martes, 27 de noviembre de 2012

El Anam cara - II








El Anam cara
La tradición celta posee una hermosa concepción del amor y la amistad. Una de sus ideas fascinantes es la del amor del alma, que en gaélico antiguo es anam cara, «Anam» signi­fica «alma» en gaélico, y «cara» es «amistad». De manera que «anam-cara» en el mundo celta es el «amigo espiritual». En la iglesia celta primitiva se llamaba anam cara a un maestro, compañero o guía espiritual. Al principio era un confesor» a quien uno revelaba lo más íntimo y oculto de su vida. Al anam cara se le podía revelar el yo interior, la mente y el co­razón. Esta amistad era un acto de reconocimiento y arrai­go. Cuando uno tenía un anam cara, esa amistad trascen­día las convenciones, la moral y las categorías. Uno estaba unido de manera antigua y eterna con el amigo espiritual. Esta concepción celta no imponía al alma limitaciones de espacio ni tiempo. El alma no conoce jaulas. Es una luz divina que penetra en ti y en tu otro. Este nexo despertaba y fomenta­ba una camaradería profunda y especial. Juan Casiano dice en sus Colaciones que este vínculo entre amigos es indisolu­ble: «Esto, digo, es lo que no puede romper ningún azar, lo que no puede cortar ni destruir ninguna porción de tiem­po o de espacio; ni siquiera la muerte puede dividirlo».

En la vida todos tienen necesidad de un anam cara, un «amigo espiritual». En este amor eres comprendido tal como eres, sin máscaras ni pretensiones. El amor permite que nazca la comprensión, y ésta es un tesoro invalorable. Allí donde te comprenden está tu casa. La comprensión nutre la pertenencia y el arraigo. Sentirte comprendido es sentirte libre para proyectar tu yo sobre la confianza y protección del alma del otro. Pablo Neruda describe este reco­nocimiento en un bello verso: «Eres como nadie porque te amo».

 Este arte del amor revela la identidad especial y sa­grada de la otra persona. El amor es la única luz que puede leer realmente la firma secreta de la individualidad y el alma del otro. En el mundo original, sólo el amor es sabio, sólo él puede descifrar la identidad y el destino.

El anam cara es un don de Dios. La amistad es la natu­raleza de Dios. La idea cristiana de Dios como Trinidad es la más sublime expresión de la alteridad y la intimidad, un intercambio eterno de amistad. Esta perspectiva pone al descubierto el bello cumplimiento del anhelo de inmorta­lidad que palpitaba en las palabras de Jesús: «Os llamo amigos». Jesús, como hijo de Dios, es el primer Otro del universo; es el prisma de toda diferencia. Es el anam cara se­creto de todos los individuos. Con su amistad penetramos en la tierna belleza y en los afectos de la Trinidad. Al abra­zar esta amistad eterna nos atrevemos a ser libres. En toda la espiritualidad celta hay un hermoso motivo trinitario. Esta breve invocación lo refleja:
Los Tres Sacrosantos mi fortaleza son, que vengan y rodeen mi casa y mi fogón.
Por consiguiente, el amor no es sentimental. Por el contrario, es la forma más real y creativa de la presencia humana. El amor es el umbral donde lo divino y la presen­cia humana fluyen y refluyen hacia el otro.


La naturaleza sagrada de la intimidad
Nuestra cultura está obsesionada por el concepto de rela­ción. Todo el mundo habla de ello. Es un tema constante en la televisión, el cine y los medios de información. La tec­nología y los medios no unen el mundo. Pretenden crear un mundo unido por redes electrónicas, pero en realidad sólo ofrecen un mundo simulado de sombras. Por eso nuestro mundo humano se vuelve más anónimo y solita­rio. En un mundo donde el ordenador reemplaza el en­cuentro entre seres humanos y la psicología reemplaza a la religión, no es casual que exista semejante obsesión por las relaciones. Desgraciadamente, el término mismo se ha con­vertido en un centro vacío en torno del cual nuestra sed so­litaria anda hurgando en busca de calor y comunión. El lenguaje público de la intimidad es en gran medida hue­co y sus repeticiones incesantes suelen delatar la falta total de aquélla. La verdadera intimidad es una vivencia sagrada. Jamás exhibe su confianza y comunión secretas ante el ojo escopófilo de una cultura de neón. La intimidad verdadera es propia del alma, y el alma es discreta.

