1. Concepción lineal y cíclica de la historia
En su artículo “La destra e la cultura” (1) Julius Evola manifiesta la necesidad de
formular una concepción de la historia y de la sociedad correspondiente a la
derecha tradicionalista y revolucionaria (2) en contraposición con la
cosmovisión moderna en sus diferentes variantes, sea marxistas, liberales,
historicistas, etc. Dichas ideologías, a pesar de sus aparentes antagonismos,
parten de un fondo común cual es la creencia dogmática en un progreso lineal e
irreversible del devenir histórico. De
una manera lenta y evolutiva para la corriente kantiana, liberal y reformista,
de un modo en cambio abrupto, teñido de revoluciones y cambios repentinos -pero
acordes todos inconcientemente con una racionalidad secreta que los regiría-
para las vertientes hegelianas y marxistas. Esta postura lineal con respecto al
acontecer histórico no es sino una secularización del dogma judeo-cristiano del
fin de los tiempos para el cual la Historia, campo de batalla consecuente del
pecado original, está caracterizada por ser la representación de una larga
serie de antagonismos y conflictos radicales, pero que culminarían todos en un
final feliz y gratificante, el triunfo del bien sobre el mal, de los ángeles
buenos sobre los demonios infernales. Este mito religioso, llevado al terreno
de las ideologías políticas y sociales, sufrirá las siguientes conversiones. La
figura del ángel de espada flamígera y triunfante se transmutará con el
marxismo en la imagen del proletario expoliado quien, dando el golpe de gracia
al burgués capitalista, demolerá así el último vestigio de injusticia en el
mundo instaurando el paraíso comunista de la sociedad sin clases ni
padecimientos materiales. Bajo la óptica liberal el triunfante será en cambio
el pueblo racional y “civilizado” quien lentamente irá destruyendo a la sin
razón de la barbarie representada por la masa amorfa e irreflexiva, instaurando
así también el “paraíso” de la Democracia, utopía esta última más exitosa, pues
es la que hoy vivimos en el mundo. A los dogmas modernos derivados del
judeo-cristianismo en tanto secularizaciones de sus mitos, pretendieron
gestarse por contraposición filosofías de la historia que buscaron su
fundamento en otras cosmovisiones y sagas de la Antigüedad, tratando de
contraponer al concepto lineal, la imagen cíclica y repetitiva del devenir
histórico tal como aparecía en autores clásicos como Hesíodo. Ello traía aparejada la siguiente consecuencia: a la
convicción axiomática del moderno de que, en razón de la unidireccionalidad de
los acontecimientos, esta época resultaría el grado más elevado de perfección
obtenida, en tanto confirmación del ideal del Progreso ilimitado y de la
incesante evolución de la especie, se trató de restarle importancia a este
tiempo concibiéndoselo como uno más entre los otros, no como el efecto
culminante de civilizaciones anteriores, sino como una instancia circular
independiente de las demás. Se afirmó así que entre los diferentes períodos o
ciclos de la Historia existirían como hiatos, discontinuidades y rupturas
abruptas desvinculadas entre sí; que por lo tanto la llamada “Prehistoria” que
nos antecedió no sería la preparación para llegar a esta Historia, la cual para
los modernos sería, si no la culminación, al menos el estadio superior en
perfección, sino que sería tan sólo otra Historia, con valores y creencias
diferentes de la actual, sin vasos comunicantes, como rastros residuales e
involutivos hallables sea en el inconciente colectivo o en sociedades en vías
de extinción. De allí la idea de que el hombre primitivo no sería propiamente
nuestro antepasado, sino el efecto degenerado de otra humanidad diferente de la
nuestra (3). Así pues a la idea de continuidad lineal se le contrapone la
imagen de los ciclos discontinuos, de periodizaciones de tiempo que se suceden
en lapsos similares, pero que no guardan relación el uno con el otro.
René Guénon, quien mejor representara e
nuestra época tal concepción, nos habla en su obra “Formas tradicionales y ciclos
cósmicos” de Manvantaras o ciclos históricos que se repetirían en lapsos de
tiempo iguales, siendo por lo tanto la era actual una de las tantas
manifestaciones posibles, en nada algo superior, sino por el contrario un
efecto decadente y crepuscular, justamente en tanto representa un período que,
al haber hecho de la propia la época culminante, rechazando así la Tradición,
esto es, lo permanente a través del tiempo, ha confundido al Ser con una de sus
múltiples manifestaciones (4).
