La primera comunidad de estudiosos que se dedicó a observar los cielos de forma sistemática fue la Academia ateniense, origen de las actuales universidades. Allí también se impartían otras disciplinas relacionadas con la astronomía, como la geometría y la aritmética, además de dialéctica y música. Esta última materia, en realidad, también se consideraba entonces emparentada con los cuerpos celestes y, más en concreto, con los armoniosos movimientos de sus órbitas. Se trata de una idea pitagórica que tuvo gran aceptación: muchos siglos después, el gran astrónomo Johannes Kepler aún dedicaría una de sus principales obras ala música de las esferas.
La Academia
debe su nombre a que se levantaba fuera de las murallas de Atenas, en los jardines del héroe Academos, rival mitológico de Teseo, quien perdió a su amada
a manos de la diosa lunar Artemisa. El noble Arístocles de Atenas, más conocido
como Platón, fundó esta escuela en 387 a. de C. Allí estudió durante veinte
años Aristóteles, quien después fundaría su propio Liceo, pero no sin antes
heredar de su maestro una visión de la astronomía que perduraría hasta la edad
moderna. Según ambos pensadores -que no estaban de acuerdo en casi nada
más-, la Luna no era en absoluto equiparable a nuestro planeta, sino que
se trataba de un cuerpo perfecto y puro,perteneciente al mundo
supraterrenal.
Desde
el punto de vista científico, la tesis suponía un gran paso atrás respecto a las
agudas observaciones de Anaxágoras de Clazomene, pero tanto Platón como
Aristóteles consideraban que la descripción de la naturaleza tenía que ser
coherente con la metafísica y estar supeditada a ella. Tanto la Academia
como el Liceo florecieron durante siglos y albergaron a grandes pensadores,
hasta que, en el año 529, ambas fueron absorbidas por el Imperio romano, por
orden del emperador bizantino Justiniano I. Aunque la astronomía desarrollada en
la Academia y el Liceo prolongaría su influjo durante más de un milenio, en gran
parte gracias a los trabajos de Eudoxo de Cnido, contemporáneo de Platón y
primero en establecer con exactitud la duración del año.
Nacido
en el 408 a. de C., Eudoxo fue uno de los primeros astrónomos en oponerse a los
horóscopos y la astrología, aunque no porque no creyese en la adivinación, sino
más bien porque se dio cuenta de que los movimientos de los orbes eran mucho
más complejos de lo que suponían los expertos en esta actividad. "Cuando
creen hacer previsiones acerca de la vida de un ciudadano con sus horóscopos,
basados en la fecha de su nacimiento, no debemos dar crédito alguno. Las
influencias de los astros son tan complicadas de calcular que no existe hombre
en la faz de la Tierra que lo pueda hacer", argumentaba.
Tras
abandonar Atenas, Eudoxo fundó su propia Escuela de Filosofía, Matemáticas y
Astronomía en su ciudad natal, para la que también redactó una constitución
democrática. Levantó un observatorio en su ciudad y otro cerca de Heliópolis, a
orillas del Nilo, desde donde estudió los cielos, los cambios meteorológicos de
la atmósfera y las subidas y bajadas del río. Pero antes dejó construido en la
Academia un artilugio con esferas concéntricas y transparentes que representaban
los movimientos de la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas. Todos ellos
giraban sobre dichas esferas y alrededor de la Tierra, que era también esférica
pero permanecía inmóvil en el interior del ingenio. Eudoxo se las arregló
para dar cuenta de los movimientos de todos los cuerpos celestiales conocidos
con solo cuatro esferas, pero este modelo del cosmos causó una honda
impresión en Aristóteles, quien lo desarrolló hasta incluir en él cincuenta y
cinco esferas de cristal.
La
diferencia entre el modelo de Eudoxo y el de Aristóteles no es solo
cuantitativa, sino también cualitativa. Se cree que Eudoxo diseñó su sistema
de esferas como un mero recurso práctico que le permitiera entender las órbitas
de los astros. Para Aristóteles, en cambio, las esferas eran una realidad
material: existían en el cosmos y estaban compuestas por éter, el elemento
ligero y puro que llenaba el firmamento. La idea de este supuesto material, que
jamás ha existido, no sería desechada del todo hasta que Albert Einstein publicó
en 1905 su teoría de la relatividad especial. El modelo cosmológico geocentrista
de Eudoxo y Aristóteles tuvo un éxito considerable, pero solo tuvieron que pasar
unos pocos años para que alguien les llevara la contraria y afirmara que era
la Tierra la que se movía alrededor del Sol, y no al revés.
