sábado, 12 de noviembre de 2011

LEJOS DEL HOMBRE - JESUS RAMÍREZ BERMÚDEZ



Estudió medicina, psiquiatría y neuropsiquiatría, así como estudios de maestría y doctorado en ciencias médicas

 

 

Lejos del hombre

La IA en la Ciencia Ficción


Jesús Ramírez Bermúdez
La Jornada Semanal, 23 de marzo de 1997



 
La imaginación es la libertad de la mente y por lo tanto la libertad de lo real.
Wallace Stevens
Una estrella inteligente, una nebulosa y un perro inteligentes. Un
alma, un bardo artificial. Una inteligencia humana que evoluciona
mediante radiaciones, a través de fármacos, mediante drogas vivas. En
la literatura de ciencia ficción, el tema de la inteligencia
artificial sólo puede ser comprendido si se advierte que forma parte
de otro proyecto más vasto: investigar las posibilidades de la
inteligencia en sí.

Hacedor de estrellas (1937), de Olaf Stapledon, estudia el sitio de
la inteligencia humana dentro de una constelación más amplia; en
primer término, es comparada con la inteligencia de razas
imaginarias, habitantes de mundos localizados a años luz: seres cuya
vía sensorial más importante es la olfativa, con todo el impacto que
eso provoca sobre su estructura conceptual: no se habla allí de una
persona lúcida o brillante, sino sabrosa; posteriormente se describen
razas cada vez más distintas a la humana: seres compuestos,
semejantes a grandes parvadas de pájaros unidas por una conciencia
común; seres simbióticos, integrados por una criatura semejante a un
pez que habita en el ambiente interior de un ser parecido a un
cangrejo. Esto, se detiene a reflexionar Stapledon, implica grandes
ventajas para la evolución de la conciencia, pues el ser simbiótico
desarrolla un alto poder de comunicación consigo mismo y una
consideración intrínseca hacia los demás, lo cual se expresa en una
sociedad organizada siempre desde el punto de vista del amor. Este
amor, reflexiona Stapledon, es la espiritualidad de los seres
simbióticos, semejante en todo a la de la pareja humana. Ahora bien,
la imaginación de Olaf Stapledon no se detiene en esa metáfora y va
más lejos. Los capítulos finales del libro narran la paulatina
integración de todos los seres inteligentes para formar una gran
conciencia unificada, una conciencia cósmica que termina por
investigar su propio origen, lo cual sucede de la siguiente manera:
en algún momento de su evolución, la conciencia cósmica recibe
señales muy básicas, al parecer provenientes del universo primitivo;
primero son consideradas como probables manifestaciones de algún
microorganismo, pero más tarde se descubre que son enviadas por
nebulosas; y es que en el universo temprano, el espacio era aún tan
reducido que la materia de cada nebulosa se traslapaba con la de las
otras. Esta interacción terminó por desarrollar en cada nebulosa la
conciencia de sí misma en el propio instante en que advertía la
existencia de las demás. Con el tiempo, las nebulosas aprendieron a
desarrollar un código, un sistema de comunicación a través de
pulsaciones de sus propios cuerpos. De esta manera, se asiste al
nacimiento del lenguaje. Si esos momentos son emotivos, no se debe a
que la belleza de las imágenes nos hace olvidar las imprecisiones
científicas de Stapledon, sino a la vía metafórica que utiliza para
decirnos que la conciencia de sí se desarrolla mediante el otro, y
que el lenguaje tiene su origen en el contacto. El resto de la
historia de las nebulosas es dramático, pues la primera enfermedad
hace su aparición en la historia del universo: paulatinamente, cada
nebulosa se percata de que partes de su cuerpo se colapsan, se
condensan, caen hacia adentro de sí mismas transformándolas en
piedras de luz. Lo que las nebulosas ignoran es que estamos ante el
origen de las estrellas, cuya nueva inteligencia consiste en la
capacidad para mantener el orden del espacio-tiempo, para conservarlo
y constituirlo a través de una danza casi eterna. La culminación de
esta extraña novela-ensayo es el encuentro de la conciencia cósmica
con su creador, el Hacedor de estrellas.