Sin embargo, desde la óptica evoliana, esta
postura tan sólo parcialmente supera la concepción moderna. Es cierto que la
perspectiva cíclica circular de la Historia, con su concepción crítica del
concepto de Progreso, ha derrumbado uno de los pilares principales de la modernidad,
justamente, al haber ubicado al tiempo burgués como un tiempo más entre las
múltiples manifestaciones del Ser, ha dado en la tecla con el temple principal
de los modernos cual es su tendencia al histrionismo, la vanidad, el
autoseñalamiento, de lo cual esta época presenta una plétora de ejemplos. No
obstante, esto no implica aun lo esencial de un rechazo radical y absoluto de
esta concepción. Es más, sea en tal postura cíclica como en la lineal, existe
un trasfondo común que las informa cual es su creencia en una cierta fatalidad
recurrente a lo largo de la totalidad del devenir histórico. Así pues, sea en
el judeo-cristianismo, como aun en manifestaciones paganas como la del mismo
Hesíodo que lo precedieron, está presente la misma idea de que los acontecimientos
históricos, análogamente a lo que sucede en el mundo natural, obedecen a un
encadenamiento necesario de causas y efectos que en el fondo hace nula la
libertad humana. Del mismo modo que el hombre no puede zafarse de la ley de
hierro de los ciclos históricos, así también la gracia de Dios nos impone en
modo necesario y determinado su “final feliz”. Es que en última instancia más
que hallarnos con concepciones distintas de la Historia, la lineal y la
circular, se trataría más bien de dos tendencias existenciales diferentes, mas
aun, de dos naturalezas antagónicas. Sin embargo es de resaltar que Evola, aun
con las limitaciones antes apuntadas, acepta la visión circular de la Historia
y por consecuencia, que el tiempo actual es decadente y secuencia de etapas
involutivas que lo precedieron, pero tan sólo en cuanto considera que no existe
la fatalidad, sino que el devenir histórico es fruto de la libertad humana y
que los ciclos no se repiten de manera necesaria. “Queda indeterminado pues, si
al agotarse un ciclo, podrá iniciarse, con cierto carácter de continuidad en
relación a los antecedentes, una nueva faz ascendente” (5). El tiempo cíclico
representa un proceso de materialización de la Historia. Al respecto es bueno
resaltar aquí la idea que Evola expone de materia. Tal palabra viene de “mater”
que significa madre y representa un estado de pasividad, de potencia, de
situación permanente de recibir una forma y por lo tanto de ser determinado y
regido por algo ajeno. Espíritu es en cambio por contraposición acto, principio
de autosuficiencia y libertad. De estas dos polaridades metafísicas emanan dos
tendencias existenciales diferentes. O lo humano se expresa a través de lo que
es superior, el plano espiritual y por lo tanto es activo y libre, hacedor, en
cuanto individuo, de la historia, o a la inversa, si prima en él la materia,
sobreviene entonces un estado más cercano a lo que es potencia y pasividad,
representando ello un dejarse conducir por el flujo irreversible de los
acontecimientos y entonces ya pierden valor aquí sea la linealidad, como la
circularidad y repetitividad de los hechos (el eterno retorno hacia lo mismo),
se trata más bien de ser el señor de la Historia o una simple marioneta del
destino, se llame éste Moira o Divina Providencia o aun ley del Progreso
Universal o Lucha de Clases. Cabría al respecto preguntarse: ¿Por qué si existe
la libertad, Evola adhiere a una concepción cíclica de la Historia? Para
nuestro autor vale la idea de que nos hallamos en un tiempo cíclico o circular.
Es verdad que las edades se repiten, que la historia, en tanto irrupción del
devenir ilimitado, acontece de manera rítmica y reiterativa. Que a la
conclusión de una edad áurea le sobrevienen de manera necesaria tres edades
sucesivas obedeciendo esto al fenómeno de la decadencia por el cual se va
rompiendo paulatinamente y en forma cada vez mas acelerada el equilibrio entre
las formalidades del hombre que componen el contexto social. Pero hay aquí una
diferencia esencial con la concepción cíclica que habitualmente se conoce. Ni
el ciclo acontece de manera necesaria a la humanidad, ni tampoco a la
conclusión del mismo sobreviene uno nuevo. Estamos inmersos en una edad
cíclica, es verdad, pero ello no es una situación natural de la humanidad. El
devenir histórico mismo, con sus reiteraciones permanentes, no representa una
situación normal para el hombre, sino la eternidad que se expresa como la
perpetuidad ilimitada de un período de equilibrio entre las partes del todo
social. Así pues, a similitud del mito cristiano del Paraíso adámico y de
diversas sagas pertenecientes a las grandes religiones, Evola considera que el
estado habitual del hombre representado por sus remotos antepasados era el de
la inmortalidad en el que no se conocía lo que hoy llamamos Historia, un
proceso ilimitado de cambios, sean éstos comprendidos en forma lineal o
