CORONEL FRANCISCO BOLOGNESI
La victoria peruana en Tarapacá no cambió los resultados estratégicos de la
invasión chilena y el I Ejército del Sur, por una serie de circunstancias, se
vió en la imperiosa necesidad de emprender la retirada hacia la ciudad de Arica.
Consolidada la ocupación de la provincia de Tarapacá, el ejército chileno
emprendió la segunda fase de la guerra terrestre, que denominaría Campaña de
Tacna, la cual se desarrollaría en un vasto escenario que abarcaba los límites
de los ríos Ilo y Moquegua por el norte y los ríos Azapa y Azufre por el sur.
Los peruanos aun controlaban esa región a través del I y el II Ejército del
Sur, dividido entre Arica y Arequipa, mientras que los bolivianos guarnecían el
departamento de Tacna. Sin embargo, los aliados, faltos de armamento y
provisiones, no estaban aptos para sostener una campaña tan difícil como la que
se avecindaba. Los chilenos, por el contrario, se fueron revitalizado con
refuerzos y con el buen servicio de abastecimientos proporcionado por su
escuadra.
A inicios de 1880 el comando militar chileno aprobó un nuevo plan de operaciones
para sus fuerzas expedicionarias. El plan contemplaba invadir los territorios al
norte de Pisagua, es decir las localidades de Ilo, Pacocha e Islay, con objeto
de aislar Tacna del resto del Perú y posteriormente atacar y ocupar dicho
departamento. En consecuencia, el alto mando chileno concentró veinte
transportes en Pisagua y el 24 de febrero de 1880, frente a la bahía de Pacocha,
en Moquegua, al norte de Arica, desembarcó un ejército de doce mil hombres.
Asumió el mando de aquel ejército el general de brigada Manuel Baquedano.
En abril de 1879, iniciado el conflicto, el Presidente peruano Mariano Prado,
había decidido, por razones estratégicas, convertir a Arica, próspera ciudad
sureña de 3,000 habitantes y muy cercana de territorio chileno y de las
salitreras, en el segundo puerto artillado de importancia del Perú y en su
cuartel general. El puerto, ubicado a 65 kilómetros al sur de Tacna, había sido
fundado en tiempos de la colonia española y siempre estuvo fortificado, ya que
desde fines del siglo XVI por allí se embarcaba la plata proveniente de las
ricas minas de Potosí. Cuando Prado abandonó el teatro de operaciones del sur,
el mando de la posición recayó en el contralmirante Montero, quien a su vez, en
cumplimiento de órdenes superiores, relevó al general Buendía, asumiendo el comando del I Ejército del Sur.
Los trabajos defensivos de la plaza fueron encomendados a dos militares y a un
civil, el ingeniero Teodoro Elmore. El grupo trabajaría con dedicación pero no
alcanzaría los resultados esperados por falta de recursos.
El Estado Mayor General y el I Ejército del Sur permanecieron cerca de cuatro
meses en Arica hasta que en los primeros días de abril de 1880 el contralmirante
Montero, enterado de los planes chilenos, se dirigió hacia el norte para unirse
con las fuerzas bolivianas en Tacna, lugar que se presentaba como el nuevo
frente de guerra. El adversario ahora ocupaba la ciudad de Moquegua así como el
estratégico paso de Los Angeles, posición situada entre Moquegua y Tarata.
Montero dejó en Arica una pequeña guarnición de guardias nacionales que
estaba al mando de un oficial naval, don Camilo Carrillo, pero como aquel debió
dejar su puesto por razones de enfermedad, el comando recayó en un oficial
retirado, muy patriota, cuyo nombre: Francisco Bolognesi, un coronel de 64 años de edad.De espíritu combativo, quien
había participado valientemente en las batallas de San Francisco y Tarapacá.
Tan pronto recibió el comando de Arica, Bolognesi dispuso intensificar los
trabajos defensivos, pues pese a que el lugar era de particular importancia
estratégica, aún persistía el problema de que no se le había equipado
convenientemente para encarar el muy viable escenario de un ataque por tierra.
