domingo, 12 de febrero de 2012

CARACTERES ESENCIALES DE LA METAFÍSICA - RENÉ GUÉNON









Mientras que el punto de vista religioso implica esencialmente la intervención de un elemento de orden sentimental, el punto de vista metafísico es exclusivamente intelectual; pero esto, por más que tiene para nosotros un significado muy claro, podría parecer a muchos que caracteriza de manera insuficiente este último punto de vista, poco familiar a los occidentales, si no tuviésemos cuidado de aportar otras precisiones. La ciencia y la filosofía, en efecto, tal y como existen en el mundo occidental, tienen también pretensiones a la intelectualidad; si nosotros no admitimos que estas pretensiones estén fundadas, y: si sostenemos que hay una diferencia de las más profundas entre todas las especulaciones de este género y la metafísica, es que la intelectualidad pura, en el sentido en que la consideramos, es otra cosa que lo que se entiende ordinariamente por ella de manera más o menos vaga.

Debemos declarar desde luego que, cuando empleamos el término "metafísica" como lo hacemos, poco nos importar su origen histórico, que es algo dudoso, y que sería puramente fortuito si hubiese que admitir la opinión, por lo demás muy poco verosímil a nuestros ojos, según la cual habría servido al principio para designar simplemente lo que venía "después de la física" en la colección de las obras de Aristóteles. No tenemos tampoco por qué preocuparnos de las acepciones diversas y más o menos abusivas que algunos atribuyeron a esta palabra en esta o en aquella época; éstos no son motivos suficientes para hacérnosla abandonar, porque, tal como es, es muy apropiada para lo que debe designar normalmente, al menos tanto como puede serlo un término tomado a las lenguas occidentales. En efecto, su sentido más natural, aun etimológicamente, es aquel según el cual designa lo que está "más allá de la física", entendiendo aquí por "física", como lo hicieron siempre los antiguos, el conjunto de todas las ciencias de la naturaleza, considerado de una manera por completo general, y no simplemente una de estas ciencias en particular, según la acepción restringida que es propia a los modernos. Es pues con esta interpretación como tomamos esté término de metafísica, y debe entenderse bien de una vez por todas que, si nos adherimos a él, es nada más por la razón que acabamos de indicar, y porque estimamos que es siempre desagradable tener que recurrir a neologismos fuera de los casos de absoluta necesidad?.

Diremos ahora que la metafísica, comprendida así, es esencialmente el conocimiento de lo universal, o, si se quiere, de los principios de orden universal, únicos a los que conviene este nombre de principios; pero no queremos verdaderamente dar con esto una definición de la metafísica, lo que es rigurosamente imposible, en razón de esta misma universalidad que consideramos como el primero de sus caracteres, del cual se derivan todos los otros. En realidad, sólo puede ser definido lo que es limitado, y la metafísica es por el contrario, en su esencia misma, absolutamente ilimitada, lo que evidentemente, no nos permite encerrar su noción en una fórmula más o menos estrecha; una definición en este caso sería tanto más inexacta cuanto más se esforzase uno por hacerla más precisa. Importa resaltar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, en esto, es indicar la distinción profunda que hay que establecer necesariamente entre la metafísica por una parte, y, por la otra, las diversas ciencias en el sentido propio de esta palabra, es decir todas las ciencias particulares y especializadas, que tienen por objeto tal o cual aspecto determinado de las cosas individuales.