circular. Y ésta ha sobrevenido como el producto de una caída, de un estado de
decadencia intrínseco a la misma humanidad. Es decir que la ciclicidad del
tiempo no ha sido el producto de una situación necesaria, sino de un acto
voluntario por el cual el hombre se ha apartado de un estado primordial o edad
áurea o Paraíso terrenal, etc. ¿Y por qué la ciclicidad se ajustaría mejor que
la linealidad al curso de los hechos históricos? Justamente porque, al
producirse la caída del hombre, el tiempo, como una de las varias
manifestaciones de su ser en decadencia, va asumiendo cada vez más, a medida
que transcurre, la forma más cercana a la materia cual es la reiteración
homogénea de los hechos. Así pues, de la misma manera de lo que sucede en la
naturaleza física: 1) los hechos quedan encadenados en un ciclo repetitivo: las
edades se suceden en modo necesario. 2) A su vez, a medida que se ahonda la
materialización del tiempo, se acentuará la asimilación del acontecer humano
con el fenómeno físico de la aceleración. Así como de acuerdo a la Física la
caída de un cuerpo acrecienta su movimiento a medida que se acerca al centro de
la Tierra, de la misma manera un ciclo, al aproximarse a su faz terminal,
aumenta ilimitadamente el movimiento de la caída. Y estamos entonces en la Edad
de Hierro. 3) Los períodos pueden ser previstos con antelación, así como
acontece con los fenómenos propios de las ciencias fácticas. Aunque es bueno
señalar que tales previsiones no pueden tener la exactitud de estas disciplinas
pues nunca la materialización del tiempo es absoluta y siempre queda un
resquicio aun remoto de espiritualidad, aun en las eras más decadentes, que
hace que las etapas puedan prolongarse o acortarse. Por otra parte el tiempo
puede llegar a enloquecer, los acontecimientos sucederse de manera vertiginosa
y sin embargo ello no significar la conclusión del ciclo. Vale aquí entonces lo
expuesto en otro artículo: “cuando el final parece más cercano, mayores
profundidades adquiere el abismo de la caída”... “la decadencia puede
prolongarse en el tiempo, como un proceso de muerte infinita, como una caída
abismal en la que se hiciese cada vez más indeterminado el saber en qué momento
acontecerá la detención” (6). Por ello es que la conclusión del ciclo, así como
su inicio dependerá única y exclusivamente de la libertad humana.
2.- La Meta-historia
Antes de la Historia
existió la Metahistoria. Las razas boreales de hombres inmortales no vivieron
entonces los cambios abruptos y repentinos que hoy conocemos con el nombre de
Revolución, aunque sería más propio hablar de Subversión (7). Clásicamente la
Revolución poseía un significado que aun hoy residualmente conserva la
Astronomía: era un movimiento ordenado de las partes alrededor de su centro
rector el cual, a similitud de un motor inmóvil, movía sin ser movido
orientándolas y atrayéndolas a sí como una causa final que permitía que éstas
realizaran su naturaleza propia. Tal principio metafísico supremo y organizador
recibía en la esfera social simultáneamente dos nombres: era por un lado el
Estado, por lo que señalaba, como su misma palabra lo indica, una instancia de
permanencia, estabilidad e inmutabilidad, siendo analógicamente como un Sol que
irradia luz y calor a todas las partes que de él participan. En segundo término
se llamaba Imperio, pues era un principio de mando y de gobierno, una causa
formal y eficiente que regía la vida de los hombres, permitiéndoles, al hallar
y realizar su propia medida, elevarse hacia una instancia superior de
eternidad. La función de gobierno consistía pues en realizar en las partes
múltiples que componen la trama social la dimensión del espíritu y de la
libertad otorgando un sentido supremo a todas las acciones, de este modo, aun
la más humilde de sus actividades, por tal irradiación y orientación, se sentía
multiplicada y dignificada. Por debajo, el cuerpo social se hallaba ordenado a
partir de tal principio organizador en un tramado de castas diferentes. Las
castas eran funciones que proyectaban socialmente las distintas formalidades de
las que participa el hombre en cuanto a su naturaleza propia. En tanto éste es
espiritual y partícipe de la eternidad, vinculado y proyectado hacia lo que es
más que mera vida, pertenecía a aquel grupo de personas que realizaban a nivel
social el valor de lo sagrado. Esta era la casta sacerdotal y sus instrumentos
propios eran el rito y la consagración. Por el primero, instauraban en el
tiempo del devenir el no-tiempo de la eternidad, evitando así que por la
contaminación secular que todo lo corroe, los hombres cayesen disgregados por
los múltiples afanes que habitualmente los agitan al imprimirles un temple
superior. Por el segundo otorgaban carácter sagrado y divino a lo que en
apariencias era tan sólo profano, estableciendo de este modo un lazo, una
continuidad ontológica entre este mundo y uno superior. Así pues teníamos las
consagraciones regales por las cuales quien era coronado rey adquiría por tal
