jueves, 26 de enero de 2012

CUESTIONES DE CRONOLOGÍA - RENÉ GUÉNON







Las cuestiones relativas a la cronología son de las que más apuran a los orientalistas, y esta dificultad está generalmente bastante justificada; pero se equivocan, por una parte, en conceder importancia excesiva a estas cuestiones, y, por otra, en creer que podrán llegar, por sus métodos ordinarios, a obtener soluciones definitivas; cuando no llegan en efecto sino a hipótesis más o menos caprichosas, sobre las cuales, por otra parte, están lejos de ponerse de acuerdo entre sí. Hay sin embargo algunos casos que no presentan ninguna difi­cultad real, al menos cuando aceptan no complicarlos intencionadamente con las sutilezas y las argucias de una "crítica" y de una "hipercrítica" absurdas. Tal es especialmente el caso de documentos que, como los antiguos Anales chinos, contienen una descripción precisa del estado del cielo en la época a la cual se refieren; como el cálculo de su fecha exacta se basa en datos astronómicos ciertos, no puede tolerar nin­guna ambigüedad.



Desgraciadamente, este caso no es general, y hasta es casi excepcional, y los otros documentos, los documentos hindúes en particular, no ofrecen en su mayoría nada de ello para guiar las investigaciones, lo que, en el fon­do, prueba simplemente que sus autores no tuvieron la me­nor preocupación por "establecer una fecha" con el objeto de reivindicar cualquiera prioridad. La pretensión a la originalidad intelectual, que en buena parte contribuye al nacimiento de sistemas filosóficos, es, aun entre los occidentales, cosa muy moderna, que ignoró la Edad Media; las ideas puras y las doctrinas tradicionales nunca constituyeron la propiedad de tal o cual individuo, y las particularidades biográficas de los que las expusieron e interpretaron son de importancia mínima. Por lo demás, aun para China, la observación que hicimos hace poco no se aplica, a decir verdad, más que a los escritos históricos; pero éstos son, después de todo, los únicos para los cuales presenta verdadero interés la determinación cronológica, puesto que esta misma determinación no tiene sentido ni alcance más que desde el sólo punto de vista de la historia. Hay que señalar, por otra parte, que, para aumentar la dificultad, existe en la India, y sin duda también en ciertas civilizaciones desaparecidas, una cronología, o más exactamente algo que tiene la apariencia de una cronología, basada en números simbólicos, que no hay que tomar de nin­gún modo literalmente por números de años; ¿no se encuen­tra algo análogo hasta en al cronología bíblica? Sólo que esta pretendida cronología se aplica exclusivamente, en rea­lidad, a períodos cósmicos, y no a períodos históricos; entre unas y otras no hay confusión posible, si no es por efecto de una ignorancia bastante grosera, y sin embargo estamos obli­gados a reconocer que los orientalistas han dado demasiados ejemplos de semejantes equivocaciones.



