Jorge Roberto Ogdon nació el 23 en la ciudad de Asunción de Paraguay, Licenciado en Egiptología,profesor de la Cátedra de Historia y Lectura jeroglífica en el IAE,Fue Director Científico de la Revista de Egiptología-Isis, Desde 1995 hasta su muerte fue Director del Centro de Estudios del Antiguo Egipto en Buenos Aires.
El acceso de los egiptólogos de fines del siglo XIX al escondrijo de las momias soberanas en Deir el Bahri, en el año 1881, se debió en especial a la confesión de un ladrón de tumbas, miembro de la familia Abd el-Rasul, que admitió sus delitos bajo la presión insoportable a la que le sometió el mudir Daud de Luxor.
El primer descubrimiento: el escondrijo DeB 320 de Deir el-Bahri
Durante las torturas a la que fue sometido, el pillastre delató a sus familiares e indicó el sitio de donde, desde 1875, venían obteniendo su luctuoso botín, que vendían sin tapujos en el mercado negro de antigüedades de Tebas a los ricos turistas europeos y americanos, sacando jugosas ganancias.
Había antecedentes ya en 1880 de la circulación de antigüedades ilícitamente conseguidas, a partir del relato de unos turistas a los que se les había ofrecido, en Tebas, ciertos artículos como estatuillas e incluso un ataúd con su momia, que, como no sabían cómo sacar de Egipto, no adquirieron. Para julio de 1881 el coleccionista americano Baton compró un papiro del Libro de los Muertos de una sacerdotisa de Amón de la Dinastía XXI, de gran belleza y prácticamente intacto, e, ignorando y sorteando las leyes vigentes sobre antiquités y los obstáculos aduaneros, lo llevó de regreso a su país, en donde consultó a un especialista que confirmó su importancia y gran valor histórico, resultando ser el ejemplar confeccionado para la reina Nodyemet de esa dinastía egipcia. Fue ese estudioso el que dio el alerta a Gastón Maspero acerca de lo que sucedía bajo sus narices, quien, a la sazón, era el Director General del entonces) Servicio de Antigüedades de Egipto, que tomó buena nota del caso.
Un asistente de Maspero, haciéndose pasar por un rico turista, se alojó en un lujoso hotel de la región de el-Qurna, adonde le habían indicado en los bazares de Luxor que conseguiría “verdaderas antigüedades”, y hecho un generoso dispendio de dinero como para ser considerado un potencial cliente, luego de que todas las gestiones oficiales chocaran con un muro de silencio entre los pobladores de la zona. Haciéndose conocer por su fortuna y deseos de adquirir objetos auténticos, los comerciantes clandestinos empezaron a presentarse ante él, hasta que uno le ofreció una estatua que, a los expertos ojos del investigador, era una pieza de la Dinastía XXI y, por ende, debía proceder de la misma tumba que el papiro de Baton.
Siguiendo una astuta estrategia para descubrir el asunto, al principio se negó rotundamente a comprar la estatua, aduciendo que estaba interesado en joyas, por ejemplo, pero luego del regateo oriental habitual, terminó por acceder, y, ese mismo día, pudo conocer, a través del vendedor, a la familia Abd el-Rasul, en donde se le enseñaron algunos objetos de poca monta. Pero el hilo de la cuestión ya estaba atrapado.
Luego de un tiempo prudencial durante el que se granjeó la confianza de la familia de ladrones de tumbas, le fueron ofrecidas piezas de una mayor importancia, entre las que, de nuevo, reflotaba a la luz una momia de la Dinastía XXI como fuera el caso en 1880. Inmediatamente se produjo la detención y arresto de los traficantes, quienes fueron sometidos a interrogatorio por Maspero y Emil Brugsch en persona, pero “Rasul negó todas las acciones que le imputé en base a los testimonios de los turistas y que caían bajo la acción de la ley penal; a saber, excavaciones clandestinas, venta ilícita de antigüedades y violación de féretros de la propiedad del Estado egipcio”. Como saqueador de sepulcros que era, Rasul fue a parar a manos de la policía estatal. En ese momento, el interrogatorio fue conducido por el mudir de Tebas, llamado Daud, quien sometió al traficante y sus familiares al expeditivo método de la tortura y el terror, pero nadie decía nada. Hasta que hizo comparecer al reo una tarde en la que tomaba un baño en una tina de la que sólo sobresalía su cabeza del agua; con feroz mirada, le tuvo ante sí durante unos minutos, sin decir palabra, pero mirándolo fija y salvajemente, para luego sacarlo de su presencia. Después de unas semanas, luego de haber sido liberados por falta de méritos, el ladrón pidió hablar con el mudir para terminar confesándole parcialmente todo lo que sabía. Esta vuelta, Maspero envió a Brugsch para que el sujeto le guiara hasta la “cueva del tesoro” de la que había vivido la villa de el-Qurna durante los últimos seis años, previo pago de 500 libras egipcias, que representaron la entrega de un paquete con cuatro vasos canópicos de la reina Ahmose-Nofretari (comienzos Dinastía XVIII), y tres papiros de reinas del Tercer Período Intermedio.