acto la dimensión de pontífice, esto es, un hacedor de puentes entre la Tierra
y el Cielo, una figura e imagen divina en el seno de la humanidad. A través del
sacerdocio toda acción se convertía en un rito y toda realidad en un símbolo,
oficiando de puente, de punto de apoyo para elevarse hacia el más allá de lo
que es puramente humano. En segundo lugar viene la función psíquica, la cual
tiene por fin el de representar un principio de orden y racionalidad del
organismo humano y viviente evitando que todo aquello proveniente de la función
animal y sensitiva, los instintos e impulsos que suelen desencadenarse bajo la
forma de caprichos, deseos y modas irrefrenables, determinen al hombre
conduciéndolo hacia la disgregación temporal, hacia el ámbito de lo que es
puramente múltiple y caótico. Tal función a nivel político era asumida por la
aristocracia, esto es, aquel grupo de hombres seleccionado desde la cuna y por
una larga experiencia pública para dirigir y moralizar a la comunidad evitando
que las clases sociales vinculadas a las dimensiones animales y puramente
biológicas del hombre, desencadenen en el contexto social enfermedades o
desórdenes tales como la avaricia, la usura, la lujuria y toda otra clase de
desenfreno irracional por lo mutable. Tal clase tenía una función eminentemente
ética; lejos se estaba del maquiavelismo que separaba tal dimensión de la
política. Y recibía del sacerdocio y de su creación viviente, el Emperador, una
dirección existencial por la que conducirse. En tercer y cuarto término vienen
los dos órdenes pertenecientes a la esfera material: primero el correspondiente
al nivel biológico animal del que el hombre participa por el cuerpo en tanto
ser viviente y sensitivo y luego el nivel físico-vegetativo, en tanto ser
sometido a los procesos elementales del cambio incesante y movimiento y a la
función vital puramente vegetal y nutritiva de mero individuo que crece, se
reproduce y muere en forma continua, vermicular y reiterativa. Tales dimensiones, correspondientes a la naturaleza material, se
manifiestan socialmente a través de las clases económicas en dos órdenes
claramente diferenciados a nivel funcional y existencial. Primero se encuentra aquella
que ordena el proceso productivo, estableciendo metas al mundo del trabajo,
tratando que el mismo se oriente hacia la organicidad funcional propia de lo
que es vida sensitiva y luego encontramos aquella que, apegada más al plano
físico y al no tener en sí misma el principio del movimiento, carece de
cualquier finalismo y organicidad y solamente ejecuta en forma mecánica y
necesaria, sea lo que la clase que le es superior, sea sus meros instintos, le
ordenan. En el primer caso tendríamos a la clase de los empresarios o de la que
se conociera antes como de los “capitanes de industria”, para quienes el
proceso productivo se asocia a la inventiva, la empresa es concebida aquí como
un ejército, la producción a un desafío en el que triunfa quien se destaca por
su ingenio y el mercado un campo de batalla en el que sobresalen la aptitud y
habilidad para perpetuarse y vencer. En el segundo estaría la de aquellos que
por sí mismos no ven en la economía nada que la trascienda, que endiosan el
dinero, el consumo, el placer y el trabajo como oscura necesidad; siendo ésta
la clase que debe seguir las más férreas reglamentaciones para poder vivir la existencia
libre del espíritu. De este modo, una
sociedad humana alcanza a realizar su equilibrio y armonía cuando las cuatro
clases que la componen cumplen con la función que les corresponde. Que las mas
altas orienten a las inferiores y que éstas les respondan con lealtad y
fidelidad recíproca. Un principio resumía el espíritu del mundo metahistórico
de la Tradición y era el de la equidad que rezaba: “a cada uno lo suyo”; que
cada naturaleza cumpla con la función que le corresponde y no pretenda insubordinarse
y violentar la propia condición. Este principio fue ilícitamente confundido más
tarde con el de la igualdad. Toda la trama social podía resumirse en las
siguientes normas: a) que la clase sacerdotal, sacralizando a la clase
política, dé contenido trascendente a la función moralizadora que ésta
personificaba. b) Por debajo, las clases económicas, conducidas por normas
espirituales, moderaban sus apetitos materiales haciendo que la economía
sirviese al hombre, así como el cuerpo sostiene y es informado por el alma y no
a la inversa. De modo a su vez que la materia mecánica que no es movida por sí
misma, sea dirigida hacia la finalidad de lo orgánico viviente. Que la vida
respete el fin de los bienes morales que le propone el alma para conducirla a
la libertad y que lo psíquico-político trascienda el orden de la temporalidad
alcanzando la meta de lo sagrado que le ofrece el sacerdocio. Y que en su
cúspide más alta el que manda, quien personifica al Estado que representa el
equilibrio rector del mundo de la Tradición, plasme este orden existencial
conduciendo esta vida hacia la otra vida.
