domingo, 13 de noviembre de 2011

ALQUIMIA Y MEDICINA - ALEXANDER VON BERNUS, Iº PARTE







ALQUIMIA Y MEDICINA


El que se arriesgue a sondear a la Naturaleza en su abismo, debe pri­mero recordar cuál es del hombre el origen.
Alexander von Bernus


La alquimia ante la ciencia materialista de entre las dos guerras


El interés manifestado por las ciencias marginales, en el curso de los años que han precedido a la guerra 1914 ‑ 1918, no ha cesado de aumentar, pese a todos los obstáculos encontrados durante el perío­do 1933 ‑ 1945. La física y la biología han conducido a concepcio­nes enteramente nuevas. Las leyes que la generación precedente tenía todavía por irrefutables se han revelado caducas, y el espíritu libre, al que nada podrá encadenar jamás, se encuentra ante un nuevo punto de partida. Todavía a principios de siglo nadie habría osado hablar seria­mente de la astrología ‑por lo menos en Alemania‑ sin comprometer para siempre su reputación escolar; hoy en día, parece del todo natu­ral hacerlo. Y lo mismo ocurre con la grafología, la quirología, la ra­diestesia, la iridología y con todas las otras disciplinas conexas. La concepción materialista de la naturaleza era la única que reinaba so­bre los espíritus a finales del siglo pasado. En las universidades ‑es­tas fortalezas del pensamiento y de la enseñanza materialistas‑ con­serva todavía su poder, incluso si ha debido renunciar a la mayor parte de sus apoyos. Se halla, en primer lugar, el cuerpo médico formado en las facultades, que lucha por todos los medios de que dispone para mantener su vacilante hegemonía. Y, sin embargo ‑ ¿o es ésta precisamente la razón?‑ la primera brecha seria en los métodos y en la con­cepción materialista fue abierta justamente en el dominio de la medi­cina. En efecto, en el curso de los cuatro o cinco últimos decenios, la medicina ha beneficiado amplísimamente a la ciencia de disciplinas heréticas.


 Sin apuro alguno, ha asimilado discretamente esta herencia, para renegar de su origen una vez llevada a cabo la asimilación. La "cura por el agua" de Kneipp y las sugestiones de Louis Kuhn se en­cuentran en el origen de los procedimientos hidroterápicos universal­mente reconocidos hoy en día; toda la dietética encuentra su origen en la medicina naturista, y en una concepción "natural" del organis­mo humano; la isopatía es poco más o menos un vástago de la homeo­patía, pues combate las enfermedades infecciosas por vacunas espe­cíficas, es decir, por las substancias producidas por la misma afección; la sueroterapia, igualmente, inmuniza con la ayuda de sueros cargados de antitoxinas. Pero, sobre todo, los diversos alcaloides y extractos de plantas no son sino los sustitutos insuficientes de las antiguas tisanas y tinturas vegetales, ya que los constituyentes aislados, arrancados de su conjunto orgánico, son privados de sus fuerzas curativas vivien­tes (vitaminas). Las vitaminas sintéticas de la industria farmacéutica moderna no reemplazan a las vitaminas naturales, aunque puedan ser indispensables al organismo en períodos de carencia. No es menos cierto que la antigua fitoterapia se encuentra así adoptada de nue­vo, bien que sea bajo una forma artificial. Podríamos multiplicar estos ejemplos. Nada justifica, pues, la pretensión de la medicina mo­derna que se atribuye demasiado exclusivamente el éxito de sus re­cientes adquisiciones. No es cuestión de discutir la seriedad y encarni­zamiento de su voluntad e investigación, pero la orientación de esta medicina es demasiado limitada. Sólo la cirugía constituye una excep­ción: sus consecuciones técnicas son convincentes ‑precisamente por­que son exclusivamente técnicas‑ y, en la medida en que permanece dentro de sus propios límites, puede depositarse en ella una plena con­fianza. Para conseguir su objetivo, la cirugía debe, no obstante, contar con la colaboración entera del patologista, quien pone a su disposición todos los medios de la hematología, de la serología, de la bacteriolo­gía, de la química biológica, de la toxicología y de la anatomía patoló­gica, como es el casó en nuestros días en los laboratorios de los gran­des hospitales, sobre todo en América. Pero en lo que concierne a las afecciones internas, inaccesibles al bisturí, comenzando por la gripe, el médico sigue estando aún más o menos desarmado, a pesar de los antibióticos, y las ‑sulfamidas, a menos que apele a los métodos tera­péuticos "naturales". ¿Hay que asombrarse si, en estas condiciones, el individuo aislado ‑y el conjunto de los individuos que compo­nen la comunidad nacional‑ se vuelve cada vez más hacia las terapéuticas no oficiales, trátese de naturismo, de "bioquímica", de homeo­patía o de medicina espagírica?.

El médico no alópata juicioso no deberá, naturalmente, caer en el error de querer curarlo absolutamente todo por un solo y mismo mé­todo, como lo hacen los fanáticos del naturismo ortodoxo, que recha­zan por principio el empleo de todo medicamento. Así, por ejemplo, la "bioquímica" no es lo suficientemente amplia como para bastar a todas las necesidades; la homeopatía y la homeopatía compleja, por su parte, presentan a buen seguro sobre las otras disciplinas la ventaja de englobar el conjunto del arsenal fármaco‑químico, pero su materia mé­dica comprende una tal riqueza de remedios que el practicante más ad­vertido corre el riesgo de un error de indicación. Más aún, sin ser mate­rialista, puede estimarse que las diluciones elevadas no convienen en todos los casos, incluso si pueden ser indicadas en ciertos estados cróni­cos y para naturalezas sensibles.

