martes, 28 de mayo de 2013

LA TIERRA EN EL COSMOS







La primera comunidad de estudiosos que se dedicó a observar los cielos de forma sistemática fue la Academia ateniense, origen de las actuales universidades. Allí también se impartían otras disciplinas relacionadas con la astronomía, como la geometría y la aritmética, además de dialéctica y música. Esta última materia, en realidad, también se consideraba entonces emparentada con los cuerpos celestes y, más en concreto, con los armoniosos movimientos de sus órbitas. Se trata de una idea pitagórica que tuvo gran aceptación: muchos siglos después, el gran astrónomo Johannes Kepler aún dedicaría una de sus principales obras ala música de las esferas.

La Academia debe su nombre a que se levantaba fuera de las murallas de Atenas, en los jardines del héroe Academos, rival mitológico de Teseo, quien perdió a su amada a manos de la diosa lunar Artemisa. El noble Arístocles de Atenas, más conocido como Platón, fundó esta escuela en 387 a. de C. Allí estudió durante veinte años Aristóteles, quien después fundaría su propio Liceo, pero no sin antes heredar de su maestro una visión de la astronomía que perduraría hasta la edad moderna. Según ambos pensadores -que no estaban de acuerdo en casi nada más-, la Luna no era en absoluto equiparable a nuestro planeta, sino que se trataba de un cuerpo perfecto y puro,perteneciente al mundo supraterrenal.


Desde el punto de vista científico, la tesis suponía un gran paso atrás respecto a las agudas observaciones de Anaxágoras de Clazomene, pero tanto Platón como Aristóteles consideraban que la descripción de la naturaleza tenía que ser coherente con la metafísica y estar supeditada a ella. Tanto la Academia como el Liceo florecieron durante siglos y albergaron a grandes pensadores, hasta que, en el año 529, ambas fueron absorbidas por el Imperio romano, por orden del emperador bizantino Justiniano I. Aunque la astronomía desarrollada en la Academia y el Liceo prolongaría su influjo durante más de un milenio, en gran parte gracias a los trabajos de Eudoxo de Cnido, contemporáneo de Platón y primero en establecer con exactitud la duración del año.

Nacido en el 408 a. de C., Eudoxo fue uno de los primeros astrónomos en oponerse a los horóscopos y la astrología, aunque no porque no creyese en la adivinación, sino más bien porque se dio cuenta de que los movimientos de los orbes eran mucho más complejos de lo que suponían los expertos en esta actividad. "Cuando creen hacer previsiones acerca de la vida de un ciudadano con sus horóscopos, basados en la fecha de su nacimiento, no debemos dar crédito alguno. Las influencias de los astros son tan complicadas de calcular que no existe hombre en la faz de la Tierra que lo pueda hacer", argumentaba.

Tras abandonar Atenas, Eudoxo fundó su propia Escuela de Filosofía, Matemáticas y Astronomía en su ciudad natal, para la que también redactó una constitución democrática. Levantó un observatorio en su ciudad y otro cerca de Heliópolis, a orillas del Nilo, desde donde estudió los cielos, los cambios meteorológicos de la atmósfera y las subidas y bajadas del río. Pero antes dejó construido en la Academia un artilugio con esferas concéntricas y transparentes que representaban los movimientos de la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas. Todos ellos giraban sobre dichas esferas y alrededor de la Tierra, que era también esférica pero permanecía inmóvil en el interior del ingenio. Eudoxo se las arregló para dar cuenta de los movimientos de todos los cuerpos celestiales conocidos con solo cuatro esferas, pero este modelo del cosmos causó una honda impresión en Aristóteles, quien lo desarrolló hasta incluir en él cincuenta y cinco esferas de cristal.

La diferencia entre el modelo de Eudoxo y el de Aristóteles no es solo cuantitativa, sino también cualitativa. Se cree que Eudoxo diseñó su sistema de esferas como un mero recurso práctico que le permitiera entender las órbitas de los astros. Para Aristóteles, en cambio, las esferas eran una realidad material: existían en el cosmos y estaban compuestas por éter, el elemento ligero y puro que llenaba el firmamento. La idea de este supuesto material, que jamás ha existido, no sería desechada del todo hasta que Albert Einstein publicó en 1905 su teoría de la relatividad especial. El modelo cosmológico geocentrista de Eudoxo y Aristóteles tuvo un éxito considerable, pero solo tuvieron que pasar unos pocos años para que alguien les llevara la contraria y afirmara que era la Tierra la que se movía alrededor del Sol, y no al revés.