3.- La Historia
¿Cuál es la razón por la que una sociedad de hombres libres, orientada
hacia la eternidad, haya surgido la decadencia en un grado cada vez mayor e
ilimitado hasta llegar a la instancia crepuscular en la cual hoy nos
encontramos? No ha sido una fatalidad, como dijéramos anteriormente, sino más
bien el resultado de la ruptura de un equilibrio entre las partes diferentes
que la componían. Es como si en un determinado momento se hubiese operado algo
equiparable a un cortocircuito, a un cansancio existencial, a un aflojamiento
de los lazos que mantenían unido al organismo social. Evola concibe la ruptura
del orden de la humanidad normal como un proceso de simultáneo relajamiento y
tensión recíproca entre las dos naturalezas de las que participa el hombre,
entre el principio rector, de carácter espiritual, y lo que es por él regido,
el orden de la materia. Todo acontece como si por una especie de agotamiento el
que manda dejase de ser sol y causa final de las partes singulares, en que la
casta de los espirituales decae renunciando a realizar su función de
orientación y dirección de la materia. Y entonces es cuando sobreviene el modo
propio de esta última, cual es un estado de pasividad, “la impotencia de
cumplirse a sí mismos en una forma perfecta, de poseerse en una ley”(8). El
materialismo, modalidad propia de la segunda naturaleza o principio al que
pertenece el hombre, va desencadenándose como un proceso lento que abarca desde
los mismos inicios las distintas etapas sucesivas que componen el devenir
histórico. Más aun, el materialismo se equipara al mismo mundo del devenir y
del cambio. Así como la Metahistoria representa el acontecer del espíritu, la
Historia es en cambio aquí entendida como el despliegue de la naturaleza
material en tanto va perdiendo paulatinamente los lazon que la subordinan a la
esfera espiritual: planteo éste totalmente contrapuesto a una perspectiva
hegeliana. Es importante establecer aquí los distintos
alcances que puede poseer el vocablo materialismo. En un sentido metafísico
entendemos por ello a aquella concepción que considera a la materia como la
sustancia que origina y fundamenta la realidad. Desde una perspectiva histórica
y aun marxista representaría en cambio la concepción que considera que el móvil
último del devenir humano es la satisfacción de las necesidades materiales y
económicas. Hay un tercer materialismo que está en el trasfondo e los restantes
y que podría asimilarse al empirismo y que Evola considera como “el verdadero
materialismo de los modernos” por el cual para tal “tipo humano su experiencia no sabe sino
captar cosas corpóreas” (10). Pero además existe una forma aun más profunda de
materialismo asimilable al contenido etimológico de tal palabra. Como
dijéramos, materia viene de “mater” que significa madre, esto es, principio de
generación, pero determinado por la acción de otro, en virtud de la pasividad
propia del sexo femenino. Así como desde un punto de vista metafísico el
espíritu es lo activo que informa y gobierna y la materia es lo pasivo que es
formado y orientado, de manera correspondiente, a nivel físico tal vínculo se
expresa en la dupla sexual hombre-mujer a través de las características propias
de estas dos dimensiones diferentes y complementarias. Es decir que se trataría
aquí de la materia en un sentido cualitativo y no cuantitativo tal como se la
concibe, de acuerdo a Guénon, en los tiempos últimos. Y así como lo propio de
la materia es su aptitud por ser determinada por la forma, lo que es propio de
lo femenino es ser conducido y regido por lo masculino. Entenderíamos entonces
por materialismo en su grado primero y principal a esta tendencia a la
insubordinación de lo que es pasividad y potencia contra aquello que es forma y
actividad. Partiendo pues de esta perspectiva el materialismo no se nos
presenta en primer término -tal como acontece en los tiempos actuales- como una
estereotipación de las ciencias en detrimento de la religión y la Metafísica, sino
que se expresa como una inversión en relación entre la dupla espíritu-materia y
hombre-mujer. Ello aparece primeramente en formas religiosas que acentúan el
carácter pasivo y dependiente del hombre. Es cuando se sustituye lo viril por
lo materno, cuando la procreación aparece como el acto principal de la especie,
primero en importancia. La mera existencia biológica es reputada como un
verdadero milagro que debe ser incesantemente agradecido y que suscita asombro
y devoción. La vida va sustituyendo de a poco a la supra-vida, la que es
relegada hacia un más allá, recóndito y lejano. Aparecen también como
principales divinidades de carácter femenino; la Luna y las deidades nocturnas
se sitúan en el lugar primordial ocupado antes por el Sol. Al nomadismo, en tanto
búsqueda incesante y realización de lo absoluto le sobreviene la actitud
sedentaria y al culto por los dioses olímpicos, que son más que hombres en
tanto hombres absolutos, se le sustituye la veneración por la Madre-Tierra
acompañando esto con ritos y alabanzas por las semillas y cosechas abundantes.
