martes, 21 de febrero de 2012

PENSAMIENTO METAFÍSICO Y PENSAMIENTO FILOSÓFICO








Hemos dicho que la metafísica, que está profunda­mente separada de la ciencia, no lo está menos de cuanto los occidentales, y sobre todo los modernos, designan con el nombre de filosofía, bajo el cual se encuentran reunidos ele­mentos muy heterogéneos, y hasta desemejantes por comple­to. Poco importa aquí la intención primera que los Griegos hayan querido encerrar en esta palabra "filosofía", que pa­rece haber comprendido al principio para ellos, de manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los limi­tes en que eran aptos para concebirlo; sólo nos preocuparemos de lo que actualmente existe de hecho bajo esta denominación. Sin embargo, conviene hacer notar en primer lugar que, cuando hubo en Occidente metafísica verdadera, se trató siempre de unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que los caracteres esenciales de la me­tafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron separados con claridad suficiente. Diremos más: el hecho de tratar a la metafísica como a una rama de la filosofía, ya sea colocándola así en el mismo plano de no importa qué relatividades, o bien calificándola de "filosofía primera", como, lo hizo Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su verdadero alcance y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser parte de alguna cosa, y lo universal no puede ser encerrado o com­prendido en cualquier cosa que sea. Este hecho es, por sí solo, una prueba evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, la cual se reduce a la sola doctrina de Aristóteles y de los escolásticos; porque, con excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encon­trarse diseminadas aquí y allá, o bien de cosas que no son conocidas de manera bastante cierta, no se encuentra en Occidente, por lo menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de ele­mentos contingentes, científicos, teológicos o de cualquiera otra naturaleza; no hablamos de los alejandrinos, sobre los que se ejercieron directamente influencias orientales.

Si consideramos la filosofía moderna en su conjunto, podemos decir, de manera general, que su punto de vista no presenta ninguna diferencia verdaderamente esencial con el punto de vista científico: es siempre un punto de vista racio­nal, o por lo menos que pretende serlo, y cualquier conoci­miento que se mantiene en el dominio de la razón, se le ca­lifique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden científico; si pretende ser otra cosa, pierde por este hecho todo valor, aún relativo, atribuyéndose un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso de lo que lla­maremos la pseudo-metafísica. Por otra parte, la distinción del dominio filosófico y del dominio científico es tanto me­nos justificada cuanto que el primero comprende, entre sus múltiples elementos, ciertas ciencias que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que pueda diferenciarlas de manera que se les pueda conceder un rango privilegiado; tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, son llamadas filosóficas sólo por el efecto de un uso que no se funda en ninguna razón lógica, y la filoso­fía no tiene más que una unidad puramente ficticia, histórica si se quiere, sin que se pueda decir por qué no se ha tomado o conservado la costumbre de hacer entrar en ella también a otras ciencias cualesquiera. Por lo demás, ciencias que fue­ron consideradas como filosóficas en cierta época no lo son ahora, y les basta con adquirir un desarrollo mayor para salir de este conjunto mal definido, sin que haya cambiado para nada su naturaleza intrínseca; el hecho de que algunas permanezcan todavía en él, es un vestigio de la extensión que los Griegos dieron primitivamente a la filosofía, que comprendía en efecto a todas las ciencias.

Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de otra naturaleza, con la psicología, por ejemplo, de las que tiene con la física o con la fisiología: éstas son, exactamente del mismo modo, ciencias de la naturaleza, es decir ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón, la metafísica no puede depender en ningún grado de una ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra ex­cusa que la de ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica y, por lo mismo, propia­mente anti metafísica. La metafísica debe necesariamente bas­tarse a sí misma, siendo el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre otra cosa, por el hecho mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los cuales se deriva todo lo demás, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y esto, por parte de las ciencias, es sin duda legí­timo, puesto que no podrían conducirse de otro modo y unir sus objetos a principios universales, sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última observación muestra que no hay que pensar tampoco en fundar directamente las cien­cias sobre la metafísica: la misma relatividad de sus puntos de vista constitutivos es la que les asegura a este respecto cierta autonomía, cuyo desconocimiento tendería a provocar conflictos ahí donde normalmente no deberían producirse; este error, que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes que, por lo demás, sólo hizo pseudo-metafísica y que no se interesó en ella sino a título de prefacio a su física, a la que creyó dar así fun­damentos más sólidos.

