viernes, 11 de noviembre de 2011

INTRODUCCIÓN A LA NOVELA POLICÍACA - JUAN JOSÉ MILLÁS






Intentaremos proceder con orden, aunque no será fácil, porque hablar de la novela en general, y de la policíaca en particular, supone enfrentarnos con zonas poco conocidas de nuestro propio ser. Durante las siguientes páginas nos hemos de mover en un terreno señalado por dos particularidades: su carácter dual y su ambigüedad, nacida de este carácter que enfrenta a los dos términos de una relación.

Desarrollemos esto último: contamos, por un lado, con una serie de hechos objetivos como son los títulos de las novelas, el nombre de sus autores, y disponemos también de una cronología exacta, que nos permitiría ordenar tales hechos de forma sucesiva y quizá un tanto profesoral. Sin embargo, de otro lado, aparece nuestra propia relación con esos textos, y esta relación apasionante, aunque compleja, parece que tuviera como misión entorpecer cualquier intento de sistematizar un estudio de la novela policíaca.

¿A cuál de estas dos voces hemos de prestar más atención? ¿A aquella que nos induce a repasar lo conocido, consultar enciclopedias o manuales especializados para lanzar sobre la cuartilla los datos desnudos y fríos de la historia, o a aquella otra que procede de la memoria o del corazón y que ha inventado su propia cronología y su propia valoración de los hechos? Ambas nos hablan con igual derecho y las dos tienen razón. Toda memoria es selectiva: escoge para sí lo que más intereses le puede producir. Por eso decía que intentaríamos proceder con orden, aunque será difícil, porque al evocar una historia de la novela policíaca, uno evoca sin querer a sus propios fantasmas.


Una historia personal


Recuerdo el primer impulso adolescente que condujo mi mano al desgastado lomo de uno de estos libros. No diré de qué libro se trataba, pero confesaré que a partir de ese día la sucia y desgastada biblioteca pública en la que lo leí se convirtió en el lugar más acogedor del mundo. Por mi gusto no habría vuelto a salir de aquella habitación, con frecuencia ruidosa, ni para comer. Porque después de ese primer libro vinieron otros muchos, todos ellos leídos sin orden ni concierto, que me proporcionaron el alimento más precioso de la adolescencia. Un alimento, por otra parte, del que aún no he podido prescindir y del que todavía espero innumerables sorpresas. Desde entonces, no he dejado de bendecir el frío despiadado de aquella tarde (de los años sesenta) que nos llevó a otros compañeros y a mí a buscar refugio en la biblioteca a la que me refería. Seguramente, nuestra primera intención al penetrar en aquel establecimiento público no era otra (aparte de buscar el calor que nos negaba la calle) que la de molestar a los posibles usuarios o jugar a los barcos burlando la vigilancia del encargado. Pero la casualidad, como tantas otras veces en la vida, hizo que me acercara a un libro que, una vez abierto, no pude abandonar.

De la relación con aquel objeto encuadernado, yo fui sin duda quien más beneficios obtuvo, porque a cambio de aquella lectura apasionada y febril recibí, entre otros muchos, un regalo eterno: aquel libro jamás me abandonaría. Han transcurrido desde entonces veinte años y aún hoy, en las tardes más desesperanzadas y frías del invierno, me acerco a un lugar exacto de mi biblioteca y allí está el libro esperándome. Lo vuelvo a leer acomodado en un sillón y, al tiempo que lo resucito, él me resucita a mí. Esta resurrección mutua no es sólo un juego pasajero; a mí me ha permitido ver que no soy tan distinto como aparento de aquel adolescente inseguro y muerto de frío. Ignoro si se debe a que ya entonces era un adulto prematuro, o a que no he crecido. Aunque yo pienso que hay otra solución más verosímil, a cuya creencia me siento cada vez más cercano: que los adolescentes son adultos desconchados; esto es, adultos que carecen de concha, esa especie de caparazón compuesto de una sustancia dura que sin duda protege, pero que evita también contactos muchas veces agradables con el exterior.

Confieso que con frecuencia tuve la tentación de robar aquel libro de crímenes y detectives para guardarlo entre mis objetos más queridos. No lo hice, de un lado por miedo a ser descubierto, y, de otro, por el remordimiento que me habría ocasionado privar a otro muchacho de un encuentro que podría ser tan definitivo para su vida como lo fue para la mía. Hube de conformarme con comprarlo, a fuerza de un esfuerzo considerable, en una edición distinta, que nunca llegó a complacerme. Sin embargo, después de muchos años, cuando ya tenía sobre la espalda la costra dura que me convirtió oficialmente en un adulto, volví a encontrarlo. El encuentro se produjo de nuevo por casualidad y no diré las sensaciones que me produjo, porque me alargaría demasiado. Diré sin embargo que el frío jugó también un papel importante.

Aquella tarde había decidido ir a un cine de la Gran Vía de Madrid, donde proyectaban Moby Dick, la historia de la ballena blanca. Por un error en la programación del periódico, llegué al cine mucho antes de la hora precisa para ver la película desde el principio. Nunca me ha gustado ver las películas ya comenzadas, de manera que saqué la entrada y me fui a dar una vuelta para hacer tiempo.

Recuerdo el calor que prometían las cafeterías frente a las que pasaba y el dulce olor a chocolate y churros que se percibía cerca de ellas, pero mi economía no me permitía hacer tales excesos y el frío, por otra parte, comenzaba a resultar insoportable.

