o, al menos, del método científico‑ y encontrar así una compensación a lo que le había sido cerrado antaño por un velo del que no había levantado más que el bor­de. No es menos cierto que en lo más profundo de sí mismo y, final­mente, quizá sólo en su subconsciente, nunca ha podido superar el fracaso ante el templo de Hermes. Pero la experiencia de este límite se ha transmutado en él, para devenir el fermento de su genio creador. Así, desflora sin cesar lo que había buscado desde el principio: el Fausto que le acompaña toda su vida porta el testimonio de ello de principio a fin. Goethe, a quien fue confiada la misión alemana y euro­pea, fue también el único en recibir el privilegio de acercarse, cuando era muy joven, al misterio original, y de presentarse realmente ante la estatua velada de Sais que, sin saberlo, le acordó la iniciación: así, ha podido realizar, al acercarse a la vejez, la conversión de lis fuerzas de Eros en las de Perséfona, mientras que el que no ha podido realizar este pasaje debe necesariamente tropezar de una manera u otra ante este obs­táculo. Lo importante de esta conversión aparece particularmente en el poeta, porque él es el más locamente pródigo de las fuerzas de Eros: Hölderlin y Nietzsche se sepultan en la noche, Schiller deja la existen­cia, Federic Schlegel y Brentano se enrolan en la Iglesia, la voz de Eichendorff se extingue casi completamente, durante su vida, Stefane George devine su propio monumento, y Hoffmannsthal y Rilke in­terrumpen también su curso en este cruce de caminos.

En toda personalidad notable cuya vida y obra nos son más o menos perfectamente conocidas, se pueden desprender, como acaba­mos de hacerlo, los impulsos subterráneos y secretos (que no se dejan sin embargo descubrir por la vía del psicoanálisis). Estos instintos ig­norados por la conciencia provocan ‑conforme a una necesidad su­perior del Karma‑ situaciones y eventos aparentemente debidos a una fatalidad exterior, que permiten al individuo sufrir precisamente las experiencias que sirven al desarrollo temporal e intemporal del Yo, a través de sus encarnaciones sucesivas. Así el destino se revela como siendo la substancia propia del alma. Tales son igualmente la cave y la ley de la astrología, manifestadas por la acción conjugada del Astro, en el hombre y fuera de él, según la concepción de Paracelso.


Una enfermedad "metafísica" tratada por un extraño médico


Al término de estas consideraciones, volvamos al acontecimien­to que Goethe menciona de una manera tan misteriosa en el octavo libro de Poesía y Verdad, acontecimiento que le ha iniciado a sumir­se en el estudio de la alquimia. Goethe volvió de Leipzig seriamente enfermo, en septiembre de 1768, y su mal ‑que no se dejó definir exactamente‑ se agravó rápidamente. Si se exceptúa un cirujano cuyo papel fue secundario, él tratamiento fue confiado a un médico yatro­químico casi completamente olvidado hoy en día, del que Goethe es­cribe esto:

"El médico, un hombre extraño, de mirada sutil, de trato agrada­ble, pero por otra parte difícil de penetrar, había adquirido una repu­tación muy particular en el círculo piadoso. Activo y lleno de aten­ciones, era reconfortante para los enfermos, pero había sobre todo aumentado su clientela acordando el favor de mostrar a escondidas al­gunos remedios misteriosos que había preparado él mismo y de los que nadie debía hablar, pues estaba rigurosamente prohibido entre no­sotros confeccionar sus propios medicamentos. Se mostraba menos se­creto con ciertos polvos, probablemente digestivos; pero de la impor­tante sal que no debía ser empleada más que en caso de extremo peli­gro, sólo se hablaba entre los fieles, bien que nadie hubiese visto nunca esta sal, ni experimentado su efecto. Para provocar y afirmar la fe de sus enfermos en la existencia posible de un tal remedio universal, el médico recomendaba a los pacientes que le parecían dotados de cierta apertura, ciertas obras de mística y de química alquímica, haciéndoles entender que por el estudio de estos libros podía uno mismo adquirir este tesoro, lo que era por otra parte tanto más necesario cuanto que, por razones físicas y sobre todo morales, era difícil transmitir el secre­to de su preparación. Más aún, para comprender, preparar y utilizar es­ta Gran Obra, había que conocer la naturaleza en todas sus relaciones secretas, ya que no se trataba de una cosa particular, sino de un prin­cipio universal que podía por otra parte obtenerse bajo formas y as­pectos diversos.