Un autor clásico pero poco conocido fuera del mundo altamente
especializado de los cienciaficcionarios, es Alfred Bester, cuyas
novelas El hombre demolido (1953) y Tigre, tigre (1955), tienen mucho
que decir acerca de las posibilidades de la inteligencia,
particularmente cuando es catalizada por facultades como la telepatía
o la teleportación. En El hombre demolido, por ejemplo, la policía
mundial está constituida por telépatas. No se ha cometido un crimen
en años. El protagonista de la novela decide cometer un asesinato,
pero para evadir la vigilancia telepática deberá evadir sus propios
pensamientos. El conflicto, una verdadera paradoja al estilo
oriental, nos recuerda otro acertijo similar planteado por Michael
Ende en La historia interminable: una puerta que puedes abrir sólo si
no deseas hacerlo. Para resolver el problema, Bester no recurre al
Zen, como Ende, sino a un truco ingenioso y sucio: el personaje acude
a un mercado, como sólo puede haberlos en el siglo XXIV, donde una
mujer le implanta en el pensamiento una canción espantosamente
repetitiva, de manera que durante toda la escena del crimen su
cerebro transmite únicamente una tonada y una letra ridículas. El
tema de la telepatía es retomado en Tigre, tigre, pero aquí se trata
de un poder desafortunado, porque la muchacha que lo padece no es
capaz de leer pensamientos ajenos sino que transmite los propios
involuntariamente.

Un modelo nuevo de inteligencia fue diseñado durante esa época por
Theodore Sturgeon en su mejor novela, Más que humano. Se trata aquí
de la idea de un Homo Gestalt, un ser integrado por varios niños con
trastornos neurológicos, donde el total no es igual a la
suma de sus partes. Durante casi toda la historia sólo podemos ver la
acción de cada personaje separado, y se requiere un esfuerzo de
abstracción para comprender que la lógica que subyace y enlaza los
actos dispersos es la del Homo Gestalt; o quizá, para hablar con
propiedad, esa lógica es el Homo Gestalt.

Tras la década de los cincuenta se desarrolló un tipo enteramente
distinto de ciencia ficción: el movimiento conocido como Nueva Ola,
constituido por autores como J.G. Ballard, Michael Moorcock, Roger
Zelazny y Robert Silverberg. Este último escribió Muerto por dentro
(1972), una novela acerca de la telepatía, tema que no inaugura aquí
un relato épico, ingenioso y desmesurado al estilo de Alfred Bester,
sino un texto narrado en primera persona, introvertido, acerca de la
vida cotidiana de un telépata durante los años setenta. A pesar del
poder que lo hace único, el personaje lleva una vida ordinaria:
obtiene (poco) dinero haciendo los trabajos escolares de estudiantes
perezosos, su vida sexual y sentimental es mediocre, y en general, a
pesar de ser una persona brillante, no puede dejar tras de sí un
estilo parasitario de vida. La interesante lección de la novela se da
cuando el don de la telepatía se extingue y el personaje se ve ante
la necesidad de afrontar su soledad y vacío interiores.

Si hemos recorrido, hasta aquí, unas cuantas novelas fundamentales
para comprender cómo investiga la ciencia ficción el asunto de la
inteligencia, ha sido para mostrar que la inteligencia artificial no
puede ni debe sorprendernos. La inteligencia artificial se obtiene a
través de la manipulación humana de la naturaleza. Al respecto,
dentro de la ficción especulativa es posible distinguir dos clases de
obras: aquellas donde se manipula la propia naturaleza humana y
aquellas donde se diseña un ente no humano con facultades mentales
comparables a las del diseñador.

De la primera estirpe existen ejemplos brillantes: Dune (1965), de
Frank Herbert, una obra pionera en cuanto al efecto de los fármacos
sobre la vida mental. El adolescente Paul Atreides utiliza una
sustancia, "la especia", para descubrir el acceso a la memoria
genética: memoria transgeneracional, biológica, en sustrato, que
contiene los recuerdos de sus antepasados y le permite alcanzar una
comprensión de sí mismo que va más allá de su historia personal,
literalmente: Atreides puede perderse en el discernimiento del plan
maestro, el signo oculto que conecta el origen de la especie con su
situación presente; después, será capaz de utilizar ese mismo canal
de información para vislumbrar el futuro (por eso, al perder la
vista, es un ciego lúcido, que no ve su entorno pero ya lo conoce).
Dune también explora la manipulación de la naturaleza inteligente en
otro sentido; la madre de Paul Atreides utiliza la especia sin saber
que está embarazada, y su hija es un personaje singular, con grandes
poderes espirituales pero cuya ética pierde misteriosamente un valor:
la compasión.