Primer sistema heliocéntrico



Fue Aristarco de Samos, nacido en 310 a. de C. y discípulo de uno de los directores del Liceo aristotélico, Estratón de Lámpsaco. Este astrónomo y matemático no solo fue el primero en proponer un sistema heliocéntrico, lo que lo convierte en el precursor de Copérnico, sino que estuvo a punto de ser procesado por insistir en que la Tierra tenía forma esférica. También sabía que rota sobre su propio eje cada veinticuatro horas, pero sus contemporáneos no aceptaron sus teorías.
Es muy posible que fuesen sus observaciones durante un eclipse lunar las que lo llevaron a la revolucionaria conclusión de que el Sol era mucho más grande que la Tierra y, además, estaba en el centro del universo (que entonces no excedía nuestro sistema planetario). Aristarco aprovechó el eclipse de Luna de 270 a. C para medir la distancia que separa a la Tierra de su satélite. Para ello midió el tiempo que la Luna tardaba en atravesar la sombra de nuestro planeta durante el eclipse.

 No está claro si Aristarco llegó a calcular el valor correcto o cometió algún fallo en las mediciones, pero este dato, junto a la geometría que ya se conocía en sus tiempos, le hubiera permitido establecer que ambos cuerpos se encuentran a 60 radios terrestres de distancia. La distancia real varía entre 55 y 63 radios terrestres, por lo que la estimación puede considerarse todo un acierto.






A partir de estos resultados, también intentó medir la distancia a la que se encuentra el Sol, pero aquí sí sabemos que cometió un error al medir el ángulo entre la Luna y nuestra estrella, así como el tamaño de la Tierra en relación a su satélite. Aun así, acertó en lo fundamental. Sus soluciones sobre el tamaño y la distancia del astro rey diferían mucho de la realidad, pero dejaban claro que el Sol estaba mucho más lejos que la Lunay debía ser mucho más grande que nuestro planeta, algo que sin duda debió influir en el desarrollo de su sistema heliocéntrico: un astro de semejante tamaño no podía quedar recucido al papel de mera comparsa.

Pero el astrónomo Hiparco de Nicea, nacido en 190 a. de C., se dio cuenta de que las predicciones orbitales del aún imperfecto sistema de Aristarco no concordaban con sus observaciones, de modo que volvió a situar a la Tierra en el centro del cosmos. Hasta casi diecinueve siglos después, esta no sería devuelta al lugar que le corresponde. Hiparco defendió el modelo geocéntrico por motivos puramente científicos y para mejor explicar los datos a los que se tenía acceso en su tiempo. Realizó importantes descubrimientos, como la precesión de los equinoccios, y fue el último gran estudioso de los orbes celestes de la Grecia clásica; su relevo lo tomarían los astrónomos árabes de la Edad Media. Pero, antes de eso, un célebre historiador formado en la Academia platónica escribiría un sugerente libro sobre una discusión astronómica muy en boga en aquel momento. Concretamente, sobre la cara que aparece en el orbe de la Luna.

Compuesto a modo de diálogo entre varios personajes, en él se presentan las opiniones dominantes en la época sobre el origen y naturaleza de las manchas lunares, un debate que se prolongaría durante siglos y no acabaría de resolverse hasta la llegada del programa Apolo.

Los seres inteligentes de la Luna


El autor de esta obra, Plutarco, ha sido considerado gracias a ella el primer divulgador científico de la historia, al menos en lo que a estudios astronómicos se refiere. El personaje central del diálogo es Lamprias, quien defiende, frente a los aristotélicos, la tesis de Anaxágoras de que la Luna es un cuerpo sólido. El principal oponente de Lamprias es Farnacio, quien sostiene que el satélite está hecho de fuego. Un matemático imaginario llamado Apolónidas es el encargado de defender que la Luna tiene valles y montañas, tal y como había dicho ya un contemporáneo de Sócrates, Demócrito de Abdera.