La Biblia dice que nadie puede vivir después de ver a Dios. Extrapolando esto, podría decirse que nadie puede vivir después de verse a sí mismo. A lo sumo se puede in­tuir la propia alma. Se pueden vislumbrar su luz, colores y contornos. Experimentar la inspiración de sus posibilida­des y la maravilla de sus misterios. En la tradición celta, y en especial en la lengua gaélica, existe una fina intuición de que el acercamiento a otra persona debe encarnar un acto sa­grado. En gaélico no existe nuestro «hola». Cuando uno se encuentra con otro, se intercambian bendiciones. Uno dice:

Día dhuit, «Dios sea contigo». El otro responde: Día is Muire dhuit, «Dios y María sean contigo». Cuando se separan, uno dice: Go gcumhdai Dia thu, «Que Dios venga en tu ayuda», o Gogcoinne Día thu, «Dios te guarde». El rito del encuen­tro comienza y termina con bendiciones. A lo largo de una conversación en gaélico se reconoce explícitamente la presencia divina en el otro. Este reconocimiento también está plasmado en antiguos dichos, tales como «la mano del forastero es la mano de Dios». La llegada del forastero no es casual; trae un don y un esclarecimiento particulares.

El misterio del acercamiento

Desde hace años tengo ganas de escribir un cuento sobre un mundo en el cual cada uno conocería a una sola persona durante toda su vida. Lógicamente, para dibujar ese mun­do, este postulado debería prescindir de consideraciones biológicas. Uno tendría que guardar años de silencio ante el misterio de la presencia en el Otro, antes de poder acer­carse. En toda su vida uno no encontraría más que un par de personas a lo sumo. Esta idea adquiere mayor realidad si uno pasa revista a su vida y distingue los amigos de los co­nocidos. No son lo mismo. La amistad es un vínculo más profundo y sagrado. Shakespeare lo dice con una frase muy bella: «Los amigos que tienes y su atención probada, sujé­talos a tu alma con argollas de acero.» Un amigo es un teso­ro increíblemente valioso. Es un ser amado que despierta tu vida para liberar las posibilidades salvajes que hay en ti.

Irlanda es un país de ruinas. Las ruinas no están vacías. Son lugares sagrados que rebosan de presencias. Un amigo mío, sacerdote en Conamara, pensaba construir una playa de estacionamiento junto a su iglesia. Cerca había una rui­na, abandonada desde hacía cincuenta o sesenta años. Fue a ver al hombre cuya familia había vivido allí años antes y le pidió que le cediera las piedras para los cimientos. El hom­bre se negó. 

Cuando el sacerdote preguntó por qué, respon­dió: Ceard a dheanfadh anamacha mo mhuinitire ansin?, es decir, «¿qué sería de las almas de mis antepasados?». Que­ría decir que incluso en unas ruinas largamente abandona­das, las almas de quienes las habían habitado poseían una afinidad y apego particulares al lugar. La vida y pasión de una persona dejan su impronta en el éter. El amor no per­manece enclaustrado en el corazón, sino que sale a cons­truir tabernáculos secretos en el paisaje.
Diarmad y Gráinne
Por toda Irlanda se ven bellas piedras llamadas dólmenes. Se trata de dos enormes bloques de piedra caliza colocadas paralelamente. Sobre ellas se pone otra a manera de techo. La tradición celta las llama leaba Dhiarmada agus Gráinne, es decir, «cama de Diarmad y Gráinne». Dice la leyenda que Gráinne era la compañera de un jefe de los Fianna, los viejos soldados celtas. Se enamoró de Diarmad, los dos hu­yeron y los fianna los persiguieron por todo el país. Los animales les daban refugio, y personas sabias les daban consejos para eludir a sus perseguidores. Se les dijo que no debían pasar más de dos noches en un lugar.
 Pero se decía que donde se detenían a descansar, Diarmad construía un dolmen para su amada. Las investigaciones arqueológicas han revelado que eran las tumbas de los jefes. La leyenda es más interesante y vibrante. Es una bella imagen de la sensa­ción de impotencia que suele acompañar al amor. Cuando uno se enamora, se desvanecen el sentido común, la raciona­lidad y la personalidad seria, discreta y respetable. Uno vuelve a ser adolescente; hay un fuego nuevo en su vida. Uno está revitalizado. Cuando no hay pasión, el alma está dormida o au­sente. Cuando la pasión despierta, el alma vuelve a ser Jo­ven y libre, vuelve a danzar.
 La vieja leyenda celta nos muestra el poder del amor y la energía de la pasión. Uno de los poe­mas más elocuentes sobre la transfiguración de la vida por este anhelo es el Anhelo dichoso de Goethe:
No se lo digáis a nadie, sino tan sólo a los sabios, que el vulgo siempre propende a la burla y el sarcasmo;
pero al que ansía consumirse en la llama, yo lo alabo. En el frescor de las noches amorosas, en el trueque plácido de las caricias, al ver la vela que esplende y el cuarto alumbra tranquila, un extraño sentimiento más de una vez te acomete. No quisieras seguir preso en la sombra y las tinieblas, y de una vida más alta un ansia sientes violenta. Para ti no hay ya distancias: suelto y libre alzas el vuelo hacia la llama, y al fin, igual que la mariposa, en ella abrasas tu cuerpo. Que mientras en ti cumplido no veas el «¡Muere y transfórmate!», serás en la oscura tierra no más que un huésped borroso que vaga entre las tinieblas.
(Trad. de R. Cansinos Asséns)
El poema expresa la maravillosa fuerza espiritual que es el centro del anhelo y sugiere la gran vitalidad oculta en él. Cuando uno cede a la pasión creativa, ésta lo transporta a los umbrales últimos de la transfiguración y la renovación. Este crecimiento causa dolor, pero es dolor sagrado. Hu­biera sido mucho más trágico evitar cautelosamente estas profundidades para quedar anclado en la superficie lustro­sa de la banalidad.