La medicina espagírica

Queda por ver la medicina espagírica. En Alemania no cuenta aún sino con un número relativamente limitado de partidarios, comparada con la "bioquímica" y la homeopatía, bien que haya recobrado un nuevo prestigio bajo el impulso del autor, después de la primera guerra mundial. Y, sin embargo, la medicina espagírica ‑al menos la verdade­ra‑ es una terapéutica que engloba y sobrepasa tanto la "bioquímica" como la homeopatía compleja; en efecto, reúne, por una parte, el con­junto del arsenal medicamentoso de estos dos métodos y, por otra par­te, gracias al tratamiento espagírico, aporta al organismo enfermo bajo una forma abierta, y por lo mismo asimilable, los ingredientes que ne­cesita. Esto es particularmente cierto de los metales, de los metaloides y de los minerales. Por lo que respecta a las plantas medicinales, cua­lesquiera que sean, no es ventajoso, ni siquiera recomendable, someter­las al tratamiento espagírico, es decir, al procedimiento de fermenta­ción. En efecto, este tratamiento hacer perder más o menos a un gran número de estas plantas sus constituyentes más activos. Sin duda, un laboratorio conocido y estimado de la Alemania del sur justifica su derecho a llamarse "espagírico" precisamente porque aplica este mé­todo de tratamiento a las plantas medicinales, mientras que para las substancias metálicas y minerales no procede de modo distinto a los laboratorios alopáticos y homeopáticos, es decir, los añade al remedio, en su estado bruto, sin ningún tratamiento anterior. Este laboratorio reclama para sí, por otra parte, la autoridad de Juan Rodolfo Glauber, lo que sólo tiene fundamento parcialmente, pues es Glauber mismo el que subraya con insistencia en su Pharmacopea spagyrica: "No hay  muchos vegetales que tengan necesidad de esta corrección, de suerte que se les puede preparar per se en sus esencias. "

Seguimos compartiendo esta opinión de Glauber y quisiéramos todavía precisarla, enunciando el siguiente principio: sólo las hierbas medicinales tóxicas, tales como Conium maculatum (cicuta), Nux vo­mica (nuez vómica), Semen strichnü, etc., tienen necesidad del trata­miento espagírico, mientras que, por ejemplo, ninguna de las plantas medicinales no tóxicas que encierran principios amargos, como Cheli­donium‑ (celidonia), Lignum Quassiae, Taraxacum (diente de león), Ci­chorium intybus (achicoria amarga), etc., debe ser privada de este constituyente amargo por una fermentación, que estaría aquí del todo contraindicada. ¿No enseña acaso la ley "similia similibus curantur" que, en las afecciones del hígado y de la vesícula biliar, es precisamen­te el principio amargo el más eficaz? Lo mismo sucede con muchas otras sustancias amargas y alcaloides que, conservadas en su conjunto orgánico, en tanto que parte integrante de la planta entera, poseen una elevada virtud terapéutica; importa, pues, evitar en toda la medida de lo posible eliminarlas en la fermentación.

No es menos cierto que las tinturas vegetales corrientes (extractos alcohólicos de plantas medicinales), que son las tinturas‑madre oficina­les de los alópatas, así como de los homeópatas (la extracción es, todo lo más, un poco más prolongada y mejor conducida entre los últimos), serán juzgadas insuficientes por el espagirista. Estas tinturas no contie­nen, en efecto, ni las sales que convendría extraer posteriormente, ni sobre todo los aceites esenciales de la planta, mientas que sales y acei­tes esenciales juegan un rol primordial y a menudo determinante en la acción de conjunto armonioso de la planta medicinal.

Mas, ¿por qué seguir a un autor tardío y ya considerablemente alejado de las concepciones de una alquimia auténtica, como Juan Ro­dolfo Glauber, cuando se puede proceder directamente de Paracelso?
Se encuentra el más perfecto método de preparación de las plan­tas medicinales, cualesquiera que sean –a excepción de las plantas tó­xicas que deben ser sometidas a la fermentación– en la Archidoxias de Paracelso, en el capítulo titulado: "De Magisteriis". He aquí tex­tualmente la indicación:

Los magisterios de las plantas: "Pero las hierbas y sus semejantes deben ser primero tomadas, maceradas y podridas en un agua de vida durante un mes; destílalas luego al baño‑maría, vuelve a añadirla y procede como anteriormente hasta que la cantidad de agua de vida sea reducida a un cuarto del jugo de las plantas; redestila el producto al baño‑maría durante un mes, añadiéndolo de nuevo a las plantas, se­para, y poseerás un magisterio de la hierba que desees. "

La "apertura" de los metales, metaloides (marcasitas) y minerales por el procedimiento espagírico plantea, es verdad, arduos problemas, y el que no haya ejercido primero su comprensión de la alquimia por la frecuentación de maestros más accesibles, no encontrará jamás la clave del laboratorio y de las prescripciones de Paracelso.

Reproducimos, no obstante, del mismo libro de las Archidoxias, las indicaciones para la preparación de los magisterios de los metales:

El magisterio a partir de los metales: "Toma el circulado bien pu­rificado y en su más elevada esencia, y por dentro el metal de tu elec­ción, en hojas o en limaduras, batido y limpiado para que devenga lo más puro y sutil que sea posible; mezcla los dos según su justa propor­ción y deja circular durante cuatro semanas; en esta mezcla, las lámi­nas devienen un aceite, coloreado según la naturaleza del metal, que sobrenada como una grasa. Separa a continuación este aceite per attractorium argentum y. tendrás el oro potable y la plata potable. Lo mismo para los otros metales: se pueden beber y tomar sin perjuicio. Dejémoslo ah í; hemos dicho lo suficiente para el que comprende. "

El secreto oculto en la espagiria

En esta última frase: "Dejémoslo ahí; hemos dicho lo suficiente para el que comprende", Paracelso indica sin ambigüedad que esta prescripción no es accesible más que a quien ya posee la llave del labo­ratorio oculto de los Adeptos, clave secreta del arte espagírico en general, cuyo empleo es indicado aquí para la preparación de los po­tentes arcanos metálicos.

"Toma el circulado bien purificado y en su más elevada esencia": aquí se esconde el raro y misterioso tesoro que hay que desenterrar para merecer el acceso al territorio alquímico, los derechos del ciuda­dano del imperio de Hermes.

¿Qué eran, pues, estos Circulata (el Circulatum majus y el Circu­latum minus), este Temperatum, esta Aqua solvens de Paracelso? Tan sólo el Alkahest, el gran disolvente, eternamente buscado, celebrado bajo los nombres más diversos: el famoso "espíritu de vino secreto" de Raimundo Lullio y de los Adeptos.

