miércoles, 11 de enero de 2012

INTRODUCCIÓN GENERAL AL ESTUDIO DE LAS DOCTRINAS HINDÚES - II PARTE







ORIENTE Y OCCIDENTE

Lo primero que tenemos que hacer en el estudio que emprendemos, es determinar la naturaleza exacta de la oposición que existe entre el Oriente y el Occidente, y desde luego, para esto, precisar el sentido que queremos dar a los dos términos de esta oposición. Podríamos decir, para una primera aproximación, quizás un poco somera, que el Oriente para nosotros, es esencialmente Asia, y que el Occidente es esencialmente Europa; pero esto mismo requiere algunas explicaciones.


Cuando hablamos, por ejemplo, de la mentalidad occidental o europea, empleando indiferentemente una u otra de estas dos palabras, queremos referirnos a la mentalidad propia de la raza europea tomada en su conjunto. Llamaremos pues europeo a todo lo que se relaciona con esta raza, y aplicaremos esta denominación común a todos los individuos que han surgido de ella, en cualquier parte del mundo en que se encuentren: así pues, los americanos y los australianos, para no citar más que a éstos, son para nosotros europeos, exactamente del mismo modo que los hombres de la misma raza que continúan viviendo en Europa. Es evidente, en efecto, que el hecho de haberse trasladado a otra región, o hasta de haber nacido en ella, no podría modificar la raza ni, por consecuencia, la mentalidad que es inherente a ésta; y, aun si el cambio de medio es susceptible de determinar tarde o temprano ciertas modificaciones, éstas serán modificaciones muy secundarias que no afectan los caracteres verdaderamente esenciales de la raza, sino que por el contrario hacen resaltar a veces de manera más precisa algunos de ellos. Así es como se puede comprobar sin esfuerzo, en los americanos, el desarrollo llevado al extremo de algunas de las tendencias que constituyen la mentalidad europea moderna.

Se plantea una pregunta aquí, sin embargo, que no podemos excusarnos de indicar brevemente: hemos hablado de la raza europea y de la mentalidad que le es propia; ¿pero hay verdaderamente una raza europea? Si nos referimos a una raza primitiva, con una unidad original y una perfecta homogeneidad, hay que responder negativamente, porque nadie puede negar que la población actual de Europa se formó con una mezcla de elementos que pertenecen a razas muy diversas, y que hay en ella diferencias étnicas bastante acentuadas, no sólo de un país a otro, sino aun en el interior de cada agrupación nacional. Sin embargo, no es menos cierto que los pueblos europeos presentan bastantes caracteres comunes que hacen que los distingamos claramente de todos los demás; su unidad, aunque ésta sea más bien adquirida que primitiva, basta para que se pueda hablar, como lo hacemos, de raza europea. Sólo que esta raza es naturalmente menos fija y menos estable que una raza pura; los elementos europeos, al mezclarse a otras razas, serán absorbidos más fácilmente, y sus caracteres étnicos desaparecerían con rapidez; pero esto no se aplica sino al caso en que haya mezcla, y cuando sólo hay yuxtaposición, acontece por el contrario que los caracteres mentales, que son los que más nos interesan, aparecen en cierto modo con más relieve. Estos caracteres mentales son los que, por otra parte, hacen más nítida la unidad europea; cualesquiera que hayan sido las diferencias originales a este respecto o desde otros puntos de vista, se ha formado poco a poco, durante el curso de la historia, una mentalidad común a todos los pueblos de Europa. Esto no quiere decir que no haya mentalidad especial para cada uno de estos pueblos; pero las particularidades que los distinguen son secundarias con relación a un fondo común al cual parecen sobreponerse: son, en suma, como especies de un mismo género. Nadie, aun entre los que dudan que se pueda hablar de una raza europea, vacilará en admitir la existencia de una civilización europea; y una civilización no es otra cosa que el producto y la expresión de cierta mentalidad.

No trataremos de precisar, desde luego, los rasgos distintivos de la mentalidad europea, porque ellos surgirán suficientemente en la continuación de este estudio; indicaremos simplemente que muchas influencias contribuyeron a su formación: la que ha desempeñado el papel preponderante es sin discusión la influencia griega o, si se quiere, greco-romana. La influencia griega es casi exclusiva en lo que se refiere a los puntos de vista filosófico y científico, a pesar de la aparición de ciertas tendencias especiales, y propiamente modernas, de las que hablaremos más adelante. En cuanto a la influencia romana, es más social que intelectual, y se afirma sobre todo en las concepciones del Estado, del derecho y de las instituciones; por lo demás, intelectualmente, los Romanos habían tomado casi todo de los Griegos, de manera que, a través de ellos, no es más que la influencia de estos últimos la que pudo ejercerse aun indirectamente. hay que señalar también la importancia, desde el punto de vista religioso especialmente, de la influencia judaica que, por otra parte, volveremos a encontrar igualmente en cierta parte del Oriente; hay allí un elemento extra-europeo en su origen, pero no deja de ser en parte, constitutivo de la mentalidad occidental de nuestros días.