"Sin embargo, una durísima prueba me aguardaba: pues una digestión trastornada, se puede incluso decir que destruida en ciertos mo­mentos, provocó síntomas tales que fui atrapado por la angustia, cre­yendo perder la vida, y ninguno de los remedios empleados quería actuar ya. En esta angustia extrema, mi madre, en la desesperación, agarró con una extraordinaria violencia al turbado médico, para de­cidirle a librar su remedio universal. Tras una larga resistencia, acabó por volver a su casa tarde en la noche, para volver a paso apresurado con una pequeña redoma de sal, cristalina y seca, que fue disuelta en agua y engullida por el enfermo. El producto tenía un gusto neta­mente alcalino. Apenas absorbida la sal, se manifestó un alivio. A par­tir de este instante, el curso de la enfermedad cambió y se produjo una mejoría progresiva. No puedo expresar hasta qué punto reafirmó esto la fe en nuestro médico y aumentó nuestro celo de poseer un tal tesoro. "

¡El mito de Goethe! En el punto de partida de esta vida que ha determinado más que ninguna otra la orientación del hombre alemán y europeo, se sitúa este incidente decisivo para el destino físico, mo­ral y espiritual del poeta. No se encuentra apenas existencia alguna que revele tan claramente los hilos secretos que ligan lo temporal a lo intemporal, por detrás de la superficie devenida transparente. Estos hi­los son tan netos que el fracaso de todos los biógrafos de Goethe, sin excepción, ante este acontecimiento esencial, parece incomprensible. Se debe buscar la explicación de ello en la atrofia completa que ha gol­peado, en el curso del último siglo, los órganos primitivos, más sensi­bles, destinados a la percepción de lo irracional. (Corresponde al por­venir desarrollarlos de nuevo). Por otra parte, invadimos aquí "el do­minio más extraño", un dominio sumamente alejado en todo caso de los carriles de la búsqueda y del pensamiento de antes y de hoy. Sólo una época futura, más abierta a la espiritualidad, reconocerá plena­mente que hay que buscar aquí la entrada secreta para acceder a la esencia profunda de Goethe, para captar sus relaciones con Dios y con el universo, para comprender en fin "su concepción del mundo" y to­da su actividad creadora que se relaciona estrechamente con ella; en breve, para alcanzar una comprensión verdadera, libre de prejuicios científicos y estéticos, despojada de las opiniones y de las tendencias.

Si pretendemos que Goethe ha recibido en el pórtico del Templo hermético la iniciación y los conocimientos intuitivos de las cosas ocultas, si afirmamos que el saber así obtenido y la insatisfacción resentida ante lo que no fue revelado maduraron en él en fermento espi­ritual, ello no quiere decir que la experiencia hermética rosacruz nos parezca el único factor determinante en la elaboración del destino y de la naturaleza íntima de Goethe; pero es el factor que ha actuado más profundamente, aquél cuyos efectos han continuado manifestán­dose de la manera más duradera, y al mismo tiempo aquél cuya exten­sión y alcance metafísicos han aparecido menos claramente ante su consciencia. Los impulsos y los estimulantes no le han faltado nunca, ciertamente. La envergadura de su espíritu, su facultad excepcional de asimilación, le han permitido recogerlos en una abundancia y en una diversidad sin igual. Mejor que ningún otro, sabía procurarse, en el momento mismo en que tenía necesidad de ello, todo lo que podía serle útil o necesario, por cuanto que las cosas no se ofrecían a él, no venían por sí mismas a solicitar a su espíritu. La extensión de su cul­tura no se explica de otro modo. Pero todo ello es demasiado cono­cido, demasiado a menudo descrito, para que sea necesario volver a ello. Se trata aquí de una cosa del todo distinta. Esta breve alusión bas­ta para evitar todo malentendido.