 Una tendencia muy general en estos mismos orientalistas es la que los lleva a reducir lo más posible, y a menudo aun más allá de toda medida razonable, la Antigüedad de las civilizaciones de que se ocupan, como si se sintieran molestos por el hecho de que estas civilizaciones hayan podido existir y estar en pleno desarrollo en épocas tan lejanas, tan anteriores a los orígenes más remotos que se puede asignar a la actual civilización occidental, o más bien a las que la precedieron directamente; su prejuicio a este respecto no parece tener otra excusa que ésta, que es en verdad muy insuficiente. Por lo demás, este mismo prejuicio se ejerció tam­bién sobre cosas mucho más cercanas al Occidente, en todos los aspectos, que las civilizaciones de China y de la India, y aun las de Egipto, Persia y Caldea: es así como se han esforzado, por ejemplo, en "rejuvenecer" la Qabbalah he­braica de manera que se pueda suponer en ella una influencia alejandrina y neoplatónica, cuando fue lo contrario sin duda lo que se produjo en realidad; y esto siempre por la misma razón, es decir, nada más porque se ha conve­nido a priori que todo debe venir de los Griegos, que éstos tuvieron el monopolio de los conocimientos en la Antigüedad, como los europeos se imaginan tenerlo ahora, y que fueron siempre, como estos mismos europeos pretenden serlo en la actualidad, los educadores y los inspiradores del género hu­mano. Y, sin embargo, Platón, cuyo testimonio no debería ser sospechoso en la circunstancia, no teme aseverar en el Timeo que los Egipcios llamaban "niños" a los Griegos; los orien­tales tendrían todavía hoy muchas razones para decir lo mismo de los occidentales, si los escrúpulos de una cortesía quizá excesiva no les impidiesen a menudo llegar hasta ahí. Recordamos sin embargo, que esta misma apreciación fue formulada precisamente por un hindú que oía exponer por primera vez las concepciones de ciertos filósofos europeos, y que estuvo muy lejos de mostrarse maravillado cuando declaró que éstas eran "ideas buenas" todo lo más para un niño de ocho años.



Los que piensan que reducimos demasiado el papel des­empeñado por los Griegos, haciendo de ellos casi exclusivamente una función de "adaptadores", podrían objetarnos que no co­nocemos todas sus ideas, que hay muchas cosas que no han llegado hasta nosotros. Eso es cierto sin duda, en algunos casos, y principalmente en la enseñanza oral de los filósofos; pero ¿lo que conocemos de sus ideas no es de todos modos ampliamente suficiente para permitirnos juzgar de lo demás? La analogía, que nos suministra el medio de ir, en cierta medida, de lo conocido a lo desconocido, nos da aquí la razón: y, por lo demás, según la enseñanza escrita que poseemos, hay por lo menos fuertes presunciones para creer que la enseñanza oral correspondiente, en lo que tenía precisamente de especial y de "esotérica", es decir, de "más interior", fue, como la de los "misterios" con la cual debió tener mu­chas relaciones, más profundamente impregnada aún de inspiración oriental. Fuera de esto, la misma "interioridad" de esta enseñanza no hace más que garantizarnos que estaba menos alejada de su fuente y menos deformada que cual­quier otra, porque estaba menos adaptada a la mentalidad general del pueblo griego, sin lo cual su comprensión no hubiese requerido, evidentemente, una preparación especial, sobre todo una preparación tan larga y tan difícil como lo era, por ejemplo, la que estaba en uso en las escuelas pita­góricas.