Si ahora consideramos la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos considerado hasta aquí, y a to­das las cuales se les puede llamar experimentales porque tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento huma­no; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se denomina los principios lógicos no son más que la aplicación y la especificación, en un dominio de­terminado, de verdaderos principios, que son de orden univer­sal; se puede, pues, con respecto a ellos, operar una transposición del mismo género que la que indicamos como posible a propósito de la teología. La misma observación puede ha­cerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que se limitan exclusivamente al solo dominio de la cantidad, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser conside­rados como constitutivos de una determinación inmediata con relación a ciertos principios universales. Así pues, la lógica y las matemáticas, son, en todo el dominio científico, las que ofrecen más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, porque entran en la definición general del conocimiento científico, es decir en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, también ellas están profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite conceder un valor efectivo a pun­tos de vista que se establecen como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de las "teorías del conoci­miento" y que han adquirido tanta importancia en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, en la parte en que pretenden superar a la lógica, no son más que fantasías pseudo-metafísícas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica sólo ocupa el sitio de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que sucede en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la Edad Media occidental, pero que ignora la filosofía moderna, no es más que una apli­cación de los principios metafísicos desde un punto de vista especial y en un dominio determinado; insistiremos sobre el particular a propósito de las doctrinas hindúes.

Lo que acabamos de decir de las relaciones de la metafí­sica y de la lógica podrá asombrar algo a los que están acos­tumbrados a considerar que la lógica domina en un sentido todo conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no es valedera sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; sin embargo, es evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede ser dependiente de la lógica, como no puede estarlo de no importa qué otra ciencia, y se podría decir que hay aquí un error que proviene de que no se concibe el conoci­miento más que en el dominio de la razón. Hay que dis­tinguir, eso sí, entre la metafísica misma, como concepción intelectual pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las limitaciones individua­les, por lo tanto a la razón, la segunda, en la medida en que ella es posible, no puede consistir más que en una es­pecie de traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la misma constitución de cualquier lenguaje humano no permite que sea de otro modo. La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia del razonamiento; la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma nada más, y, si entonces debe conformarse a las leyes de la lógica, es que estas mismas leyes tienen un fundamento metafísico esencial, sin el cual carecerían de valor; al mismo tiempo, es necesario que esta exposición, para que tenga un alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como lo indicamos ya, deje abiertas posibilidades ilimitadas, de concepción como el dominio mismo de la metafísica.

En cuanto a la moral, hablando desde el punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos reservamos entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en cuanto es claramente distinta de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ya ni siquiera un conocimiento de orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuyo fin y alcance no podrían ser más que puramente prácticos, aunque a me­nudo se haga uno muchas ilusiones sobre el particular. Se trata exclusivamente, en efecto, de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está por completo en el orden social porque estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos hu­manos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aun se las formula colocándose en un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como entre los orientales, es el punto de vista específicamente moral, y extraño a la mayoría de la humanidad. Hemos visto cómo podía introducirse este punto de vista en las concepciones religiosas, por la sujeción del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero haciendo a un lado este caso, no se ve bien lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso, que da un sentido a la moral, todo lo que se relaciona con este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de puras y simples convenciones, establecidas y observadas únicamente con vistas a hacer posible y soportable la vida en sociedad; pero, si se reconociese francamente este carácter convencional y tomase uno su partido, no habría ya moral filosófica. También la sentimentalidad interviene aquí y para encontrar materia con la cual satisfacer sus necesi­dades especiales, se esfuerza por tomar y hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de allí un despliegue de consideraciones diversas, unas que permanecen nítidamente sentimentales tanto en su forma como en su fondo, otras disfrazándose bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral, como todo lo que corresponde a las contingencias sociales, varía grandemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en este mismo medio; esto bastaría para mostrar que estas teorías carecen de todo valor real, porque están construidas por cada filósofo para poner a destiempo su conducta y la de sus semejantes, o por lo menos la de los que están más próximos a él, de acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimien­tos. Hay que hacer notar que el nacimiento de estas teorías morales se produce sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, divagando sobre especulaciones ilusorias, se conserva por lo menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar sobre todo entre los Griegos, cuando su intelectualidad proporcionó, con Aristóteles, todo aquello de lo que era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como las de los epicúreos y de los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y lo que determinó su éxito entre los Romanos, para los que cualquier especulación más ele­vada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo ca­rácter se encuentra en la época actual, en la que el "mora­lismo" se vuelve extrañamente invasor pero, sobre todo esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo demuestra el caso del Protestantismo; es natural, por otra parte, que pueblos de mentalidad puramente práctica, cuya civilización es del todo material, traten de satisfacer sus aspiraciones sentimentales con este falso misticismo que en­cuentra una de sus expresiones en la moral filosófica.