Por lo expuesto, jamás llegó a ser la fortaleza inexpugnable que han presentado
los historiadores chilenos –que llegaron a llamarla el Gibraltar de América-
pero tampoco estaba desguarnecida como pretenden algunos historiadores peruanos.
Arica no era una posición militar sólida, pero gracias a las obras realizadas
ostentaba algunos dispositivos disuasivos importantes. Por mar, bloqueada como
se encontraba por la escuadra chilena, si era impenetrable y si bien al inicio
de la guerra las defensas habían sido orientadas especialmente para resistir un
ataque de artillería naval, en los meses subsiguientes se fueron adoptando las
previsiones para contener un eventual asalto de infantería, siempre teniendo en
cuenta las difíciles condiciones del terreno y la gran extensión de las aéreas a
defender.
LAS DEFENSAS DE LA PLAZA
En la cumbre del morro, que era una plaza natural, de unos 10,000 metros
cuadrados de extensión y 260 metros de altura, los peruanos habían construido
frágiles cuarteles y colocado nueve cañones para defender el avance de la
escuadra. Estos eran conocidos como las Baterías del Morro, divididas a su vez
en Batería Alta y Batería Baja. El arma fundamental eran los cañones Vavausser
de avancarga, de 9 pulgadas de calibre, peso de munición 250 libras y alcance
nominal de 4,300 metros, construidos en Gran Bretaña en 1867. Los otros modelos
empleados eran Parrots y Voruz de diferente calibre.
LaBatería Alta contaba con
un Vavausser, dos Parrot de 100 mm y dos Voruz de 70 mm. La Batería Baja
disponía de cuatro Voruz de 70 mm. Asimismo, para defender la rada, se habían
colocado fuertes artillados en el flanco norte, considerado como él más bajo de
la plaza. Estos fuertes eran el Santa Rosa y el Dos de Mayo, armados cada cual
con un Vavausser, y el San José, provisto de un Vavausser y un Parrot de 100 mm.
Bajo cada uno de los cañones, protegidos por muros de barro, reforzados y solidificados con césped, yacían cinco quintales de dinamita para hacerlos volar
en caso de que el enemigo tomase las posiciones. Como característica particular,
el Vavausser del fuerte Dos de Mayo poseía una base circular que le permitía
disparar indistintamente hacia el mar o al valle de Chacalluta.
El sector este de Arica, es decir el segundo flanco de defensa, ubicado en la
parte alta y escarpada de la zona, contaba con un total de siete cañones y era
defendido por dos fortines, llamados Este y Ciudadela.
El último era un reducto
cuadrado, fosado por los lados y sus muros estaban construidos por sacos de
arena solidificados por la humedad y el césped. Su defensa estaba constituida
por tres cañones -dos Parrot de 100 mm y un Voruz de 70 mm- y un conjunto de
casamatas con mechas de tiempo e hilos eléctricos.
El fortín Este se ubicaba a 800 metros al sudeste del Ciudadela. Era también
cuadrado y fosado e igualmente protegido por sacos de arena. Sus dos cañones
Voruz de 100 mm eran estáticos, y según la orientación podían disparar bien
hacia el mar o hacia el valle del Azapa. Detrás del fuerte Este se levantaban un
total de 18 reductos y trincheras unidas entre sí. Más atrás se ubicaba Cerro
Gordo, y tras él, la ciudad de Arica.
En total la plaza estaba protegida por diecinueve cañones de tierra. Contaba
adicionalmente con dos potentes cañones Dahlgren de 15 pulgadas, pertenecientes
al monitor clase Canonicus Manco Capac, inmovilizado hacía más de un año en la
rada del puerto. Si bien los gruesos calibres daban la superioridad artillera a
los peruanos, su lentitud de recarga y la perdida de la posición de disparo
después del tiro los harían ineficaces ante los cañones de retrocarga chilenos,
que podían disparar hasta ocho tiros por minuto contra un tiro cada cinco
minutos de los peruanos.