Nada ha sido nunca recubierto de un velo de misterio más espeso por los maestros del hermetismo que este disolvente, y ellos han ame­nazado de muerte y de anatema a quienquiera que lo desvelara al pro­fano y entregara así el secreto preservado desde hace milenios.

Hace siglos, cuando la Tradición todavía estaba viva, era ya una empresa casi vana para un no iniciado querer acercarse a este miste­rio cosmofísico al que Jacob Boehme llama mysterium magnum. ¡Cuánto más desamparado no se encontrará el buscador contemporáneo –incluso si ya está preparado– ante esta puerta cubierta de ins­cripciones misteriosas!.

Los antiguos maestros de la alquimia utilizaban términos de tal forma velados que se tenían que haber consagrado numerosos años al estudio de la cuestión para simplemente familiarizarse con su len­guaje; sus más importantes revelaciones se expresan generalmente por la vía de las imágenes y de los símbolos. Y cuando, por un laborioso esfuerzo, se aproxima uno a su concepción del mundo; se deviene ver­daderamente modesto y se reconoce no haber siquiera franqueado el pórtico. Pero se experimenta entonces tanta más indignación respecto a los que, tras haber únicamente rozado este dominio, o incluso no ha­ber sino entrevisto sus fronteras, se permiten juzgar de él con soberbia, en la estrecha perspectiva de una ciencia positivista, condicionada por la época.

Correspondencias astrológicas


Y si se prosigue la búsqueda a través del conjunto de la literatura contemporánea, ya poco voluminosa en el dominio de la alquimia en general y del arte espagírico en particular, a la caza de publicaciones que ofrezcan no sólo esclarecimientos teóricos, sino también consejos prácticos para el trabajo alquímico en el laboratorio, en el espíritu de los maestros del hermetismo, se está obligado a concluir que no existe ninguna.
La astrología aplicada, que procede de los mismos postulados que la alquimia, dispone, sin embargo, en nuestros días de toda una serie de revistas y de obras serias, entre las cuales, no obstante, se impone un cribado severo. Ciertamente, la astrología no exige verdaderamente co­nocimientos y formaciones especializadas, si no son ciertas nociones matemáticas elementales; es así al menos para aquellos cuyas ambicio­nes se limitan a querer conocer la astrología y practicarla para sí mis­mos y para otros, o aun a consagrarla una obra satisfactoria y digna de leerse, tras algunos años de observaciones, de experiencia y de reco­lección de materiales estadísticos. No se llega de esta manera, eviden­temente, a descubrimientos personales importantes ni a interpretacio­nes metafísicas profundas. Pero, ¿es diferente la situación para las otras ciencias empíricas? Ahora bien, la astrología es esencialmente una ciencia empírica exacta, al menos la astrología práctica, es decir, la del establecimiento de los horóscopos. Sus errores de pronóstico no son, por otra parte, más frecuentes que los errores de diagnóstico de la medicina moderna, a pesar de las facilidades incomparablemente más grandes de que dispone esta última, con sus numerosos y excelentes auxiliares técnicos. Pero es justamente porque hay que clasificar la astrología entre las ciencias empíricas (pues sus resultados pueden ser manejados por métodos puramente estadísticos) que el adversario de esta ciencia ‑sobre todo si es un sabio moderno‑ parece particular­mente ilógico y en contradicción con sus propios principios, al opo­nerla, para reducirla al absurdo, el argumento del porqué epistemoló­gico. ¿No ignora acaso este adversario porqué la reunión de dos áto­mos de hidrógeno con un átomo de oxígeno conduce a la formación de agua, o, incluso porqué se obtiene, por ejemplo, la combinación 2Sb + 3FeS, por la fusión de Sb2 S3 + Fe? Si no es así, que explique pues, el porqué epistemológico de toda afirmación química en general, o de la repulsión y de la atracción de los polos correspondientes y opuestos, sin contentarse con responder de una manera que no haría sino llevar más atrás el problema. La investigación atómica moderna, pese a lo avanzada, no ofrece mayor respuesta epistemológica. Ahora bien, del mismo modo que el porqué epistemológico no aparece justi­ficado a propósito de las afinidades químicas o de la atracción y de la repulsión de los polos magnéticos, es ilegítimo plantear esta pregunta a propósito de las atracciones y repulsiones resultantes de las constela­ciones planetarias o de las afinidades conforme a las leyes cosmofísi­cas, en astrología. En el primer caso, la cuestión sería el objeto de una teoría del conocimiento de la química y de la física, de la misma for­ma que pertenecería a una teoría del conocimiento de la astrología resolver la segunda. Ninguna de ambas cuestiones pertenece al domi­nio de las ciencias empíricas, sino que requieren ambas del conoci­miento metafísico (gnosis), de la visión intuitiva, de la filosofía, de la ciencia oculta.

¡Ciencia oculta! El término evoca en el espíritu del hombre de ayer, de hoy, y probablemente de mañana, sobre todo si se trata de un hombre que ha recibido una formación científica, algo sospechoso, turbio, e, incluso si esta actitud es estrecha, es perfectamente legítima y fundada en la perspectiva de la mentalidad actual, que da así su jus­tificación subjetiva. La objeción lógica es siempre la misma. El hombre de ciencia moderna lo expresa poco más o menos de la siguiente manera:

La ciencia ha dejado de ser el privilegio y la propiedad exclusiva de una casta o de una sociedad secreta, como fue el caso antaño, como resultado del grado de cultura y de evolución de la humanidad y de las condiciones económicas y sociales de la época. En nuestros días, la ciencia es un bien común, internacional, accesible a todos, en la totali­dad de sus disciplinas, métodos y adquisiciones. Los laboratorios de física, de química, de fisiología, de biología, de bacteriología, etc., con sus auxiliares técnicos, ilimitados por así decirlo y que se perfec­cionan sin cesar, ofrecen las más vastas posibilidades a la investigación libre en todos los dominios; las grandes bibliotecas públicas, las colec­ciones de manuscritos y su circulación internacional dan a cualquiera la ocasión de informarse de la manera más exacta sobre el estado de los conocimientos pasados y presentes, de asimilarlos y, entenderlos. La colaboración sin reservas entre la filosofía, las ciencias humanas, las ciencias naturales y las técnicas, tan característica de la época moder­na, que ignora los límites arbitrarios, garantiza para el futuro un pro­greso siempre más rápido e irresistible en toda la línea: entonces, ¿có­mo podría aún tener sentido una ciencia oculta, en el sentido original del término? Sin considerar incluso cuán antisocial e inmoral sería querer conservar para sí descubrimientos o invenciones verdaderamen­te significativos y que tendrían un gran alcance general, sobre todo si fuesen susceptibles de elevar el nivel económico y sanitario del conjun­to de la humanidad, cuando vivimos en una época en la que, más que nunca, el individuo está destinado a salir de su aislamiento para deve­nir un eslabón viviente de la sociedad humana.