Un caluroso día y a lomo de burros, Brugsch fue conducido por el “arrepentido” hasta el anfiteatro de Deir el-Bahri, a través de estrechos pasos y repliegues de la montaña. Por fin, en el escarpado terreno le fue señalada una abertura en la roca, que descendía hacia las entrañas de la tierra a lo largo de once metros, a cuya terminación había un corredor de setenta metros de extensión que desembocaba en una gran cámara de ocho metros cuadrados de superficie. A partir de allí arrancaba otro corredor de ochenta metros de largo. Cuando Brugsch entró por primera vez, el recinto no se encontraba vacío; a la luz de una vela que empuñaba en su mano, vio un ataúd, y luego otro,… y otro. Desparramados por el suelo había toda clase de contenedores con estatuillas, jarras y otros objetos similares. Al pasar a la cámara misma, no pudo reprimir su asombro: ataúdes, momias y numerosos tesoros llenaban su vista a donde la pusiera; bajo su escasa iluminación alcanzó a descifrar los nombres más famosos de los faraones de Egipto: ¡Amenofis I aquí!... ¡Tutmosis II allá!... Todos, todos los grandes reyes se encontraban en sarcófagos antropomorfos: Tutmosis III, Seti I, Ramsés II… Brugsch no salía de su sorpresa y recorría, como un niño excitado y encantado, las paredes contra las cuales los ataúdes estaban apoyados. Por dos horas se entretuvo yendo de un lugar al otro, leyendo las inscripciones, con plena satisfacción de arqueólogo más que afortunado por su suerte.
A la mañana siguiente se contrataron a trescientos obreros bajo control policial; Las tareas fueron duras bajo una desagradable temperatura que orillaba los 35° C, pero fue hecha con ahínco y entusiasmo entre los escombros y la polvareda. El lote completo, aparte de treinta y dos ataúdes y momias de reyes, reinas, príncipes, dignatarios y sacerdotes – amén de todas las que carecían de un contenedor -, contabilizaba numerosas cajas con estatuillas, jarras canópicas y para ungüentos, cestos con fruta y vajilla diversa; vasos de cristal, pelucas, lienzo para vendas e innumerables objetos variados y de pequeño tamaño. Entre los cofres había algunos que eran tan pesados, que debieron ser retirados por equipos de hasta catorce hombres; recién después se dieron cuenta que se debía a que eran sarcófagos dobles, y de allí la razón de su excesivo peso.
La primera catalogación de los restos mortales de los ocupantes del escondrijo de Deir el-Bahri (número de registro entonces asignado: DeB 320) se la debemos al propio Brugsch, quien la dividió según que las momias fueran de la XVII, XVIII, XIX, XX o XXI dinastías. Las primeras diecinueve entradas de su registro corresponden a soberanos y reinas de las tres primeras domastías del Reino Nuevo; a saber:
1.Ataúd y momia del rey Seqenenre Tao II. XVII (*)
2.Ataúd de la nodriza de la reina Ahmose-Nofretari, Raay. XVIII. Contenía la momia de la reina madre Irienes (Ansri). XVII.
3.Ataúd y momia del rey Ahmosis. XVIII.
4.Ataúd gigante (3,17 mts de largo) con el equipo y la momia de la reina Ahmose-Nofretari, esposa de Ahmosis y madre de Amenofis I. XVIII.
5.Ataúd y momia de Amenofis I. XVIII.
6.Ataúd y momia del príncipe Sa-Amón (Siamón), hijo de Ahmosis. XVIII.
7.Ataúd y momia de la princesa Sat-amón (Sitamón). XVIII.
8.Ataúd del mayordomo de la reina, Senu. Sin momia. XVIII.
9.Ataúd y momia de la princesa Sat-ka (Sitka). XVIII.
10.Ataúd y momia de la reina Henutetimhu, hija de Amenofis I. XVIII.
11.Ataúd de la princesa Mashentetimhu, hija de Amenofis I. Sin momia. XVIII.