Sobre el papel, la fuerza defensiva de Arica, incluyendo al personal naval
del Manco Capac, ayudantía y comisariato, bordeaba los 1,700 hombres. Sin
embargo, excluida la marina y la ayudantía, alrededor de 1,450 soldados, en su
mayoría noveles guardias nacionales, estaban en capacidad de hacer frente a un
ataque terrestre. La tropa estaba agrupada en dos divisiones, que en términos
reales no lo eran por ser muy reducidas en número. La Octava División estaba
compuesta apenas por dos batallones: El Iquique, con 310 hombres y el Tarapacá,
con 219, un total de 529. Sus integrantes si eran soldados fogueados en combate
al haber participado en la campaña del sur y su misión era defender los fuertes
ubicados al norte de Arica, lugar que era considerado como el más probable para
un ataque enemigo. La Séptima División por su parte, más numerosa aunque
conformada casi en su mayoría por voluntarios, tenía tres batallones: Granaderos
de Tacna y el Cazadores de Piérola, que sumaban unos 580 hombres, responsables
de la defensa del fuerte Ciudadela y el Artesanos de Tacna, con 380 soldados,
que defendía el fuerte Este. En total, 960 efectivos. La dotación del monitor
Manco Capac ascendía a 100 hombres. La tropa estaba uniformada con traje de
bayeta blanca, y armada indistintamente con fusiles Peabody, Remingtons y
Chassepots. También poseía carabinas Evans, Winchesters, Chassepots antiguos, el
Chassepot reformado conocido como “rifle peruano” y Comblains. No contaba con un
tipo unificado de fusil, lo que dificultaba la distribución de munición y que
los oficiales instruyeran a la tropa sobre un manejo uniforme.
Varios de los oficiales de la plana mayor pertenecían al ejército regular del
Perú y algunos como el coronel Bolognesi estaban ya retirados, pero un buen
número eran civiles asimilados voluntariamente a quienes se había otorgado rango
militar. El coronel José Joaquín Inclán, comandante de la Séptima División, era
un veterano militar profesional, mientras que los coroneles Alfonso Ugarte,
comandante de la Octava División, Ramón Zavala, jefe del batallón Tarapacá y el
ciudadano argentino Roque Sáenz Peña, jefe del batallón Iquique, eran civiles
jóvenes, algunos de fortuna, que se habían incorporado voluntariamente al
ejército y recibieron grados militares. Alfonso Ugarte y Ramón Zavala por
ejemplo, eran ricos salitreros y patriotas que armaron y equiparon sus batallones con
recursos propios.
INICIO DE LAS HOSTILIDADES
El 27 de febrero de 1880, varias naves de combate chilenas atacaron Arica por
mar. Las baterías peruanas respondieron los fuegos y alcanzaron cinco veces al
blindado Huáscar, removiendo los remaches y planchas de su coraza. Luego,
mientras el Huáscar se acercaba para neutralizar un tren de tropas de refuerzo,
otra granada peruana impactó en uno de sus cañones de babor matando a seis
tripulantes e hiriendo a otros catorce. Poco después el monitor Manco Capac
salió de la rada y uno de sus proyectiles volvió a dar en el Huáscar,
matando a su nuevo mason y comandante invasor, Manuel Thomson.
Las acciones navales continuaron en marzo, cuando el día 15 el Huáscar y el
Cochrane volvieron a bombardear Arica. La defensa peruana con sus naves y
baterías de tierra fue impecable. El Cochrane recibió seis cañonazos, cuatro de
los cuales le causaron daños de consideración, mientras que el Huáscar asimiló
cuatro impactos, debiendo retirarse del combate para reparar sus maquinas.