Hemos pasado revista a todas las ramas de la filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el pensamiento filosófico, toda clase de elementos bastante mal determinados, que no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas y cuya ligazón no está constituida por algún rasgo de su propia naturaleza, sino sólo por el hecho de su agrupamiento en el interior de una misma con­cepción sistemática. Por ello, después de haber separado por completo la metafísica de las diversas ciencias llamadas filosóficas, hay que distinguirla, además, no menos profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas cau­sas más comunes es, lo dijimos ya, la pretensión a la origina­lidad intelectual; el individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a cualquier espíritu tradicional, y también incompatible con cualquier concep­ción que tenga un alcance metafísico verdadero. La meta­física pura excluye esencialmente todo sistema, porque un sistema, cualquiera que sea, se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos estre­chamente definido y limitado, lo que de ningún modo es conciliable con la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es siempre el sistema de alguien, es decir una construcción cuyo valor no puede ser más que individual. Además, cualquier sistema está necesariamente establecido sobre un punto de partida especial y relativo, y puede decirse que no es, en suma, sino el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene un carácter de absoluta certidumbre, no podría admitir nada de hipoté­tico. No queremos decir que todos los sistemas no puedan contener cierta parte de verdad, en lo que se refiere a tal o cual punto particular; pero es que son ilegítimos en tanto que sistemas, y a la forma sistemática misma le es inherente la falsedad radical de tal concepción tomada en su conjunto. Leibniz decía con razón que "todo sistema es verdadero en lo que afirma y falsa en lo que niega", es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado está, o, lo que equivale a lo mismo, más sistemático, porque semejante concepción termina inevitablemente en la nega­ción de todo lo que es impotente para contener; y esto de­bería, en toda justicia, aplicarse al mismo Leibniz, así como a los otros filósofos, en la medida que su propia concep­ción se presenta también como sistema; todo lo que se encuentra en él de metafísica verdadera está, por lo demás, tomado de la escolástica, y eso, desnaturalizado a menudo, por mal comprendido. Para la verdad de lo que afirma un sistema, no habría que ver ahí la expresión de un "eclecti­cismo" cualquiera; esto equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que es evidente, pero que im­plica precisamente la condenación del sistema como tal. Como la metafísica está fuera y más allá de las relatividades, que pertenecen todas al orden individual, escapa por eso mismo a toda sistematización, y no se deja encerrar en nin­guna fórmula. Ahora se puede comprender lo que entendemos exactamente por pseudo-metafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, total­mente injustificadas por el hecho de la misma forma sistemática, que basta para quitar a las consideraciones de este género cualquier alcance real. Ciertos problemas que habitualmente plantea el pensamiento filosófico aparecen hasta como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de todo significado; hay allí una multitud de cuestiones que sólo descansan sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y porque no hay motivo para plantearlas realmente; bastaría pues, en muchos casos, con precisar su enunciado para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, por el contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay tam­bién otras cuestiones, que pertenecen a órdenes de ideas muy diversos, que se pueden plantear, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto acarrearía una solución casi inmediata, porque la dificultad que en ellas se encuentra es más verbal que real; pero si entre estas cuestiones hay algu­nas cuya naturaleza sería susceptible de tener cierto alcance metafísico, lo pierden completamente por estar incluidas en un sistema, porque no basta que una cuestión sea de natura­leza metafísica, se necesita además que, siendo reconocida como tal, sea considerada y tratada metafísicamente. Es evi­dente, en efecto, que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea desde el punto de vista metafísico, o bien desde otro punto de vista cualquiera; así también las consideraciones a las cuales la mayoría de los filósofos han creído oportuno entregarse sobre toda clase de cosas, pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es por lo menos lamentable que la falta de precisión que es tan característica del pensamiento occiden­tal moderno, y que aparece tanto en las mismas concepcio­nes como en su expresión, y permite discutir indefinidamente sin discernimiento y sin llegar a resolver nada, deje libre el campo a una multitud de hipótesis que con seguridad tiene uno el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. A este propósito podemos también hacer notar, de ma­nera general, que las cuestiones que se plantean en cierto modo accidentalmente, que sólo tienen un interés particular y momentáneo, como se encuentran muchas en la historia de la filosofía moderna, están por esto mismo manifiestamente desprovistas de cualquier carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; las cuestiones de este género pertenecen por lo común a la categoría de los problemas cuya existencia es artificial. No puede ser verdaderamente metafísico, lo repetimos una vez más, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísico, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica lo que hace su unidad esencial, independientemente de la mul­tiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dog­mas religiosos, y, por consecuencia, su profunda inmutabili­dad.