Conviene responder a esto que el punto de vista así formulado, con las exigencias que comporta, está perfectamente justificado para la ciencia moderna en toda su extensión, lo mismo que para todas las adquisiciones que ella ha determinado, que proceden de ella y que to­man un aspecto correspondiente al estado particular de su evolución en el momento considerado.

Pero, en lo que concierne a las ciencias ocultas, no se trata de nin­gún modo de "ocultar" o de "querer ocultar" un dominio cualquiera del saber. Comprender el término de esta forma es engañarse entera­mente sobre su significación original, que nunca ha variado. Desde ha­ce milenios, igual que hoy en día, al hablar de la verdadera ciencia oculta, el hermetista entiende un saber que no se puede adquirir por una disciplina científica o técnica cualquiera, sino únicamente por el conocimiento suprasensible, obtenido al precio de un entrenamiento del alma y del espíritu; un saber que se conquista en nuestros días, igual que los tiempos de antaño, por la vía de la iniciación. Las expe­riencias y las vías a las que se pueden llegar por este camino son las mismas en todas partes. Lejos de ser subjetivas, los conocimientos así adquiridos tienen, pues, una realidad objetiva de naturaleza espiritual, y la síntesis de estos conocimientos en una concepción del mundo es precisamente lo que el hermetista designa por el nombre de ciencia oculta: una ciencia que no se revela a cualquiera sino según la apertura de su alma y de sus disposiciones espirituales. Pero aquél que, gracias al γνωθι σεαυτονo, encuentra el acceso a esta ciencia, deviene así su gerente y guardián absoluto. El γνωθι σεαυτονo, nosce te ipsum, "co­nócete a ti mismo", significa encontrar el macrocosmos en el micro­cosmos, o más aún, según el lenguaje de Paracelso, contemplar en el Astro del pequeño mundo (uno mismo) el Astro del gran mundo (as­trología espiritual). Es así que el hombre es "la medida de las cosas", o, como lo formula Leonardo da Vinci: "El hombre es el modelo del mundo." Siempre es lo mismo en todas partes.

Aquél que ha franqueado el umbral del templo que lleva este γνωθι σεαυτονo se encuentra, según Paracelso, "en la luz de la natura­leza"; ve con el ojo interior del alma, es hermetista. "Aprende por esto la alquimia, que lleva también el nombre de Espagiria que enseña el arte de separar lo falso de lo verdadero. Así es la luz de la naturaleza" (Paracelso).




Examen histórico


Estas consideraciones explican al mismo tiempo por qué no exis­te sobre la alquimia, sobre la espagiria teórica y práctica, obra alguna, publicada en los últimos ciento cincuenta años por un iniciado, que pueda comunicar al buscador esclarecimientos teóricos y sobre todo consejos prácticos. Esto es igualmente cierto para las literaturas alema­na y extranjera, bien que los franceses se hayan acercado a esta disci­plina marginal con mucha menos prevención, con una actitud mucho más dedicada y resuelta de lo que ha sido el caso entre nosotros, en Alemania. Eruditos notables han consagrado, sin embargo, al conjunto del tema estudios muy concienzudos y meritorios, para obtener de ellos una historia de la alquimia concebida en un espíritu positivista, como es el, caso de la obra publicada en 1886 en Heidelberg por Her­mano Kopp, o de la obra enciclopédica del profesor Edmund von Lippmann sobre el origen de la difusión de la alquimia (Entstehung und Ausbreitung der Alchymie, vol. I, Berlín 1919; vol. 2, 1931; vol. 3, Weinheim 1954). Estos trabajos representan una rica colección de materiales cuyo valor para la historia de la civilización es considerable, pero la actitud racionalista de los autores con respecto al tema tratado y su mentalidad demasiado sujeta a las concepciones del tiempo, les impiden acercarse a la esencia y al espíritu del hermetismo en tanto que ciencia oculta. Se está así lejos de satisfacer las condiciones reque­ridas para guiar el paso del lector, aún incierto y a tientas, y permitirle descubrir la puerta secreta y única desde la que es posible embarcarse para el viaje aventurero, en busca del vellocino de oro. La última estro­fa de un viejo poema alquímico inglés dice:

Pues es preciso que lejos, lejos viaje
Por mar y países vagabundos
El que busca los viejos montes
Donde se encuentra la Piedra de los Sabios.

Desde que los verdaderos hermetistas entraron en la sombra –un poco antes de la Revolución francesa‑ el mejor, de lejos, de todos los libros de lengua alemana escritos en el espíritu alquímico, es La histo­ria de la alquimia de Karl Christoph Schmieder, publicado en La Haya en 1832, el año mismo de la muerte de Goethe, lo que no podrá aparecer como una coincidencia fortuita, simple capricho de la pequeña historia, a los‑ojos de quien tenga la menor intuición de las corresponden­cias profundas. La manifestación de los acontecimientos ‑trátese de la historia o de la historia del espíritu en su desarrollo cronológico‑ obe­dece a leyes cosmofísicas determinadas que se manifiestan a menudo bajo esta forma simbólica, precisamente con ocasión de fenómenos se­cretos, pero que no son por ello menos esenciales.