Los personajes partidarios de Aristóteles argumentan en la obra que las manchas lunares son una ilusión óptica o bien el reflejo de los accidentes geográficos terrestres. Lamprias refuta estas teorías, con más o menos acierto: sostiene que la Luna no es lo bastante brillante como para provocar semejantes ilusiones ópticas, lo cual es correcto; pero también argumenta que no puede reflejar las montañas y mares terrestres porque no está mirando directamente a nosotros, lo cual es falso porque asume que la Luna es un disco plano como la superficie de un espejo. Plutarco no aceptaba que nuestro satélite fuese un cuerpo perfecto y usó al personaje de Lamprias para defender sus propias ideas, pero el desarrollo del diálogo nos muestra que, en aquella época, no resultaba nada sencillo rebatir los razonamientos aristotélicos.







Tampoco era fácil de refutar la idea de que la Luna, al contrario de lo que decía Parménides, brilla con luz propia. Farnacio sostiene que el tono rojizo que adquiere este astro durante un eclipse lunar, cuando la luz del Sol no le está llegando, demuestra que ha de estar hecho de fuego. Plutarco no podía saber que este color se debe a la difracción de la luz provocada por la atmósfera, de modo que su personaje Lamprias no logra dar una respuesta convincente y se entretiene en una disquisición filosófica sobre la naturaleza de dicho fuego, cuya existencia considera inviable.

Lamprias intenta entonces convencer a sus rivales de que la Luna alberga seres inteligentes, los cuales seguramente contemplarán a la Tierra en su firmamento y se preguntarán de qué está hecha y si acogerá vida similar a la suya. Los selenitas, de acuerdo con este personaje, tendrían un punto de vista exactamente contrario al nuestro:mirarían hacia abajo y se encontrarían con un mundo quieto, oscuro y envuelto en nubes y vapores, por lo que interpretarían que nuestro planeta es el infierno y que el suyo es el único cuerpo terrestre del cosmos, situado a medio camino entre el inframundo y el firmamento.

Plutarco, que en el fondo era un hombre de letras, jamás habría podido desafiar matemáticamente el modelo geocéntrico, pero hizo algo quizás aún más osado: redujo a la Humanidad a la condición de meros terrícolas, y a nuestra visión del cosmos a una simple cuestión de perspectiva.

 Desempeñó una amplia variedad de trabajos durante su vida, incluidos los de magistrado y embajador, y escribió sobre temas tan variados como la moral y la zoología. Nunca se dedicó en serio a la astronomía, pero sin duda le apasionaba esta ciencia. Así lo demuestra este libro, el único dedicado a los cielos en la amplísima obra que nos dejó.

La 'música' de las esferas



La astronomía de la edad clásica culmina con el ciudadano romano de ascendencia griega Claudio Ptolomeo. Nacido en Egipto alrededor del año 85, fuecontemporáneo de Plutarco, aunque mucho más joven. Vivió en la ciudad de Alejandría y se cree que trabajó en la célebre Biblioteca de esta ciudad. Se inspiró en los trabajos de Hiparco, pero contaba con mejores datos, por lo que pudo definir de un modo aún más preciso los movimientos del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas. Eso sí, la Tierra seguía en el centro del cosmos. Todo ello quedó recogido en una obra que nos ha llegado gracias a su traducción árabe y que se convertiría en el libro astronómico de referencia durante más de catorce siglos.

El Almagesto (Gran Tratado) de Ptolomeo es, tras los Elementos del matemático Euclides, la obra científica que más tiempo ha permanecido en vigor. En ella se muestra una descripción del universo inspirada en el modelo esférico de Aristóteles y Eudoxo, aunque mucho más desarrollada desde el punto de vista matemático. Ptolomeo, como Platón y los pitagóricos, creía en la música de las esferas, y también redactó un tratado de armonía musical. Pero su mayor goce era contemplar el firmamento: "Cuando trazo a mi placer el vertiginoso ir y venir de los cuerpos celestes, dejo de tener los pies sobre la Tierra:estoy en presencia del mismísimo Zeus y tomo mi ración de ambrosía, el manjar de los dioses".

Aunque se basó siempre en datos empíricos, el sistema geocéntrico que creó encajaría como un guante en la filosofía cristiana que dominó Occidente en la Edad Media. Por ello, aun cuando nuevas y mejores observaciones dejaron obsoleto este modelo, no fue fácil desprenderse de él. La idea de un universo bello y armónico, con la Tierra anclada en su corazón, enseguida se vería respaldada por los valores culturales y religiosos del momento; separarla de ellos sería un proceso largo y traumático.

Fuente: Ángel Díaz