martes, 5 de febrero de 2013
EL FUEGO, DEIDAD UNIVERSAL
Desde los tiempos primitivos, el hombre ha venerado al fuego sobre todos los demás elementos. Hasta el salvaje más inculto parece reconocer en la llama algo que se asemeja estrechamente al volátil fuego que arde en su propia alma. La misteriosa, vibrante, radiante energía del fuego que estaba más allá de su capacidad de análisis; pero, sin embargo, sentía su poder. El hecho de que durante las tormentas el fuego descendía en rayos poderosos desde el cielo, abatiendo árboles y causando destrucción, hizo que los hombres primitivos reconocieran en su furia la ira de los dioses. Luego, cuando el hombre personificó los elementos y creó los numerosos Panteones que ahora existen, colocó en manos de la Suprema Deidad la antorcha, el rayo o la espada flamígera, y sobre su cabeza una corona, cuyas puntas doradas simbolizaban los flamígeros rayos del Sol. Los místicos han descubierto que la adoración del Sol se remonta a la primitiva Lemuria, y la del fuego, a los orígenes de la raza humana. En verdad, el elemento fuego controla hasta cierto punto los reinos animal y vegetal, y es el único elemento que puede subyugar a los metales. Consciente o instintivamente, todo ser viviente honra al astro del día. El mirasol siempre tiende a dar frente al disco solar.
Los Atlantes eran adoradores del Sol, mientras que los indios americanos (restos del antiguo pueblo Atlante) todavía consideran al Sol como representante del Supremo Dador de Luz. Muchos pueblos primitivos creían que el Sol era más bien reflector que fuente de luz, como lo prueba el hecho de que frecuentemente representaban gráficamente al Dios-Sol llevando al brazo un escudo de metal muy bruñido, en el cual estaba cincelada la faz solar. Este escudo retenía la luz del Infinito, reflejándola a todos los lugares del universo. Durante el año, el Sol pasa a través de las doce casas de los cielos, donde, como Hércules, realiza doce labores. La muerte y la resurrección anual del Sol ha sido un tema favorito en innumerables religiones. Los nombres de casi todos los grandes Dioses y Salvadores han estado asociados con el elemento fuego, la luz solar o su correlativa la mística y espiritual luz invisible. Júpiter, Apolo, Hermes, Mitra, Baco, Dionisio, Odín, Buddha, Krishna, Zoroastro, Fo-Hi, Iao, Vishnu, Shiva, Agni, Balder, Híram Abiff, Moisés, Sansón, Jasón, Vulcano, Urano, Alá, Osiris, Ra, Bel, Baal, Nebo, Serapis y el rey Salomón son algunas de las numerosas deidades y superhombres cuyos atributos simbólicos derivan de las manifestaciones del poder solar y cuyos nombres indican su relación con la luz y el fuego.
De acuerdo con los Misterios Griegos, los dioses, contemplando el mundo desde el monte Olimpo, se arrepintieron de haber creado al hombre, y no habiéndole dado nunca a ese ser primitivo un espíritu inmortal, decidieron que nada se perdería si esos disconformes, pendencieros e ingratos humanos fueran completamente destruidos, dejando vacante el lugar que ocupaban para una raza más noble. Pero, al descubrir los planes de los dioses, Prometeo, que encerraba en su corazón un gran amor por la luchadora humanidad, decidió traer al hombre el fuego divino que haría a la raza humana inmortal, de tal forma que ni los dioses podrían destruirla. Así Prometeo voló hacia el hogar del Dios-Sol, y encendiendo una pequeña caña en el fuego solar, la trajo a los hijos de la Tierra, previniéndoles que el fuego debería ser siempre usado para la glorificación de los dioses y el desinteresado servicio de unos a otros. Pero los hombres fueron irreflexivos y egoístas. Tomaron el fuego divino que les había traído Prometeo y lo emplearon para destruirse unos a otros.
Incendiaron las casas de sus enemigos y, con la ayuda del calor, templaron el acero para hacer espadas y armaduras. Se volvieron más egoístas y arrogantes, y desafiaron a los dioses, pero ellos no podían ahora ser destruidos, porque poseían el fuego sagrado. Por su desobediencia, Prometeo (igual que Lucifer) fue encadenado, pero al héroe griego se lo puso en la cima del monte Cáucaso, donde debía soportar a un buitre que le picoteara el hígado hasta que un ser humano lograra dominar el fuego sagrado y se hiciera perfecto.
Esta profecía la cumplió Hércules, que ascendió al Cáucaso, rompió los grilletes de Prometeo y libertó al amigo del hombre que había estado sometido al tormento por larguísimo tiempo. Hércules representa al iniciado, que, como su nombre lo indica, participa de la gloria de la luz. Prometeo es el vehículo de la energía solar. El fuego divino que trajo a los hombres es una esencia mística en su propia naturaleza, que deben regenerar y redimir si quieren liberar de la roca de sus bajas naturalezas físicas, a sus propias almas crucificadas.
De acuerdo con la filosofía oculta, el Sol es en realidad un astro de triple manifestación, siendo dos partes de su naturaleza invisibles. El globo que vemos es meramente la fase más baja de la naturaleza solar y es el cuerpo del Demiurgo o, como la denominan los judíos, Jehová, y los brahmanes, Shiva. Como el Sol está simbolizado por un triángulo equilátero, se dice que los tres poderes del disco solar son iguales. Las tres fases del Sol son llamadas: Voluntad, Sabiduría y Acción. La Voluntad está relacionada con el principio de vida, la Sabiduría con el de la luz, y la Acción o Fricción, con el principio del calor. Por la Voluntad fueron creados los cielos, y la vida eterna continúa en suprema existencia: por la Acción, la fricción y el esfuerzo fue formada la Tierra, y el universo físico modelado por los "Señores del Fuego" pasó gradualmente del estado de fusión a su más ordenada condición actual.
