viernes, 10 de febrero de 2012

PRINCIPIOS DE UNIDAD DE LAS CIVILIZACIONES ORIENTALES


Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental: hasta se podría decir que su unidad, que descansa siempre culturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una determinada confor­mación mental, no es ya verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio, principio que también le falta a esta misma civilización, desde que rompió, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era, precisamente para ella el principio esencial, y que la hizo ser, en la Edad Media, lo que se llamó la "Cristiandad". La intelectualidad occidental no podría tener a su disposición en los límites en que se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de otro orden que fuese susceptible de substi­tuir a aquél; creemos que tal elemento no podía, fuera de las excepciones no susceptibles de generalizarse en este medio, concebirse más que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, como es, según dijimos, demasiado vaga y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización, se corría el peligro desde enton­ces, de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin nin­gún lazo efectivo y consciente; y, en efecto, a partir del momento en que fue rota la unidad fundamental de la "Cris­tiandad" es cuando se constituyeron en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades se­cundarias, fragmentarias y disminuidas de las "nacionalidades". Pero Europa conservó sin embargo hasta en su desvia­ción mental, y como a pesar de ella, el sello de la formación única que recibiera durante el curso de los siglos precedentes; las mismas influencias que habían acarreado la desviación se ejercieron por todas partes de modo semejante, aunque en grados diversos; resultó otra vez una mentalidad común, y una civilización que permaneció muy a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuese por lo demás, iba a estar desde entonces, si puede decirse así, al servicio de una "ausencia de principio" que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener con seguridad que éste era el precio del progreso material hacia el cual ha ten­dido exclusivamente desde entonces el mundo occidental porque hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea de ello lo que fuere, era realmente, a nuestro juicio, pa­gar muy caro este progreso tan ensalzado.

Este resumen muy somero permite comprender, en pri­mer lugar, por qué no puede haber en Oriente nada que sea comparable a lo que son las naciones occidentales: y es que, en suma, la aparición de las nacionalidades, en una civilización, es el signo de una disolución parcial que resulta de la pérdida de lo que hacía su unidad profunda. Sólo el Japón, anormal en esto como en casi todo lo demás, pudo tener algunas razones para constituirse en nación; no estan­do unido a ninguna civilización más general, y no teniendo sino una extensión comparable a la de la mayoría de los Estados europeos, era por otra parte el único que podía hacerlo impunemente. En el mismo Occidente, lo repeti­mos, la concepción de la nacionalidad es cosa esencialmente moderna; no podría encontrarse nada análogo en todo lo que había existido antes, ni las ciudades griegas, ni el Im­perio Romano, surgido por los demás de las extensiones su­cesivas de la ciudad original, o sus prolongaciones medievales más o menos directas, ni las confederaciones o las ligas de pueblos a la manera celta, ni siquiera los Estados organizados jerárquicamente según el tipo feudal.

Por otro lado, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la "Cristiandad", unidad de naturaleza esencialmente tra­dicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. La civilización islámica es, en efecto, entre las civilizaciones orientales, la que está más cerca del Occidente, y hasta se podría decir que, por sus caracteres así como por su situación geográfica, es, desde diversos puntos de vista, intermediaria entre el Oriente y el Occidente; así, pues, su tradición nos parece que puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los cuales uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, digámoslo desde ahora, es muy a menudo difícil aplicar propiamente el término de "religión", por poco que se desee conservarle su sentido preciso y claramente definido; pero en el Islamismo este aspecto estrictamente religioso no es en realidad sino el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales insistiremos después.

Si se considera nada más por el momento que el aspecto exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa sobre la que descansa toda la organización del mundo musulmán; no es, como en la Europa actual, la religión la que funciona como elemento del orden social; es, al contrario, todo el orden social el que se integra en la religión, del cual es inseparable la legislación, encontrando en ella su principio y su razón de ser. Esto es lo que nunca han comprendido bien, desgraciadamente para ellos, los europeos que han tenido que tratar con los pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha arrastrado a errores políticos de lo más crasos e inextricables; pero no queremos detenernos sobre estas consideracio­nes, y sólo las indicamos de paso. Agregaremos nada más a este propósito dos observaciones que tienen su interés; la primera, es que la concepción del "Califato", única base po­sible de todo "panislamismo" verdaderamente serio, no es asimilable en ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que tiene por otra parte todo lo que se necesita para desorientar a los europeos, acostumbrados a considerar una separación absoluta, y hasta una oposición, entre el "poder espiritual" y el "poder temporal"; la segun­da, es que para pretender instaurar en el Islam "nacionalis­mos" diversos, es necesaria toda la ignorante suficiencia de algunos "jóvenes" musulmanes, como se califican a sí mismos para ostentar su "modernismo", y en los cuales la enseñanza de las Universidades occidentales ha obturado por completo el sentido tradicional.