Pero volvamos al acontecimiento descrito por Goethe. En esta cri­sis extrema, fue salvado, gracias a la apremiante insistencia de su ma­dre, por el médico yatroquímico que le hizo absorber la misteriosa sal de la que ‑según las palabras mismas de Goethe‑ los círculos más íntimos tenían buen conocimiento de oídas, pero que no habían sin embargo visto nunca, de la que nunca habían experimentado el efecto. Este oscuro instante reviste un alcance considerable en la historia del mundo y de la civilización. Según el testimonio mismo del poeta, el médico‑adepto consiente por primera vez en recurrir al poderoso arca­no espagírico, para conservar una única existencia: la de Goethe. Una hendidura sé abre y un rayo de luz cae sobre el taller oculto en el que se elaboran el destino y la historia de la humanidad, sobre la línea de división de ordinario invisible al ojo físico, ahí donde mito e historia se interpenetran.

Goethe contrajo en Leipzig una enfermedad que le condujo al umbral de la muerte. Pero la enfermedad no es solamente un fenó­meno orgánico, un trastorno fisiológico, como lo quiere una concep­ción materialista limitada. Posee también una contraparte espiritual y moral, bajo el doble aspecto de causa y predestinación. Para con­formar la constitución física de Goethe de tal suerte que le permitiese llevar a cabo plenamente su tarea aquí abajo, era preciso que se produje­se, en este momento particular, un acontecimiento que provocase una suerte de relajación de los lazos entre su naturaleza física y espiritual. Y es este relajamiento, cuyos efectos no han dejado de manifestarse durante toda su existencia, el que fue desencadenado por la grave en­fermedad, casi mortal, indefinible por los medios de diagnóstico de la medicina oficial, que había comenzado en Leipzig. Esta relajación de las fuerzas espirituales (de su cuerpo etérico) que le estaba virtualmen­te acordada, pero que no devino efectiva más que por la enfermedad, protegió a su organismo del peligro de consumirse demasiado rápida y demasiado apasionadamente ‑como fue el caso de Schiller y en Nova­lis‑. Por otra parte, exaltó la receptividad de su espíritu hasta tal gra­do, que sus relaciones espirituales con el mundo exterior y el univer­so suprasensible devinieron del todo diferente de lo que podían cono­cer sus contemporáneos del "siglo de las Luces", abandonados única­mente a las fuerzas de su inteligencia racional. A partir de las condicio­nes así realizadas, consiguió más tarde desarrollar su visión intuitiva hasta el punto de experimentar en su realidad viviente los arquetipos que Platón llamaba ideas.

El mundo de los espíritus no está cerrado;
Tu sentido está amodorrado, tu corazón está muerto.

Este punto de partida le permite bosquejar, en el curso de su evo­lución ulterior, los principios fundamentales de una concepción reno­vada de la naturaleza que no se desarrollará sino más tarde.
Las correspondencias espirituales así descritas de la enferme­dad de juventud de Goethe permiten comprender que la curación no podía producirse ya de manera banal. Por otra parte, el límite, a par­tir del cual el retorno ya no era posible, había sido ya franqueado. Las palabras mismas de Goethe lo confirman plenamente: "Ninguno de los remedios empleados quería ya actuar." Una intervención particu­larísima era pues necesaria para conservar esta vida que se escapaba ya, para sujetar de nuevo al organismo la substancia espiritual, incluso si los lazos debían permanecer más lacios en lo sucesivo. Un remedio or­dinario no podía conducir a este resultado. Había que recurrir a lo que pertenecía ya al "dominio más extraño", es decir, a los grandes arca­nos alquímicos. Que la terapéutica y la ciencia corrientes hayan sido incapaces de conducir a la curación, sino que deviniera necesario ape­lar una vez más ‑y de la manera más visible‑ a la ciencia hermética de los Rosa‑Cruces iniciados, reviste también una significación decisiva para Goethe mismo y para el conjunto de la historia espiritual.

