jueves, 26 de enero de 2012

DIFICULTADES LINGÜÍSTICAS - RENÉ GUÉNON








La dificultad más grave para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como lo indica­mos ya y como queremos exponerlo sobre todo en lo que sigue, de la diferencia esencial que existe entre los modos del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a ex­presar respectivamente estos modos, de donde nace una segunda dificultad, que proviene de la primera, cuando se trata de verter ciertas ideas en las lenguas del Occidente, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, esto no hace más que agravar las dificultades inherentes a cualquier traduc­ción, y que también se encuentran, aunque en grado menor, al trasladar de una lengua a otra que le es muy vecina filoló­gicamente lo mismo que desde el punto de vista geográfico; en este último caso, los términos que se consideran como co­rrespondientes, y que tienen a menudo el mismo origen o la misma derivación, algunas veces están muy lejos, a pe­sar de esto, de ofrecer para el sentido una equivalencia exac­ta. Esto se comprende con facilidad, porque es evidente que cada lengua debe estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, distinta con más o menos am­plitud de las otras; esta diversidad de mentalidades étnicas sólo es mucho menor cuando se consideran pueblos que pertenecen a una misma raza o corresponden a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son sin duda los más fundamentales, pero los caracte­res secundarios que se superponen pueden dar lugar a va­riaciones que son todavía muy apreciables; y hasta podría uno preguntarse si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que compren­de elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lin­güística es a menudo reciente y un poco artificial: no sería nada extraordinario por ejemplo, que la lengua común he­redara en cada provincia, tanto en el fondo como en la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al cual se vino a sobreponer y al que reemplazó más o menos com­pletamente. Sea de ello lo que fuere, las diferencias de que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de esta, hay sin duda una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la di­ferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes unas de otras desde todos los puntos de vista, o aun para lenguas emparentadas filológicamente, pero adap­tadas a mentalidades y a civilizaciones muy diversas, por­que las aproximaciones filológicas permiten mucho menos seguramente que las aproximaciones mentales el estableci­miento de verdaderas equivalencias. Por estas razones, como lo dijimos desde el principio, la traducción más lite­ral no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de ello, y por esto también el conocimiento puramente gramatical de una lengua es del todo insuficiente para dar la comprensión de ella.

Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos, y, por consecuencia, de sus lenguas, hay que hacer notar que éste puede ser un alejamiento en el tiempo así como en el espacio, de manera que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprensión de las lenguas antiguas. Más todavía, para un mismo pueblo, si acontece que su menta­lidad sufra en el curso de su existencia modificaciones no­tables, no sólo se sustituyen términos antigüos en su len­gua por términos nuevos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, a tal punto, que en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya a las mismas concepciones, y se necesitaría entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción que reemplazase las pa­labras que sin embargo están en uso todavía, por otras pa­labras diferentes; la comparación de la lengua francesa del siglo XVII con la de nuestros días suministraría nume­rosos ejemplos. Debemos agregar que esto es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya mentalidad, como lo indicamos antes, es extremadamente inestable y cambian­te; y por otra parte hay todavía una razón decisiva para que tal inconveniente no se presente en Oriente, o por lo me­nos se reduzca estrictamente al mínimo: y es que existe una demarcación muy clara entre las lenguas vulgares, que va­rían por fuerza en cierta medida para responder a las ne­cesidades de uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están inmutable­mente fijadas, y que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, dis­minuye aún la importancia de las consideraciones cronoló­gicas. Se habría podido, hasta cierto punto, encontrar algo análogo en Europa en la época en que el latín se empleaba por lo general para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y esto es precisamente lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relacio­nes internacionales, en las que las "lenguas auxiliares" arti­ficiales que preconizan los modernos fracasaron siempre de manera fatal. Si podemos hablar de una fijeza inmutable, sobre todo en Oriente, y para la exposición de doctrinas cuya esencia es puramente metafísica, es que en efecto estas doctrinas no "evolucionan" en el sentido occidental de esta palabra, lo que hace perfectamente inaplicable para ellas el empleo de cualquier "método histórico"; por extraño e incomprensible que pueda parecer ello a los occidentales modernos, que quisieran a toda costa creer en el progre­so  en todos los dominios, es sin embargo así, y, si no se reconoce, está uno condenado a no comprender nunca nada del Oriente. Las doctrinas metafísicas no tienen por qué cambiar en su fundamento, ni por qué perfeccionarse; pue­den sólo desarrollarse bajo ciertos puntos de vista, recibiendo expresiones que son más particularmente apropiadas a cada uno de estos puntos de vista, pero que se mantienen siem­pre en un espíritu rigurosamente tradicional. Si acontece por excepción que no sea así y que se produzca una des­viación intelectual en un medio más o menos restringido, esta desviación, si es verdaderamente grave, no tarda en te­ner por consecuencia el abandono de la lengua tradicional en el medio en cuestión, donde se la reemplaza por un idioma de origen vulgar, pero que adquiere a su vez cierta fi­jeza relativa, porque la doctrina disidente tiende de ma­nera espontánea a colocarse como tradición independiente, aunque como es natural desprovista de toda autoridad re­gular. El oriental, aun saliendo de las vías normales de su intelectualidad, no puede vivir sin una tradición o algo que haga las veces de ella, y trataremos de hacer comprender en lo que sigue adelante todo lo que es para él la tradición bajo sus diversos aspectos; ahí reside, por lo demás, una de las causas profundas de su menosprecio por el occidental, que se presenta muy a menudo ante él como un ser desprovisto de cualquier atadura tradicional.

