martes, 10 de enero de 2012

El escriba del Louvre




Época: Dinastía IV (2613-2498 a. C.)
Dimensiones: Altura: 53'7 cm.  Ancho máximo: 35 cm.
Material: Piedra caliza policromada. Detalles en cristal de roca, cobre, madera…
Lugar de conservación: Colección Egipcia del Museo del Louvre, París[1]
Lugar de localización: Posiblemente la pieza se localizó en las proximidades del Serapeum de Saqqara durante las excavaciones de Auguste Mariette en noviembre de 1850[2].





Fig. 1. Escriba del Louvre.
 

El Escriba del Louvre (E 3023) es una de las esculturas más célebres legadas por el arte egipcio y es visita obligada para todos aquellos que recorren el museo parisino. La obra, que recientemente ha sido restaurada y ha cobrado nuevo esplendor, se encuentra en bastante buen estado y conserva buena parte de su delicada policromía original. Dicha policromía muestra a un hombre de cabello negro, de piel terrosa y portador de un faldellín  sencillo e intensamente blanco. Además, la escultura se conserva prácticamente de forma íntegra, únicamente existe una fractura importante en la mano izquierda y en el extremo del pie izquierdo, apreciándose también otra fractura en la base próxima a esa zona.
El hecho de que se trate de una pieza sin inscripciones, así como la problemática sobre la concreción de su origen, ha dificultado la identificación del individuo que el artista plasmó realizando su trabajo como escriba[3]. No obstante, sea quien sea dicho personaje, de lo que no hay duda es que debía ser alguien orgulloso de su oficio y, precisamente cumpliendo con su labor, deseó ser inmortalizado[4].

El Escriba del Louvre muestra un rostro detallado en el que se realzan unas facciones algo huesudas, así como una barbilla y pómulos bastante marcados. Los labios resultan finos y la comisura algo tensa[5]. Además, el pelo corto y la carencia de peluca o tocado, permite la representación de orejas bien definidas y magníficamente esculpidas. Sin embargo, todos los elementos de la cara quedan eclipsados por los espectaculares ojos de cristal de roca y destacados con un perfil en cobre.  La compleja técnica utilizada en su realización otorgan a esta obra una gran vivacidad y expresividad, e incluso el brillo y la posición de las pupilas pueden hacer pensar que la escultura nos observa con su azulada mirada[6] (Fig. 1). Unas negras pupilas que se encuentran algo descentradas y bajas,  de modo que la sensación de que la escultura responde a la mirada se consigue de forma realmente efectiva desde una posición un tanto elevada (Fig. 2).

 

Fig. 2. Detalle de los ojos.
 

Pero el rostro anguloso y de facciones marcadas contrasta con el torso relleno y fláccido del personaje. El escriba se muestra entrado en carnes, luciendo incluso unos pechos hipertróficos cuyo realismo viene subrayado por el uso de unas pequeñas incrustaciones talladas en madera que dan forma a los pezones. Un aspecto fondón que queda aún más subrayado por la llamativa la línea curva que dibuja la bastante prominente barriga.
Los brazos tampoco muestran una musculatura marcada, pero han sido esculpidos de forma completamente liberada del torso, lo que denota una gran habilidad técnica y atrevimiento por parte del escultor de la obra, ya que este no es un recurso demasiado frecuente en este tipo de obras y, de hecho, es poco habitual en la creación escultórica egipcia. Esta liberación permite plasmar una postura natural y relajada, favoreciendo la sensación de verosimilitud y armonía.

El escriba se sitúa sobre un zócalo semicircular (en forma de D) con las piernas cruzadas (quedando la derecha por delante). Esta postura genera una superficie plana sobre las rodillas, que sirve como espacio de apoyo para realizar el trabajo propio de escriba. El personaje extiende sobre esa superficie un rollo de papiro que sujeta con la mano izquierda, mientras que con la diestra sostiene el cálamo para escribir. Esta herramienta fundamental en el trabajo del escriba debió ser  también un elemento añadido en la escultura, como otros de sus detalles, lo que puede apreciarse en la pequeña hendidura conservada entre los dedos que debió servir como encaje.

 
 Fig. 3. Vista del Escriba del Louvre desde arriba, donde se puede observar perfectamente la posición de las manos y del papiro desplegado.