Ésta es, en el fondo, la misma distinción de lo universal y de lo individual, distinción que no se debe tomar por una oposición, porque no hay entre sus dos términos ninguna medida común ni ninguna relación de simetría o de coordinación posible. Por otra parte, no podría haber oposición o conflicto de ninguna especie entre la metafísica y las ciencias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente separados; sucede exactamente lo mismo, por lo demás, con la religión. Hay que comprender bien, sin embargo, que la separación de que se trata no se refiere tanto a las cosas mismas como a los puntos de vista bajo los cuales consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que diremos de manera más especial sobre el modo como deben ser concebidas las relaciones que tienen entre si las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse cuenta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias bajo aspectos diferentes; así también, todo lo que consideramos desde ciertos puntos de vista individuales y especiales puede igualmente, por una transposición adecuada, considerarse desde el punto de vista universal, que por lo demás no es ningún punto de vista especial, al igual que aquello que no se puede considerar de modo individual. De esta manera, se puede decir que el dominio de la metafísica lo comprende todo, lo cual es necesario para que sea verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; y los dominios propios de las diversas ciencias no quedan por esto menos distintos. del de la metafísica, porque ésta, como no se coloca sobre el mismo terreno de las ciencias particulares, no es su análoga en ningún grado, de tal manera que no puede haber jamás motivo para establecer ninguna comparación entre los resultados de la una y los de las otras. Por otra parte, el dominio de la metafísica no es de ningún modo, como lo piensan ciertos filósofos que no saben de lo que se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de ellas porque su desarrollo actual es más o menos incompleto, sino lo que, por su misma naturaleza, escapa al alcance de estas ciencias y supera inmensamente la extensión a la cual pueden aspirar legítimamente. El dominio de cualquier ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está esencialmente constituido por aquello donde no hay ninguna experiencia posible: como está "más allá de la física", nosotros estamos también, y por ello mismo, más allá de la experiencia. Por consecuencia, el dominio de cada ciencia particular puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, sin llegar nunca a tener el menor punto de contacto con el de la metafísica.

La consecuencia inmediata de lo que precede es que, cuando se habla del objeto de la metafísica, no se debe tener en consideración algo más o menos análogo a lo que puede ser el objeto especial de tal o cual ciencia. También, que este objeto debe siempre ser absolutamente el mismo, que no puede ser de ningún modo algo cambiante y sometido a las influencias de los tiempos y de los lugares; lo contingente, lo accidental, lo variable, pertenecen al dominio de lo individual, y aun son caracteres que condicionan necesariamente las cosas individuales como tales, o, para hablar de una manera todavía más rigurosa, el aspecto individual de las cosas con sus modalidades múltiples. De modo que, cuando se trata de metafísica, lo que puede cambiar con los tiempos y los lugares son nada más que los modos de exposición, es decir las formas más o menos exteriores de las que puede estar revestida la metafísica, y que son susceptibles de adaptaciones diversas, y éste también es, evidentemente, el estado de conocimiento o de ignorancia de los hombres, o por lo menos de la generalidad de ellos, con respecto a la metafísica verdadera; pero ésta permanece siempre, en el fondo, perfectamente idéntica a sí misma, porque su objeto, es esencialmente uno, o con más exactitud, "sin dualidad", como dicen los hindúes, y este objeto, siempre por lo mismo que está "más allá de la naturaleza", también está más allá del cambio: es lo que expresan los árabes al decir que "la doctrina de la Unidad es única". Yendo más lejos todavía en el orden de las consecuencias, podemos agregar que no hay absolutamente descubrimientos posibles en metafísica, porque, desde el momento en que se trata de un modo de conocimiento que no recurre al empleo de ningún medio especial y exterior de investigación, todo lo que es susceptible de ser conocido puede haberlo sido igualmente por; ciertos hombres en todas las épocas; y esto es, efectivamente, lo que resulta de un examen profundo de las doctrinas metafísicas tradicionales.