La sociedad se ha hecho entonces matriarcal. Esta pasividad se transmite
entonces a la relación del hombre con su Dios; nace así el estado de
sometimiento y abandono pasivo a su Absoluta Voluntad, la resignación por el
propio estado insuficiente que es más una renuncia por “cumplirse a sí mismos
en una forma”, el Fatalismo, la dependencia, la espera en una Gracia
Providencial que paraliza la propia iniciativa y hunde en la desesperación.
Podríamos decir que esta primera insubordinación o ruptura acontecida en los
albores mismos de la humanidad ha puesto fin a la armonía, equilibrio y
correspondencia entre las dos naturalezas esenciales del hombre, propia del
estado primordial. Ha sobrevenido en cambio una dialéctica de radical
enfrentamiento entre ambas que recorrerá siempre y de manera recurrente la
historia de las más variadas civilizaciones y culturas. Generada tal escisión
entre ambas naturalezas, el materialismo adquirirá tres formas sucesivas y cada
vez más decadentes, alejándose así de lo que es acto y unidad primordial hasta
llegar al grado más próximo de la potencia pura y la disolución individual y
caótica en lo colectivo. Primero se manifestará bajo la forma de un puro
humanismo sin trascendencia y de un Estado reducido al papel de mera fuerza
exterior y material. Y esto se conocerá como el absolutismo. Luego le
sobrevendrá el optimismo por el progreso material y el endiosamiento de la
economía con el liberalismo de los siglos XVIII y XIX que viviera nuestra
civilización. Por último, con el hedonismo o consumismo, o tecnocratismo, en
donde el hombre, liberado ya de cualquier ideal, llámese aun Progreso material,
tan sólo “vive” y disfruta del presente y estaríamos entonces en la época
actual.
4.- Las etapas del ciclo
occidental
Volvamos ahora a la idea anteriormente
formulada. La caída del mundo de la Tradición originada en los albores e la
humanidad y de la cual las grandes religiones conservan en sus relatos reseñas
concordantes, ha generado un fenómeno de tensión dialéctica que podríamos
llamar propiamente como el verdadero motor de la Historia. Es esta lucha
permanente entre dos principios contrapuestos: uno olímpico y otro titánico,
uno solar y otro lunar, uno masculino y otro femenino, en fin, uno espiritual y
otro material. Dicho fenómeno aparece en forma recurrente y de manera
imperfecta en todas las grandes civilizaciones y aun en modo más larvado en las
mismas cultura nacionales. A raíz de esta caída primordial cada una de estas
manifestaciones del espíritu comienza siendo en sus orígenes un principio
organizador de lo múltiple que pretende plasmarse y realizarse. Occidente desde
la época clásica y la Edad Media trató de lograrlo a través de la figura del
Imperio. Primero con Alejandro Magno, más tarde con Augusto, finalmente con el
Sacro Imperio Romano Germánico. Tal institución representaba el principio
rector trascendente que ordenaba y elevaba a las distintas partes representadas
por las múltiples nacionalidades que componían el espectro de Europa. ¿Cuándo
sobreviene la ruptura de la unidad occidental? Nuevamente apelando a la
dialéctica espíritu-materia, o también espiritualidad solar versus
espiritualidad lunar, o principio masculino versus femenino, Evola lo encuentra
en plena Edad Media con la doctrina del papa Gelasio y el consecuente conflicto
por las investiduras. Antes, en la Antigüedad y en la Alta Edad Media, el
sacerdocio cumplía con el rol específico de consagrar y no consideraba que este
hecho le proporcionara una superioridad ontológica sobre el Imperio (10).