12.Ataúd del rey Tutmosis I. XVIII. Contenía la momia del rey Pinodyem I. XXI.
13.Ataúd y momia de la reina Ahhotep II. XVIII.
14.Ataúd y momia del rey Tutmosis II. XVIII.
15.Pequeña caja de madera con guardas de marfil e inscripciones a nombre de la reina Hatshepsut. XVIII. Contenía su higado momificado.
16.Ataúd y momia (quebrada en tres partes) del rey Tutmosis III. XVIII.
17.Ataúd del rey Ramsés I. XIX. Contenía una momia no identificada.
18.Ataúd y momia del rey Seti I. XIX.
19.Ataúd y momia del rey Ramsés II. XIX.
(*) Nota bene: los números romanos indican la dinastía a la que son atribuibles los restos. Sólo se brindan las primeras diecinueve entradas del registro de Brugsch.
Con la mente bullendo de interrogantes sobre los motivos del destino último e inesperado de los más ricos y recordados reyes de la historia faraónica, Brugsch estaba entusiasmado ante tan magno hallazgo. El resto del material no era nada despreciable tampoco, y le ayudó mucho a develar el misterio. Entre éste se contaban los sarcófagos y cadáveres de varios reyes y reinas de la Dinastía XXI (e.g., Pinodyem II, Nodyemet, Henuttauy, Masaharta, y otros más), sin contar a escribas, sacerdotes y cantantes del dios Amón, todos datados en esa época.
El traslado del contenido del escondrijo fue custodiado desde la entrada al mismo hasta el curso del Nilo por la policía militarizada, en donde aguardaban las barcazas que lo llevarían remontando el río hasta El Cairo. Si bien es una anécdota recordada un millón de veces, vale la pena recordar la actitud adoptada por los pobladores de la zona, quienes acompañaron al cortejo de los ataúdes y sus momificados restos con letanías y lamentos al mejor estilo de los antiguos egipcios. En base a este episodio de la arqueología de Egipto y de la reacción de sus actuales habitantes por el traslado de los faraones de su tierra nativa, fue que se filmó, en 1969, una de las mejores películas egipcias que mayor repercusión obtuvo en su país y el extranjero, llamada “La noche de contar los años”. Las momias, primeramente, fueron conducidas y depositadas en el Museo de Bulaq, y recién se mudaron al actual Museo Egipcio de El Cairo en 1902, en donde, actualmente, cuentan con una sala especial destinada a su conservación.
El segundo descubrimiento: el escondrijo de la tumba VR 35
Algunos años más tarde, en 1898, el francés Víctor Loret halló un segundo escondrijo de momias reales, esta vez en la tumba VR 35 de Amenofis II de la Dinastía XVIII, en Biban el-Moluk, o, como se le conoce universalmente en la actualidad, el Valle de los Reyes.
La tumba era de antaño conocida, pero nunca se había descubierto el recinto tapiado que contenía los nueve cuerpos momificados de reyes, reinas y príncipes de las dinastías XVIII y XIX. Entre ellos se contaban los cadávederes de Tutmosis IV y Amenofis III. La momia de Amenofis II reposaba en su propio sarcófago de piedra, y tuvo que dejarla allí por exigencias del gobierno egipcio, que se negó rotundamente a removerla del lugar, reclamando que se respetara el descanso del monarca y por lo que también se hizo una rápida instalación de una verja de hierro a la entrada de la siringa, como medida de seguridad, que, en realidad, de poco sirvió. Pocos años más tarde, el británico Howard Carter, vivió un episodio criminal que involucraba incluso a los propios guardias del Estado en el robo de sus despojos mortales: pero fue afortunado; pudo recuperar el cuerpo, que hoy descansa en el mismo sitio, aunque más protegido. Nuevamente, la conocida familia Abd el-Rasul estaba involucrada en el pillaje; los nietos, veinte años después del hallazgo del escondrijo de Deir el-Bahri, continuaban en el lucrativo negocio del mercado negro de antigüedades. Carter logró que los pilluelos fueran puestos en la cárcel y la momia del rey restituida a su sarcófago.
La cuestión fundamental: ¿quién es quién?
La cuestión era que ahora se contaba con un buen número de momias que, sin duda alguna, eran las de varios y destacados faraones, reinas y funcionarios. El problema que se planteaba entonces era el de resolver con la mayor certidumbre posible la verdadera identidad de esos cuerpos embalsamados ya que, desde un comienzo, se había notado que que varios de ellos no se correspondían con los sarcófagos que los contenían.