Por otra parte, aun admitiendo que las ideas de evolución y de progreso pueden tener cierto valor relativo en biología y en sociología, lo que está lejos de haberse probado, no sería menos cierto que no tienen ninguna aplicación posible con relación a la metafísica; de modo que estas ideas son completamente extrañas a los orientales, como lo fueron por lo demás hasta fines del siglo XVIII a los mismos occidentales, que ahora las creen elementos esenciales del espíritu humano. Esto implica, notémoslo bien, la condenación formal de cualquier  tentativa de aplicación del "método histórico" a lo que es de orden metafísico: en efecto, el mismo punto de vista metafísico se opone radicalmente al punto de vista histórico, o llamado así, y hay que ver en esta oposición no sólo una cuestión de método, sino también y sobre todo, lo que es mucho más grave, una verdadera cuestión de principio, porque el punto de vista metafísico, en su inmutabilidad esencial, es la negación misma de las ideas de evolución y de progreso; de modo que podría decirse que la metafísica no se puede estudiar más que metafísicamente. No hay que tener en cuenta aquí contingencias tales como las influencias individuales, que rigurosamente no existen a este respecto y no pueden ejercerse sobre la doctrina, puesto que ésta, siendo de orden universal, y por lo tanto esencialmente supra-individual, escapa por fuerza a su acción; aun las circunstancias de tiempo y de lugar no pueden, insistimos de nuevo, influir más que sobre la expresión exterior, y de ningún modo sobre la esencia misma de la doctrina; y en fin, en metafísica no se trata, como en el orden de lo relativo y contingente, de "creencias" o de "opiniones"  más o menos variables y cambiantes porque son más o menos dudosas, sino exclusivamente de certidumbre permanente e inmutable.

En efecto, por lo mismo que la metafísica no participa de ningún modo de la relatividad de las ciencias, debe implicar la certidumbre absoluta como carácter intrínseco, y esto desde luego por su objeto, pero también por su método, si es que esta palabra puede aplicarse aquí todavía, sin lo cual éste método, o con cualquiera otro nombre con que se le quiera designar, no seria adecuado al objeto. La metafísica excluye, pues, necesariamente, cualquier concepción de carácter hipotético, de donde resulta que las verdades metafísicas, en sí mismas, no pueden de ningún modo ser discutibles; por lo tanto, si puede haber motivo a veces de discusión y de controversia, no será nunca sino por causa de una exposición defectuosa o de una comprensión imperfecta de estas verdades. Por lo demás, cualquier exposición posible es aquí necesariamente defectuosa, porque las concepciones metafísicas, por su naturaleza universal, no son jamás totalmente expresables, ni siquiera imaginables, ni pueden ser alcanzadas en su esencia más que por la inteligencia pura y "no-formal"; superan inmensamente a todas las formas posibles, y especialmente a las fórmulas en que quisiera encerrarlas el lenguaje, fórmulas siempre inadecuadas que tienden a restringirlas, y por esto a desnaturalizarlas. Estas fórmulas, como todos los símbolos, sólo sirven de punto de partida, de "sostén" por decirlo así, para ayudar a concebir lo que permanece inexpresable en sí, y cada uno debe esforzarse por concebirlo efectivamente según la medida de su propia capacidad intelectual, supliendo así, en esta misma medida precisamente, a las imperfecciones fatales de la expresión formal y limitada; es por lo demás evidente que estas imperfecciones llegarán a su máximo cuando la expresión deba hacerse en lenguas que, como las europeas, sobre todo las modernas, parecen lo menos aptas que cabe imaginar para la exposición de las verdades metafísicas. Como lo dijimos antes, justamente a propósito de las dificultades de traducción y adaptación, la metafísica, porque se abre sobre posibilidades ilimitadas, debe siempre reservar la parte de  lo inexpresable que, en el fondo, es para ella todo lo esencial.

Este conocimiento de orden universal debe estar mas allá de todas las distinciones que condicionan el conocimiento de las cosas individuales y del cual el sujeto y el objeto es el tipo general y fundamental; esto muestra también que el objeto especial de la metafísica no es nada comparable al objeto especial de no importa qué otro género de conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto sino en un sentido puramente analógico, porque está uno obligado, para poder hablar, a atribuirle una denominación cualquiera.
Así también, si se quiere hablar del medio del conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente unificados; es decir que este medio, si es que es permitido llamarlo así, no puede ser nada que se asemeje al ejercicio de una facultad discursiva como la razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supra-individual, y, por consecuencia, suprarracional, lo que de ningún modo quiere decir irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, pero está por encima de la razón, que no puede intervenir aquí sino de una manera por completo secundaria, para la formulación y la expresión exterior de estas verdades que superan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas sino por una facultad que ya no es del orden individual, y que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos denominan intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón y no por encima de ella. Hay que decir pues, para mayor precisión, que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia ha negado la filosofía moderna porque no la comprendía, a menos que no haya preferido ignorarla pura y simplemente; se puede designarla también como el intelecto puro, siguiendo en esto el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos, para quienes el intelecto es lo que posee inmediatamente el conocimiento de los principios.