De lo que precede resulta, así mismo, que la metafísica no tiene ninguna relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que tienen precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; es una manía común de los orientalistas la de querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en estos cuadros estrechos que no están hechos para él; señalaremos especialmente más tarde el abuso que se hace así de estas vanas etiquetas, o por lo menos de algunas de ellas. Sólo queremos por el momento insistir sobre este punto: que la querella del espiritualismo y del materialismo, en torno de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes, no interesa en nada a la metafísica pura; éste es, por lo demás, un ejemplo de estas cuestiones que tuvieron su época y a las que aludíamos hace poco. En efecto, la dualidad "espíritu-materia" nunca se planteó como absoluta e irreductible antes de la época cartesiana; los antiguos, principalmente los Griegos, ni siquiera tenían la noción de "materia" en el sentido mo­derno de la palabra, como no la tiene en la actualidad la mayoría de los orientales: en sánscrito no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene por único mérito el de representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero precisamente porque se atiene a las apariencias es del todo superficial, y, colocándose en un punto de vista especial puramente individual, se torna negación de toda metafísica en cuanto se le quiere atri­buir un valor absoluto afirmando la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la cual reside el dualismo propiamente dicho. No hay que ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, porque los dos términos de la oposición po­drían ser distintos de estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, parejas inde­finidas de términos correlativos diferentes de aquel. De manera general, el dualismo tiene por carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente des­de cierto punto de vista; y ésta es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al, declarar esta oposición irre­ductible y absoluta, cuando es totalmente relativa y contingente, se le impide ir más allá de los dos términos que planteó uno frente a otro, y se encuentra así limitado en lo que hace su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición en la cual persiste obstinada­mente el dualismo, se podrá presentar distintas soluciones; y, desde luego, encontramos dos en los sistemas filosóficos que se pueden agrupar bajo la denominación común de mo­nismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por, esto: al no admitir que haya una irreducti­bilidad absoluta, y al querer superar la oposición aparente, cree lograrlo reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata en particular de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espi­ritualista, que  pretende reducir la materia, al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende por el contrario reducir el espíritu a la materia. El mo­nismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, porque, en esto, está menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero cae casi fatalmente en otro defecto y descuida por completo, si es que no niega, la oposición que, aun no siendo más que una apariencia, siempre merece ser considerada como tal: es aquí también, donde el exclusivismo de sistema comete su primera falta. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, nun­ca se sale por completo de la alternativa planteada por el dualismo; puesto que no considera nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los cuales había hecho sus principios fundamentales; hasta habría motivo para preguntarse si, siendo correlativos estos dos términos, el uno tiene aún su razón de ser  sin el otro, si es lógico conservar el uno en cuanto se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parecen superficial­mente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, esto en suma tiene poca importancia, tanto más cuanto que cada uno está obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, en este terreno, la discusión entre espiri­tualistas y materialistas degenere pronto en una simple que­rella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos faces de una so­lución doble, por lo demás del todo insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución, pero mientras que con el dualismo y el monismo sólo teníamos dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden simplemente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, por el contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que la ignora.

Designaremos esta doctrina como el "no-dualismo", o mejor todavía como la "doctrina de la no-dualidad", si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito "adwaita-vâda" que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y por esto la adoptaremos de buen grado, pero tiene sin embargo un inconveniente en razón de la presencia de la terminación "ismo", que en el lenguaje filosófico va unida por lo común a la designa­ción de sistemas; se podría, es verdad, decir que hay que hacer llevar la negación sobre la palabra "dualismo" toda entera, comprendida su terminación, entendiendo por esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo como concepción sistemática. Sin admitir más irreductibi­lidad absoluta que el monismo, el "no-dualismo" difiere profundamente de éste, en que no pretende de ningún modo por esto que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; considera a uno y otro si­multáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal y en el cual están contenidos igual­mente, no ya como opuestos para hablar con propiedad, sino como complementarios, por una especie de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio co­mún. Así, pues, la intervención del punto de vista meta­físico tiene por efecto resolver inmediatamente la oposi­ción aparente, y ella sola permite hacerlo de verdad allí donde mostraba su impotencia el punto de vista filosófico; y lo que es cierto para la distinción del espíritu y de la materia lo es igualmente para no importa qué otra de todas las que se podría establecer también entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en cantidad indefinida. Si se puede considerar simultáneamente toda esta infinidad de distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es que no está uno ya encerrado en una sistematización limitada a una de estas distinciones con exclusión de todas las otras; y, así, el "no-dualismo" es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden en general, bajo uno u otro concepto, unirse ya sea al dualismo, ya sea al monismo; pero sólo el "no-dualismo", tal como acabamos de indicarlo al principio, es susceptible de superar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque es pro­pia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la misma metafísica.

