La substantivación del hombre es un error que no conoce la dialéctica ni el sofisma, pero que vuelve a cometer Hegel al substantivar en la Fenomenología del espíritu la dialéctica Pero parece que el error procede de Jesucristo, de la idea de una verdad o de ser trascendente al sujeto: un error que destruye el dandismo de Pilatos, al formular irónicamente ante la sangre una frase que renuncia a la tragedia y que es la clave por toda la filosofía moderna: la frase aquella de “¿qué es la verdad?”. Para Wittgenstein también, la verdad no existe sino como función, función de verdad; esto es, sólo dentro de un campo semántico, o de lenguaje. Esto es, que no existe fuera del lenguaje, de la escritura del discurso, incluso si de la historia se trata, como sucede en el estructuralismo de Althusser.
Ahora bien, la substantivación del hombre tiene más que ver que con la idea de la verdad con la de progreso o civilización; así se produce con el Renacimiento y encuentra su culminación en el positivismo de Augusto Comte, y es la fuente de dos errores: el de la locura como mismidad, que es el error de toda psiquiatría, para la cual la locura no es como antes un mero error o fenómeno numinoso -me refiero a la vieja creencia de los “endemoniados” que todavía veladamente subsiste-, sino que se trata ahora de una fatal divergencia, no surgida como realmente ocurre de la sociedad o más pretenciosamente de la historia, sino de un misterioso hado que no soporta ningún código, y que es por ello fatal y sin remedio. Ahora bien, el loco yerra siempre de la misma manera; no hay error en la locura, que es la tesis freudiana de su racionalidad.
Sin embargo, la tesis freudiana de la racionalidad de la locura parte de una compulsión, de una exclusión del sentido de la locura, que es la condición que hace necesaria, como el demonio al exorcista, su interpretación y posterior curación.
El segundo error al que nos lleva la substantivación del hombre es el de una ciencia pareja a la psiquiatría, que es la antropología y su concepción de la mentalidad pre lógica, o del “otro hombre”, el hombre sometido a la vejación del error o la ignorancia, que es ahora el primitivo y no ya el loco.
Finalmente, el “monstruo” sería como un arrebato de mismidad o una locura de aquélla, por cuanto significaría evocar la extrañeza fuera de cualquier modelo de orden que la conciba como tal; por ejemplo: en todo caso, el cine, en donde el monstruo figura todavía dentro de un modelo de orden, por cuanto opuesto a la belleza -por ejemplo: King King- o la belleza del orden que los griegos nombraron como Apolo y los hebreos como Adonai, o el bien.
Ahora bien, cuando el modelo de orden no procede de ideología alguna, aquél se llama nomograma y nos reenvía de nuevo a la psiquiatría y de paso a la humanidad, en la que tan siquiera el loco se parece a sí mismo, y no al monstruo cinematográfico, enemigo de la civilización, o como Jesucristo y King Kong de las mujeres, y hay una verdadera súplica de ese ser excluido o proscrito por su diferencia en lo que concierne a la mujer; así, por ejemplo ocurre no sólo en la bestia de King Kong, sino aún más en un monstruo más inexorable que es la criatura del Dr. Frankenstein, que ni siquiera tiene parecido etológico alguno. Así no es extraño que el loco, mimando al hombre, haga monerías, prefiriendo entre todas las máscaras del hombre parecerse al mono y hacer reír al hombre, o bien en la sexualidad manicomial, nada freudiana por cierto, que consiste en correrse ni más ni menos con la imagen del loquero, como sé de buena tinta que ocurre, o bien quererla como el chimpancé a su dueño. Otra cosa es ver que, como sabe la historia, hay muchos hombres y ninguno es el “hombre”, ninguno es Jesucristo; que, como decía Lacan, “qui nom du père”, lo que puede leerse también “qui non dupe erre”, siendo así que en el laberinto de la lingüística social e histórica hallamos al hombre como una máscara que se teme a sí misma y proyecta su otredad siempre en un monstruo que todas las tardes cambia de cara, pero que no tiene ninguna, que no es ya persona, una máscara presa de la mentira; esto es, del silencio de algunas cosas que es el estatuto de la novela dentro del teatro. El silencio del ser heideggeriano o de su misteriosa mismidad fuera de la cual el discurso ordena su ficción, llámese aquélla filosofía o literatura, dentro de la cual sólo la poesía o la locura-Hölderlin reenvían a la esencia y a la catástrofe del ser y de Dios, a la maldición del ser: una maldición con la que lucha perennemente la historia y que es dada por el carácter siempre ajeno de lo mismo, por la estructura sin yo y sin ley del “continuum” y por su extrañeza a cualquier separación y modelo de orden todos los dados por la palabra, que no se parece en nada a la realidad, siempre misteriosa o indecible como la derrota de un hombre o su perdición.