Hemos indicado ya lo que entendemos por el "prejuicio clásico": es propiamente el prejuicio de atribuir a los Griegos y a los Romanos el origen de toda civilización. No se puede, en el fondo, encontrar en él más razón que ésta: los occidentales, porque su propia civilización no remonta en efecto más allá de la época grecorromana y se deriva de ella casi por completo, se imaginan que así ha debido ser por doquiera, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectualmente, incapaces de franquear el Mediterráneo. Por lo demás, el hábito de hablar de "la civilización", de una manera absoluta, contribuye también en una amplia medida para mantener este prejuicio; "la civilización", entendida así y suponiéndosela única, es algo que no ha existido nunca; en realidad, ha habido siempre y hay todavía "civilizaciones". La civilización occidental, con sus caracteres especiales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente "la evolución de la civilización" no es más que el desarrollo de esta civilización particular desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que por otra parte está muy lejos de haber sido siempre "progresivo" de manera regular y sobre todos los puntos: lo que antes dijimos del pretendido Renacimiento y de sus consecuencias, podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual, que no ha hecho más que agravarse hasta nosotros. Para el que quiera examinar las cosas con imparcialidad, es manifiesto que los Griegos tomaron realmente casi todo de los orientales, por lo menos desde el punto de vista intelectual, como ellos mismos lo confesaron a menudo; por mentirosos que hayan podido ser, al menos no mintieron en este punto, y, por lo demás, no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, dijimos antes, reside en la manera como expusieron las cosas, según una facultad de adaptación que no se les puede negar, pero que necesariamente se encuentra limitada a la medida de su comprensión; es pues, en suma, una originalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los modos de razonamiento, que se derivan de los modos generales del pensamiento y sirven para formularlos, son distintos entre los Griegos y los orientales; hay que tener siempre cuidado cuando se señalan ciertas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado con más o menos exactitud el silogismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distinga por un rigor particular; no parece más riguroso que los demás, excepto a quienes lo frecuentan de modo exclusivo, y esta apariencia sólo proviene de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado y, por lo tanto, mejor definido. Lo que verdaderamente es propio de los Griegos, en cambio, pero no muy en su favor, es cierta sutileza dialéctica de la que los diálogos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cuestión bajo todas sus facetas, tomándola por los aspectos más pequeños, y para terminar en una conclusión más o menos insignificante; hay que creer que los modernos, en Occidente, no son los primeros en estar afectados de miopía intelectual.
No hay motivo quizá, después de todo, para reprochar más de lo debido a los Griegos el que hayan disminuido el campo del pensamiento humano como lo hicieron; por una parte, ésta fue una consecuencia inevitable de su constitución mental, de la que no se les puede considerar responsables, y por otra, de esta manera pusieron por lo menos al alcance de una parte de la humanidad algunos conocimientos que, de otro modo, corrían peligro de serle completamente extraños. Es fácil darse cuenta de esto al ver de lo que son capaces, en nuestros días, los occidentales que se encuentran directamente en presencia de ciertas concepciones orientales, y que tratan de interpretarlas conforme a su propia mentalidad: todo lo que no pueden reducir a formas "clásicas" se les escapa totalmente, y todo lo que reducen a ellas más o menos bien está por lo mismo, desfigurado hasta tal punto que lo hacen irreconocible.
El pretendido "milagro griego", como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o por lo menos, en lo que implica un cambio profundo, este cambio es una decadencia: es la individualización de las concepciones, la sustitución de lo intelectual por lo racional, del punto de vista metafísico por el punto de vista científico y filosófico. Poco importa, por lo demás, que los Griegos hayan sabido mejor que otros dar a ciertos conocimientos un carácter práctico, o que hayan sacado de ellos consecuencias con este carácter, cuando no lo habían hecho los precedentes; hasta está permitido pensar que así dieron al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado, porque el sesgo de su espíritu no les permitió mantenerse sino con dificultad y como por excepción en el dominio de los principios. Esta tendencia "práctica", en el sentido más común de la palabra es una de las que debían irse acentuando en el desarrollo de la civilización occidental y predomina ostensiblemente en la época moderna; no se puede hacer una excepción a este respecto sino en favor de la Edad Media, mucho más orientada hacia la especulación pura.
De una manera general, los occidentales son, por naturaleza, muy poco metafísicos: la comparación de sus lenguas con las de los orientales suministraría por sí sola una prueba suficiente, si los filólogos fueran capaces de discernir realmente el espíritu de las lenguas que estudian. En cambio, los orientales tienen una tendencia muy marcada a desinteresarse de las aplicaciones, y esto se comprende sin dificultad, porque cualquiera que se interese esencialmente en el conocimiento de los principios universales, sólo sentirá un interés muy mediocre por las ciencias especiales, y como mucho puede concederles una curiosidad pasajera, insuficiente en todo caso para provocar numerosos descubrimientos en este orden de ideas. Cuando se sabe, por una certidumbre matemática en cierto modo, y hasta más que matemática, que las cosas no pueden ser distintas de lo que son, se vuelve uno por fuerza desdeñoso de la experiencia, porque la comprobación de un hecho particular, cualquiera que sea, no prueba nunca otra cosa más que la existencia pura y simple de este mismo hecho; cuando mucho, tal comprobación puede servir a veces para ilustrar una teoría, a título de ejemplo, pero de ningún modo para probarla, y creer lo contrario es una grave ilusión. En estas condiciones, no hay evidentemente lugar para estudiar las ciencias experimentales por ellas mismas, y, desde el punto de vista metafísico, no tienen, como el objeto al cual se aplican, más que un valor puramente accidental y contingente; muy a menudo no se experimenta, pues, ni siquiera la necesidad de extraer las leyes particulares, que se podrían, sin embargo, extraer de los principios, a título de aplicación especial en tal o cual dominio determinado, si se encontrara que la cuestión valía la pena. Se puede comprender ya todo lo que separa el "saber" oriental de la "investigación" occidental; pero todavía se asombra uno de que la investigación haya llegado, para los occidentales modernos, a constituir un fin en sí misma, independientemente de sus resultados posibles.