La genialidad del creador del Escriba del Louvre no sólo se hace evidente en la maestría de su forma de esculpir y en la habilidad para conseguir dar vida a la piedra, considero que también resulta asombrosa su capacidad para forzar ciertos elementos con el objetivo de conseguir una mayor intensidad expresiva. Ello se hace evidente en el recurso utilizado para generar y ensalzar la zona plana sobre las rodillas, lo que se consigue creando una suave desproporción tanto en la zona de las caderas como de las piernas del personaje, dando así amplitud y énfasis al espacio en el que se condensa la acción (Fig. 3). Dicha desproporción, por tanto, permite generar una sensación de profundidad y de espacio despejado que, a su vez, dirige la atención hacia unos elementos esenciales y que son la más auténtica herramienta de cualquier escriba: las manos. Estas extremidades, también realizadas con cuidada dedicación y consiguiendo una vivacidad especial, condensan en su cotidiano gesto buena parte del componente narrativo de la obra.

Pero en el Escriba del Louvre, para conseguir ensalzar las manos, se consideró adecuado trastocar la representación de los pies. De hecho, si se observan las esculturas de escribas conservadas, es fácil comprobar que los creadores egipcios utilizaron diversos recursos con mayor o menor éxito: pueden no representarlos y dejarlos únicamente sugeridos, pueden dejarlos ocultos o casi ocultos bajo las piernas o hacerlos desaparecer bajo el faldellín, y hasta pueden mostrarlos aplastados o con la planta completamente hacia arriba dando una sensación un tanto desarticulada. Este "conflicto compositivo" parece que podría deberse al hecho de que mostrar estas extremidades de forma completa o anatómicamente natural, implica generar una superficie en declive sobre las rodillas, limitando o dificultando la creación del espacio en el que se centra la acción de estas obras[7].

 
Fig. 4. Puede que sea mirando a la escultura de perfil desde donde mejor se puede apreciar la suave desproporción de la parte inferior del cuerpo del personaje.

 En el caso del Escriba del Louvre el conflicto fue resuelto, en parte, cambiando la proporción de la parte inferior del cuerpo del personaje. Pero, además, el creador de esta sensacional obra consiguió incrementar el efecto forzando de manera efectista la representación de las extremidades: se eliminó la representación de dos dedos de los pies, es decir, únicamente se esculpieron tres dedos (Fig. 4). De haberse realizado la representación de los cinco dedos en cada pie, se habría cambiado la postura de las piernas y, por tanto, se habría ladeado la superficie entre las rodillas. Es decir, mostrar los cinco dedos de los pies de forma proporcionada habría dado una configuración distinta a la posición completa del escriba, lo que habría dificultado el objetivo de realzar las manos y el acto mismo de escribir. Además, lo cierto es que la representación únicamente de tres dedos no resulta del todo chocante ni siquiera desde una perspectiva anatómica, ya que en la postura adoptada por el escriba difícilmente se hacen visibles los dedos meñique y anular. A ello sumar que el escriba parece haber sido diseñado para ser observado desde una perspectiva un tanto elevada y desde ese punto de vista la forma singular de resolver la realización de los pies queda casi completamente disimulada.

Pero aunque el escriba efectivamente sostiene el cálamo en una mano y con la otra sostiene el papiro desenroscado, lo cierto es que su mirada no se concentra en sus manos ni en lo que podría estar escribiendo. Tampoco nos encontramos ante una obra en la que simplemente se exhiben los objetos propios de una profesión, como también es habitual en la representación de escribas. En este caso, su  espalda está recta y la espectacularidad de sus ojos dirige la atención hacia el frente, aunque con una cierta desviación hacía arriba. Más que en pleno acto de escribir parece detenido en un momento de reflexión, o quizá en el momento de levantar la mirada para concentrarse en quien podría estar dictando las palabras que debía escribir, o quizá mirando sutilmente hacia arriba meditando sobre cómo elevarse del pozo próximo al Serapeum en el que parece haber sido depositado como Estatua de Sustitución. No hay respuesta unívoca a la pregunta de cuál podría ser la razón de ese momento de quietud. De hecho, ante el Escriba del Louvre parece inevitable preguntarse ¿qué debe estar pensando?. En cualquier caso, ese momento el escriba lo afronta con sencillez y en solitario, luciendo un sencillo faldellín y teniendo como únicos accesorios su cálamo y un papiro. Pero a estas herramientas básicas hay que sumar otras dos aún más trascendentales y que el creador de la obra supo realzar magistralmente: los ojos y  las manos. Los ojos, de tan compleja realización y de realismo tan sugestivo, son la expresión de la perspicacia y la inteligencia. Sus manos, también llenas de vida, son el vehículo para plasmar todo lo que esos ojos contemplan, todo lo que han aprendido, todo lo que con su mirada parecen penetrar.