El médico‑adepto casi olvidado ha debido conseguir en todo caso un alto grado de conocimientos espirituales, sin el cual no se obtiene nunca el arcano. Pero ya no es posible determinar hoy en día en qué medida sabía él por visión intuitiva y adivinatoria de quién y de qué se trataba. No más por otra parte de lo que podemos saber de qué natu­raleza y de qué grado de perfección era la sal misteriosa de la salud. Todo lo que Goethe puede decirnos a este respecto, es que tenía el "gusto alcalino" (quizás una tintura al blanco). Pero ello no importa apenas. Lo esencial es esto: Goethe, que se sitúa entre la Edad Media y la época moderna, cuya juventud participa todavía de la primera y la madurez de la segunda, experimentó sobre sí mismo los efectos bene­factores y saludables de la alquimia, y ello de la manera más total. El evento se sitúa de una manera simbólica en el giro de la época. Pues veinte años más tarde, a partir de 1789, no apareció ya ningún libro de alquimia auténtica, los maestros se retiraron completamente en la os­curidad, y la alquimia que se practicaba aún en las Logias de los Ilumi­nados no fue ya más que ensayo a tientas sin conocimiento verdadero, vana búsqueda del secreto sellado.

Pero antes de que estalle la Revolución francesa, en tanto que ex­presión visible de los tiempos modernos, antes de que la Tradición se interrumpa bruscamente con la retirada a la oscuridad de los maestros, los filósofos herméticos del siglo XVIII dejan todavía por aquí y por allá testimonios de una autenticidad indiscutible, que prueban tanto el poder de transmutación de la piedra filosofal como su ilimitada po­tencia de curación. La inatacable realidad de los acontecimientos aquí examinados es garantizada por testigos oculares dignos de confianza. Es por esto que parece tan absurdo reconocer sin la menor vacilación el valor de ciertos testimonios históricos, únicamente porque el enca­denamiento de los hechos aparece inmediatamente y da la impresión de poder ser elucidado, mientras que otros hechos no menos atestigua­dos se ven rechazados al dominio de la leyenda, del error o de la super­chería, faltos de postulados que permitan explicarlos. Así ocurre con la historia de un maestro alquimista que se las daba de archimandrita griego, de nombre Lascaris. Recorría Europa en todos los sentidos, en el curso de los dos primeros decenios del siglo XVIII, y daba en diver­sos lugares, ante testigos competentes y seguros, pruebas incontesta­bles de la transmutación de los metales, sea operando él mismo, sea por el trujamán de otras personas a las que confiaba antes de su parti­da algunos granos de la piedra filosofal. Este hecho está garantizado con tanta seguridad al menos como otros acontecimientos históricos.

Por primera vez, proclamamos el hecho: uno de los últimos dones intemporales, simbólicamente legado por la alquimia antes de su retirada del mundo occidental, fue el de perseverar una existencia única -la de Goethe‑. En señal de gratitud, sin duda, desde la genera­ción siguiente, se empeñaron en negar todo crédito al arte regio que fue tratado de fábula, de superstición, de estafa o, en el mejor de los casos, de autosugestión, y se rehusó obstinadamente reconocer los fe­nómenos cuya realización exige, es verdad, la ayuda de un saber cos­mofísico superior.