Todavía nos falta, en lo que se refiere al Islam, insistir sobre otro punto, que es el de la unidad de su lengua tra­dicional: hemos dicho que esta lengua es el árabe, pero debe­mos precisar que es el árabe literal, distinto en cierto modo del árabe vulgar; éste es una alteración y, gramaticalmente, una simplificación de aquel. Hay aquí una diferencia algo semejante a la que señalamos para China, entre la len­gua escrita y la lengua hablada: sólo el árabe literal puede presentar toda la fijeza que se requiere para llenar el pa­pel de lengua tradicional, en tanto que el árabe vulgar, como toda lengua que sirve para el uso corriente, sufre, como es natural, ciertas variaciones según las épocas y se­gún las regiones. Sin embargo, estas variaciones están lejos de ser tan considerables como se cree ordinariamente en Eu­ropa: se refieren sobre todo a la pronunciación y al empleo de algunos términos más o menos especiales, y son insufi­cientes para constituir una pluralidad de dialectos, porque todos los hombres que hablan árabe son perfectamente capa­ces de comprenderse; no hay en suma, aun en lo que se refiere al árabe vulgar, más que una lengua única, que se habla desde Marruecos hasta el Golfo Pérsico, y los llamados dialectos árabes más o menos variados son una pura inven­ción de los orientalistas. En cuanto a la lengua persa, aunque no sea fundamental desde el punto de vista de la tradición musulmana, su empleo en los numerosos escritos relativos al "Sufismo" le da, por lo menos en la parte más oriental del Islam, una importancia intelectual incontestable.

Si ahora pasamos a la civilización hindú, su unidad es de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende en efecto elementos que pertenecen a razas y a agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmen­te hindúes en el sentido estricto de la palabra, con exclusión de otros elementos que pertenecen a estas mismas razas, o por lo menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiese sido así en su origen, pero su opinión se funda nada más sobre la suposición de una pretendida "raza aria", que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término sánscrito "ârya", del que se ha tomado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica a los hombres de las tres primeras castas, y esto independien­temente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, considera­ción sobre la cual no tenemos por qué ocuparnos aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como otras muchas cosas, ha sido de tal manera incomprendido en Occidente, que no es nada extraño que cuanto a él se re­fiere de cerca o de lejos, haya dado lugar a toda clase de confusiones; pero insistiremos en otra parte sobre esta cues­tión. Lo que hay que retener por el momento es que la unidad hindú descansa enteramente sobre el reconocimiento de cierta tradición, que aquí también envuelve a todo el orden social, pero, por lo demás, a título de simple aplicación a contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata no es ya del todo religiosa como en el Islam, sino que es de orden más puramente inte­lectual y esencialmente metafísico. Esta especie de doble pola­rización, exterior e interior, a la cual hicimos alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde no se puede, por consiguiente, llevar a cabo con el Occidente los acercamientos que permite por lo menos el lado exterior del Islam; no hay aquí nada absolutamente que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y no puede haber, pa­ra sostener lo contrario, más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del pen­samiento oriental. Como vamos a tratar de manera muy es­pecial la civilización de la India, no es necesario, por el momento, hablar más sobre este asunto.

La civilización china es, como lo indicamos ya, la única cuya unidad es esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza; su elemento característico, bajo este concepto, es lo, que los chinos llaman "jen", concepción que se puede traducir, sin mucha inexactitud, por "solidaridad de raza". En tal solidaridad, que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la idea de "vida", aplicación del principio metafí­sico de la "causa inicial" a la humanidad existente; y de la transposición de esta noción en el dominio social, con el em­pleo continuo de todas sus consecuencias prácticas, nace la estabilidad excepcional de las instituciones chinas. Esta mis­ma concepción permite comprender que la organización so­cial toda entera descansa aquí en la familia, prototipo esencial de la raza; en Occidente se habría podido encontrar algo semejante, hasta cierto punto, en la ciudad antigua, en la que la familia formaba también el núcleo inicial, y en la que el mismo "culto de los antepasados", con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que con dificultad se dan cuenta los modernos. Sin embargo, no creemos que, en ninguna parte fuera de China, se haya ido nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, suprimiendo por ejemplo la propiedad individual  y, por lo tanto, la herencia, y haciendo en cierto modo imposible la vida al hom­bre que, voluntariamente o no, se encuentra separado de la comunidad de la familia. Ésta desempeña, en la sociedad china un papel tan considerable por lo menos como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en ciertos puntos: pero su principio es del todo diferente. Por lo demás, la parte propiamente metafísica de la tradición está claramente separada de todo el resto en China, más que en cualquiera otro lugar, es decir, en suma, de sus aplicaciones a diversos órdenes de relatividades; sin embargo, ni que decir tiene que tal separación, por profunda que pueda ser, no podría llegar hasta una absoluta discontinuidad, que tendría por resultado privar de todo principio real las formas exteriores de la civilización. Esto se ve demasiado en el Occidente moderno, en el que las instituciones civiles, despojadas de todo valor tradicional, pero arrastrando consigo algunos ves­tigios del pasado, incomprendidos en lo sucesivo, hacen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una "superstición", con toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa.

Hemos dicho lo bastante para mostrar que la unidad de cada una de las grandes civilizaciones orientales es de un orden distinto al de la civilización occidental actual, que se apoya en principios mucho más profundos e independientes de las contingencias históricas, y por lo tanto eminentemente aptos para asegurar su duración y su continuidad. Las consi­deraciones precedentes se completarán por sí mismas, en lo que va a seguir, cuando tengamos ocasión de tomar en una u otra de las civilizaciones en cuestión los ejemplos que serán necesarios para comprender nuestra exposición.

 Fuente: René Guénon