El 17 de marzo, la corbeta peruana Unión logró romper el bloqueo impuesto
sobre Arica, trayendo consigo provisiones y municiones, una lancha torpedera –la
Alianza- para la defensa de la rada, así como a la dotación que perteneciera al
blindado Independencia. Entre aquellos hombres se encontraba Juan Guillermo
Moore, quien fuera el capitán de aquella nave perdida en Punta Gruesa el 21 de
Mayo de 1879. Los chilenos sólo comprendieron lo que había ocurrido a primera
luz del día, cuando observaron a la Unión descargando suministros.
En poco tiempo El Huáscar, el Matías Cousiño, el Loa el Cochrane y el
Amazonas atacaron con intención de destruir a la corbeta, la cual, no obstante
sufrir algunas bajas y graves daños como la destrucción del puente de mando, los
botes salvavidas y los suministros de carbón, en horas de la tarde logró levar
anclas, se desplazó hacia la isla del Alacrán y emprendió rumbo al sur,
eludiendo por segunda vez consecutiva el bloqueo chileno mediante las maniobras
más increíbles.
Bolognesi dispuso que los hombres de la Independencia, unos 200, sirvieran en
las Baterías del Morro. Con ellos el número de defensores se incrementó a 1,650.
El comandante Moore fue puesto al mando de las mismas.
Dos meses después, el 27 de mayo, luego de la batalla del Alto de la Alianza,
que sería hasta entonces la acción de armas más trascendental y de mayor
envergadura de la guerra, los invasores chilenos procedieron a ocupar la
ciudad de Tacna. De este modo el ejército del Mapocho cumplió con el objetivo
trazado, logró una continuidad territorial entre su país y el departamento de
Moquegua, y virtualmente consolidó la ocupación de todo el sur del Perú, desde
el río Moquegua por el norte y Tarata por el este.
Sin embargo, aún persistía el escollo de Arica, que una vez concluida la
batalla se mostró en su verdadera magnitud. En aquel lugar, el destacamento al
mando de Bolognesi sostenía el que había pasado a convertirse en el último
reducto peruano en la región y en el enclave que interrumpía la continuidad
geográfica entre el territorio ocupado y el chileno e impedía la comunicación
entre el ejército y la escuadra que bloqueaba la plaza peruana.
Ese mismo día, el nuevo ministro de guerra en campaña de Chile, José
Francisco Vergara, envió desde Iquique una comunicación al ministro de guerra en
Santiago, dando cuenta de la situación tras la batalla del Alto de la Alianza.
En el referido telegrama, Vergara expresó:
“... Si Campero y Montero se rehacen en el pie de la cordillera donde tienen
posiciones casi inexpugnables y sí, como me informó el coronel Urrutia había en
Moquegua 1,500 hombres, mientras no tomemos Arica nuestra situación se hace
crítica porque con la posesión de Tacna no adelantamos mucho y nuestros
aprovisionamientos por Ilo e Ite principiarán a correr riesgo. La resistencia de
Arica depende de la entereza del jefe de la plaza, que si es de buen temple nos
puede resistir muchos días. Por los informes recogidos se sabe que tienen
algunos hombres y desde el mar se ve alguna caballería...”
Consolidada la ocupación de Tacna, el Estado Mayor chileno consideró
fundamental obtener una salida necesaria hacia la costa, separados como estaban
por decenas de kilómetros de desierto, faltos de alimentos y con las tropas
esparcidas por caseríos y pueblos. La idea era ocupar de inmediato esa plaza con
el fin de dominar por completo el teatro de operaciones y desalojar a los
peruanos de su último baluarte en la región. La salida al mar por Arica se hacía
imprescindible para recobrar la línea de comunicaciones y adelantar al norte la
base de operaciones de Pisagua, rompiendo de paso, el enlace entre las fuerzas
aliadas. Por otra parte, el escenario en el lado aliado era el más desolador.
Tras el catastrófico revés militar del Alto de la Alianza, el ejército regular
peruano había cesado de existir como una fuerza operativa, las desmoralizadas
tropas bolivianas se retiraron para siempre hacia el altiplano por traición de la masoneria boliaviana prochilena al general Daza y la guarnición
de Arica quedó aislada y rodeada por mar y tierra.
