martes, 21 de febrero de 2012

SIMBOLISMO Y ANTROPOMORFISMO







El nombre de "símbolo", en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal lo mismo que figurada: la palabra no pue­de tener otra función, ni otra razón de ser que la de sim­bolizar la idea, es decir, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás pura­mente analógica. Comprendido así, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o de imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del cual el len­guaje es un simple caso particular, es evidentemente natu­ral al espíritu humano, por lo tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto mo­do en representaciones figurativas, las enseñanzas de la doc­trina; y por lo demás, entre uno y otro no hay, a decir verdad, límites precisos, porque es cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, también en esta segunda acepción, por más que sólo en China haya permanecido así de mane­ra exclusiva. Sea como fuere, el simbolismo, tal como se le entiende comúnmente, es de un empleo mucho más cons­tante en la expresión del pensamiento oriental que en la del pensamiento occidental; y esto se comprende con facilidad si se piensa que es un medio de expresión mucho me­nos estrechamente limitado que el lenguaje usual; sugirien­do más aún de lo que expresa, es el sostén más apropiado para posibilidades de concepción que no podrían alcanzar las palabras. Este simbolismo, en el cual lo indefinido con­ceptual no es exclusivo de un rigor matemático, y que con­cilia así exigencias aparentemente contrarias es, pues, si así puede decirse; la lengua metafísica por excelencia; y, además, símbolos primitivamente metafísicos pudieron, por un proceso de adaptación secundaria paralela a la de la doctrina misma, volverse ulteriormente símbolos reli­giosos. Los ritos, sobre todo, tienen un carácter eminentemente simbólico a cualquier dominio que se vinculen, y siem­pre es posible la transposición metafísica para el significa­do de los ritos religiosos, lo mismo que para la doctrina teológica a la que están ligados; aun para los ritos simplemen­te sociales, si se quiere buscar su razón profunda, hay que remontarse del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. No pre­tendemos decir, por otra parte, que los ritos no sean mas que puros símbolos; son esto sin duda, y no pueden dejar de serlo, so pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero se les debe concebir al mismo tiempo como poseedores en sí mismos de una eficacia propia, como medios de reali­zación que obran con vistas al fin al cual están adaptados y subordinados. Ésta es, evidentemente, en el plano reli­gioso, la concepción católica de la virtud del "sacramento"; es también, metafísicamente, el principio de ciertas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, cuando debe servir esencialmente de apoyo a una concep­ción, tiene también una eficacia muy real; y el mismo sacramento religioso, mientras es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de sostén para la "influencia espiritual" que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de manera análoga al caso en el cual las potencialidades intelectuales incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. En este aspecto, el rito es también un caso particular del símbolo: es, podría decirse, un símbolo "producido", pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es él en realidad, y no sólo su exterioridad contingente: aquí, como en el estudio de los textos, hay que saber ir más allá de la "letra" para dar paso al "espíritu". Ahora bien, esto es pre­cisamente lo que no hacen por lo común los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas suministran un ejemplo característico, porque consisten muy a menudo en desnaturalizar los símbolos estudiados, de la misma ma­nera que la mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente los que encuentra a su alcance. El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa por incapacidad de elevarse has­ta su significado puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda "idolatría" en el sentido propio de esta palabra, el que le da el Islamismo de manera particularmente precisa. Cuando sólo se ve la forma exterior del símbolo, su razón de ser y su eficacia actual desaparecen igualmente; el símbolo no es más que un "ídolo", es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que pura "superstición", hasta que no se encuen­tre alguien cuya comprensión sea capaz, parcial o integral­mente, de restituirle de manera efectiva lo que perdió, o por lo menos lo que no contiene ya sino en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido cayó en el olvido, y especialmente el de toda religión que la incomprensión común de sus adherentes reduce a un simple for­malismo exterior; citamos ya el ejemplo más notable quizá de esta degeneración, el de la religión griega. También en­tre los Griegos se encuentra en su grado más alto una ten­dencia que aparece como inseparable de la "idolatría" y de la materialización de los símbolos, la tendencia al an­tropomorfismo: no concebían sus dioses como representantes de ciertos principios, sino que se los figuraban verdadera­mente como seres de forma humana, dotados de sentimientos humanos, y obrando a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, no tenían ya nada que pudiera distin­guirse de la forma con que los habían revestido el arte y la poesía, no eran nada literalmente fuera de esta misma forma. Una antropoformización tan completa dio pretexto a lo que se ha llamado, con el nombre de su inven­tor, el "evemerismo", es decir, la teoría, según la cual los dioses no fueron en su origen más que hombres ilus­tres; no se podría en verdad, ir más lejos en el sentido de una incomprensión grosera, más grosera todavía que la de ciertos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o un ensayo de explica­ción de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del "mito solar". El "mito", como el "ídolo", sólo ha sido siempre un símbolo incomprendido: el uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los Griegos la poesía produjo el primero como el arte produjo el segundo; pero en los pueblos donde, como en los orientales, el naturalismo y el antropomorfis­mo son igualmente extraños, ni uno ni otro podían nacer, y no lo pudieron en efecto sino en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los intérpretes de lo que no comprendían. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mis­mo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de orden inferior a lo simbolizado. De igual manera, es sin duda una tendencia general y natural del hombre la de utilizar la forma humana en el simbolismo; pero esto, que no se presta en sí a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquiera otro modo de representación, no constituye de ningún modo el antropomorfismo, siempre que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada semejante a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos con figura humana, aun­que de uso corriente, no se tornaron "ídolos" jamás; y se puede hacer notar a este propósito cuánto se opone el sim­bolismo a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero ahí donde el arte no es más que un medio de expresión y como un vehículo de ciertas concepciones intelectuales, no se le podría evidentemente considerar como un fin en sí, lo que sólo acontece en los pueblos en los que predomina la sentimentalidad. Sólo a estos mismos pueblos les es natural el antropomorfismo, y. hay que notar que es entre ellos, por la misma razón, donde se pudo constituir el punto de vista propiamente religioso; pero, por otra parte, la religión se esforzó siempre en ellos por reaccionar contra la tendencia antropomórfica y por combatirla en principio, cuando su concepción más o menos falseada en el espíritu popular contribuyó a veces por el contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los Judíos y los Arabes, son vecinos en este aspecto de los pueblos occi­dentales: no podría haber, en efecto, otra razón para la pro­hibición de los símbolos con figura humana, común al Judaísmo y al Islamismo, pero con la restricción de que, en este último, jamás se aplicó rigurosamente entre los Persas, para los cuales el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, ya que, más orientales que los Arabes, y además de otra raza, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo.

Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de "creación"; esta concepción, que es tan extraña a los orientales, con excepción de los musulmanes, como lo fue a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la pa­labra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción, que recibió con el Cristianismo, porque "creare" no quiso decir al principio más que "hacer", sentido que ha guardado siempre en sánscrito, el de la raíz verbal "kri", que es idéntico a esta palabra; hubo ahí un cambio profundo de significado, y éste es, como lo hemos dicho, similar al del término "religión".

Es evidente que la idea de que se trata pasó del Judaísmo al Cristianismo y al Islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, en el fondo es la misma que la de la interdicción de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como a  un ser más o menos análogo a los seres individuales y particular­mente a los seres humanos, debe tener por corolario natural, por donde quiera que existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente "demiúrgico", queremos decir una acción que se ejerce sobre una "materia" que se supone exterior a él, lo cual es el modo de acción propio de los seres individua­les. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad y de la infinitud divinas, afirmar expre­samente que Dios ha "hecho el mundo de nada", es decir, en suma, de nada que le fuese exterior, suposición que tendría por efecto limitarlo dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica es aquí la expresión de un absurdo metafísico, lo que por lo demás es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, se volvió muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, en esta forma derivada, no apareció ya evidente. La concepción teológica de la "creación" es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la "manifestación universal", y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero no hay, por lo demás, equivalencia que establecer entre estas dos concepciones, puesto que hay necesariamente entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los cuales se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que expu­simos en el capítulo precedente.

  Fuente:  René Guénon