Entonces decidí acercarme a San Bernardo y hacer tiempo en una de las librerías que hay en esas calles dedicadas a la compra-venta de libros usados. Cuando lo vi, cuando vi el libro, quiero decir, pensé que se trataba de una alucinación. Estaba situado en la parte más baja de una estantería colocada al fondo del establecimiento al que había entrado, y su lomo de piel envejecida era idéntico al lomo del libro de mi adolescencia. Un poco incrédulo, aunque nervioso, me acerqué, lo tomé en mis manos y lo abrí. En la primera página estaba estampado el sello de la biblioteca indicando la dirección de la misma y la fecha de adquisición: ¡era el mismo! Sabe Dios por qué azar había llegado hasta allí, pero parecía haber estado esperándome durante años. Pregunté el precio algo angustiado, y al ver que me faltaban algunas pesetas para poder adquirirlo, le dije al librero que me lo guardara unos instantes y corrí de. nuevo al cine, donde conseguí vender mi entrada a un tipo algo desconfiado que me hizo perder unos minutos preciosos en averiguaciones con la taquillera. Con el dinero en la mano, volví a la librería y compré el libro ante la mirada atónita del librero, que no podía comprender el grado de mi excitación.

Desde entonces, ninguna de las casualidades que en las novelas policíacas conducen al descubrimiento de un crimen me ha parecido inverosímil, habida cuenta de la casualidad que a mí me ha permitido poseer uno de los objetos más queridos de mi primera juventud.


Primeras confusiones


Pero creo que había prometido proceder con cierto orden y voy a intentar cumplir esta promesa, aunque de vez en cuando deje asomar a esa otra voz, que, como intentaba explicar, proviene de la memoria o del corazón y que tiene cierta tendencia a desordenar los datos adquiridos a través del estudio; nada raro, por otra parte, en un género como el policíaco, cuyos personajes poseen la rara habilidad de escaparse del texto al que pertenecen proporcionándonos multitud de pistas falsas.

Así, no deberemos extrañarnos, por ejemplo, cuando algún personaje de Poe o de Conan Doyle aparezca en la novela de otro autor emitiendo juicios o contribuyendo a la resolución de un caso difícil. Al fin y al cabo son personajes míticos, que, por haberse convertido en prototipos, merecen esta cualidad que les permite filtrarse a través de las tapas de los libros y aparecer para nuestro gozo, y en contra de las previsiones de su autor, en un lugar que en principio no les correspondía. Veremos cómo algunos de estos personajes han sobrevivido a sus creadores, alcanzando con frecuencia mucha más fama que éstos.

Entremos ya, pues, en esta especie de mansión misteriosa y oscura de la novela policíaca con la misma disposición, entre asustada y gozosa, con la que penetraríamos en un viejo caserón repleto de habitaciones secretas y de baúles ocupados por disfraces antiguos o riquezas que, por no pertenecer a nadie, nos pertenecen a todos. Recorreremos esta vieja mansión con algún método para comprender mejor su estructura y la composición de los cimientos sobre los que se ha levantado. Así pues, caminaremos de lo general a lo particular, a ver si es posible, al final de estas líneas, recorrer el cuerpo de la novela policíaca del mismo modo natural con el que un buen médico sería capaz de conducirnos desde el sistema circulatorio en su conjunto hasta la vena menos importante y más pequeña del cuerpo humano. Recorrer un camino tan largo comprendiendo las funciones intermedias de cada uno de los órganos que nos salgan al paso, exigirá sin duda cierto esfuerzo, pero la recompensa es grande y el recorrido apasionante. ¿A qué esperamos entonces?

Para definir la novela policíaca sería preciso, en primer lugar, averiguar qué cosa la caracteriza, o qué particularidades tiene este género para merecer un capítulo aparte dentro de la novela en general. En otras palabras, la pregunta, sería: ¿qué es lo específico de la novela policíaca? ¿Qué es aquello que hace que a una narración le pongamos esta etiqueta y no otra?

La pregunta puede parecer ociosa y hasta un poco ingenua, pero no lo es a pesar de que interiormente todos tengamos la sensación de conocer las diferencias. Los teóricos del arte en general llevan años planteándose esta misma cuestión con respecto a la literatura y todavía no han dado con una respuesta plenamente satisfactoria, aunque se han hecho aproximaciones geniales. El problema estriba en que cuando se consigue encontrar una definición que explique los caracteres esenciales de la materia en estudio, siempre aparece algún producto que, aunque no encaja en tal definición, es considerado de forma unánime por los estudiosos como literario. Esta confusión ha hecho que muchos teóricos hayan llegado a poner en duda la existencia misma de los géneros literarios. Así, pues, nos encontramos en un terreno todavía en proceso de estudio y repleto sin duda de rincones oscuros, dignos de ser explorados por nuestra curiosidad.

El primer problema que se nos plantea es por tanto el siguiente: si no sabemos a ciencia cierta qué es lo específico de la novela considerada en su conjunto, cómo podríamos hablar de lo específico de la novela policíaca, que ha venido siendo considerada tradicionalmente como un género marginal o subgénero de la primera. Así las cosas, creo que nos deberemos conformar también nosotros con hacer sucesivas aproximaciones al tema, de manera que al final de este acoso sepamos al menos qué es lo que no es novela policíaca, o cuales serían los rasgos fundamentales, en los que suelen coincidir la mayoría de los autores.