  Schmieder no era un iniciado del hermetismo, pero había bañado su juventud en los últimos afluentes de la tradición alquímica, incluso si su perfume estaba ya casi desvanecido. Su disposición de espíritu era tal que, tras haber consagrado decenas de años al estudio en profundidad e imparcial del universo alquímico y al examen escrupuloso de las tradiciones, debió sentir que se encontraba ante realidades que convenía abordar con discreción y respeto. Este espíritu guía toda la concepción de la obra. Para testimoniarlo, baste reproducir aquí el corto prefacio, tan bello y ejemplar:

  "Se expondría a una justa reprobación el que quisiera volver a po­ner en entredicho una causa juzgada y desde hace largo tiempo enten­dida, y ése podría bien parecer ser aquí el caso, a los ojos de los nume­rosos lectores.' Es cierto: la alquimia ha perdido su proceso en primera instancia; pero si ella ha encontrado después nuevos medios jurídicos, sigue siendo libre de introducir una demanda de revisión. Los siglos pueden muy bien transcurrir; ello no podría tener prescripción a este respecto, pues la verdad es eterna y no debe ser condenada.

  "En muchas aulas de enseñanza se juzga naturalmente que el asunto está zanjado. Pero escuchar quiere decir dejar a los otros pen­sar para si: el estudio debe venir a continuación. Para mí, el período de escucha se sitúa en una época en el que este proceso parecía llegar a su conclusión. Hombre joven de veinte años, juraba pues, por la pala­bra del maestro que la alquimia era un cuento inventado por el enga­ño, y el joven doctor de entonces no dejaba de menospreciar con so­berbia a los que pensaban diferentemente. El hombre de treinta años encontraba ya cosas que le repugnaba tomar en consideración. El cua­dragenario leía cada vez más y devenía soñador de ella. Y es así que el quincuagenario llegó a no saber qué debía pensar.

"Fui mortificado y pronto decidí engancharme de una buena vez a la tarea, a fin de investigar e1 verdadero fondo del asunto. Los maes­tros que habíamos escuchado no habían dejado de hacerlo honestamente; yo estaba lejos de dudarlo. Pero desde aquellos tiempos, nuevos he­chos han venido a añadirse a los antiguos y se ha aprendido igualmente a conocer mejor a los antiguos. Más aún, en los treinta años de mis es­tudios, se han producido eventos que permiten dudar que el código en virtud del cual fue juzgado el proceso siga siendo válido todavía.

"No todo hombre encuentra el tiempo y la ocasión de reunir las actas necesarias para obtener una vista de conjunto del asunto. Ofrez­co al que lo desee lo que he reunido y comparado. Si esto puede serle útil, seria dichoso de saber que no sólo he rendido servicio a mí mis­mo. Lo que refiero está probado. Lo que pienso está netamente sepa­rado y no debe influenciar a nadie.

“En casos de este género hay que saber separarse de una opinión devenida cara para someter a un nuevo examen lo que ya parecía pro­bado. Hay que saber imponerse hacer la abstracción de la inverosimi­litud para examinar una cosa inverosímil. Grandes pensadores nos in­vitan a ello. Así, Séneca confiesa: Quod primum incredibile videtur, non continuo falsum est; credo si quidem faciem mendacii veritas re­tinet. Y Voltaire dice casi en los mismos términos: “Lo verdadero no siempre es verosímil.”

Bien que hayan transcurrido ciento veinticuatro años desde la pu­blicación de este prefacio, la afirmación que contiene conserva todavía todo su valor.

Ciertamente, al examen superficial, la obra de Schmieder no es más que una revisión histórica de las investigaciones y descubrimien­tos, fracasos y triunfos de los alquimistas, desde los comienzos, de los que la historia conserva el testimonio hasta la aurora del siglo XX, cuando la alquimia se, retiró ante el progreso continuo de las ciencias positivas. Así, quien abra este libro con la única esperanza de encon­trar en él consejos y sugerencias para la práctica alquímica, no hallara en él su cuenta. En cuanto al aspecto terapéutico del arte espagírico, que debe sobre todo interesar a la mayoría de los lectores de este li­bro, este aspecto no es, por así decirlo, tomado en consideración. Pues lo que se designa por yatroquímica (medicina alquímica) no es en rea­lidad sino un aspecto secundario y accesorio de la verdadera alquimia.


Espiritualidad e iluminación de los maestros


Es verdad que los grandes alquimistas eran también grandes médi­cos ‑y en primer lugar Paracelso y Van Helmont‑, ya que la segunda cualidad resulta directamente de la primera; ¿no es también la piedra filosofal el elixir de la vida y la medicina suprema? Mas, para el alqui­mista auténtico, esta facultad de curarse y de rejuvenecerse no era más el término y el objetivo final de lo que lo era "hacer oro", o más exac­tamente transformar un metal inferior en metal noble. La lapis philo­sophorum es, antes bien, el más perfecto de los presentes terrestres y temporales, que le cae en gracia en cierto modo como un fruto madu­ro al que ha seguido "en la luz de la naturaleza" el camino de la inicia­ción de los alquimistas, y ha llegado en él a una etapa determinada. Aquellos, por el contrario, que no se dedican a la Gran Obra más que para hacer oro y para encontrar el elixir de larga vida, siguen siendo vulgares sopladores y aventureros que no cesan en toda su vida de errar con los ojos vendados en la niebla que rodea al templo herméti­co. Mejor que a ningunos otros les conviene la palabra de Cristo: Amontonad primero los bienes del cielo y todas estas cosas os serán dadas por añadidura.

Pero siempre hubo hombres que poseyeron por iluminación inte­rior los conocimientos sobre la naturaleza y sobre la preparación de la piedra filosofal, que han hablado de ello abundantemente en sus escri­tos, sin haberla, sin embargo, preparado ellos mismos, porque en su alma "ya estaba hecha". Jacob Boehme fue uno de estos grandes teósofos y místicos. La preparación práctica de la piedra no fue emprendida más que por sus discípulos y sucesores, como Valentín Weigel y Sincerus Renatus.
Todos los maestros de la alquimia colocan sus escritos y su traba­jo hermético bajo el signo de la Invocatio Dei. Así, Basilio Valentín, al comienzo de su tratado De la gran piedra de los antiguos sabios (Vom grossen Stein der ur‑alten Weisen):

"Es por esto que te digo, con toda veracidad, que si quieres, hacer nuestra gran piedra antigua, sigue mi consejo y ora por todas las cosas a tu Dios, el autor de todas las criaturas, para que te dé fortuna y pros­peridad en tus empresas. "

Y en otro lugar:

"Así, la primera lección y exhortación no puede ser confirmada ahora mejor que por la oración que tiene nombre y que es: Invocatio dei, la invocación de Dios."