Muy otra fue la reacción de Goethe. Bajo el impulso de la cura­ción que debía al arte espagírico, se volvió hacia el estudio de la al­quimia, sin duda durante un corto semestre de invierno solamente, pero con el entusiasmo apasionado que le caracteriza. Así, llegó, si no al interior, al menos al pórtico del templo hermético. Elevar las cortinas del Santo de los Santos hubiese exigido un esfuerzo incom­parablemente más grande. Estaba por otra parte destinado a otra mi­sión. Pero sin la iniciación que le fue acordada en el Narthex, no ha­bría podido acabar la construcción de la torre cuya terraza permite a Linceo, el guardián, llevar a cabo su última ronda. Pues, cuanto más alto se levanta una construcción de piedra, más exige funda­mentos sólidos y profundos. Goethe no ha podido alcanzar la ma­durez que el observador designa como su consecución armoniosa más que absorbiendo las energías formatrices de las substancias originales, y asimilándolas hasta volverlas partes integrantes y substancia propia. No ha penetrado sin embargo hasta la plena luz y a la contemplación del sol de medianoche. ("La vista sobre el más allá nos está vedada": es por esto que el poema Los misterios estaba condenado desde el origen a permanecer como un fragmento.) La oposición expresada en el verso: "insatisfecho a cada instante", condujo a una lucha faustiana sin relajación durante la existencia entera de Goethe, y fue la única que pudo permitir al poeta conquistar finalmente el equi­librio:

Vosotros, instrumentos que os reís de mi a gusto
Dentaduras, ruedas, estribos y rodillos,
Ante la puerta deberíais serme las llaves.
Pero vuestros paletones frisan... el cerrojo sigue echado.
El Gran Espíritu me ha desdeñado,
Para mí se cierra la Naturaleza.

Porque había alcanzado la puerta que abre el acceso al corazón de la naturaleza, y ella le permanecía cerrada, a pesar de los tornos y las palancas, Goethe‑Fausto se vende a Mefistófeles y toma el camino del exterior. Mas porque ha tenido la osadía de emprender el peregrinaje a las Madres, "para encontrar el Todo en la Nada", puede ser salvado y sobrepasa la falange de los bienaventurados inmediatamente después de la muerte. Vuelve a ser así iniciado, gracias a la consagración que ha recibido inconscientemente en el pórtico del templo hermético.

"Y lo que encontrará es la Nada", proclama la divisa de un gran alquimista. En las líneas que siguen, Goethe‑Fausto piensa en los ra­ros elegidos que han encontrado esta nada, incluso si el sentido del pasaje parece más general (lo que sería una trivialidad indigna de Goe­the); el contexto disipa por otra parte toda vacilación:

¿No he leído en mil obras
Que el hombre fue atormentado por todas partes,
Salvo un dichoso aquí o allá?

¡Un dichoso que ha visto abrirse ante él el Santo de los Santos del templo hermético! Los maestros de esta clase, que ofrecen todas las garantías de certeza histórica, son con seguridad poco numerosos. Goethe mismo menciona dos de ellos en el octavo libro de Poesía y Verdad: Theofrasto Paracelso y Basilio Valentín.
Esta interpretación aclara la relación de causa‑efecto, y la necesi­dad interior que impulsa a Goethe a terminar precisamente este octa­vo libro de Poesía y, Verdad por la exposición de su concepción rosa­cruz del mundo, adquirida en la época gracias al estudio en profundi­dad de la Aurea Catena, de la Opus Magocabbalisticum de Welling y de los filósofos herméticos. ¿Qué importa si el Goethe prudente de la se­sentena, que había seguido desde estos días lejanos vías del todo dife­rentes, introduce esta cosmología por el circunspecto giro: "y me construí así un universo que tenía el aire bastante extraño"? La obje­ción de los pedantes no tiene valor. La experiencia se había enraizado tan profundamente que había devenido un fermento espiritual lo bas­tante poderoso para impulsarle, cuarenta años más tarde, a darle for­ma y duración; que en fin de cuentas todo el Fausto entero está fun­dado sobre ella; que esta experiencia le transporta de principio a fin, incluso si se aleja de ella cada vez más en su contenido propiamente dicho.