La dificultad principal estriba, aparte de lo expuesto, en que el policíaco es un género que con mucha frecuencia adquiere técnicas y contenidos temáticos que a primera vista están más cerca de la novela de terror o del libro de aventuras. Digo a primera vista, porque no hay ninguna ley que prohíba introducir en la resolución de un caso criminal los elementos citados, del mismo modo que nadie podría quejarse de que en una novela histórica se incluya una trama amorosa. La pregunta final, en todo caso, sería si tal novela pertenece al apartado de novelas históricas o al de novelas amorosas. Vamos viendo, pues, que la división por géneros no está tan clara como algunos pretenden, y que esta división está más justificada por razones de orden metódico que por imposiciones de la realidad.


Orígenes remotos


Fereydoun Hoveyda, novelista francés que ha escrito una magnífica y entretenida historia de la novela policíaca, se remonta en su estudio hasta la literatura china del siglo XVIII, citando un manuscrito chino de dicho siglo, que dio origen a un libro cuyo título, traducido al castellano, sería Tres casos criminales resueltos por el juez Ti.

Según Hoveyda, esta corriente china llegaría a Europa durante el siglo XIX, en un momento en el que, efectivamente, se produce en el mundo occidental un gusto desmesurado por lo oriental como sinónimo de lo exótico y lo misterioso. La idea no es nada peregrina, sobre todo si tenemos en cuenta la multitud de personajes chinos que han recorrido las páginas de la novela policíaca desde su comienzo hasta los albores de la segunda guerra mundial. Recordemos, a título de ejemplo, al genial y divertido detective Charlie Chan, o al doctor Fu Man Chu, a cuyas aventuras, trasladadas al cine con mejor o peor fortuna, debo el nefasto hábito de morderme las uñas.

Decíamos antes que lo policíaco viene muchas veces unido en nuestra imaginación al relato de terror o de aventuras. Esta actitud no es gratuita, como veremos, pues el primer antecedente del género, dentro de nuestra cultura, es la llamada «novela gótica», surgida en Inglaterra durante el último cuarto del siglo XVIII. Esta clase de novela utiliza para su elaboración los aspectos más siniestros de la fantasía humana, creando escenas y situaciones capaces de poner los pelos de punta al espíritu más frío. Los temas y la escenografía de las mismas están tomados con frecuencia de la época medieval, considerada tradicionalmente una época cruel, misteriosa e ideal por tanto para autores con tendencia a desarrollar estos aspectos de la vida.

Quizá el autor más representativo, en Inglaterra, de esta línea sea Godwin, que aprovecha con éxito todos los recursos de la «novela gótica» (también llamada negra) para demostrar finalmente una tesis filosófica. Citaremos aquí, como ejemplo de este gusto por los temas medievales, a un gran escritor español, cuya producción se sitúa en la segunda mitad del siglo XIX: Gustavo Adolfo Bécquer. Bécquer consigue con sus Leyendas transportarnos a esta época, enriquecida por la fantasía de muchos autores, creando un ambiente de misterio y terror que pocos escritores de su época han igualado.
Hay una ausencia que me parece importante reivindicar, por cuanto no se le suele prestar mucha atención. En efecto, todos los autores consultados se refieren a la tradición escrita, pero no he visto ningún estudio referido a los orígenes de la novela que venimos llamando policíaca, en el que se hable de la importancia de la tradición oral como estímulo formal y fuente temática de este género. La tradición oral estaría formada por aquellas historias contadas al calor de la lumbre durante las noches de invierno y que con mayores o menores modificaciones iban pasando de generación en generación, hasta que en la época actual la radio y, sobre todo, la televisión interrumpieron tan familiar modo de comunicarse. En esas noches de invierno, como digo, se contaban historias de aparecidos, de crímenes sin resolver y, en fin, de todo aquello que ha venido siendo lo esencial de este género al que pretendemos acercarnos.

Gonzalo Torrente Ballester habla con frecuencia de la importancia que para su futuro como escritor tuvieron estas veladas inolvidables, que marcaron su infancia gallega y que le proporcionaron abundante material para el importante y reconocido escritor en el que hoy se ha convertido.

No olvidemos que muchos de los relatos de misterio que vamos a leer en esta serie tratan de evocar inconscientemente esa atmósfera de penumbra e íntima tensión en la que la voz de un narrador experimentado conseguirá colocarnos en un estado tal, que hasta el propio crepitar de la leña sometida al fuego nos parecerá el ruido de los pasos del criminal que jamás fue capturado, o del muerto que se ha visto obligado a resucitar para cumplir una promesa que no realizó en vida.

Pero sigamos el orden cronológico que habíamos abandonado en el último cuarto del siglo XVIII con la novela gótica, para entrar en el siglo XIX, que es el siglo de oro de la novela. Efectivamente, en esta época van a surgir nombres tales como Dostoyevski (en Rusia), Balzac, Flaubert, Stendhal (en Francia) y Dickens (en Inglaterra), que contribuirán, entre otros muchos, a fijar el género y a colocarlo en un lugar importante atrayendo la atención de muchos sectores del público lector. Hacia los años treinta de este siglo, que coincide con el crecimiento de lo que en el futuro serán las grandes ciudades, los editores conciben un nuevo método de producción y venta que será definitivo para el desarrollo del género policíaco: la novela por entregas o «folletines». Estas «entregas», que suelen tener una cadencia semanal, obligan a los escritores a utilizar determinadas técnicas que detengan la narración en el momento más interesante para que los lectores se vean obligados a comprar la siguiente entrega. Los autores aprenden el manejo cauteloso de la trama, de forma que la intriga no decaiga en ningún momento, porque eso significaría dejar de vender los capítulos siguientes. Por otra parte, la competencia es fuerte, pues son muchos e importantes los novelistas que cultivan este género.