Para considerar ahora bajo otro punto de vista, y como en su principio mismo, las dificultades que acabamos de señalar especialmente en este capítulo, queremos decir que toda expresión de un pensamiento cualquiera es necesaria­mente imperfecta en si misma, porque limita y restringe las concepciones para encerrarlas en una forma definida que nunca puede ser completamente adecuada, ya que la con­cepción contiene siempre algo más que su expresión, y aun inmensamente más cuando se trata de concepciones metafísicas, que deben siempre tener en cuenta lo inexpresable, porque corresponde a su esencia misma abrirse sobre posibilidades ilimitadas. El paso de una lengua a otra, por fuerza peor adaptada que la primera, no hace en suma más que agravar esta imperfección original e inevi­table; pero cuando se ha llegado a asir en cierto modo la concepción misma a través de su expresión primitiva, iden­tificándose tanto como es posible a la mentalidad de aquel o aquellos que la pensaron, es claro que siempre se puede remediar en una amplia medida este inconveniente, dando una interpretación que, para ser inteligible, deberá ser un comentario mucho más que una traducción literal pura y simple. Toda la dificultad real reside pues, en el fondo, en la identificación mental que se requiere para llegar a este resul­tado; hay algunos, con seguridad, que son por completo inca­paces, y se ve cómo esto supera el alcance de los trabajos de simple erudición. Esta es la única manera de estudiar las doctrinas que puede ser realmente provechosa; para compren­derlas, se necesita por decirlo así, estudiarlas "desde den­tro", mientras que los orientalistas la han limitado siempre a considerarlas desde afuera.

El género de trabajo de que se trata aquí es relativa­mente más fácil para las doctrinas que se han transmitido re­gularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía in­térpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión es­crita o figurada es la única que ha llegado hasta nosotros, sin estar acompañada de la tradición oral extinguida desde hace largo tiempo. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado siempre en descuidar, con un prejuicio involuntario tal vez para algunos, pero por lo mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía a ellos, que se proponen estudiar las civilizaciones que aún subsisten, con exclusión de aquellos cuyas investigaciones se ocupan de las civilizaciones desaparecidas. Sin embargo, como ya lo indicamos antes, estos últimos, los egiptólogos y los asiriólo­gos por ejemplo, podrían sin duda evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la mentalidad humana y de las diversas modalidades de que es susceptible; pero tal conocimiento no sería precisamente po­sible sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, al menos indirectamente, inmensos servi­cios a todas las ramas del estudio de la Antigüedad. Sólo que, para este objeto que está lejos de ser el más importante a nuestros ojos, no habría que encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma sino un interés muy mediocre, pero que es sin duda el solo dominio en que se pueda ejer­cer sin demasiados inconvenientes, la actividad de los que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la mentalidad occidental moderna. Esta es, lo repetimos una vez más, la razón esencial que hace los trabajos de los orien­talistas en absoluto insuficientes para permitir la comprensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, si no es que nocivos en ciertos casos, para un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.