Un codicilio atribuido a Raimundo Lulio comienza así:


 "Oh, Dios, es bajo los auspicios de tu trinidad, que no comporta atentado alguno a la unidad de tu divinidad, que comenzamos el pre­sente resumen. "

Alano (Alain de Lille), el más antiguo de los alquimistas franceses, escribe:

"Hijo mío, adhiere antes tu corazón a Dios que al Arte, pues el Arte es un don de Dios y lo acuerda a quien él quiere; así, pues, que tu paz y tu gozo sean en Dios y tendrás el Arte. "

Es en este estado de alma que los alquimistas franquean el um­bral de su laboratorio para emprender la Gran Obra.

El sabio de hoy en día y de mañana ‑médico, físico o químico ­puede muy bien sonreírse ante esta caduca forma de abordar la natu­raleza; es así que no recoge del aire más que el ázoe, y no el mercurio de los filósofos.

Y, ¿no es acaso en el mismo espíritu que Rudolph Steiner dice, volviéndose hacia el futuro: "La mesa de los laboratorios debe volver a devenir un altar"?

Se descubre también en la obra de Schmieder una última traza del presentimiento de que existe una región fronteriza, una tierra sagrada. Se percibe claramente, pese a la discreción del lenguaje, el dominio de sí y la reserva escrupulosa del sabio historiador. Es por esto que es­te libro se distingue de todas las otras publicaciones que trataron del mismo tema en el curso de los últimos ciento cincuenta años. Así, aquél que tome este libro para punto de partida de sus estudios alquí­micos no encontrará en él sin duda consejos para el trabajo práctico en el laboratorio; como contrapartida, la obra sabrá crear alrededor del lector la atmósfera indispensable para quien desee abordar su búsque­da con la comprensión íntima y la penetración espiritual que convienen.

Se encuentran igualmente en la literatura alemana moderna escritos aislados cuyo origen es el mismo o de una inspiración vecina. Así, el Tratado sobre la medicina (Traktat über die Heilkunde), de Hans Blü­her, aparecido poco después de la primera guerra mundial. Este libro examina magistralmente el psicoanálisis freudiano y la tendencia de su evolución. Pero su mérito esencial es el de exponer todo lo que, desde Hipócrates, es practicado bajo el nombre de medicina y de terapéuti­ca, situándolo en la perspectiva general de la historia de las ideas. Blü­her distingue netamente ciencia sagrada y conocimiento, en tanto que problema de las profundidades (hermetismo, alquimia y ciencias ini­ciáticas), por una parte, y empirismo, completamente superficial, por la otra, tal como el que se ha manifestado e impuesto desde Hipócra­tes como la única ciencia de la naturaleza. He aquí algunas páginas es­cogidas al azar, a título de ejemplo:

" . . La medicina ha sufrido un segundo perjuicio grave por cau­sa de la química. Se ha producido, en efecto, en el interior de esta ciencia contemporánea exactamente el mismo abandono que en la medicina en relación con un saber sacerdotal original. Este saber ori­ginal (regido por conocimientos primordiales) se llama alquimia... La idea fundamental de la alquimia es el perfeccionamiento o “cumpli­miento” de los minerales por una ascensión hacia el oro (y de las plan­tas hacia `el trigo'). Pero todas las ciencias primordiales tienen una es­tructura doble y, en su significación profunda, la alquimia encierra la idea de que el hombre (el microcosmos) recorre por su parte el camino hacia el `oro' (el macrocosmos). La transformación de los minerales en oro debe acompañarse en el hombre de un caminar interior paralelo, que le conduce igualmente a la perfección. Como se sabe, la alquimia de la Edad Media ha naufragado por la indignidad de los alquimis­tas.[1]

"Leonardo da Vinci y Pico de la Mirándola tenían todas las razo­nes de oponerse a los alquimistas y a los astrólogos de su tiempo, y de acusarles de charlatanería. Es verdad que los minerales se dejan efecti­vamente transformar en oro, y el camino para ello está trazado por la naturaleza; pero encontrar este camino exige cualidades que se busca­rán vanamente, por ejemplo, entre los sabios de hoy en día. . . Se sabe que la alquimia se desplomó bajo la indignidad de los alquimistas que no tenían en mente más que `hacer oro' y enriquecerse. La química moderna ha salido de los detritus de la alquimia; es por ello que hay que saber que es una ciencia de segundo orden, y, en consecuencia, in­ferior a la alquimia e indigna de serla comparada. Pero la química es al menos neta y clara, lo que facilita la tarea de sus discípulos.

"Continuando el estudio de estos fenómenos de desarreglo de la ciencia, encontraremos toda una serie de eventos que conducen al mis­mo resultado. La antigua ciencia de los astros (astrología) se oscureció por las mismas razones, para renacer bajo forma de segundo orden en la astronomía moderna. No hay, sin embargo, que olvidar a este respec­to que los creadores de esta ciencia, sobre todo Copérnico, Kepler, y aun el mismo Newton, no se parecían apenas al astrónomo moderno; Copérnico no era solamente astrólogo, sino también médico, y uno imagina que el canónigo de Frauenberg no podría apenas ser un simple seguidor de Hipócrates. . .

". . .Pero volvamos a la química y a su objeto. Como es una cien­cia de segundo orden, no tiene, por tanto, tendencias microcósmicas, y basta con una cabeza ingeniosa para practicarla. Ella se ha arrojado so­bre la medicina, y en particular sobre las hierbas medicinales. Paracelso ha dicho con este motivo las cosas más profundas. No sospechamos ya qué fuerzas incitan a las praderas, los roquedales y los pantanos. El punto de vista químico es simple a este respecto: lo que cura no es la planta entera, sino únicamente un desecho que, ella encierra y que se puede extraer, e incluso ‑he aquí el triunfo‑ preparar `sintéticamen­te.' No se trata del té, sino de la `teína; no del café, sino de la ca­feína, no de la adormidera, sino del `opio y sus derivados'. El químico considera la planta en algún modo como una envoltura diferente de es­tos desechos, como una diversión en el fondo inútil, aunque encanta­dora, de Dios. Por ciertos procedimientos químicos aplicados sin el menor escrúpulo, se extrae este desecho de la planta, hasta que no queda sobre la mesa más que un pequeño polvo blanco. La alquimia designaba los fenómenos químicos por el térmico `cocción' y ‑en su pe­ríodo de expansión‑ restringía su empleo, definiéndola como “lo que el estío hace con los frutos”. ("La maduración de los frutos es la co­cción natural", dice Paracelso). El pequeño polvo blanco sirve a conti­nuación a la confección de píldoras de las que se apodera el mundo de los negocios; así se desencadena el gran sabbat de los hechiceros de la industria farmacéutica.