Orígenes próximos


Intentaremos ahora dar cuenta de este fenómeno desde el antecedente más inmediato y verdadero padre del género policíaco, que tomará su forma definitiva en Europa durante la primera mitad de nuestro siglo. Y éste no es otro que el americano Edgar Allan Poe, nacido en Boston en enero de 1809 y muerto en Baltimore en octubre de 1849.

Poe creará un personaje inolvidable, C. Auguste Dupin, del que hablaremos en otra parte de esta introducción, que será el prototipo del detective analítico y frío, que luego se ha de repetir, con mejor o peor fortuna, hasta nuestros días.

Insisto en que hablaremos de Dupin más adelante. Pero vamos a ver ahora cómo es posible que un género que hasta 1930, más o menos, va a desarrollarse en Europa, nace sin embargo en América y no en forma de novela, sino de narración breve o cuento.

Se me ocurre que uno de los factores más importantes para explicar este fenómeno podría ser de orden económico. Efectivamente, durante el siglo XIX los editores americanos tenían cierta resistencia a publicar novelas inéditas de compatriotas suyos. Preferían dar a conocer autores ingleses, cuyo éxito comercial estaba garantizado de antemano.

Y estaba garantizado de antemano porque los editores estudiaban previamente la acogida que tales obras habían tenido en Inglaterra, con lo que las posibilidades de error quedaban reducidas al mínimo. Este fenómeno, inteligentemente estudiado por el ensayista francés Robert Escarpit, va a obligar a los escritores americanos a refugiarse en el cuento o la narración breve, que es un género relativamente fácil de vender a revistas y periódicos.

En esta casualidad (la resistencia de los editores americanos a publicar novelas americanas) podemos encontrar una aplicación de la gran tradición cuentista existente en aquel continente: tradición que se prolonga hasta nuestros días y vemos reflejada hoy en autores tan importantes como Truman Capote. Este fenómeno nos puede ayudar a comprender cómo desde la sociología se pueden proyectar estudios capaces de hacernos comprender cuestiones o hechos literarios relativos a nuestra época.

Así pues, Edgar Poe, como la mayoría de sus compatriotas, se dedica al cultivo de este género, el cuento, y crea sin saberlo los cimientos de la novela policíaca moderna, principalmente con tres de ellos en los que hace intervenir a su sagaz y misterioso detective C. Auguste Dupin.

Curiosamente, la acción de estos cuentos va a desarrollarse en París, y es en Francia donde este autor tendrá mayor acogida. Como prueba de esta acogida, señalemos que es Baudelaire quien se encarga de traducirlo para su difusión en lengua francesa.


Características generales de la novela policíaca


En las narraciones aludidas Poe plantea tres temas que se van a repetir hasta la obsesión a lo largo de toda la historia de la novela policíaca, y que han quedado acuñados bajo las siguientes fórmulas:

1º. El recinto cerrado.
2º. La novela-problema.
3º. El detective analítico.

El esquema del recinto cerrado es simple; se trata de situar la escena del crimen en el interior de una habitación cuyas ventanas y puertas están cerradas por dentro, de manera que parece imposible averiguar por dónde puede haber escapado el criminal. Poe lo plantea con brillantez y con ciertos toques de terror en Los crímenes de la Rue Morgue. Pero no hay autor de novela policíaca que se haya resistido a abordar este tema en busca de soluciones cada vez más complicadas e ingeniosas.

La obsesión por el problema del «recinto cerrado» ha llegado, en forma de parodia, a España de la mano del novelista y director de cine Gonzalo Suárez. No puedo resistirme a citar su magnífico cuento La víctima en la alfombra, en el que de forma humorística y con cierta distancia irónica hace su propia aportación al género. En este cuento, después de una breve introducción de orden filosófico, se nos dice: «La encontraron muerta encima de la alfombra. La habitación estaba cerrada con llave y ella no llevaba puesto ningún vestido. Su cuerpo había sido brutalmente destrozado...» Después de algunas páginas en las que la intriga va subiendo de tono debido a la sabia utilización de todos los elementos pertenecientes al género, llega el final divertido e irónico: la víctima era una mosca.

Así pues, va vemos que aún en nuestros días se pueden inventar nuevas soluciones que diviertan y sorprendan al lector con un problema tan antiguo y gastado.

Poe, como decíamos, crea el prototipo del detective analítico que sólo utiliza la razón y la ciencia para la resolución de los casos en los que interviene. Este personaje, llamado C. Auguste Dupin, no necesita de los grandes medios utilizados por la policía en sus investigaciones. El trabaja con la mirada y con el pensamiento, alcanzando con estas dos herramientas conclusiones tan acertadas como sorprendentes. Pero en la literatura de Poe se dan también elementos de terror; lo siniestro todavía interviene como parte fundamental del relato. Así lo podemos apreciar en la descripción de los cadáveres de Los crímenes de la Rue Morgue e incluso en las consideraciones científicas que sobre los muertos por asfixia se llevan a cabo en El misterio de Marie Rôget.