Primer sistema heliocéntrico
Fue Aristarco
de Samos, nacido en 310 a. de C. y discípulo de uno de los directores del
Liceo aristotélico, Estratón de Lámpsaco. Este astrónomo y matemático no solo
fue el primero en proponer un sistema heliocéntrico, lo que lo convierte
en el precursor de Copérnico, sino que estuvo a punto de ser procesado
por insistir en que la Tierra tenía forma esférica. También sabía que rota
sobre su propio eje cada veinticuatro horas, pero sus contemporáneos no
aceptaron sus teorías.
Es
muy posible que fuesen sus observaciones durante un eclipse lunar las que lo
llevaron a la revolucionaria conclusión de que el Sol era mucho más grande que
la Tierra y, además, estaba en el centro del universo (que entonces no excedía
nuestro sistema planetario). Aristarco aprovechó el eclipse de Luna de 270 a.
C para medir la distancia que separa a la Tierra de su satélite. Para ello
midió el tiempo que la Luna tardaba en atravesar la sombra de nuestro planeta
durante el eclipse.
No está claro si Aristarco llegó a calcular el valor
correcto o cometió algún fallo en las mediciones, pero este dato, junto a la
geometría que ya se conocía en sus tiempos, le hubiera permitido establecer que
ambos cuerpos se encuentran a 60 radios terrestres de distancia. La distancia
real varía entre 55 y 63 radios terrestres, por lo que la estimación puede
considerarse todo un acierto.
A
partir de estos resultados, también intentó medir la distancia a la que se
encuentra el Sol, pero aquí sí sabemos que cometió un error al medir el
ángulo entre la Luna y nuestra estrella, así como el tamaño de la Tierra en
relación a su satélite. Aun así, acertó en lo fundamental. Sus soluciones
sobre el tamaño y la distancia del astro rey diferían mucho de la realidad, pero
dejaban claro que el Sol estaba mucho más lejos que la Lunay debía ser
mucho más grande que nuestro planeta, algo que sin duda debió influir en el
desarrollo de su sistema heliocéntrico: un astro de semejante tamaño no podía
quedar recucido al papel de mera comparsa.
Pero
el astrónomo Hiparco de Nicea, nacido en 190 a. de C., se dio cuenta de
que las predicciones orbitales del aún imperfecto sistema de Aristarco no
concordaban con sus observaciones, de modo que volvió a situar a la Tierra en
el centro del cosmos. Hasta casi diecinueve siglos después, esta no sería
devuelta al lugar que le corresponde. Hiparco defendió el modelo geocéntrico
por motivos puramente científicos y para mejor explicar los datos a los que se
tenía acceso en su tiempo. Realizó importantes descubrimientos, como la
precesión de los equinoccios, y fue el último gran estudioso de los orbes
celestes de la Grecia clásica; su relevo lo tomarían los astrónomos árabes de la
Edad Media. Pero, antes de eso, un célebre historiador formado en la Academia
platónica escribiría un sugerente libro sobre una discusión astronómica muy en
boga en aquel momento. Concretamente, sobre la cara que aparece en el orbe de la
Luna.
Compuesto
a modo de diálogo entre varios personajes, en él se presentan las opiniones
dominantes en la época sobre el origen y naturaleza de las manchas lunares, un
debate que se prolongaría durante siglos y no acabaría de resolverse hasta la
llegada del programa Apolo.
Los seres inteligentes de la Luna
El
autor de esta obra, Plutarco, ha sido considerado gracias a ella el primer
divulgador científico de la historia, al menos en lo que a estudios
astronómicos se refiere. El personaje central del diálogo es Lamprias, quien
defiende, frente a los aristotélicos, la tesis de Anaxágoras de que la Luna es
un cuerpo sólido. El principal oponente de Lamprias es Farnacio, quien sostiene
que el satélite está hecho de fuego. Un matemático imaginario llamado Apolónidas
es el encargado de defender que la Luna tiene valles y montañas, tal y como
había dicho ya un contemporáneo de Sócrates, Demócrito de Abdera.