Todo ello no tiene ya nada que ver, natural­mente, con el arte de curar. Del mismo modo que cada jardinero sabe que tal manzana particular debe ser recogida tal día, sin lo cual sería ácida o devendría pasada de madura, así la vieja medicina conocía la hora, es decir, el factor tiempo, de las hierbas medicinales vivientes. Esta hora es indicada por la posición de los astros, a condición de que se conozca realmente la naturaleza de cada planta particular. No se trata de considerar la virtud curativa de una planta como un dato; esta virtud no está invariablemente presente, como el peso. Debe ser “dirigi­da”.  No habiendo sido recogida y absorbida a la hora conveniente, `el tiro sale por la culata' y la planta no produce efecto (Paracelso). Se encuentran a este respecto unas maravillosas palabras en el Paragra­num:


 `Advierte bien esto: ¿qué vale el remedio que das para la ma­triz de las mujeres si no eres guiado por Venus? ¿Qué podrá tu re­medio para el cerebro, sin ser conducido por la luna? Y lo mismo para los otros astros: permanecerían todos en el estómago, y volverían a sa­lir por el intestino, quedando sin efecto. Pues he aquí la razón de ello: si el cielo no te es favorable y no consiente dirigir tu remedio, no lle­garás a nada.


 El cielo debe guiarte'. Así, y de otras maneras todavía, lo `químicamente puro' se opone al producto sometido a la cocción y al afinado alquímico. La medicina de Hipócrates ha conducido pues a la destrucción de todo un imperio que tenemos ahora que reconquis­tar, pues no hay duda de que la medicina, como el mundo moderno, atraviesa en el presente una grave crisis. La fe en la medicina enseñada en las facultades baja un poco más cada día, mientras que se refuerza y se precisa el oscuro sentimiento de que la antigua alquimia y todas las otras ciencias primordiales están en la verdad. Corresponderá en primer lugar a los médicos que se inspiren en los métodos naturales de restituir a la medicina su poder perdido. Entiendo por medicina `natu­ral' la que, al romper el lazo contra natura entre la medicina, y las cien­cias naturales exactas, restablece su antiguo lazo con la religión."


El error de los psicólogos


Este extracto del Tratado sobre la medicina de Hans Blüher mues­tra que un autor perteneciente a nuestra familia espiritual, incluso si viene de una dirección diferente, llega a las mismas conclusiones, pues se trata aquí de realidades cósmicas.

En cuanto a la estrecha concepción según la cual el proceso alquí­mico se refiere exclusivamente a una realización espiritual, esta opi­nión fue defendida por primera vez por un médico teósofo, cercano al círculo de H. P. Blavatsky, el doctor Franz Hartmann. El autor, muerto a fines del siglo último, expresa esta concepción en sus dos obras: La medicina de Teofrasto Paracelso (Medizin des Theophrastus Paracelsus) y Esbozo de las doctrinas de Teofrasto Paracelso (Grun­driss der Lehren des Theophrastus Paracelsus). En un estudio funda­mental, publicado en la edición de 1936 del Eranos Jahrbuch, el pro­fesor R. Bernoulli, de la Escuela Politécnica Federal de Zurich, opone a esta concepción la idea de las correspondencias': vuelve así a colocar el problema en la única perspectiva válida, pues comprende que todo lo que es realizable en el dominio del alma y del espíritu debe tener en el mundo de la materia su polo y su efecto correspondientes y puede, por tanto, conseguirse ahí de una manera físico biológica, igual que so­bre el plano metafísico.

"Si consideramos que la ebullición en la cornuda corresponde a un acontecimiento espiritual, fisiológico, astral, lo que se expresa aquí de una cierta manera es una fase del drama cósmico divino, que este acontecimiento particular se refleja en todos los dominios concebibles y representa al mismo tiempo el efecto producido por el conjunto de estos factores, entonces la alquimia se revela como un alálisis verdadera­mente global, como una tentativa de reconocer en los particular la manera de ser del todo: Pero si olvidamos aquello, nos encontra­mos evidentemente en la situación fatal que consiste en no ver ya en la alquimia sino una química imperfecta: es química imperfecta, pero no sólo eso. Ella es la doctrina de las correspondencias en todos los domi­nios. Nuestras concepciones actuales nos impiden aceptar esta forma de pensamiento. Contiene una afirmación que no puede ser probada y que no podría, por tanto, tener valor científico."

"Si, como contrapartida, queremos comprender la alquimia aun­que no fuera sino aproximativamente, debemos aceptar que esta doc­trina de las correspondencias se aplica sin restricciones a su domino. "

El estudio de R. Bernoulli, ilustrado, por otra parte, por algunas re­producciones de símbolos alquímicos, trata esencialmente de la evolu­ción espiritual de los alquimistas, como asimismo lo indica el título del ensayo. La alquimia, la verdadera alquimia es, en efecto, una expe­riencia iniciática y lo que el adepto hace aparecer en el laboratorio no es más que un fenómeno secundario, “correspondencia” cosmofísica. Tanto la una como el otro son fenómenos reales: la primera se de­sarrolla en el crisol del alma, mientras que el segundo tiene lugar en el crisol del laboratorio alquímico.