Durante 1965 fue escrita otra novela acerca de la modificación de la
inteligencia a través de fármacos, pero esta vez con el estilo mucho
más arriesgado de Philip K. Dick. En Los tres estigmas de Palmer
Eldritch diversos personajes gastan fortunas en un tratamiento
radiactivo, que al parecer modifica la información más íntima de sus
organismos y los hace evolucionar, es decir, los transforma en el ser
humano que de otra forma habría tardado milenios o millones de años
en aparecer. El costo del tratamiento es importante, porque ser
evolucionado se convierte en un signo de estatus. Ahora bien, el tema
central de la novela es el uso de drogas psicotrópicas; al principio,
la acción se ubica en Marte, donde la vida es árida y la economía un
desastre. La mayor parte de la gente tiene maquetas y juguetes con
figura humana que representan diversos personajes. Con ayuda de un
fármaco especial, los jugadores se transforman ilusoriamente en los
personajes del mundo de juguete; una vez inmersos, son incluso
capaces de interactuar entre ellos, representando cada uno una figura
distinta; cuando termina el efecto de la droga, sus conciencias
regresan a la vida en Marte, ansiosas por conseguir nuevas maquetas y
productos para disfrutarlos cuando vuelvan a drogarse. Hasta aquí,
las imágenes de P.K. Dick parecen una parodia del estilo de vida
estadunidense de su época, pero el resto de la novela es más difícil
de interpretar. Desde una constelación remota es traído un nuevo tipo
de fármaco cuyo efecto es enigmático porque, según el empresario que
lo pone a la venta, los universos alucinados que permite crear no son
alucinados en absoluto, sino reales; y el usuario es capaz de habitar
en ellos de manera completa; la pregunta ¿es posible regresar a la
realidad?, queda anulada, porque, muy al estilo de Philip K. Dick,
hacia el final de la novela el concepto mismo de realidad ha quedado
trastocado.

Tiempo de cambios (1971), de Robert Silverberg, es otra novela acerca
de los efectos de fármacos sobre la vida mental; en este caso, los
cambios que la "droga sumarana" provoca afectan principalmente la
esfera del lenguaje. Es preciso imaginar una sociedad en la cual la
palabra "yo" ha sido desterrada. Pronunciar ese pronombre se
considera un acto de vanidad que pone en peligro la cohesión social,
porque predispone al aislamiento y la falta de consideración hacia
los otros. Ahora bien, los protagonistas utilizan una sustancia que
permite una comunicación total, telepática, entre los individuos que
la consumen. El alma de uno queda desnuda ante la conciencia del
otro. Tras la experiencia de mostrarse a los demás, el personaje
central recupera el valor de sí mismo y el deseo de pronunciarse, con
lo cual inicia una revolución del lenguaje.

Una concepción más actual acerca de la manipulación de la
inteligencia a través de la ingeniería genética, es desarrollada por
Geoff Rayman en The Child Garden (1989), en la cual la humanidad es
educada importando ADN al cerebro mediante una infección viral. En
otras novelas, como El juego de Ender (1985), de Orson Scott Card, la
tecnología es usada para catalizar la inteligencia humana pero de una
manera radicalmente distinta: mediante la interacción con una
computadora tan sofisticada, que el ordenador toma elementos de la
historia personal del protagonista y lo obliga a confrontarlos, en
una especie de juego de video que toma dimensiones casi oníricas y
afecta no sólo el componente cognoscitivo del jugador, sino las
fibras más privadas de su inconsciente.

La segunda concepción de la inteligencia artificial, la que se
refiere a las facultades intelectuales de un ente diseñado por un ser
humano, es la clásica, y quizá sea la primera en aparecer, también,
en la historia de la ciencia ficción: Karel Capek trajo a la
literatura en 1921 la palabra robot, que desde entonces ha sido uno
de los términos favoritos del género, con amplia difusión en los
mundos cienciaficcionados del comic y el cine, e impulsado
poderosamente en la literatura por la serie inaugurada con Yo, robot
(1950) de Isaac Asimov.

Una obra que merece particular atención es Ciberiada (1965), de
Stanislaw Lem, uno de los pocos escritores de ciencia ficción que
utiliza el sentido del humor como una herramienta esencial para dotar
a sus historias de una dimensión existencial. Ciberiada es una
colección de relatos acerca de un tiempo indeterminado en el cual la
especie humana ha sido totalmente olvidada. Los protagonistas son un
par de robots ingenieros, capaces de encender o apagar estrellas. En
esta obra la inteligencia artificial no es cuestionada: es un hecho,
y tiene la forma y la extraña belleza de la geometría y las
matemáticas, y, como éstas, es capaz de introducir el absurdo en el
cuerpo del orden.