El amor como reconocimiento antiguo
La verdadera amistad o el amor no se fabrican ni conquis­tan. La amistad siempre es un acto de reconocimiento. Esta metáfora se puede hundir en la naturaleza arcillosa del cuerpo humano. Cuando encuentras a la persona que amas, un acto de reconocimiento antiguo os reúne. Es como si millones de años antes de que la naturaleza rompiera su si­lencio, su arcilla y la tuya yacieran juntas. Luego, en el ciclo de las estaciones, esa arcilla única se dividió y separó. Cada uno se alzó como formas individuales de arcilla que aloja­ban su individualidad y destino. Sin saberlo, vuestras me­morias secretas lloraban la ausencia mutua.
 Mientras vues­tros seres de arcilla deambulaban durante miles de años por el universo, el anhelo del otro nunca decayó. Esta me­táfora permite explicar cómo se reconocen súbitamente dos almas en el momento de la amistad. Puede ser un en­cuentro en la calle, en una fiesta, en una conferencia, una presentación banal, y en ese momento se produce el rayo del reconocimiento que enciende las brasas de la afinidad. Se produce un despertar, una sensación de conocimiento antiguo. Entráis. Habéis regresado a casa por fin.

En la tradición clásica esto encuentra una expresión maravillosa en el Simposio, mágico diálogo de Platón so­bre la naturaleza del amor. Platón vuelve al mito de que en el principio los humanos no eran individuos singula­res. Cada persona era dos seres en uno. Luego se separaron; por consiguiente, uno pasa la vida buscando su otra mitad. Al encontrarse, se descubren por medio de este acto de reconocimiento. En la amistad se cierra un círculo antiguo. Lo que hay de antiguo entre ambos os cuidará, abrigará y unirá. Cuando dos personas se enamoran, pasan de la so­ledad del exilio a la casa única de su comunión. En las bodas corresponde reconocer la grada del destino que per­mitió el encuentro de estas dos personas. Cada una reconoció en la otra a aquella en la cual su corazón encontraría refu­gio. El amor jamás debe ser una carga, porque hay algo más entre ambos que la presencia mutua.

El círculo de comunión

Para reflejar esto se necesita una palabra más vibrante que la tan trillada «relación». Las frases como «se cierra un círculo antiguo» y «un anhelo antiguo despierta y toma conciencia de sí» ayudan a revelar el significado profundo y el misterio del encuentro. Expresan en el lenguaje sacro del alma la unicidad y la intimidad del amor. Cuando dos personas se aman, se genera una tercera fuerza entre ellas. Una amistad interrumpida no siempre se restaura con horas interminables de análisis y consejos. Es necesario modificar el ritmo de los encuentros y reanudar el contactó con la antigua comunión que los reunió. Esta antigua afi­nidad os mantendrá unidos si invocáis su poder y su pre­sencia. Dos personas realmente despiertas habitan un círculo de comunión. Han despertado una fuerza más an­tigua que los envolverá y abrigará.