De manera calurosa y convincente, Bemoulli habla de esta ex­periencia interior en el penúltimo y breve capítulo de su conferencia, con los acentos de un auténtico respeto:


El camino de la metamorfosis, la trasmutación alquímica


"Y he aquí el gran e importante capítulo: ¿Cómo se hace esto? ¿Cuál es el camino que conduce a la meta? Es la vida de la trasmuta­ción, de la metamorfosis. Puedo hablar de ello brevemente. Hay sobre el pórtico de la catedral de Trogir, en Dalmacia, un pequeño bajorre­lieve finamente ejecutado que muestra al alquimista sentado ante su horno, en el que está encendido el fuego. Ha colocado su cornuda so­bre el fuego. Con la mano izquierda, eleva una copa. Flotando en el aire, un ángel se acerca y vierte el elixir de la larga vida en la copa. La imagen significa: sus propias fuerzas no le bastan al hombre para re­correr este camino, pero triunfará quizá si despierta en alguna forma al guía y conductor que duerme dentro del hombre y que puede a con­tinuación dirigirlo. La práctica de este camino, ‑dicho de otro modo, de la transmutación, la metamorfosis de lo imperfecto o incluso de lo demasiado perfecto‑ esta obra tan grande y laboriosa fue la meta, el objeto de todos los esfuerzos de la alquimia mística a lo largo de los siglos. Pero seguirá siendo para nosotros un secreto, pese a todas nuestras  lecturas y a pesar de todo el celo que pongamos en querer captar su significación. He experimentado yo mismo últimamente la dificultad de comunicar algo esencial sobre esta metamorfosis. A pesar de todos nuestros esfuerzos por ser claros, es casi imposible hacerse entender. Pues en la práctica de este camino, se trata de experiencias que debe hacer uno mismo. Si se habla de ello, como lo hacen los tex­tos alquímicos, la cosa no deviene más clara. La particularidad de es­te camino es que uno se apercibe de golpe, una vez vivida la experien­cia, de lo que los textos querían decir. Los alquimistas mismos sabían muy bien que pocas cosas pueden decirse únicamente con las palabras. Es por esto que buscan refugio en las imágenes simbólicas. Su papel es el de expresar lo indecible. La vida debe ser indicada por las imágenes."

En el mismo volumen del Eranos Jahrbuch que encierra el estudio de Bemoulli, se encuentra igualmente una conferencia del profesor C. G. Jung, trabajo preliminar de la obra Psicología y alquimia (Psy­chologie und Alchimie), que debía aparecer en 1944. El psicólogo sui­zo intenta aquí someter a un examen fundamental al simbolismo al­químico y a las formas de experiencias psíquicas profundas en sus re­laciones con la alquimia. Nuestro propósito no es aquí el de apreciar esta tentativa de apoyar las teorías jungianas sobre un material excep­cionalmente abundante reunido en 270 figuras. Para nosotros se trata únicamente de oponernos de la manera más categórica a la concepción de Jung, que coincide con la del doctor Franz Hartmann. En efecto, la autoridad del psicólogo suizo corre el riesgo de transformar un aspecto totalmente parcial de la alquimia en una afirmación científica. La tesis errónea de Jung aparece como totalmente superficial para quien la examine desde una perspectiva espiritual elevada. En efecto, según es­ta tesis, las instrucciones y las imágenes alquímicas se refieren única­mente a la interpretación de los eventos que interesan a la evolución psíquica. Pero aquél que ha sabido orientarse en los círculos de la ex­periencia alquímica, y que ha seguido el camino de la alquimia prácti­ca, en lugar de racionalizar a propósito de su lenguaje cifrado y de su universo simbólico, constata: que la famosa piedra filosofal, el miste­rioso elixir, puede ser preparado. Los grandes maestros inmortales del hermetismo, Basilio Valentín, Isaac el Holandés, Nicolás Flamel, el conde Bernardo de la Marca Trevisana, Paracelso, y tantos otros, in­dican sin ambigüedad en sus escritos el camino a seguir en el trabajo práctico, incluso si se expresan con palabras cubiertas y en parábolas. Toda persona no prevenida que haya estudiado sus obras debe llegar a esta conclusión, sin que sea, no obstante, necesario que encuentre la clave misma. Para ello tiene que adquirir el sentido de los símbolos por una larga preparación. Sobre este punto al menos Jung tiene cier­tamente razón. Pero el psicólogo suizo hace una hipótesis arbitra­ria y completamente errónea, que solamente puede ser explicada por la influencia del estado permanente de las ciencias naturales, cuando escribe:


 “No hay por otra parte la menor sombra de duda de que durante todos los siglos en los que se ha trabajado seriamente, no se produjeron nunca ninguna verdadera tintura, ningún oro artificial. Puede preguntarse entonces: ¿qué es, pues, lo que ha determinado a los alquimistas a continuar imperturbablemente su trabajo o ‑como ellos dicen‑ su operación, y a escribir tratados sobre tratados sobre `el arte divino' ya que toda su empresa era de una desoladora inutilidad?"


 Otros tiempos –que no están quizá demasiado lejanos‑ traerán un jui­cio diferente. De hecho, existen testimonios incontestables de trans­mutaciones efectuadas en los siglos XVI, XVII y XVIII., y no es siquie­ra necesario remontarse tan lejos. . . Es así tan incomprensible como lamentable que un investigador de la calidad de C.G. Jung no tenga el oído lo suficientemente fino para percibir, en el curso de su estudio en profundidad de la alquimia, el convincente acento de autenticidad en los escritos de los verdaderos maestros, cuando hablan, por su propia experiencia, de la realidad de la Gran Obra que ellos mismos han lleva­do a cabo. Se habría podido esperar encontrar en Jung un instinto más seguro.

Ante la incontestable importancia que reviste la obra de Jung pa­ra la psicología, pues sitúa a la alquimia por primera vez en una pers­pectiva enteramente nueva y que se impone a la atención de toda in­vestigación psicológica futura (es para el alquimista mismo para quien menos útil es el libro), el que conoce la alquimia y sabe que sus datos son realizables en la práctica está obligado a recusar expresamente esta obra a causa de su parcialidad, pues este libro aleja al investigador de su meta en lugar de acercarle a ella.


 Evidentemente, un propósito como ése no entraba del todo en las intenciones del autor. Sin embargo, al negar que las aspiraciones alquímicas puedan realizarse sobre el pia­no de la materia, sin haber hecho él mismo la experiencia de ello, peca ‑y este es el reproche que se le hace‑ contra la ley de las correspon­dencias: lo que está arriba es como lo que está abajo.



[1] Nota del autor: Se trata, naturalmente, no de los maestros y adeptos, sino de los bribones, de los aventureros, de los vagabundos de la alquimia, en el curso del período de decadencia.