Si hemos creído necesario extendernos sobre estas consi­deraciones tan largamente como lo hemos hecho, es debido a la ignorancia en que se está por lo común en Occidente sobre todo lo que concierne a la metafísica ver­dadera, y también porque tienen con nuestro asunto una relación muy directa, aunque no lo piensen así algunos, puesto que la metafísica es el centro único de todas las doc­trinas del Oriente, de modo que no se puede comprender nada de ellas mientras no se haya adquirido de la metafísica una noción por lo menos suficiente para evitar cualquier confusión posible. Al señalar toda la diferencia que separa un pensamiento metafísico de un pensamiento filosófico, hemos hecho ver cómo los problemas clásicos de la filosofía, aun los que ella considera como más generales, no ocupan rigurosamente ningún sitio con respecto a la metafísica pura: la transposición, que tiene por objeto hacer aparecer el sentido profundo de ciertas verdades, desvanece aquí estos pretendidos problemas, lo que demuestra precisamente que no tienen ningún sentido profundo. Por otra parte, esta exposición nos ha suministrado la oportu­nidad de indicar el significado de la concepción de la "no-dualidad", cuya comprensión, esencial a toda metafísica, no lo es menos a la interpretación más particular de las doctri­nas hindúes; ello es evidente, por lo demás, desde el momento en que estas doctrinas son de esencia puramente metafísica .

Agregaremos aún una observación cuya importancia es capital: no sólo no puede estar limitada la metafísica por la consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya se trate de aspectos muy espe­ciales como el espíritu y la materia, o, por el contrario, de aspectos tan universales como es posible, como los que se pueden designar con los términos de "esencia" y de "subs­tancia", sino que tampoco podría estar limitada por la concepción del ser puro en toda su universalidad, porque no debe estarlo por nada absolutamente. La metafísica no puede definirse como "conocimiento del ser" de una mane­ra exclusiva, como lo hizo Aristóteles: ésta es propiamente la ontología, que sin duda es de la incumbencia de la metafísi­ca, pero que no por esto constituye toda la metafísica; y a ello se debe que lo que hubo de metafísica en Occidente haya quedado siempre insuficiente e incompleto, lo mis­mo que bajo otro concepto que indicaremos más adelante, el ser no es verdaderamente el más universal de todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujese a la ontología, y esto porque, aun siendo la más primordial de todas las determinaciones posibles, ya es sin embargo una determinación, y toda determinación es una limitación, en la cual no se podría detener el punto de vista metafísico. Un principio es evidentemente tanto menos uni­versal cuanto es más determinado, y por esto más relativo; podemos decir que, de una manera en cierto modo matemática, un "más" determinativo equivale a un "me­nos" metafísico. Esta indeterminación absoluta de los prin­cipios más universales, por lo tanto de los que deben ser considerados antes que todos los otros, es causa de grandes dificultades, no en la concepción, salvo quizá para los que no están acostumbrados a ellos, sino al menos en la expo­sición de las doctrinas metafísicas, y obliga a menudo a ser­virse de expresiones que en su forma exterior son puramente negativas. Así, por ejemplo, la idea del Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no puede ser más que el todo absoluto, lo que, no estando limitado por nada, no deja nada fuera de si, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es por fuerza la afirmación de alguna cosa, es decir una afirmación particular y determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es propiamente la negación de una negación, por lo mismo una afirmación real, de manera que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la afirmación abso­luta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito po­dría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafí­sicas extraordinariamente importantes,  pero  basta este ejemplo para lo que nos proponemos hacer comprender aquí; y, por lo demás nunca hay que perder de vista que la metafísica pura es, en sí, absolutamente independiente de todas las terminologías más o menos imperfectas con las que tratamos de revestiría para que sea más accesible a nuestra comprensión.

 Fuente:  René Guénon