Por lo demás, los arqueólogos y los orientalistas estarían muy desacertados al invocar contra nosotros una enseñanza oral, o aun obras perdidas, puesto que "el método histórico" que tanto estiman tiene por carácter esencial no tomar en consideración más que los monumentos que tienen a la vista y los documentos escritos que tienen entre las manos; y ahí es precisamente donde se manifiesta toda la insuficien­cia de este método. En efecto, es una observación que se impone, pero que se pierde muy a menudo de vista, la si­guiente: si se encuentra, para cierta obra, un manuscrito cuya fecha se puede determinar por un medio cualquiera, esto prueba que la obra de que se trata no es ciertamente posterior a esta fecha, pero eso es todo, y ello no prueba de ningún modo que no pueda ser muy anterior. Puede muy bien suceder que se descubran después otros manuscritos más antiguos de la misma obra y, por lo demás, si no se descubren, no se tiene el derecho de concluir que no existen, ni con ma­yor razón que no han existido nunca. Si la obra existe todavía en el caso de una civilización que ha durado hasta nosotros, es, por lo menos verosímil que, lo más a menudo, los manuscritos no sean entregados al azar de un descubrimiento arqueológico como el que se puede hacer cuando se trata de una civilización desaparecida, y no hay, por otra parte, ninguna razón para admitir que los que los conservan se crean obligados un día u otro a deshacerse de ellos en beneficio de los eruditos occidentales, tanto más cuanto que puede darse a su conservación un interés sobre el que no in­sistiremos, pero acerca del cual la curiosidad, aun deco­rada con el epíteto "científico", es de muy poco valor. Por otra parte, en lo que se refiere a las civilizaciones desaparecidas, estamos obligados a darnos cuenta de que, a pesar de todas las investigaciones y de todos los descubrimientos, hay una multitud de documentos que no encontraremos jamás, por la sencilla razón de que fueron destruidos accidental­mente; como los accidentes de este género fueron, en mu­chos casos, contemporáneos de las mismas civilizaciones de que se trata, y no forzosamente posteriores a su extinción, y como todavía podemos comprobar accidentes parecidos en torno nuestro, es extremadamente probable que lo mismo debió producirse también, poco más o menos, en las otras civilizaciones que se han prolongado hasta nuestra épo­ca; aun hay más probabilidades de que haya sido así, pues­to que ha transcurrido, desde el origen de estas civilizaciones, una sucesión más larga de siglos. Pero aún hay algo más: hasta sin accidente, los manuscritos antiguos pueden des­aparecer de manera por completo natural, normal en cier­to modo, por desgaste puro y simple; en este caso, son reemplazados por otros que necesariamente son de fecha más reciente, y que son los únicos cuya existencia se podrá com­probar en lo sucesivo. Podemos formarnos una idea, en par­ticular, por lo que sucede de manera constante en el mundo musulmán: un manuscrito circula y es transportado, según las necesidades, de un centro de enseñanza a otro, y a veces a regiones muy alejadas, hasta que esté gravemente dañado por el uso hará quedar casi fuera de servicio; se hace entonces una copia tan exacta como es posible, copia que ocupará desde entonces el lugar del antiguo manuscrito, que se utilizará de la misma manera, y ella misma será reemplazada por otra, cuando a su vez se deteriore, y así sucesivamente. Estas sustituciones sucesivas pueden sin duda ser muy enojosas para las investigaciones es­peciales de los orientalistas; pero los que se dedican a ellas no se preocupan de este inconveniente, y, aun si las conocen, no consentirían con seguridad por tan poca cosa en cam­biar su costumbres. Todas estas observaciones son tan evidentes en sí mismas que no valdría quizá la pena el for­mularlas, si el prejuicio que hemos señalado en los orienta­listas no los cegara hasta el punto de ocultarles enteramente esta evidencia.



 Ahora, hay otro hecho que no pueden tener en cuenta, sin estar en desacuerdo con ellos mismos, los partidarios del "método histórico"; es el de que la enseñanza oral precedió casi por todas partes a la enseñanza escrita, y que fue la única en uso durante períodos que pudieron ser muy lar­gos, aunque su duración exacta sea difícilmente determi­nable. De manera general, un escrito tradicional no es, en la mayoría de los casos, más que la fijación relativa­mente reciente de una enseñanza que al principio se trans­mitió por la vía oral, y al cual es muy raro que se le pueda asignar un autor; así pues, aun seguros de estar en posesión del manuscrito primitivo, de lo cual quizá no hay un sólo ejemplo, haría falta saber aún cuánto tiempo había durado la transmisión oral anterior y ésta es una cuestión que arriesga permanecer lo más a menudo sin respuesta. Esta exclusividad de la enseñanza oral pudo tener razones múltiples, y no supone por fuerza la ausencia de escritura, cuyo origen es con seguridad muy lejano, por lo menos bajo la forma ideográfica, cuya forma fonética no es mas que una degeneración causada por una necesidad de simpli­ficación. Se sabe, por ejemplo, que la enseñanza de los Drui­das permaneció siempre exclusivamente oral, aun en una época en la que los Galos conocían con seguridad la escritura, puesto que se servían corrientemente de un alfabeto grie­go en su relaciones comerciales; de modo que la enseñanza druídica no dejó ninguna huella auténtica, y como mu­cho se pueden reconstruir con más o menos exactitud algu­nos fragmentos muy limitados. Sería pues un error creer que la transmisión oral alteró a la larga la enseñanza; dado el interés que presentaba su conservación integral, hay por el contrario razones para pensar que se tomaban las pre­cauciones necesarias para que se mantuviese siempre idén­tica, no sólo en el fondo, sino hasta en la forma; y se pue­de comprobar que este mantenimiento es perfectamente realizable, por lo que acontece hoy todavía en los pueblos orientales, para los cuales la fijación por medio de la escri­tura no acarreó nunca la supresión de la tradición oral ni fue considerada como capaz de suplirla enteramente. Hecho curioso, se admite comúnmente que ciertas obras no fueron escritas desde su origen, se admite principalmente para los poemas homéricos en la antigüedad clásica, para las canciones de gesta en la Edad Media; ¿por qué motivo, pues, no quieren admitir la misma cosa cuando se trata de obras que se refieren, no ya al orden simplemente literario, sino al orden de la intelectualidad pura, en las que la transmisión oral tiene razones mucho más profundas? Es verdadera­mente inútil insistir más sobre el particular, y, en cuanto a estas razones profundas a las cuales acabamos de hacer alusión, no es aquí el lugar de desarrollarlas; tendremos por lo demás la ocasión de decir algunas palabras después.