Aristóteles declara expresamente (1) que "el intelecto es más verdadero que la ciencia", es decir, en suma, que la razón construye la ciencia, pero que "nada es más verdadero que el intelecto", porque necesariamente es infalible por lo mismo que su operación es inmediata, y, como en realidad no es distinto de su objeto, no forma más que uno con la misma verdad. Tal es el fundamento esencial de la certidumbre metafísica; se ve por esto que no se puede introducir el error sino con el uso de la razón, es decir al formular verdades concebidas por el intelecto, y esto porque la razón es evidentemente falible a causa de su carácter discursivo y mediato. Por otra parte, como toda expresión es por fuerza imperfecta y limitada, el error es inevitable en cuanto a la forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se quiera hacer a la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más de lo que puede encerrar; pero este error puede no tener nada de positivo como tal y no ser más que una verdad menor, en suma, que reside sólo en una fórmula parcial e incompleta de la verdad total.

Ahora podemos darnos cuenta de lo que es, en su sentido más profundo, la distinción del conocimiento metafísico y del conocimiento científico: el primero procede del intelecto puro, que tiene por dominio lo universal; el segundo procede de la razón, que tiene por dominio lo general, porque, como lo dijo Aristóteles, "solamente hay ciencia de lo general". No hay pues que confundir de ninguna manera lo universal y lo general, como acontece muy a menudo a los lógicos occidentales, que no se elevan nunca realmente por encima de lo general, aun cuando le dan abusivamente el nombre de universal. El punto de vista de las ciencias, dijimos, es de orden individual; y es que lo general no se opone a lo individual sino sólo a lo particular, y es, en realidad, lo individual extendido; pero lo individual puede recibir una extensión, aun indefinida, sin perder por esto su naturaleza y sin salir de sus condiciones restrictivas y limitativas, y, por esta razón, decimos que la ciencia podría extenderse indefinidamente sin alcanzar nunca a la metafísica, de la que siempre permanecerá también profundamente separada, porque sólo la metafísica es el conocimiento de lo universal.

Creemos haber caracterizado a la metafísica suficientemente, y no podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no encontraría lugar aquí; estos datos serán completados en los siguientes capítulos, y particularmente cuando hablemos de la distinción de la metafísica y lo que generalmente se designa con el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el Taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extra-religioso del Islamismo. Ahora bien, ¿hay algo parecido en el mundo occidental? Si se considera nada más lo que actualmente existe, con seguridad no se podría dar a esta cuestión más que una respuesta negativa, porque lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde en ningún grado a la concepción que hemos expuesto; tendremos ocasión de insistir sobre este punto. Sin embargo, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, por lo menos, hubo realmente en ella metafísica en cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, esto es algo acerca de lo cual la mentalidad moderna no ofrece el menor equivalente, y cuya comprensión parece que le está prohibida. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es que hay, como antes lo dijimos, limitaciones que parecen en verdad inherentes a toda la intelectualidad occidental, por lo menos a partir de la antigüedad clásica; y hemos notado ya a este respecto, que los griegos no tenían la idea de lo Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser sino indefinido, y porque confunden invariablemente la eternidad, que reside esencialmente en el "no-tiempo", si cabe expresarse así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, pero no se les ocurren parecidos errores a los orientales? Es que la mentalidad occidental, dirigida casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, hace una confusión constante entre concebir e imaginar, a tal punto que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece por esto mismo realmente impensable; y, ya entre los griegos, las facultades imaginativas eran preponderantes. Esto es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no puede haber intelectualidad en el verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si se agrega a estas consideraciones otra confusión ordinaria; la de lo racional y de lo intelectual, se percibe que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de estas facultades del todo individuales y formales que son la razón y la imaginación; y entonces se puede comprender todo lo que separa de la intelectualidad oriental, para la que no hay conocimiento verdadero y que valga, si no es el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo "informal".

NOTA:

(1). Últimos Analíticos, libro II.