CARTA VII
Me mandasteis una carta diciéndome que debía estar
convencido de que vuestra manera de pensar coincidía con la de Dión y que, precisamente
por ello, me invitabais a que colaborara con vosotros en la medida de lo
posible, tanto con las palabras como con los hechos: Pues bien, en lo que a mí
se refiere, yo estoy dispuesto a colaborar si, efectivamente, tenéis las mismas
ideas y las mismas aspiraciones que él, pero, de no ser así, tendré que
pensármelo muchas veces. Yo podría hablar de sus pensamientos y de sus
proyectos, no por mera conjetura, sino con perfecto conocimiento de causa. En
efecto, cuando yo llegué por primera vez a Siracusa, tenía cerca de cuarenta
años; Dión tenía la edad que ahora tiene Hiparino, y las convicciones que tenía
entonces no dejó de mantenerlas durante toda su vida: creía que los siracusanos
debían ser libres y debían regirse por las leyes mejores, de modo que no es
nada sorprendente que algún dios haya hacho coincidir sus ideales políticos con
los de aquél. Merece la pena que tanto os jóvenes como los que no lo son se
enteren del proceso de gestación de estos ideales; por ello voy a intentar
explicároslo desde el principio, ya que las circunstancias presentes me dan
ocasión para ello.
Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a
otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera
dueño de mis actos, y las circunstancias en que se me presentaba la situación
de mi país eran las siguientes: al ser acosado por muchos lados el régimen político
entonces existente, se produjo una revolución; al frente de este cambio
político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres: once en la ciudad
y diez en el Pireo ( unos y otros encargados de la administración pública en el
ágora y en los asuntos municipales), mientras que treinta se constituyeron con
plenos poderes como autoridad suprema. Ocurría que algunos eran parientes y
conocidos míos y, en consecuencia, me invitaron al punto a colaborar en
trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar,
dada mi juventud: yo creí que iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen
injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención
en ver lo que podía conseguir. En realidad lo que ví es que, en poco tiempo,
hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas, enviaron a mi
querido y viejo amigo Sócrates, de quien no tendría ningún reparo en afirmar
que fue el hombre más justo de su época, para que, acompañado de otras
personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a su ejecución,
con el fin evidente de hacerle cómplice de sus actividades criminales tanto si
quería como si no. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de
peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, como decía,
todas estas cosas y aun otras de la misma gravedad, me indigné y me abstuve de
las vergüenzas de aquella época. Poco tiempo después cayó el régimen de los
Treinta con todo su sistema político. Y otra vez, aunque con más tranquilidad,
me arrastró el deseo de dedicarme a la actividad política.
Desde luego, también
en aquella situación, por tratarse de una época turbulenta, ocurrían muchas
cosas indignantes y no es nada extraño que, en medio de una revolución, algunas
personas se tomaran venganzas excesivas de sus enemigos. Sin embargo los que
entonces se repatriaron se comportaron con una gran moderación. Pero la
casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer
ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates, ya citado, y presentaran contra él
la acusación más inicua y más inmerecida: en efecto, unos hicieron comparecer,
acusado de impiedad, y otros condenaron y dieron muerte al hombre que un día se
negó a colaborar en la detención ilegal de un amigo de los entonces
desterrados, cuando ellos mismos sufrían la desgracia del exilio. Al observar
yo estas cosas y ver a los hombres que llevaban la política, así como las leyes
y las costumbres, cuanto más atentamente lo estudiaba y más iba avanzando en
edad, tanto más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Por
una parte, no me perecía que pudiera hacerlo sin ayuda de amigos y
colaboradores de confianza, y no era fácil encontrar a quienes lo fueran, ya
que la ciudad no se regía según las costumbres y usos de nuestros antepasados,
y era imposible adquirir otro nuevos con alguna facilidad. Por otra parte,
tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban corrompiendo hasta tal
punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo para trabajar
en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver que todo iba
a la deriva por todas partes, acabé por marearme. Sin embargo, no dejaba de
reflexionar sobre la posibilidad de mejorar la situación y, en consecuencia,
todo el sistema político, pero sí dejé de esperar continuamente kas ocasiones
para actuar, y al final llegué a comprender que todos los Estados actuales
están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma
extraordinaria unida a felices circunstancias. Entonces me sentí obligado a
reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es
posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como
en la privada. Poe ello, no cesarán los males de género humano hasta que ocupen
el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en
las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos, gracias a un especial favor
divino.
Ésta es la manera de ver las cosas que yo tenía cuando
llegué por primera vez a Italia y a Sicilia. En aquella ocasión no me gustó en
absoluto la clase de vida allí considerada feliz, atiborrada de banquetes a la
manera italiana y siracusana; hinchándose de comer dos veces al día, no dormir
nunca sólo por la noche, y todo lo que acompaña a este género de vida. Pues con
tales costumbres no hay hombre bajo el cielo que, viviendo esta clase de vida
desde su niñez, pueda llegar a ser sensato (nadie podría tener una naturaleza
tan maravillosamente equilibrada): ni siquiera podría ser prudente, y, desde
luego, lo mismo podría decirse de las otras virtudes. Y ninguna ciudad podría
mantenerse tranquila bajo las leyes, cualesquiera que sean, con hombres
convencidos de que deben dilapidar todos sus bienes en excesos y que crean que
deben permanecer totalmente inactivos en todo lo que no sean banquetes, bebidas
o esfuerzos en busca de placeres amorosos. Forzosamente, tales ciudades nunca
dejarán de cambiar de régimen entre tiranías, oligarquías y democracias, y los
que mandan en ellas ni soportarán siquiera oir el nombre de un régimen político
justo e igualitario.
Durante mi viaje a Siracusa, yo me hacía estas
consideraciones, añadidas a las anteriores, tal vez guiado por el destino.
Parece, en efecto, que algún dios preparaba entonces el principio de los
sucesos que ahora han ocurrido, referentes a Dión y a Siracusa, y todavía
pueden temerse males mayores en el caso de que no atendáis mis instrucciones al
actuar como consejero por segunda vez. Pues bien, ¿Cómo puedo decir que mi
llegada a Sicilia fue el principio de todo lo que ocurrió? Al entablar entonces
yo relaciones con Dión, que era un joven, y explicarle en mis conversaciones lo
que me parecía mejor para los hombres, aconsejándolo que lo pusiera en
práctica, es posible que no me diera cuenta de que de alguna manera estaba
preparando inconscientemente la futura caída de la tiranía.