Al conocer de la derrota en Tacna, Bolognesi y sus oficiales anticiparon,
acertadamente, que el siguiente movimiento del ejército chileno sería atacarlos,
aunque ignoraban que se habían quedado solos y sin posibilidad de refuerzos,
pues las tropas del contralmirante Monteron( mason pro chileno y complice del derrocamiento del general Daza) se dirigían hacia Arequipa (traicionando a Bolognesi y al Perú) a
reorganizarse, en vez de retornar a Arica como al parecer había sido previamente
acordado.
LAS COMUNICACIONES DE LA PLAZA
El contenido del primero de los telegramas del jefe de Arica, suscrito
por su jefe de Estado Mayor, coronel Manuel Carmen La Torre sustenta lo
afirmado:
“Arica, 26 de mayo. Señor general Montero, Pachía.- Dice el
coronel Bolognesi que aquí sucumbiremos todos antes de entregar Arica. Háganos
propios. Comuníquenos órdenes y noticias del ejército y de los auxilios de
Moquegua”.
Frente a las circunstancias poco claras Bolognesi y su Estado
Mayor vislumbraron dos posibles escenarios a encarar en los próximos días. El
primero, habría sugerido un plan de operaciones mediante el cual el ejército
chileno avanzaría desde Tacna hacia Arica, en cuyo proceso el contralmirante
Montero o el II Ejército del Sur lo hostilizarían por los flancos. Esto
obligaría a los chilenos a batirse en retirada, encontrándose con la guarnición
de Arica, donde serían derrotados. El segundo, pudo basarse en la siguiente
hipótesis: El ejército chileno sitiaría la plaza o la atacaría; la guarnición
resistiría con todos los recursos a su disposición, causando bajas y agotando
al enemigo y tropas peruanas en avance sobre Arica sorprenderían al diezmado
ejército chileno. La idea, en consecuencia, habría sido intentar mantener la
posición hasta que llegasen las fuerzas que con tanta insistencia Bolognesi
solicitaría en sus mensajes.
La posible estrategia de formar un triángulo de fuerzas peruanas
fracasaría. Como el contralmirante Montero jamás pensó en retornar hacia Arica,
y dio el puerto por perdido, era imposible que flanqueara al enemigo como lo
suponía la primera hipótesis. La destrucción del telégrafo de Tacna le impidió
informar a Bolognesi de su decisión. En todo caso, ambos escenarios sustentan
el hecho de porqué Bolognesi desplegó sus esfuerzos en reforzar las defensas en
el área norte, colocando ahí a la más fogueada y disciplinada Octava División,
al considerar que los chilenos aparecerían por ese lugar ante el supuesto
empuje de las tropas peruanas.
Ante la terca negativa de los oficiales peruanos, el general Baquedano acordó con su Estado Mayor efectuar el asalto a las posiciones peruanas al amanecer del 7 de junio. El general chileno encomendó la responsabilidad del ataque al coronel Pedro Lagos.
A las 11 de la mañana del seis de junio, un día antes de la fecha
fijada para el asalto frontal, los chilenos efectuaron un violento ataque de
artillería. Poco después siguió un ataque desde el mar, envolviendo a Arica
entre dos fuegos. El comandante de la escuadra chilena, contralmirante La
Torre, en coordinación con el comando de tierra dispuso que el Loa provisto de
un nuevo y potente cañón Armstrong dispare contra las baterías del norte. La
Covadonga a 2,300 metros de distancia, rompió fuegos contra el fuerte Este. La
Magallanes, a poco más de tres kilómetros de la costa disparó contra las
baterías del morro y el fuerte Ciudadela, al tiempo que el blindado Cochrane,
buque insignia del almirante, a dos kilómetros mar adentro, disparó a granel
contra el monitor Manco Capac.