Por el contrario, los autores que durante la segunda mitad y las postrimerías del siglo XIX van a desarrollar el método analítico, inventado por él, cargarán el acento en estos aspectos relacionados con la inteligencia analítica de su personaje, olvidando de forma progresiva las cuestiones relativas a lo truculento, aunque sin descuidar el misterio, parte esencial de todo relato policíaco. Veremos incluso cómo estos personajes imaginarios compiten entre sí llegando en ocasiones a insultarse. Así, por ejemplo, Sherlock Holmes, en Estudio en escarlata, critica los métodos de Dupin, y llega al extremo de llamar chapucero a Lecoq, personaje, a su vez, del novelista Gaboriau.

Esta competencia por ver quién es el más inteligente, alcanza extremos verdaderamente divertidos, llegando entre los autores de novela policíaca a normas muy rígidas en cuanto a la elaboración de la trama. Después de la primera guerra mundial (1914-1918) aparece en escena la escritora inglesa Doroty L. Sayers, decidida partidaria de la «novela-problema» y de lo que en adelante se llamará «fair play» o juego limpio.

De acuerdo con las normas de este juego, el lector debe tener en cada momento los mismos datos que el detective de la novela, de manera que sea capaz de averiguar por sí solo quién es el criminal antes de cerrar la última página.

Las normas elaboradas a partir de la formulación del «fair play» se van volviendo cada vez más rígidas, llegándose incluso a reivindicar las unidades de lugar, tiempo y espacio del drama clásico.

Todas estas reglas, que obligan a los autores a realizar verdaderos juegos de ingenio para competir con el lector, encorsetan sin embargo al género, reduciendo considerablemente sus posibilidades. Hemos llegado al punto en el que los cadáveres parecen de plástico, puesto que son sólo una excusa, y en el que las novelas nos recuerdan los juegos de inteligencia que ocupan las páginas de pasatiempos de periódicos y revistas.

No obstante, la «novela-problema» ha sobrevivido hasta llegar a nuestros días, aunque sin posibilidades de competir con la llamada «serie negra» americana, que en la actualidad gana lectores a un ritmo sorprendente y de la que podemos afirmar que tiene aún un gran futuro por delante.

La «novela-problema» había alcanzado su apogeo en el período de entre guerras. La mayoría de los estudiosos coinciden en afirmar que la crisis del género se produce hacia 1930, aunque se prolonga hasta nuestros días y sigue siendo cultivada con gran éxito de público, preferentemente por autores de habla inglesa. Agatha Christie, recientemente desaparecida, es sin lugar a dudas la novelista que ha conseguido mayores elogios, siendo traducida a casi todos los idiomas y alcanzando las ediciones de sus libros grandes tiradas.

Es posible que la crisis a la que nos referimos esté relacionada en alguna medida con la aparición, en América, de un nuevo género bautizado con el término de «serie negra» .

Estamos en los años de la depresión económica, de la prohibición, y de la aparición de las grandes bandas americanas que van a luchar entre sí por la hegemonía del mercado negro. No es de extrañar que en unos momentos así los escritores americanos vuelvan la mirada hacia adentro e intenten reflejar en sus libros la violencia que se palpa en las calles o en los hogares. Nace de este modo la «serie negra» apoyada en dos nombres considerados hoy como los grandes clásicos de esta novelística: Dashiell Hammett y Raymond Chandler.

La «serie negra» va a tener muchos elementos de la novela policíaca tradicional, pero introducirá también el factor de la violencia, desaparecido hace mucho tiempo de ésta. Efectivamente, y como ya hemos apuntado, podemos afirmar que en la novela policíaca hay una progresiva desaparición del elemento desagradable, hasta llegar al punto de que los cadáveres parecen estar hechos de una materia inorgánica, puesto que no huelen. Los asesinatos se han convertido en un puro juego de inteligencia. Los autores cargan el acento sobre la resolución del caso olvidando los aspectos violentos que todo crimen conlleva.

Y ésta es una de las grandes acusaciones que se le han hecho a la «novela-problema»: que llega un momento en el que su lectura no proporciona más placer que la resolución de un crucigrama.

Este olvido está seguramente justificado por razones de orden sociológico, que tienen que ver sin duda con la clase de público al que está dirigida esta novela, pero que resulta fatal para la supervivencia de un género que alcanzó momentos de grandeza.

Ya en nuestros días surge sin embargo en Europa —esta vez en Francia— un novelista, Georges Simenon, que retomando los elementos tradicionales de la «novela-problema» crea un personaje, el inspector Maigret, en el que se aúnan con acierto ambas tendencias. Efectivamente, Maigret tiene mucho de los detectives analíticos de antaño, pero desciende también a los bajos fondos; visita la escena del crimen, se relaciona con los elementos más peligrosos de la sociedad que describe. En sus novelas somos capaces de advertir el reflejo de un mundo real y disfrutamos con el recorrido de un París palpitante y vivo.


Escuelas más importantes de la «novela-problema»


La «novela-problema», como ya queda dicho, nace en América con Poe, y encuentra con relativa rapidez un eco sorprendente en Europa, principalmente en Inglaterra y Francia. De manera que si tuviéramos que hacer un esquema de su historia nos apoyaríamos en dos escuelas:

a) La escuela anglosajona, cuyos principales autores serían:

Poe (1809-1849).
Conan Doyle (1859-1930).
Chesterton (1874-1936).
Agatha Christie (1891-1976).

b) Y la escuela francesa, en la que a su vez se incluyen los siguientes novelistas:

Gaboriau (1832-1873).
Maurice Leblanc (1864-1941).
Gaston Leroux (1868-1927).
Georges Simenon (1903).