La amistad exige que se la alimente. La gente suele de­dicar su atención principalmente a los hechos de la vida, su situación, trabajo y categoría social. Vuelcan sus mayores energías al hacer. El Maestro Eckhart escribió bellas pala­bras sobre esta tentación. Según él, muchas personas se preguntan dónde deberían estar y qué deberían hacer, cuando en realidad deberían preocuparse por cómo ser. El amor es el lugar de mayor ternura en tu vida. En una cultura preocupada por las rigideces y definiciones nítidas, y que por consiguiente le exaspera el misterio, es difícil sus­traerse a la transparencia de la luz falsa para entrar en el te­nue resplandor del mundo del alma. Acaso la luz del alma es como la de Rembrandt, esa luz rojiza, dorada, que carac­teriza su obra. Esta luz crea una sensación de volumen y sustancia en las figuras sobre las cuales derrama su suave resplandor.

El kaliyana mitra

La tradición budista concibe la amistad según la bella idea del kaliyana mitra, el «amigo noble». Tu kaliyana mitra, le­jos de admitir tus pretensiones, te obligará, con dulzura y mucha firmeza, a afrontar tu ceguera. Nadie puede ver su vida íntegramente. Así como la retina del ojo tiene un pun­to ciego, el alma tiene un lado ciego que no puedes ver. Por eso dependes del ser amado, que ve lo que tú no puedes ver. Tu kaliyana mitra es el complemento benigno e indis­pensable de tu visión. Semejante amistad es creativa y críti­ca; está dispuesta a recorrer territorios escabrosos y acci­dentados de contradicción y sufrimiento.

Uno de los anhelos más profundos del alma humana es el de ser visto. En el antiguo mito, Narciso ve su cara re­flejada en el agua y queda obsesionado por ella. Desgracia­damente, no hay espejo en el que puedas ver el reflejo de tu alma. Ni siquiera puedes verte de cuerpo entero. Si miras detrás de ti, pierdes de vista el frente. Tu yo jamás te verá ínte­gramente. Aquel que amas, tu anam cara, tu alma gemela, es el espejo más fiel de tu alma. La intregridad y la claridad de la amistad verdadera dibuja el contorno real de tu espíritu. Es hermoso contar con semejante presencia en tu vida.

El alma como eco divino

Tanto amor y comunión están a nuestro alcance porque el alma contiene el eco de una intimidad primordial. Cuando hablan de cosas primordiales, los alemanes emplean el tér­mino ursprungliche Dinge: «cosas originales». Hay una Ur-Intimitat in der Seele, es decir, «una intimidad primordial en el alma»; este eco está en todos. El alma no se inventó a sí misma. Es una presencia del mundo divino, donde la inti­midad no tiene límites ni barreras.

No puedes amar a otro si no estás empeñado al mismo tiempo en la obra espiritual, hermosa pero difícil, de aprender a amarte a tí mismo. Cada uno de nosotros tiene al nivel del alma un manantial enriquecedor de amor. En otras palabras, no necesitas buscar fuera de ti el significado del amor. Esto no es egoísmo ni narcisismo, obsesiones ne­gativas sobre la necesidad de ser amado. Por el contrario, es el manantial del amor en el corazón. Por su necesidad de amor, las personas que llevan una vida solitaria suelen tro­pezar con este gran manantial interior. Aprenden a despertar con sus murmullos la profunda fuente interior de amor. No se trata de obligarte a amarte a ti mismo, sino de ser re­servado, de incitar a ese manantial de amor que constituye tu naturaleza más profunda a surcar toda tu vida. Cuando esto sucede, la tierra endurecida de tu interior vuelve a ablandarse. La falta de amor lo endurece todo. No hay mayor so­ledad en el mundo que la del que se ha vuelto duro o frío. El resentimiento y la frialdad son la derrota final.

Si descubres que te has endurecido, uno de los dones que debes otorgarte es el del manantial interior. Incita a esta fuente interior a que se libere. Remueve el sarro dentro de ti a fin de que poco a poco, en una bella osmosis esas aguas nutricias penetren e inunden la arcilla endurecida de tu cora­zón. Donde antes había tierra dura, yerma, impermeable, muerta, ahora hay crecimiento, color, nutrición y vida que fluyen del hermoso manantial del amor. Ésta es una de las formas más fecundas de transfigurar la negatividad que hay en nosotros.