Queda un último punto que queríamos indicar; el de que, si a menudo es difícil situar exacta­mente en el tiempo cierto período de la existencia de un pueblo antiguo, lo es igualmente, por extraño que esto pueda parecer, situarlo en el espacio. Queremos decir con esto que ciertos pueblos pudieron, en diversas épocas, emigrar de una región a otra, y que nada nos prueba que las obras que dejaron los antiguos Hindúes o los antiguos Persas, por ejemplo, hayan sido todas compuestas en los países donde viven en la actualidad sus descendientes. Más todavía, nada nos lo prueba aun en el caso en que estas obras contengan la designación de ciertos lugares, los nombres de ríos o de montañas que conocemos todavía, porque estos mismos nom­bres pudieron ser aplicados sucesivamente en las diversas regiones en que el pueblo considerado se detuvo durante el curso de sus migraciones. Hay aquí algo de muy natu­ral; ¿los actuales europeos no tienen a menudo la cos­tumbre de dar a las ciudades que fundan en sus colonias y a los accidentes geográficos que en ellas encuentran, nom­bres tomados a su país de origen? Se ha discutido a veces la cuestión de saber si la Hélade de los tiempos homéricos era la Grecia de las épocas más recientes, o si la Palestina bíblica era realmente la región que todavía designamos con este nombre; las discusiones de este género no son quizá tan vanas como se piensa por lo común, y la cuestión se puede plantear, aun cuando en los ejemplos que acabamos de citar es muy probable que deba ser resuelta por la afirmativa. Por el contrario, en lo que concierne a la India védica, hay sobradas razones para responder negativamen­te a una cuestión de este género; los antepasados de los Hindúes debieron, en una época por lo demás indeterminada, habitar una región muy septentrional, ya que, según ciertos textos, sucedió que el sol dio la vuelta al horizonte sin ocultarse; ¿pero cuándo dejaron esta morada primitivas y al cabo de cuántas etapas llegaron de allí a la India actual? Éstas son cuestiones interesantes desde cierto punto de vista, pero que nos contentamos con señalar sin preten­der examinarlas aquí, porque no entran en nuestro asun­to. Las consideraciones que hemos tratado hasta aquí no constituyen más que simples preliminares, que nos han pare­cido necesarios antes de abordar las cuestiones propiamente relativas a la interpretación de las doctrinas orientales; y, para estas últimas cuestiones, que son nuestro objeto principal, todavía nos falta señalar otro género de dificultades.