Los autores citados dentro de cada apartado son aquellos considerados ya como los clásicos del género. La lista completa sería agotadora y excedería en mucho las intenciones informativas de esta introducción.

De las diferencias entre una y otra escuela diremos algo en el apartado de los detectives. Señalemos aquí que en la escuela anglosajona se cultiva con preferencia el cuento sobre la novela y que es la más fuerte en cuanto a la producción de libros; la nómina de sus escritores será consiguientemente más larga que la correspondiente a la escuela francesa. En esta última, sin embargo, más apegada al cultivo de la narración larga, la relativa pobreza cuantitativa de autores y títulos dará por contraste una excelente calidad literaria.

Hemos trazado, pues, una historia esquemática del género, remitiéndonos a sus orígenes más próximos dentro del ámbito de la cultura occidental. Aún habremos de ver otras cuestiones cuando hablemos de los detectives. Queda, con todo, un aspecto sobre el que hay que insistir y otro al que hay que mencionar aunque sólo sea de pasada:

E1 primero de ellos se refiere al contexto social en el que nace el relato policíaco, que coincide con el desarrollo de las grandes ciudades, impulsadas por la revolución industrial del siglo XIX. Junto a esta concentración democrática, se dan también los primeros brotes de la delincuencia urbana y, como respuesta, la creación de las primeras policías en el sentido moderno de la palabra.

La escenografía de los relatos policíacos será necesariamente urbana, y en esta necesidad habrán de encontrar su verdadero sentido y sus posibilidades de ulterior desarrollo; pues no hay duda de que es la ciudad moderna, con sus calles oscuras y sus numerosos escondrijos, el lugar de operaciones ideal para la actuación de los criminales. Entre estos tres polos (la ciudad, el policía, el delincuente) habrán de moverse los personajes de ficción con los que nos vamos a encontrar en esta serie.

El otro aspecto que había prometido mencionar es el de la oposición novela/cuento, que ha enfrentado en ocasiones a los teóricos del tema.


Hemos visto cómo la novela policíaca nace del relato corto, y no podemos negar que es dentro de esta estructura donde mejor se ha desarrollado. El propio Chesterton (autor de la serie relativa al P. Brown) opinaba que es el cuento el género más apropiado para el desarrollo de una trama policíaca, ya que su brevedad, que impone que nada sobre ni falte, facilita la tensión que es preciso conseguir en esta clase de relatos. Nosotros nos abstendremos de tomar partido en esta polémica, y dejaremos que sea cada caso en concreto el que nos incline hacia una u otra opción.

Habíamos dicho al principio de esta introducción que caminaríamos de lo general hacia lo particular para mejor comprender en su conjunto el fenómeno al que pretendemos acercarnos. Descendamos ya entonces a lo particular y veamos quiénes son esos personajes fabulosos (Dupin, Sherlock Holmes, Arsenio Lupin, etc.) que con frecuencia han conseguido mayor fama y gloria que sus creadores.

Veremos los más representativos de cada escuela, aprovechando este descenso a lo concreto para matizar las cuestiones generales ya estudiadas.


Los detectives de la escuela anglosajona


«Las condiciones mentales que pueden considerarse como analíticas son, en sí mismas, de difícil análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas conocemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen en acción sus músculos, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento.»

Estas frases con las que comienza Los crímenes de la Rue Morgue son casi una declaración de principios. Las dice el narrador anónimo de las hazañas intelectuales de C. Auguste Dupin y van a marcar a generaciones de detectives, cuyo gusto por la deducción los conducirá a la fama. Servirán sobre todo para hacer un ajustado retrato moral del primero.

Sin embargo, siendo Dupin el padre de todos los detectives, no es el que más fama ha alcanzado. Su figura sigue siendo la de un desconocido si la colocamos al lado de la de Sherlock Holmes o la de Arsenio Lupin, por ejemplo.

No obstante, es inevitable que nos refiramos a él en primer lugar, porque sin su presencia difícilmente podríamos explicar la de los otros. Las noticias que tenemos sobre su existencia son escasas. Sabemos que se trata de un joven caballero procedente de una familia ilustre venida a menos. Sabemos que esta caída social y económica le indujo a retirarse de la vida y a cultivar la mente como una forma digna de sobrellevar su desgracia. Lo encontramos por primera vez en una librería de la calle Montmartre, en París, y a partir de ese momento su personalidad, en lugar de abrirse, se vuelve más misteriosa. Habla poco y parece carecer de las emociones que atormentan o alegran la vida del resto de los humanos. Su gusto por la ciencia y por la deducción han hecho de él una máquina pensante que convierte toda la información recibida a través de los orificios de los ojos y de los oídos en un proceso analítico en el que ya no queda espacio para los sentimientos. Esa información, elaborada en el interior de un cerebro complejo y ordenado, es devuelta a través de otro orificio, el de la boca, con la misma precisión con la que un ordenador bien programado nos daría la resolución de un enigma. Tal vez ha sido por semejante postura ante la vida por lo que su figura ha despertado el interés no sólo de los escritores que después pretendieron imitarle, sino de filósofos ilustres.

Así, por ejemplo, Jacques Lacan, considerado como una de las máximas figuras en el campo del psicoanálisis moderno, ha dedicado a La carta robada un complejo estudio en el que identifica la figura de Dupin con la del psicoanalista.