Se te envía aquí a aprender a amar y recibir amor. El mayor don que el nuevo amor trae a tu vida es el despertar del amor oculto en tu interior. Te vuelve independiente. Ahora puedes acercarte al otro, no por necesidad ni con el aparato agotador de la proyección, sino por auténtica inti­midad, afinidad y comunión. Es una liberación. El amor debería liberarte. Te liberas de esa necesidad ávida y abra­sadora que te impulsa continuamente a buscar afirmación, respeto y significación en cosas y personas fuera de ti. Ser santo es hallar la propia patria, poder descansar en esa casa de comunión y arraigo que llamamos alma.

El manantial de amor interior

Puedes buscar el amor en lugares remotos y yermos. Es un gran consuelo saber que hay un manantial de amor dentro de ti. Si confías en que ese manantial existe, podrás incitarlo a despertar. El siguiente ejercido podría ayudarte a adquirir conciencia de que eres capaz de hacerlo. Cuando estés a so­las o tengas un intervalo, concéntrate en el manantial en la raíz de tu alma. Imagina ese caudal nutricio de comunión, sosiego, paz y alegría. Con tu imaginación visual, siente cómo las aguas refrescantes penetran en la tierra árida de ese lado desatendido de tu corazón. Es bueno imaginarlo momentos antes de dormir. Así, durante la noche, serás bañado constantemente por ese caudal fecundo de comu­nión. Al despertar, al alba, sentirás tu espíritu bañado de un gozo bello y sereno.

Una de las cosas más valiosas que debes conservar en la amistad y el amor es tu propia diferencia. Lo que suele su­ceder dentro de un círculo de amor es que uno tiende a imitar al otro o a imaginarse recreado a su semejanza. Si bien esto puede ser indicio de un deseo de entrega total, es a la vez destructivo y peligroso. Conocí a un anciano en una isla frente a la costa occidental de Irlanda. Tenía un hobby pe­culiar. Coleccionaba fotos de parejas de recién casados. Luego obtenía una foto de la misma pareja diez años des­pués. Con ésta demostraba cómo un miembro de la pareja empezaba a parecerse al otro. En las relaciones suele aparecer una fuerza homogeneizante sutil y perniciosa. Lo irónico es que la atracción entre las personas suele de­berse a las diferencias. Por eso es necesario conservar y ali­mentarlas.

El amor es también una fuerza luminosa y nutricia que te libera para que habites plenamente tu diferencia. No hay que imitarse mutuamente ni mostrarse defensivo o protector en presencia del otro. El amor debe alentarte y liberarte para que realices plenamente tu potencial.

Para conservar tu diferencia en el amor, debes darle mucho espacio a tu alma. Es interesante notar que en hebreo, una de las primeras palabras que significa salvación tam­bién significa espacio. Si naciste en una granja, sabes que el espacio es vital, sobre todo para sembrar. Si plantas dos ár­boles muy juntos, se ahogarán mutuamente. Lo que crece necesita espacio. Dice Khalil Gibran: «Que haya espacio en vuestra unión.» El espacio permite que esa diferencia que eres Tú encuentre su propio ritmo y contorno. Yeats habla de «un pequeño espacio para que lo colme el aliento de la rosa». Una de las bellas áreas del amor donde el espacio es más hermoso es el acto del amor. El amado es aquel a quien puedes dar tus sentidos en la plenitud del gozo, sabien­do que los acogerá con ternura. Puesto que el cuerpo está dentro del alma, ésta lo baña con su luz, suave y sagrada. Hacer el amor con alguien no debe ser un acto pura­mente físico o de liberación mecánica. Debe abarcar la raíz espiritual que despierta cuando penetras en el alma de otra persona.

El alma es lo más íntimo de una persona. La conoces antes de conocer su cuerpo. Cuando alma y cuerpo son uno, penetras en el mundo del otro. Si uno pudiera corresponder de manera tierna y reverente a la hondura y belleza de ese encuentro, extendería hasta lo indecible las posibili­dades de gozo y éxtasis del acto de amor. Esto liberaría en ambos el manantial interior del amor más profundo. Los reuniría externamente con la tercera fuerza de luz, el círcu­lo antiguo, lo primero que une las dos almas.

Fuente: John O"donohue