Ahora, luego de las doctrinas de Gelasio y de Gregorio VIII, sobreviene el
primer desencuentro y el verdadero origen de la subversión moderna que es
cuando la Iglesia quiere sustituir al Emperador al considerar que el hecho de
haberlo consagrado le otorga superioridad ontológica, así como antiguamente se
reputaba la Madre como superior en
cuanto procreaba. No es casual que el Papado, al considerar su mayor jerarquía
titule aun hoy a la institución que representa como la Madre Iglesia. De este
modo, al quitarle al Imperio su carácter trascendente y divino, dará origen a
lo que más tarde sería en forma secularizada la democracia, al sostener la
primacía de las nacionalidades (más tarde convertidas en naciones) y así el
Estado, al perder su carácter sagrado, se convierte en el mero organismo
encargado de asegurar el bien común. Se inicia así el fenómeno que luego se
convertirá en la transformación de la función de gobierno en una tarea de “buen
administrador”. Históricamente tenemos coronado este hecho con el apoyo de la
Iglesia a la rebelión de las Comunas del norte de Italia en contra del
emperador Federico Barbarroja. Esta primera ruptura entre el sacerdocio y el
Imperio, tal desinteligencia recíproca iniciará en Occidente la era de las
Revoluciones, también conocida como de las edades sucesivas y duraderas de
acuerdo a la consistencia del metal que representan. Rota la unidad política y
espiritual de Occidente, confundidas las funciones, la Iglesia se mostrará
incapaz, por su espiritualidad lunar fundada en el temor por los castigos
eternos y en el pecado, más que en la imagen divina, heroica y victoriosa del
Imperio, de convertirse en la instancia trascendente mantenedora de la unidad
política. En virtud del principio de degradación de las castas expresado por
René Guénon (11), habiéndose desacralizado el poder político, “privando a los
jefes del crisma de un más alto principio, empuja a la sociedad hacia la órbita
de las fuerzas inferiores las que paulatinamente toman la primacía. En general
es fatal que, cada vez que una casta se rebela contra la superior y se
constituye a sí misma, pierda el carácter propio que poseía en el conjunto
jerárquico para reflejar en de la casta inferior” (12). Así pues las mismas
partes que antes se habían aliado con la Iglesia en contra del Emperador hoy se
le sublevan a ésta y las particularidades, convertidas en naciones,
“santificadas” luego por el protestantismo con su doctrina de los reyes
comprendidos como “lugartenientes de Dios” se convierten en el poder absoluto
sustituto de una autoridad suprema y trascendente. He aquí entonces la primera
revolución, la del poder político que se subleva en contra de la autoridad
espiritual representada en primer término por el Emperador y la estructura que
lo acompañaba, las órdenes ascético-guerreras de la caballería, realizadoras de
las Cruzadas y en su faz ya decadente, por la Iglesia rodeada por la estructura
mística del monacato. El materialismo adquiere ahora la forma de Humanismo
Renacentista, de relativismo, en tanto reivindicación del “libre examen” y aun
de “nacionalismo” en cuanto valoración exacerbada de lo propio y singular
desgajado de cualquier valor universal (13). Individualismo, relativismo, fuga
y procesión de lo Uno hacia lo múltiple, ésta es pues la tendencia que se
inaugura a través de un proceso de enloquecedora agitación cada vez más
descendente. El monarca se aliará luego con la burguesía contra la aristocracia
feudal para consolidar su autoritarismo, así como antes el Papado lo hiciera
con los mercaderes de las ciudades lombardas para doblegar al Emperador. Se
habrá preparado entonces el camino para la segunda revolución, la de la
economía burguesa contra su otrora aliado, el absolutismo monárquico,
representado ello con el liberalismo de la Revolución Francesa. Aquí el
materialismo se manifiesta ya en forma abierta y hasta metafísica. La materia
pasa a ser la “panacea” para el hombre y su posesión permitiría el “Progreso”
de la humanidad a través de la “ciencia”. La burguesía en su revolución acudirá
a la alianza con la plebe, la casta más baja de los siervos, a los cuales
“liberará” de las cadenas de la “ignorancia” y la “superstición” tratando de
hacerlos adeptos de sus utopías “racionales”, de su creencia en la Democracia,
la Paz y la Gran Jauja universal. Mas he aquí que también sobreviene la tercera
revolución de los siervos, conocida como la Edad de Hierro del comunismo, la
Revolución Rusa de 1917. No debe ser confundido ello necesariamente con una de
sus tantas manifestaciones, la ideología marxista-leninista, ni con sus
sucedáneos, sino más bien comprendida como la época de la sustitución de lo
individual propio de la sociedad burguesa por lo colectivo y masificado, el
hombre que por debajo de lo puramente animal, representado por la burguesía,
desciende al rol de engranaje de una máquina o mero animal domesticado. Los
estímulos y campanillas del perrito de Pavlov son ahora las señales
televisivas, los conciertos rock, la propaganda subliminal. Es un hombre que no
piensa ni razona, sino un ser que responde por reflejos condicionados y que, al
fallar éstos o suspenderse, por la imperfección de la máquina, el mecanismo
sustituto satánico del principio espiritual ordenador, suplantada la Revolución
por la subversión, sobrevienen repentinas conmociones, vacíos existenciales,
hoy conocidos como estados de nihilismo o violencia irracional, que dejan al
mundo en la más fría inseguridad de lo abismal. Habremos llegado así al final
del ciclo, a la instancia más cercana a la potencia pura, a lo que es casi
nada. Alcanzado este punto, nuevamente vuelve a plantearse la disyuntiva
inicial que diera inicio al ciclo de la decadencia. ¿Preanuncia la caída el
“reenderezamiento” o la restauración de una humanidad normal? ¿Tiene cabida el
mito cristiano apocalíptico del fin de los tiempos resumido por Lutero en su
frase de que “por las puertas del infierno se ingresa al Cielo”? Nuevamente es
diferente la respuesta evoliana: “Queda indeterminado saber si al final de un
ciclo se instaurará uno nuevo”. Está presente aquí la idea de libertad a través
de la acción osada de una nueva orden de la caballería. Concluyamos con esta
frase de Evola. “La sociedad medieval nos deja su testamento en dos leyendas.