Tampoco Sherlock Holmes pudo escapar a la atracción ejercida por este personaje misterioso y frío, cuando en una de las novelas en las que interviene lo saca a relucir, aunque sólo sea para criticarlo. De Sherlock Holmes, sin embargo, sabemos muchas más cosas. Ha tenido innumerables biógrafos y, si hiciésemos una encuesta, muchas personas sabrían decirnos algo de su vida, aunque desconocieran por completo la personalidad de su creador, Conan Doyle.

Vivía Sherlock Holmes con el doctor Watson en el 221 de Baker Street; había nacido el 6 de enero de 1854 y llegó a ser Caballero de la Legión de Honor. Con Holmes el detective se humaniza sin que por eso pierda un ápice del carácter analítico de que hacen gala estos investigadores. A lo largo de los relatos en los que aparece nos es posible ver algunos de los rasgos más característicos de su personalidad, como su manía por el orden, puestos de manifiesto en las escenas de la vida cotidiana a las que Conan Doyle nos permite asistir.

Todavía dentro de la corriente anglosajona, y sin abandonar el orden cronológico, tenemos que citar ahora al P. Brown, debido a la pluma del ensayista británico Gilbert Keith Chesterton. Este autor, convertido al catolicismo en 1922, proyecta sobre los personajes de ficción que crea su propia evolución religiosa; esto hace que el P. Brown aparezca tan preocupado por la resolución de los casos criminales, como por la conversión moral de los delincuentes. Esta preocupación, que da a los relatos un cierto tono didáctico y de tesis, no quita atractivo al sacerdote, que desde una supuesta ingenuidad es capaz de hilar finísimas deducciones que conducen a la resolución de los casos más difíciles.

El investigador favorito de Agatha Christie se llama Hércules Poirot, el eterno cantor de las células que componen la masa gris del cerebro humano. Se trata de un hombre aburguesado y algo cínico, cuyas relaciones con su autora nunca estuvieron muy claras, pues, como veremos, ésta lo tenía muerto y enlatado desde 1940. Poirot es quizá el último de los detectives, dentro de la corriente anglosajona, que posee un gusto desmesurado y casi patológico por la deducción. Era de nacionalidad belga, y su deseo más íntimo y secreto no era otro que la realización de un crimen perfecto.
De los detectives citados, ninguno de ellos pertenece a la policía y ninguno de ellos toma sobre sí la responsabilidad de prestigiar esta institución. La relación de estos seres con la policía suele ser de competencia y desconfianza mutua.

En algunos casos, incluso, la policía oficial es sometida a duras críticas por su ineficacia, que contrasta con los grandes medios de que dispone para la represión del mal.


Los detectives de la escuela francesa


Dentro de la corriente francesa, sin embargo, nos encontramos en primer lugar con el inspector Lecoq, debido a la pluma de Gaboriau. Este inspector, paradójicamente, ha de ocultar su profesión a causa de la impopularidad de que gozaba la policía francesa en la segunda mitad del siglo pasado. Tal vez sea por el desempeño de esta profesión por lo que le cae tan mal a Sherlock Holmes, que lo maltrata verbalmente siempre que puede.

Rouletabille, protagonista de una magnífica novela, El misterio del cuarto amarillo, retoma en Francia la tradición analítica de Sherlock Holmes, aunque resulta un personaje más ambiguo, desde el punto de vista moral, que éste y posee el atractivo de los grandes mitos de la literatura universal. Fereydoun Hoveyda ha llegado a compararlo con el Edipo del drama clásico.

Pero, entre los personajes de la serie francesa, ninguno es tan conocido ni tan rocambolesco como Arsenio Lupin, verdadero mago, cuyas hazañas nos recuerdan a veces las de un prestidigitador real, Houdini, que tras ser lanzado al río dentro de un baúl, y con las manos atadas, conseguía escapar para asombro de todos. Este personaje, hijo de la pluma de Maurice Leblanc, consigue combinar los métodos heredados de los Dupin, Holmes, etc., con una intuición y una vitalidad envidiables. Inolvidables son los disfraces bajo los que este hombre puede ocultar su verdadera personalidad, si es que la tiene, pues cuando parece que comenzamos a atraparla se nos escapa, como el agua, entre los dedos. Este Lupin, además de romper la línea analítica de sus predecesores introduciendo en ella factores provenientes del azar, se enfrenta descaradamente al orden establecido. Su desacuerdo con el sistema económico y con las leyes lo llevan al «otro lado». Nos puede recordar a veces al bandido generoso que roba a los ricos para ayudar a los pobres. Pero, eso sí, sus métodos son siempre de guante blanco, y todas sus actuaciones en uno u otro bando están marcadas por el ingenio, la limpieza, y por unas dotes físicas que con frecuencia hacen de él un superhombre.

Entre todos estos seres que perteneciendo a la ficción han conseguido alcanzar un grado de realidad considerable, hemos de citar a uno que procediendo ye la realidad ha alcanzado un grado de ficción bastante llamativo. Me refiero a François Vidocq, aventurero francés nacido en 1775 y muerto en 1857. François Vidocq, evadido de la prisión de Brest en la que había sido confinado por desertor, fue sucesivamente espía y jefe de la brigada de seguridad. Estamos en unos momentos en los que la policía necesita adaptarse a los nuevos modos de investigación que demandan las grandes ciudades, y nada mejor, desde el punto de vista de los responsables de la seguridad ciudadana, que la contratación de un delincuente para estos menesteres. Un delincuente conoce los estímulos bajo los que actúa una mente criminal, por lo que se supone que está más capacitado que un hombre honrado para la persecución y represión del crimen. Por estas razones se contrata al aventurero Vidocq, que finalmente es expulsado del Cuerpo por su participación en un robo.