Si consideramos ahora el Oriente, no es posible hablar de una raza oriental, o de una raza asiática, aun con todas las restricciones  que hemos empleado en la consideración de una raza europea. Se trata aquí de un conjunto mucho más extenso, que comprende poblaciones mucho más numerosas, y con diferencias étnicas mucho más grandes; podemos distinguir en este conjunto varias razas más o menos puras, pero que ofrecen características muy precisas, y de las cuales cada una tiene una civilización propia, muy distinta de las otras: no hay una civilización oriental como hay una civilización occidental, en realidad hay civilizaciones orientales.


Tendremos oportunidad pues, de decir cosas especiales para cada una de estas civilizaciones, e indicaremos adelante cuáles son las grandes divisiones generales que pueden establecerse a este respecto; pero, a pesar de todo, encontraremos, si nos fijamos más en el fondo que en la forma, muchos elementos o más bien principios comunes que hacen que sea posible hablar de una mentalidad oriental, por oposición a la mentalidad occidental.

Cuando decimos que cada una de las razas del Oriente tiene una civilización que le es propia, esto no es absolutamente exacto; sólo es verdadero en rigor para la raza china, cuya civilización tiene precisamente su base esencial en la unidad étnica. Para las otras civilizaciones asiáticas, los principios de unidad sobre los cuales descansan son de naturaleza muy diferente, como lo explicaremos más tarde, y esto es lo que les permite comprender en estas unidades elementos que pertenecen a razas extraordinariamente diversas. 


Decimos civilizaciones asiáticas, porque las que consideramos lo son todas por su origen, aun cuando se hayan extendido en otras regiones, como lo ha hecho sobre todo la civilización musulmana. Por otra parte, ello es evidente, fuera de los elementos musulmanes, no consideraremos como orientales a los pueblos que habitan el este de Europa: no hay que confundir a un oriental con un levantino, que es más bien todo lo contrario, y que, al menos por la mentalidad, tiene los caracteres esenciales de un verdadero occidental.

Llama la atención a primera vista la desproporción de los dos conjuntos que constituyen respectivamente lo que llamamos el Oriente y el Occidente; si hay oposición entre ellos, no puede realmente haber equivalencia, ni siquiera simetría, entre los dos términos de esta oposición. Hay a este respecto una diferencia comparable a la que existe geográficamente entre Asia y Europa, y en la que la segunda aparece como una simple prolongación de la primera; así también, la verdadera situación del Occidente con relación al Oriente, no es en el fondo más que la de una rama desprendida del tronco, y esto es lo que necesitamos explicar ahora de manera más completa.




 LA DIVERGENCIA

 

Si se considera lo que se ha convenido en llamar la Antigüedad clásica, y se la compara con las civilizaciones orientales, se comprueba fácilmente que está menos alejada de ellas, desde ciertos puntos de vista al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre el Oriente y el Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que sólo el Occidente es el que ha cambiado, mientras que el Oriente, de manera general, permanece sensiblemente tal como era en esa época que se tiene la costumbre de considerar como antigua, y que sin embargo todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría hasta decir, la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce de buena gana a las civilizaciones orientales, principalmente a la de China, pero es acaso menos fácil extenderse sobre su interpretación: los europeos, desde que creyeron en el "progreso" y en la "evolución", es decir desde hace más de un siglo, quieren ver en esto un signo de inferioridad, mientras que por el contrario, nosotros vemos un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Esta estabilidad se afirma, por lo demás, en las cosas pequeñas lo mismo que en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo notable en el hecho de que la "moda", con sus variaciones continuas, sólo existe en los países occidentales. En suma, el occidental y, sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente veleidoso e inconstante aspirando sólo al movimiento y a la agitación, en tanto que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto.

Si se quiere representar esquemáticamente la divergencia de la que hablamos, no habría pues que trazar dos líneas que de una y otra parte se fuesen separando de un eje, sino que el Oriente debería estar representado por el eje mismo, y el Occidente por una línea que partiera de este eje a la manera de una rama que se separa del tronco, como antes lo dijimos. Este símbolo sería tanto más justo cuanto que, en el fondo, por lo menos desde los tiempos llamados históricos, el Occidente nunca ha vivido intelectualmente, en la medida en que ha tenido una intelectualidad, sino de préstamos hechos del Oriente, ya sea de una manera directa o indirecta. La misma civilización griega está muy lejos de haber tenido esa originalidad que se complacen en proclamar los que son incapaces de ver nada más allá, y que llegarían de buen grado hasta pretender que los Griegos se calumniaron a sí mismos, cuando reconocieron lo que debían a Egipto, a Fenicia, a Caldea, a Persia, y hasta a la India. Por más que estas civilizaciones son incomparablemente más antiguas que la de los Griegos, algunos, cegados por lo que podemos llamar el "prejuicio clásico", están dispuestos a sostener, contra toda evidencia, que son ellas las que han recibido préstamos de la helénica y que sufrieron su influencia, y es muy difícil discutir con ellos, precisamente porque su opinión sólo descansa en prejuicios; pero ya insistiremos con más amplitud sobre esta cuestión. Es verdad que los Griegos tuvieron sin embargo cierta originalidad, pero que de ningún modo es la que se cree por lo común, y que no consiste sino en la forma en la cual presentaron y expusieron lo que habían adoptado, modificándolo de manera mas o menos afortunada para adaptarlo a su propia mentalidad, originalidad muy distinta de la de los orientales, y aun opuesta a ésta en más de un aspecto.