Los
personajes partidarios de Aristóteles argumentan en la obra que las manchas
lunares son una ilusión óptica o bien el reflejo de los accidentes geográficos
terrestres. Lamprias refuta estas teorías, con más o menos acierto: sostiene
que la Luna no es lo bastante brillante como para provocar semejantes ilusiones
ópticas, lo cual es correcto; pero también argumenta que no puede reflejar las
montañas y mares terrestres porque no está mirando directamente a nosotros, lo
cual es falso porque asume que la Luna es un disco plano como la superficie
de un espejo. Plutarco no aceptaba que nuestro satélite fuese un cuerpo
perfecto y usó al personaje de Lamprias para defender sus propias ideas, pero el
desarrollo del diálogo nos muestra que, en aquella época, no resultaba nada
sencillo rebatir los razonamientos aristotélicos.
Tampoco
era fácil de refutar la idea de que la Luna, al contrario de lo que decía
Parménides, brilla con luz propia. Farnacio sostiene que el tono rojizo
que adquiere este astro durante un eclipse lunar, cuando la luz del Sol no le
está llegando, demuestra que ha de estar hecho de fuego. Plutarco no
podía saber que este color se debe a la difracción de la luz provocada por la
atmósfera, de modo que su personaje Lamprias no logra dar una respuesta
convincente y se entretiene en una disquisición filosófica sobre la naturaleza
de dicho fuego, cuya existencia considera inviable.
Lamprias
intenta entonces convencer a sus rivales de que la Luna alberga seres
inteligentes, los cuales seguramente contemplarán a la Tierra en su firmamento y
se preguntarán de qué está hecha y si acogerá vida similar a la suya. Los
selenitas, de acuerdo con este personaje, tendrían un punto de vista exactamente
contrario al nuestro:mirarían hacia abajo y se encontrarían con un mundo
quieto, oscuro y envuelto en nubes y vapores, por lo que interpretarían que
nuestro planeta es el infierno y que el suyo es el único cuerpo terrestre del
cosmos, situado a medio camino entre el inframundo y el firmamento.
Plutarco,
que en el fondo era un hombre de letras, jamás habría podido desafiar
matemáticamente el modelo geocéntrico, pero hizo algo quizás aún más
osado: redujo a la Humanidad a la condición de meros terrícolas, y a nuestra
visión del cosmos a una simple cuestión de perspectiva.
Desempeñó una amplia
variedad de trabajos durante su vida, incluidos los de magistrado y embajador, y
escribió sobre temas tan variados como la moral y la zoología. Nunca se dedicó
en serio a la astronomía, pero sin duda le apasionaba esta ciencia. Así lo
demuestra este libro, el único dedicado a los cielos en la amplísima obra que
nos dejó.
La 'música' de las esferas
La
astronomía de la edad clásica culmina con el ciudadano romano de ascendencia
griega Claudio Ptolomeo. Nacido en Egipto alrededor del año 85,
fuecontemporáneo de Plutarco, aunque mucho más joven. Vivió en la ciudad
de Alejandría y se cree que trabajó en la célebre Biblioteca de esta ciudad. Se
inspiró en los trabajos de Hiparco, pero contaba con mejores datos, por lo
que pudo definir de un modo aún más preciso los movimientos del Sol, la Luna,
los planetas y las estrellas. Eso sí, la Tierra seguía en el centro del
cosmos. Todo ello quedó recogido en una obra que nos ha llegado gracias a su
traducción árabe y que se convertiría en el libro astronómico de referencia
durante más de catorce siglos.
El
Almagesto (Gran Tratado) de Ptolomeo es, tras los Elementos del matemático
Euclides, la obra científica que más tiempo ha permanecido en vigor. En ella se
muestra una descripción del universo inspirada en el modelo esférico de
Aristóteles y Eudoxo, aunque mucho más desarrollada desde el punto de vista
matemático. Ptolomeo, como Platón y los pitagóricos, creía en la música de
las esferas, y también redactó un tratado de armonía musical. Pero su
mayor goce era contemplar el firmamento: "Cuando trazo a mi placer el
vertiginoso ir y venir de los cuerpos celestes, dejo de tener los pies sobre la
Tierra:estoy en presencia del mismísimo Zeus y tomo mi ración de ambrosía, el
manjar de los dioses".
Aunque
se basó siempre en datos empíricos, el sistema geocéntrico que creó encajaría
como un guante en la filosofía cristiana que dominó Occidente en la Edad
Media. Por ello, aun cuando nuevas y mejores observaciones dejaron obsoleto
este modelo, no fue fácil desprenderse de él. La idea de un universo bello y
armónico, con la Tierra anclada en su corazón, enseguida se vería respaldada por
los valores culturales y religiosos del momento; separarla de ellos sería un
proceso largo y traumático.
Fuente: Ángel Díaz