Por aquel entonces las técnicas de investigación estaban en estado incipiente; los rayos-x habían sido descubiertos por el físico alemán Wilheim C. Röntgen en 1895, y Sir Flinders Petrie fue el primero que se dio cuenta de enorme valor de este recurso, aplicándolo al estudio de momias en 1896. Usualmente, las momias eran simplemente desvendadas y su análisis hecho a ojo. Luego se recurrrió a las autopsias que, al comienzo, se hacían para conocer mejor el método de embalsamamiento más que para conocer las causas del deceso o la presencia de enfermedades.
Los cuerpos soberanos aguardaron hasta 1912 para que se les efectuara el primer estudio más o menos considerado definitivo, faena que realizó Sir Grafton Elliot Smith, y el empleo de rayos-x apenas fue realizado por él, de donde sus conclusiones no eran más que un informe preliminar cargado de dudas y contradicciones, además de inseguro. No era que Elliot Smith no fuera conciente del valor de los rayos-x, sino que existían dificultades insalvables para su correcta aplicación: en esos tiempos, el equipamiento era sumamente aparatoso para pensar en trasladarlo al Museo Egipcio, y ni qué hablar de la delicadeza del material embalsamado para llevarlo y traerlo: por ejemplo, la momia de Tutmosis IV fue llevada en taxi al único hospital que contaba con tal tecnología en todo El Cairo, y se quebró en pedazos. Desde entonces, todo intento de mover los cuerpos fue abortado.
Los resultados y comentarios de Elliot Smith, sin embargo, fueron aceptados y dados por buenos y competentes por largo tiempo, a falta de otro estudio sobre las momias reales. Mas el interés de investigarlas con mayores recursos fue creciendo a medida que se mejoraban las técnicas médicas. Con el tiempo, se introdujo el uso estándar de los rayos-x para la exploración de las momias egipcias. En 1913 se observó la primera patología sacro-lumbar en una de ellas; en 1931, Roy L. Moodie fue capaz de radiografiar diecisiete cuerpos; y, en 1967, P. H. K. Gray efectuó el estudio de ciento treinta y tres cadáveres embalsamados en varios museos de Europa. Pronto les llegó el turno a las momias reales: en 1973, James Harris y Kent Weeks publicaron su primer trabajo integral sobre ellas, en el que habían recurrido extensivamente a los rayos-x, labor que fue complementada con la publicación, en 1980, de mayores indagaciones al respecto. Entre otros datos que aportó el trabajo, se encuentra, por ejemplo, la confirmación de que el rey Seqenenra Tao II murió en combate, a causa de un violento golpe en el cráneo.
Pero lo más preocupante y lo que trajo otra vez el fantasma de la correcta identificación de estos cadáveres fue el hecho de que los resultados, en ciertos casos, se contradecían con la identidad que se les había atribuido en un primer momento. Harris y Weels encontraron que la supuesta momia de Tutmosis I (1504-1492 a.C.) tenía restos de cartílago en la extremedidad de los huesos, lo que señalaba que el cuerpo estaba aún en desarrollo al momento de su deceso, apuntando que no podía tener más de dieciocho años al fallecer, lo que, obviamente, no concordaba con la duración del reinado del soberano de marras.
No era sorprendente que se produjera un caso como ese: cuando los cuerpos fueron llevados, en la Dinastía XXI, es muy seguro que se produjeran errores de identificación, ya por inadvertencia, ya por mero olvido de quién era quién por los encargados de su deposición en el escondrijo DeB 320. Los investigadores americanos se preguntaron si tal cosa podría haber ocurrido en otros casos. Posteriores investigaciones arrojaron un resultado positivo a sus dudas: una de las momias encontradas por Víctor Loret en la tumba VR 35 siempre se catalogó como una “mujer mayor” o “anciana” (CGCairo 61070). En 1980, J. Bentley afirmó que se trataba de la reina Tiyi, esposa de Amenofis III y madre de Ajentón, fundamentándose en que era un cuerpo “de unos cuarenta años”, según el equipo de especialistas de Harris-Week. Pero en el Atlas editado por esos estudiosos figura que su edad rondaría los treinta y, con mayor laxitud, entre los veinticinco y los treinta y cinco: es obvio que es incompatible con la reina Tiyi. Hace unos años se emitió la hipótesis de que sería, en realidaed, la reina Hatshepsut, pero muchos no la han creido y el enigma subsiste hasta la fecha.