Otro punto que importa esencialmente señalar aquí, y que por lo demás se presenta como un corolario de lo que precede, es que nadie ha estado más lejos que los orientales sin excepción, de tener, como la Antigüedad grecorromana, el culto de la naturaleza; ya que la naturaleza nunca ha sido para ellos más que el mundo de las apariencias; sin duda que estas apariencias, tienen también una realidad, pero sólo es una realidad transitoria y no permanente; contingente y no universal. Así pues, el "naturalismo", bajo todas las formas de que es susceptible, no puede constituir, a los ojos de los hombres que se podría llamar metafísicos por temperamento, más que una desviación y hasta una verdadera monstruosidad intelectual.
Hay que decir, no obstante, que los Griegos, a pesar de su tendencia al "naturalismo", no llegaron nunca a conceder a la experimentación la importancia excesiva que le atribuyen los modernos; se encuentra en toda la Antigüedad, aun occidental, cierto desdén por la experiencia, que acaso seria difícil explicar de otra manera, si no es viendo en ella un vestigio de la influencia oriental, porque perdió en parte su razón de ser en los Griegos, cuyas preocupaciones no eran metafísicas, y para los cuales las consideraciones de orden estético ocupaban muy a menudo el lugar de razones más profundas que se les escapaban. Es pues a estas últimas consideraciones a las que se hace intervenir más a menudo en la explicación del hecho de que se trata; pero pensamos que hay allí, por lo menos en el origen, algo más. De todos modos, esto no impide que se encuentre ya en los Griegos, en cierto sentido, el punto de partida de las ciencias experimentales como las comprenden los modernos, ciencias en las cuales la tendencia "práctica" se une a la tendencia "naturalista", no pudiendo una y otra alcanzar su pleno desarrollo sino en detrimento del pensamiento puro y del conocimiento desinteresado. De manera que, el hecho de que los orientales no se hayan apegado nunca a ciertas ciencias especiales, de ningún modo es signo de inferioridad por su parte, hasta es intelectualmente todo lo contrario; esto es, en suma, una consecuencia normal de que su actividad se haya dirigido siempre en otro sentido y hacia un fin por completo diferente. Son precisamente los diversos sentidos en que se puede ejercer la actividad mental del hombre los que imprimen a cada civilización su carácter propio, determinando la dirección fundamental de su desarrollo; y esto es al mismo tiempo lo que da la ilusión del progreso a los que, no conociendo más que una civilización, ven exclusivamente la dirección en la cual se ha desarrollado y creen que es la única posible, sin darse cuenta de que este desarrollo sobre un punto puede ser ampliamente compensado por una regresión en otros puntos.
Si se considera el orden intelectual, único esencial en las civilizaciones orientales, hay dos razones por lo menos para que los Griegos, bajo este concepto, hayan tomado todo a éstas, esto es, todo lo que vale en sus concepciones: una de estas razones, acerca de la cual hemos insistido más hasta aquí, está tomada de la ineptitud relativa de la mentalidad griega a este respecto; la otra es que la civilización helénica es de fecha mucho más reciente que las principales civilizaciones orientales. Esto es verdad en particular para la India, aunque, allí donde hay ciertas relaciones entre las dos civilizaciones, algunos llevan el "prejuicio clásico" hasta afirmar a priori que es la prueba de una influencia griega. Sin embargo, si tal influencia intervino realmente en la civilización hindú, no pudo ser sino muy tardía y debió necesariamente ser por completo superficial.
Podemos admitir que haya habido, por ejemplo, una influencia de orden artístico, por más que, aun en este punto de vista especial, las concepciones de los Hindúes hayan permanecido siempre, en todas las épocas, por completo diferentes de las de los Griegos; por otra parte, no se encuentran rastros seguros de una influencia de este género más que en una determinada porción, muy restringida a la vez en el espacio y en el tiempo, de la civilización búdica, que no puede ser confundida con la civilización hindú propiamente dicha.
Pero esto nos obliga a decir por lo menos algunas palabras sobre lo que pudieron ser, en la Antigüedad, las relaciones entre pueblos diferentes y más o menos alejados, luego sobre las dificultades que provocan, de manera general, las cuestiones de cronología; tan importantes a los ojos de los partidarios más o menos exclusivos del demasiado famoso "método histórico".