El sistema utilizado por Vidocq en sus investigaciones tiene algo que procede del campo analítico, pero aparece combinado con una poderosa intuición y un gusto por el rastreo que le obliga a disfrazarse de malhechor y visitar los peores lugares en busca de información. Junto a estos métodos, y como fuente complementaria, Vidocq posee una amplia red de confidentes a los que paga con el dinero del Estado.

Vemos, pues, cómo la policía se nutre de elementos de dudosa reputación, que sin duda son el origen de la mala fama que ésta llegó a adquirir en el siglo pasado, y que obligaba al inspector Lecoq a ocultar celosamente su verdadera profesión.

No habría citado a Vidocq de no ser porque sus memorias, aparecidas entre 1828 y 1829, tuvieron una importante repercusión en el campo de la literatura del que hoy nos ocupamos. En efecto, estas memorias inspiraron a Balzac el personaje de Vautrin, con lo que el antiguo espía dio el primer paso desde la realidad a la ficción. Funcionará además como modelo, bien para ser imitado, bien para ser rechazado, en los detectives de ficción de los que venimos ocupándonos. Sirva, como muestra, esta cita de Los crímenes de la Rue Morgue, en la que Dupin opina sobre el dudoso personaje:

«Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se desviaba con frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo de un pozo.» Esta es en cierto modo la tesis de La carta robada: no hay mejor modo de ocultar una cosa que ponerla a la vista; no hay mejor modo de mentir que decir la verdad.


El doble, el mismo


Veamos finalmente una cuestión que posee un gran atractivo y de la que se han ocupado algunos psicólogos: las relaciones entre estos personajes míticos, los detectives de ficción, con sus propios creadores.

He titulado esta parte como «el doble, el mismo», porque tal es la sensación que me producen: que son el doble de sus autores y que la relación prolongada con ellos lleva inevitablemente a la confusión de personalidades, situación ésta difícil de soportar para el ser humano. Sobre todo, cuando el doble alcanza más fama que uno mismo, su propio creador.

Por otra parte, no hay duda de que todo escritor proyecta sobre sus personajes elementos que proceden de su propia personalidad. El problema surge cuando estos personajes crecen por su cuenta escapando al dominio de sus creadores. La relación con el doble es siempre ambivalente; de un lado, se le ama; de otro, se le odia. Si el personaje crece más de la cuenta relegando a su autor a un segundo plano, parece que la única salida posible es el «asesinato».

Maurice Leblanc decía de Arsenio Lupin: «Me sigue a todas partes; más que ser una sombra mía, he acabado por convertirme yo en una sombra suya.» Más conocida y reveladora es la anécdota relativa a Conan Doyle y Sherlock Holmes: harto de él, Doyle decide matarlo, y en su novela El problema final Sherlock Holmes muere al caer por un precipicio cuando luchaba con su enemigo mortal, Moriarty. Sin embargo, al publicarse la novela Conan Doyle recibe miles de cartas en las que se le reprocha tal «asesinato».

Las presiones sociales son tan fuertes que se ve obligado a resucitarlo, imagino que a su pesar, en su siguiente relato, La casa vacía. En esta divertida novela, en la que vemos sufrir como a nadie al doctor Watson, Holmes acaba explicando que en realidad había conseguido cogerse a un saliente del precipicio, evitando la caída, pero que había preferido hacerse pasar por muerto, utilizando diversos disfraces, para mejor luchar contra Moriarty.

Más enigmático resulta todavía el caso de Agatha Christie y su personaje, el belga Poirot. Como sabemos, en el año 1976 esta escritora publica una novela titulada Telón, en la que hace morir a Poirot, que además se había pasado al «otro lado», como muestra de la ambigüedad moral que caracteriza siempre a los defensores del orden establecido. Parecía que Agatha Christie no estaba dispuesta a que el gordo detective belga la sobreviviera. Efectivamente, a los pocos meses de la aparición de esta novela ella murió también. Lo más sorprendente sin embargo es que, según declaraciones de la propia escritora, Telón estaba escrita desde 1940, y en principio parece que su deseo era que se publicara después de su muerte. Podemos ver aquí un caso de odio anticipado. Parece como si la joven Agatha Christie de 1940 supiera ya que Poirot iba a usurpar una gloria que sólo a ella pertenecía, y decide matarlo antes de dejarlo crecer. Poirot aparecerá desde 1940 en un sinfín de novelas, pero ya es un cadáver. No es un condenado a muerte; está muerto. Imagino lo que disfrutaría Agatha Christie con su secreto y lo que éste supondría como alimento de una perversidad que todos llevamos dentro.

También en el caso de Poirot, como en el de Sherlock Holmes, se produjeron infinidad de reacciones y su muerte ocupó durante semanas las páginas de muchos periódicos y revistas. Lo que revela que por parte del lector se producen con sus personajes de ficción favoritos relaciones complejas, en las que como en las novelas, como en la realidad también, la vida y la muerte, el bien y el mal, se convierten en las dos caras de una misma moneda.