Como podemos ver, las dudas sobre la identificación de las momias reales subsisten hasta hoy en día. En 1981, Gay Robins hizo hincapié en las divergencias presentadas entre la edad atribuida a varias de ellas y los años de gobierno que les son otorgados en los documentos arqueológicos e históricos conocidos. Así, las edades de Tutmosis III y Amenofis III en sus cadáveres han sido calculadas en treinta y cinco/cuarenta y treinta y cinco, respectivamente, pero los testimonios históricos escritos dicen que el primero reinó por lo menos cincuenta y cinco años, y el segundo treinta y ocho. De igual modo, se sabe que Ramsés III murió en el año XXXII de reinado, por lo que debiera tener más de treinta o treinta y cinco años de edad en ese momento, lo que no encaja con la edad que denota su supuesto cuerpo. Debido a que Ramsés II estuvo en el trono por setenta y siete años, Ramsés III tuvo que andar por los setenta años al fallecer.
Robins pensaba que las técnicas investigativas podrían no ser todo lo exactas que se pretendía, además de sugerir la posibilidad de que los cuerpos embalsamados hayan sido erróneamente rotulados luego de su restauración a fines del siglo XIX y comienzos del XX, recordando que ya en sus tiempos fueron confundidos por sus depositarios. Del mismo modo, recordó que la identificación atribuida hasta entonces a varios personajes descansaba únicamente en inferencias hechas por los estudiosos modernos. De esta manera, Gastón Maspero atribuyó a Tutmosis I la momia que se sigue diciendo es la de Tutmosis I, a causa de su “parecido facial” con las representaciones artísticas de este último soberano, y el hecho de que fuera puesto en un ataúd originariamente confeccionado para Tutmosis I y usurpado por Pinodyem I. El egiptólogo francés calculó la edad de la momia en alrededor de cincuenta años, ya que el número se ajustaba a las evidencias históricas, pero el exámen de rayos-x demostró que, por el contrario, es un hombre joven de entre dieciocho y veintidós años. Otros documentos permiten asegurar que Tutmosis I era mucho mayor cuando murió, y, por ende, la momia sería de algún miembro de la familia tutmosida, pero ciertamente ninguno de los dos reyes mencionados. Maspero había aducido que el ataúd de Tutmosis I fue reacondicionado para Pinodyem I, pero que luego fue restituido a su antiguo propietario. De hecho, hay dos ataúdes, de los cuales sólo el externo fue elaborado para Tutmosis I; el interno perteneció, en efecto, a Pinodyem I, quien lo descartó por un nuevo juego de sarcófagos. Y, finalmente, su momia apareció ocupando el cajón funerario atribuido a la reina Ahhotep II, aparentemente por accidente.
La asociación de una momia y su ataúd no es, por cierto, un índice confiable de su identidad: el cuerpo CGCairo 61056, hallado dentro del cofre mortuorio de Ramsés I, a la que Elliot Smith llamó “mujer no identificada”, resultó ser el cadáver de Tetishery; la momia CGCairo 61055, encontrada dentro del ataúd de la reina Ahmose-Nofretari fue identificada con la de la reina misma, aunque Elliot Smith había dicho que era la de la reina Nofretari de la Dinastía XIX. Pero este cuerpo fue hallado ocupando la misma caja que el de Ramsés III. Por otro lado, estos estudios han llevado a postular identificaciones imposibles de efectuar anteriormente. Había un concenso general en señalar el enorme parecido de la momia CGCairo 61065 con la de Tutmosis II, lo que ha sugerido que podría ser uno de sus hermanos, Amenmose o Uadyemose, descartándose que fuera Tutmosis I como se pensaba antes.
El corolario de esta revisión de las edades de las momias regias atribuidas por Elliot Smith, Maspero, e incluso por Harris y Wente, en este momento no puede ser tomada como un dato incontrovertible para deducciones de carácter cronológico; no al menos hasta que se identifique incontrovertiblemente a cada una de ellas. Un caso final puede ser un buen ejemplo de este hecho: una de las nueve momias descubiertas por Loret en la tumba de Amenofis II resulta ser sumamente interesante, especialmente si se la pudiera recobrar de los almacences subterráneos del Museo Egipcio de El Cairo a donde fue a para después de su hallazgo: se trata de aquella que se encontró junto con el cuerpo que se dice es la reina Tiyi o Hatshepsut y otro de un joven adolescente de la Dinastía XVIII. Ya hace varios años, la señora Yvonne Knudsen de Behrensen, debido a sus rasgos faciales y al tratamiento post mortem al que fue sometido, podría ser el cuerpo del rey Ajenatón, que se encuentra sin descubrir hasta el momento. De confirmarse esta identidad hipotética, estaríamos en posición de saber las causas efectivas de su deceso, que hasta hoy es un enigma insondable.
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