De inmediato las baterías del morro y del Manco Capac respondieron
el fuego. Dos de los proyectiles del monitor impactaron en la Magallanes y le
destrozaron parte de la cubierta, mientras que otro proyectil impactó en un
portalón del acorazado Cochrane, lo puso fuera de combate, le causó 28 bajas y
apagó una de sus baterías. La Covadonga de otro lado recibió dos impactos en su
línea de flotación y debió retirarse del combate.
Mientras esto sucedía, parte de la infantería enemiga se desplegó
en guerrilla hacia las posiciones peruanas del norte. Los regimientos Lautaro y
Buin avanzaron desde las pampas del Chinchorro hacia los fuertes, en un
movimiento considerado de disuasión, pero se replegaron ante el fuego nutrido
proveniente de los cañones, y rifles de los reductos y trincheras. Las baterías
de tierra chilena también se vieron obligadas a retirarse ante el alcance de
los proyectiles peruanos.
A las cuatro de la tarde se suspendió el ataque marítimo y
terrestre. Las posiciones peruanas permanecían intactas, no había bajas que
lamentar y más bien habían causado daños al enemigo. Luego de aquella jornada
favorable a las fuerzas peruanas, el jefe de Arica dispuso transmitir vía
Arequipa, un mensaje al Jefe Supremo de la República:
“Gran entusiasmo. Enemigo hizo 264 cañonazos y guarnición 71. No
hay desgracias. Jefes agradecen saludo Arequipa. Felicito en su nombre al país
por el día”.
Aquel sería el último mensaje transmitido por la guarnición de
Arica.
Esa misma noche, el comando chileno decidió enviar un último
parlamento de rendición a los peruanos. Esta vez se escogió al ingeniero
Teodoro Elmore, quien se hallaba prisionero en el cuartel general chileno desde
su captura el dos de junio. Elmore partió con la difícil misión de intentar
convencer a sus compatriotas a entregar la plaza y bajo la condición de
retornar, en su calidad de prisionero, antes de la medianoche con una respuesta
concreta. Sin embargo, se prosiguió con los desplazamientos para el asalto.
Las primeras horas del siete de junio, los regimientos chilenos
fueron agrupándose de acuerdo al plan de ataque, lo que les resultó fácil
teniendo en cuenta que en esos momentos no se habían desplegado avanzadas
peruanas. A continuación marcharon en columnas, por compañía, en completo
silencio, con el objeto de acercarse lo mas posible a las posiciones
adversarias en el sector este. A 1,200 metros del objetivo se detuvieron y aguardaron.
Conforme al plan, el Tercero de Línea se dispuso a atacar el fuerte Ciudadela,
mientras el Cuarto de Línea se preparó para hacer lo propio contra el fuerte
Este. El Buin se mantuvo en la reserva para entrar en acción cuando fuera
requerido, mientras el regimiento Cazadores a Caballo permaneció en la
retaguardia del campamento, avivando las fogatas a fin que los peruanos
pensaran que los chilenos aún seguían ahí. Por su parte, el regimiento de
infantería Lautaro y el de caballería, Carabineros de Yungay, avanzaron uno
detrás del otro por las pampas del cerro Chinchorro, hasta colocarse frente al
punto de ataque que se les había encomendado: Primero los fuertes San José y
Santa Rosa, para luego proceder a tomar el Dos de Mayo. Luego medio batallón del
regimiento Bulnes se les uniría para reforzarlos.
Poco antes del amanecer, cuando apenas se vislumbraban las
primeras luces del alba, los chilenos finalmente emprendieron el asalto,
lanzando simultáneamente sus regimientos en desplazamiento de guerrilla hacia
los fuertes. Cuando los centinelas peruanos avizoraron al enemigo, se rompió el
silencio, y se iniciaron los disparos a mansalva. Las posiciones peruanas se
iluminaron y los soldados y oficiales se prepararon para repeler el feroz
ataque.