Philip K. Dick también escribió una tríada temática sobre creaturas
inteligentes diseñadas por seres humanos: las novelas Los simulacros
(1964), Podemos construirle (1966) y ¿Sueñan los androides con ovejas
eléctricas? (1968). No se trata en este caso de toscos cuerpos de
metal animados por algún tipo de energía, sino de androides
semejantes en todo a un ser humano, salvo en sutilezas
intracelulares, pues son fabricados mediante ingeniería genética.
Pero su condición psicológica y social es notablemente diferente a la
humana: al parecer, P.K. Dick expresa una especial preocupación por
la búsqueda de identidad de estos androides, pero también por el
conflicto que esto provoca en los seres humanos. En ¿Sueñan los
androides con ovejas eléctricas?, llevada al cine con el nombre de
Blade Runner, un policía encargadode matar androides que transgreden
la ley experimenta una crisis de ansiedad cuando una serie de
evidencias y conjeturas, dispuestas por sus enemigos, le hacen creer
que, de hecho, él mismo puede ser un androide. La línea divisoria
entre la persona humana y la artificial se ha hecho tan delgada que
el protagonista no está seguro de a cuál bando pertenece. Como en
otras obras de Philip K. Dick, escarbar en el suelo de la
inteligencia artificial termina por convertirse en un cuestionamiento
desesperado sobre el significado de otra palabra: humanidad.

Finalizo esta exposición con la reseña de una historia inusual. La
tetralogía del Mundo del Río, de Philip José Farmer, constituida por
A vuestros cuerpos dispersos (1971), El fabuloso barco fluvial
(1971), El oscuro designio (1979) y El laberinto mágico (1980), narra
el misterioso renacimiento de la humanidad en un mundo desconocido,
enorme, atravesado por un gran río. Quien muere allí, renace de las
aguas. Si este mundo es el cielo o el infierno, o el experimento de
una raza extraterrestre, nadie lo sabe; en todo caso, la humanidad
parece estar sola en el Mundo del Río, así que se dedica a vivir a
sus anchas; el lector asiste al nacimiento de la sociedad humana más
diversa de la historia, en la cual conviven (y compiten) pilotos de
la segunda guerra mundial, mayas, hebreos, faraones egipcios. La
energía eléctrica es reconquistada, vuelven a construirse
microscopios, barcos, globos; la ciencia y las artes alcanzan una
síntesis sin precedentes y una nueva temática Los protagonistas
realizan varios descubrimientos: que han sido puestos en ese planeta
por seres extraterrestres conocidos como "los Éticos", que el alma
humana es una entidad física, y que, además, esa alma fue producida
por una máquina, casualmente, en alguna época del universo.

Quizás esa última fantasía sea suficiente para mostrar con nitidez
que no es fácil establecer diferencias entre lo humano y lo
artificial. La ciencia ficción ha eludido las metáforas fáciles que
usan la imagen del robot para criticar el comportamiento mecanizado
del ser humano en la era industrial; ha evitado tanto las apologías
como las críticas simplonas al uso de sustancias psicotrópicas, y ha
preferido imaginar el autoconocimiento de los cuerpos celestes, el
lenguaje de los animales, el encierro paradójico de un hombre capaz
de leer pensamientos ajenos, y la metafísica de los androides. Al
investigar las posibilidades de la inteligencia artificial, la
ciencia ficción ha participado de un proyecto más vasto: imaginar los
límites de la inteligencia en sí. Ahora bien, buscar lo esencial de
la inteligencia en el comportamiento de un cuerpo celeste, un animal
o una máquina, nos conduce a una cuestión nueva: ¿no será que la
inteligencia es mucho más que un don humano? Al terminar la lectura
de las novelas que se han mencionado, es casi inevitable considerar a
la inteligencia como un patrón primordial de la naturaleza del cual,
afortunadamente, participamos, y es difícil no sentir el movimiento
del mundo como un movimiento inteligente. Es muy probable que tanto
las novelas aquí reseñadas como este mismo ensayo sean sólo
manifestaciones tenues del deseo y el trabajo del universo por
alcanzar el conocimiento de sí mismo.