La primera es aquella, según la cual en la noche del aniversario de la
supresión de la Orden de los Templarios, todos los años una sombra armada con
la cruz roja sobre el manto blanco aparecería en la cripta de los templarios
para preguntar quien quiera liberar el Santo Sepulcro. “Ninguno, ninguno, es la
respuesta, porque el Templo está destruido”. La otra es la de Federico II que,
sobre las alturas del Kifhäuser, en lo interior del monte simbólico, seguiría
viviendo con sus caballeros en un sueño mágico. Y espera: espera que el tiempo
señalado haya llegado para descender en el valle con sus fieles para combatir
la última batalla de éxito seguro de la cual dependerá el reflorecimiento del
Arbol Seco y el surgimiento de una nueva edad” (14).
NOTAS
1. En Uomini e
problemi, Roma, 1985.
2. Acerca del significado de una concepción de la
Derecha en un sentido revolucionario, además del aludido artículo de Evola
puede verse nuestra nota “Ser de derecha”
en la revista Cabildo, Buenos Aires,
Julio de 1988.
3. Al respecto Evola, rechazando la tesis evolucionista
ha hecho notar en varios artículos y en especial en I primitivi e la sienza
magica (En Int. alla Magia, pg. 315,
T. III, Roma, 1985) que las mal llamadas sociedades prehistóricas no
representan la infancia de la “Humanidad”, sino inversamente otra humanidad, diferente
de la nuestra, con valores y creencias en vías de extinción y no de evolución.
4. Para René Guénon la historia es un proceso infinito
e ilimitado de Manvantaras de 64.800
años de duración cada uno. Todo Manvantara
se divide a su vez en 4 yugas (o edades según el léxico occidental), siendo el
primero de 25.920 años, el segundo de 19.440, el tercero de 12.960 y el cuarto,
o Kali-yuga, o Edad de Hierro, en el que nos encontramos, constaría de 6.480
años. Recordemos a su vez que de acuerdo a la enseñanza védica que sigue
nuestro autor el Kali-yuga habría
comenzado aproximadamente en el 3.150 a.C., año de la muerte del dios-héroe Krishna, por lo que aun faltarían unos
cuantos años de Edad de Hierro.
5. En Ricognizioni,
pg. 40, Roma 1985.
6. Véase Ciudad
de los Césares, N. 24, Santiago, Mayo-Junio 1992.
7. La diferencia entre estos dos conceptos puede verse
en el artículo de Evola, Rivoluzione
dall’alto, en Ricognizioni, pgs.
21-25, Roma 1985. O también nuestro
artículo Revolución o subversión en Cabildo, Bs. As., Agosto 1987.
8. Rebelión contra el mundo
moderno, Buenos Aires, Ed.
Heracles, 1994, pg.
9. Ibid., pg.
10.Esta superioridad del Emperador sobre el
Papa se manifestó en los mismos albores de la cristiandad. “Luego de que
Carlomagno fue consagrado y aclamado según la fórmula: “Carlo Augusto, coronado
por Dios, grande y pacífico emperador, vida y victoria”, el Papa se prosternó
(adoravit) ante Carlos según el rito establecido en el tiempo de los antiguos
Emperadores”. (Apud Fustel de Coulanges, Tranf. Royaut., pgs. 313-16, en
Rebelión...) “A lo cual se agregue que en tiempo de Carlomagno y de Luis el
Piadoso, como también entre todos los emperadores romanos y bizantinos
cristianos, los concilios eclesiásticos eran convocados y autorizados y
presididos por el Príncipe, al que eran sometidas por los obispos, no sólo
conclusiones sobre temas de disciplina, sino también de doctrina y fe según la
fórmula: Al Señor y Emperador, par que su Sabiduría agregue lo que falta,
corrija lo que es contra razón”. (Ibid.).
11.Guénon, Autorité spirituelle et pouvoir temporelle, pg. 11.
12.En Rebelión....,
pg.
13.Es de resaltar sin embargo que hoy en
día, en virtud de la misma disolución del concepto de Nación como entidad
cultural y espiritual, tal doctrina posee un significado positivo.
14.En Rebelión...,
pg. 378.
Fuente: Marcos Ghio