Así se formaron los cielos y la Tierra, pero entre ambos había un gran vacío, porque Dios no comprendía a la Naturaleza y la Naturaleza no comprendía a la Deidad. La falta de intercambio entre estas dos esferas de conciencia era similar al estado de parálisis en que la conciencia reconoce la condición del cuerpo, pero, debido a la falta de conexión nerviosa, es incapaz de gobernar o dirigir las actividades corporales. Por lo tanto, entre la vida y la acción vino un mediador, que fue llamado Luz o Inteligencia. La Luz participa tanto de la vida como de la acción: es la esfera de unión. La Inteligencia ocupó el espacio entre el cielo y la Tierra; por su intermedio el hombre supo de la existencia de su Dios, y Dios comenzó a subvenir a las necesidades de los hombres. Mientras la vida y la acción eran simples substancias, la luz era un compuesto, porque la parte invisible de la luz era de la naturaleza del cielo, y la visible, de la naturaleza de la Tierra. A través de las edades se dice que esta luz estuvo corporizándose. Aunque estos cuerpos testimonian esa luz, la gran verdad espiritual tras ese símbolo de luz corporizada, es que en el alma de toda criatura dentro de cuya mente nace la inteligencia, mora un espíritu que asume la naturaleza de esta inteligencia. Todo hombre o mujer verdaderamente inteligente que está trabajando para difundir la luz en el mundo es Cristianado o Iluminado por la labor misma que está tratando de realizar. El hecho de que la luz (inteligencia) participe a la vez de las naturalezas de Dios y de la Tierra es probado por los hombres dados a las personificaciones de esta luz, porque unas veces son llamados los "Hijos del Hombre" y otras los "Hijos de Dios".
Al iniciado en los Misterios se le enseñaba siempre la existencia de tres soles, el primero de los cuales - el vehículo de Dios-Padre iluminaba y fervorizaba su espíritu; el segundo - el vehículo de Dios-Hijo - desarrollaba y expandía su mente; y el tercero - el vehículo de Dios-Espíritu Santo - nutría y fortalecía su cuerpo. La luz no es solamente un elemento físico, sino también mental y espiritual, y se enseñaba al discípulo en el templo a reverenciar al Sol invisible mucho más que al visible, porque toda cosa visible es sólo el efecto de lo invisible o causal, y como Dios es la Causa de todas las Causas, É1 mora en el Mundo invisible de la Causación.
Apuleyo, cuando fue iniciado en los Misterios, vio el Sol brillando a medianoche, ya que las cámaras del templo estaban brillantemente iluminadas, aunque no había en ellas lámpara alguna. El Sol invisible no está limitado por las paredes ni siquiera por la superficie misma de la Tierra, porque siendo sus rayos de intensidad vibratoria más elevada que la substancia física, su luz pasa sin obstáculos a través de todos los planos de la substancia material. Para aquéllos capaces de ver la luz de estos astros espirituales no hay obscuridad, porque están en presencia de la luz infinita, y a medianoche pueden ver el Sol brillando bajo sus pies.
Mediante una de las perdidas artes de la antigüedad, los sacerdotes del templo podían fabricar lámparas que ardían por siglos sin que se necesitara alimentarlas. Esas lámparas se parecían a las llamadas "lámparas virginales", o sea las llevadas por las Vírgenes Vestales. Eran algo más pequeñas que la mano humana y, según documentos que se conservan, sus mechas eran de amianto. Se ha sostenido que estas lámparas ardieron durante mil o más años. Una de ellas fue encontrada en la tumba de Christian Rosencreutz, la cual había estado encendida 120 años sin que su provisión de combustible pareciera haber disminuido. Se supone que estas lámparas, (las cuales, incidentalmente, ardían en urnas herméticamente selladas, sin ayuda del oxígeno) estaban constituidas en tal forma que el calor de la llama extraía de la atmósfera alguna substancia que reemplazaba al combustible original tan pronto como el misterioso aceite se consumía.
Hargrave Jennings ha coleccionado numerosas referencias respecto a las épocas y lugares en que se encontraron esas lámparas. En la mayoría de los casos, sin embargo, se apagaron tan pronto como fueron sacadas de sus urnas o si no se rompían en forma misteriosa, de manera que nunca se pudo descubrir su secreto. Con respecto a estas lámparas, el señor Jennings escribe: "Se afirma que los romanos mantuvieron lámparas en sus sepulcros durante edades por medio de la oleaginosidad del oro, convertido por medios herméticos en una substancia líquida; y se cuenta que al ser disueltos monasterios, en el tiempo de Enrique VIII, fue encontrada una lámpara que había estado ardiendo en una tumba aproximadamente desde el siglo III después de Jesucristo, o sea cerca de mil doscientos años. Dos de estas lámparas subterráneas pueden verse en el Museo de Rarezas de Leyden, en Holanda. Una de estas lámparas fue encontrada durante el papado de Pablo III, en la tumba de Tullia, la hija de Cicerón que había estado completamente cerrada durante 1550 años".
Fuente. Manly Hall