En cuanto al Cuento, no está permitido pasarlo en silencio, ya que bajo ciertas relaciones estaría bien en su lugar aquí. No nos alejaría­mos demasiado de nuestro tema si quisiéramos examinarlo en detalle y, por otra parte, es imposible elucidarlo por algunas palabras de pasa­da. Contentémonos con mencionar que es sin duda alguna alquímico en sus elementos, bien que numerosos planos convergentes de igual importancia deben ser considerados para dar una interpretación defini­tiva de él.

Aquél que adopte, sin ideas preconcebidas, y con una cierta dis­ponibilidad interior, esta visión más profunda, tocante a las substan­cias mismas, para descubrir las relaciones secretas y misteriosas en este giro ‑quizá el más significativo de la vida de Goethe‑, reconocerá el papel determinante de este incidente que debe su eficacia a su origen hermético. Verá cómo la existencia física del poeta fue preservada, de qué decisiva manera fue influenciada y esclarecida la configuración de su alma por este acontecimiento que le impone su objetivo y su orienta­ción. En el umbral de la partida y de la ascensión del poeta se sitúa el acontecimiento que determina la curva de su destino exterior y ocul­to, que suministra la clave de su biografía espiritual ‑la clave del mito de Goethe.

APENDICE

por el doctor R. A. B. Oosterhuis



Algunas experiencias con remedios espagíricos

Encontrándome en Salzburgo, con ocasión de las fiestas del IV cen­tenario de la muerte de Paracelso (1493‑1541), leí sobre su testamento el epitafio latino: qui dira illa vulnera: lepram, podagram, hydropisin, aliaque corporis contagia mirifica arte sustulit (el que ha hecho des­aparecer por su arte maravilloso estas plagas crueles: la lepra, la podagra, la hidropesía y otras enfermedades incurables). Más de cien años des­pués de la fecha que se acaba de conmemorar, en 1660, apareció la edición holandesa de La aurora de la medicina, por J. B. van Helmont, con un soneto de J. J. Schipper en honor del gran médico:

Escucha Dama Naturaleza,
aprende a defenderte contra la muerte...
y a curar igualmente la epilepsia,
la fiebre terciana, así como el cáncer,
que se creía incurable
cuando el escalpelo llegaba tarde.
¡Oh milagro de nuestro tiempo!

Estos dos testimonios prueban que el maestro suizo y el gran ho­landés eran considerados por sus contemporáneos como sabios extraor­dinarios, capaces de curar las enfermedades y las afecciones hasta en­tonces tenidas por incurables. Paracelso da a entender claramente, por otra parte, su voluntad de sobrepasar el arte de los antiguos, comprendida ahí la medicina de Hipócrates. Van Helmont, por su lado, se apoya sobre un estudio en profundidad de Paracelso para elaborar una doc­trina que es la realización de las enseñanzas de este último, en el espí­ritu holandés. Los dos sabios pueden ser clasificados ‑según la expre­sión de Rademacher‑ entre los médicos llamados "secretos". Ni uno ni otro deseaban revelar la preparación de sus remedios más importan­tes: los arcanos. Las oscuras alusiones de Paracelso permanecen incomprensibles para nosotros. En cuanto a Van Helmont es en general silencioso sobre este tema.

El valor incontestable que atribuían ellos mismos a sus "arcanos", el juicio de los contemporáneos, así como el hecho de que Boerhaave utilizaba al menos uno de los arcanos de Van Helmont, nos hacía es­perar que nos sería  posible penetrar en el secreto de la preparación de estos arcanos por estudios e investigaciones en profundidad. Una cosa era cierta: los arcanos habían sido elaborados con la ayuda del fuego. Los dos sabios lo afirman claramente, y se sabe la importancia de la destilación en los métodos de trabajo alquímicos.

NMIP: LUIS LEON PIZARRO