Antes de ir más lejos, precisaremos que no pretendemos negar la originalidad de la civilización helénica desde este o aquel punto de vista más o menos secundario a nuestro juicio, desde el punto de vista del arte por ejemplo, sino sólo desde el punto de vista propiamente intelectual, que por otra parte se encuentra mucho más reducido que en los orientales. Esta disminución de la intelectualidad, este empequeñecimiento por decirlo así, podemos afirmarlo claramente con relación a las civilizaciones orientales que subsisten y que conocemos directamente; y es verosímil también con relación a las que desaparecieron, según todo lo que podemos saber de ellas, y sobre todo según las analogías que han existido de modo manifiesto entre éstas y aquéllas. En efecto, el estudio del Oriente tal como se hace hoy todavía, si se quisiera emprender de manera verdaderamente directa, sería capaz de ayudar en una amplia medida para comprender la Antigüedad, en razón de este carácter de fijeza y de estabilidad que hemos indicado; ayudaría también a comprender la Antigüedad griega, para la cual no tenemos el recurso de un testimonio inmediato, porque se trata aquí también de una civilización que realmente se extinguió, y los Griegos actuales no tendrían ningún título para que se les considere como los legítimos continuadores de los antiguos, de los que sin duda no son ni siquiera los descendientes auténticos.


Hay que fijarse bien, sin embargo, en que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental y que se encuentra ya en él entre algunas otras tendencias, el origen y algo así como el germen de las que se desarrollaron largo tiempo después, en los occidentales modernos. No hay pues que llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida dentro de justos límites, puede todavía prestar servicios importantes a los que quieren comprender realmente la Antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética que sea posible, y, por otra parte, se evitará cualquier peligro si se tiene en cuenta todo lo que sabemos de perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las nuevas tendencias que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de manera que las reservas que hay que aportar en una comparación con el Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor de atribuir a los antiguos del Occidente más de lo que en verdad pensaron; cuando comprobamos que tomaron algo al Oriente, no hay que creer que se lo asimilaron por completo, ni apresurarse a concluir que existe identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes, aproximaciones que no tienen equivalente en lo que se refiere al Occidente moderno; pero no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son enteramente distintos, y que, sin salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aun antigua, está uno condenado fatalmente a descuidar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. 


Como es evidente que lo más no puede nacer de lo menos, esta sola diferencia debería bastar, a falta de cualquiera otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha hecho aportaciones a las otras.

Volviendo al esquema que indicamos antes, debemos decir que su defecto principal, inevitable por otra parte en cualquier esquema, es el de simplificar demasiado las cosas, representando la divergencia como creciendo de manera continua desde la Antigüedad hasta nuestros días. En realidad ha habido tiempos de detención en esta divergencia y hasta ha habido épocas menos alejadas en que el Occidente recibió de nuevo la influencia directa del Oriente: nos referimos sobre todo al período alejandrino, y también a lo que los árabes aportaron a Europa en la Edad Media, y de lo cual una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto había sido tomado de la India; su influencia es muy conocida en lo que se refiere al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia surgió de nuevo en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, aun desde el  punto de vista de las artes, pero, sobre todo desde el punto de vista intelectual, es difícil para un moderno percibir toda la extensión y todo el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la Antigüedad clásica tuvo por efecto una disminución de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar en otro tiempo entre los mismos Griegos, pero con esta diferencia capi-tal: que se manifestó entonces en el curso de la existencia de una misma raza y no ya en el paso de ciertas ideas de un pueblo a otro; es como si estos Griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente, se hubiesen vengado de su propia incomprensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia se agregó la de la Reforma, que por lo demás tal vez no fueron del todo independientes, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron con precisión; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no tenemos que entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que podría llevarnos demasiado lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino sólo decir lo que es necesario para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que tenemos que decir a este respecto de los modernos, necesitamos todavía volver a los Griegos, para precisar lo que no hemos hecho más que indicar hasta aquí de manera insuficiente, y para desbrozar el terreno, en cierto modo, explicándonos con bastante precisión para poner término a ciertas objeciones que es muy fácil prever.


No agregaremos por el momento sino una palabra en lo que concierne a la divergencia del Occidente con relación al Oriente: esta divergencia ¿continuará aumentando indefinidamente? Las apariencias podrían hacerlo creer, y, en el estado actual de las cosas, esta cuestión es seguramente de aquellas sobre las cuales se puede discutir; pero, sin embargo, en lo que a nosotros se refiere, no pensamos que esto sea  posible; daremos las razones en nuestra conclusión.



Fuente: RENÉ GUÉNON