Fig. 5. Vista del escriba desde abajo, lo que muestra claramente que los pies del personaje únicamente se representaron con tres dedos.

El Escriba del Louvre es una obra escultórica magistral, que aparentemente resulta sencilla e incluso sobria. El escriba se sienta sobre el suelo, no luce joyas, ni siquiera peluca, ni se representó con ningún otro personaje, ni se muestra idealizadamente atlético y joven. El Escriba del Louvre es un hombre concentrado en su trabajo, en sus manos y en su mente. Una escultura que atrae todos los días miles de miradas de miles de visitantes y cuya presencia parece resultar en ocasiones casi hipnótica. El Escriba del Louvre para el espectador moderno resulta intensamente atrayente, tal vez por el hecho de que su mirada milenaria interactúa con quien le observa. Los vivos ojos del escriba parecen proyectase más allá de la piedra en la que fue esculpido hace miles de años, como si aún escribiera o meditara, como si desde el pasado pudiera vernos. Pero nosotros al observarlo miramos hacia adentro, nos sumergimos en el fondo de sus ojos, tal vez como queriendo ver lo que esos ojos pudieron ver, como queriendo desvelar un misterio, como si quisiéramos leer en ellos, como si en el brillo de su iris pudiéramos ver reflejado un mundo remoto y perdido en la distancia de los tiempos (Fig. 2).


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[1] Ver en C. ZIEGLER, Les statues égyptiennes de l' Ancien Empire. Musée du Louvre. Départament des Antiquités Égyptiennes, París, 1997, pp. 204-208. Ver detallada descripción también en C. ZIEGLER, Le scribe en el catálogo de la exposición L' art égyptien au temps des pirámides, París, 2000, pp. 383-384. Ver también: Le Scribe accroupi
[2] La localización exacta del origen de esta escultura ha generado polémicas. Parece que atendiendo al catálogo provisional, a las notas y a las fichas de los trabajos realizados en Saqqara bajo la dirección de A. Mariette, se deduce que el célebre escriba fue localizado en las proximidades del Serapeum. Se trata de documentos como el siguiente:
<<Registre pour servir à l'inscription des monuments sous le nº qu' ils avaient à leur départ du Serapeum pour Paris-cahier  nº2: 2902/le 19 novembre 1850. Dans un puits situé au nord du Serapeum/ statue peinte, en calcaire, représentant un personage accoupi à l' orientale. Sans inscription…>>
Algunos investigadores, no obstante, han considerado la posibilidad de que la pieza pudiera haber sido una compra realizada por A. MARIETTE para el Museo del Louvre en 1854. Para profundizar en los elementos de esta polémica ver C. ZIEGLER, op. cit, pp. 206-207.
[3] Algunos investigadores lo han identificado con el escriba Kay, personaje poseedor de una escultura conservada en el Louvre (E 3034) y cuya tumba fue localizada al norte del Serapeum (presumiblemente en la misma zona donde se encontró el Escriba del Louvre). Otros, sin embargo, lo han identificado con Sekhenka. De él se conservan varias esculturas en El Louvre que lo muestran en solitario y con miembros de su familia (E3021, E3033, E3026, E3015) y su tumba también fue localizada durante los trabajos de A. Mariette en Saqqara. No obstante, la responsable de la colección egipcia del Louvre, Christiane ZIEGLER, considera más probable que pueda tratarse de Pehernefer, cuya escultura E3027 también se encontró al norte del Serapeum en noviembre de 1850. Parece que los rasgos faciales, así como la constitución rellena del torso podrían hacer pensar que nos encontramos ante el mismo individuo con pelucas y postura distintas, y puede que en distintos momentos de su vida. Ver en C. ZIEGLER, op.cit., pp. 207-208.
[4] Sobre esta tipología escultórica ver SCOTT, G.D.T, The Hystory and Development of the Ancient Egyptian Scribe Statue, UMichS, 1989.
[5] Dicha mueca recuerda la que también aparece en representaciones del faraón Didufri, de modo que podría ser un rasgo estilístico que podría ayudar a concretar la cronología del escriba del Louvre.
[6] Se han realizado detallados estudios sobre cómo fueron realizados estos ojos. Ver por ejemplo en
[7] También se puede observar este "conflicto compositivo" en representaciones que no son propiamente escribas, pero que desean mostrar a un personaje sentado con lo pies cruzados, como el grupo escultórico que muestra al enano Seneb con su familia y que se conserva en el Museo de El Cairo. La posición y características de los pies de este personaje también quedan prácticamente sugeridos y por su posición recuerdan bastante a los del Escriba del Louvre.

Fuente: AE - Susana Alegre García