El asalto a los fuertes Este y Ciudadela fue sangriento en
extremo. No
se dio ni se pidió cuartel. Los chilenos lograron salvar las minas entre una lluvia de balas ,
finalmente alcanzaron los objetivos. Después del intercambio de disparos, los combates
se produjeron a pie firme, entre la bayoneta peruana y el corvo chileno. Los
parapetos defensivos formados por sacos de arena fueron rotos por los corvos de
los atacantes, que lograron finalmente ingresar dentro de los reductos. La
superioridad numérica chilena en cada fuerte era de cinco a uno y aún así les
costó mucho vencer la encarnizada resistencia de los gallardos peruanos.
Finalmente terminaron por romper las líneas de defensa. Mientras esto sucedía,
el Buin se puso en marcha e inició una maniobra envolvente sobre el fuerte
Este.
En la plaza del Ciudadela, los sobrevivientes de los batallones peruanos al
mando del espartano coronel Justo Arias Araguéz opusieron una dramática
resistencia
imbuidos por la valiente y enérgica actitud de su comandante, quien a pecho
descubierto, sin kepí y espada en mano, se paseaba por la plaza alentando a sus
hombres. Finalmente, cuando el heroico coronel cayó en su puesto rechazando los
llamados a la rendición con un sonoro !no me rindo! !viva el Perú carajo! , ya los peruanos habían sido
superados y prácticamente diezmados hasta el último hombre: Por lo menos, el noventa
por ciento de los soldados peruanos del Ciudadela y casi la totalidad de sus
oficiales perecieron en combate.
Paralelamente, el fuerte Este, fue atacado con igual intensidad
por el Cuarto de Línea, al que pronto se unió el Buin.
Surgió entonces un desigual combate cuerpo a
cuerpo y una épica resistencia que sólo terminó cediendo por el empuje violento
de la gran masa de soldados. Ante la superioridad numérica chilena, el coronel Jose Joaquín
Inclán dispuso, conforme a órdenes recibidas, replegar sus tropas sobre los
reductos de Cerro Gordo, ubicado a 200 metros del morro. Hacía ahí se inició
una nueva progresión de las tropas chilenas y otro asalto a la bayoneta. Aquel
encuentro acabaría
con la vida de casi toda la tropa del Artesanos de Tacna, y con la mayor parte de
oficiales, incluyendo la del valiente comandante de la división, Inclán, quien pereció en
lucha cuerpo a cuerpo, y su jefe de Estado Mayor, coronel Ricardo O'Donovan.
Al comprobar que el mayor peso del ataque se sucedía en el sector
este, Bolognesi dispuso que la Octava División bajo el coronel Alfonso Ugarte, reforzara
el flanco oriental. En cumplimiento de sus órdenes, los 530 hombres de la
división emprendieron un largo y difícil recorrido cruzando la explanada y las
calles de Arica, intentando llegar a las faldas del morro, para de ahí
emprender marcha hacia este. Por desgracia para ellos, los chilenos, ya dueños
de Cerro Gordo, los barrieron con nutridas descargas. Los de la Octava
División, ante las intensas descargas de fusilería y prácticamente rodeados,
fueron diezmados uno tras otro y los sobrevivientes debieron replegarse hacia
el morro sin haber podido alcanzar su objetivo. Entre humo, balas, heridos y
cadáveres, los restos de la división, medio batallón del Tarapacá y medio del
Iquique alcanzaron a duras penas el morro. Entre los oficiales muertos se encontraba
el joven jefe del Tarapacá, coronel Ramón Zavala.
Al mismo tiempo, los fuertes San José, Santa Rosa y Dos de Mayo
eran atacados por la caballería y el regimiento Lautaro y finalmente fueron
capturados, aunque los defensores lograran destruir la mayor parte de las
baterías para impedir que cayeran en poder del enemigo.
Las últimas defensas fueron cediendo al infernal ataque. Desde las
baterías bajas, la infantería peruana y los marinos de la Independencia
intentaron contener el asalto, pero nada pudieron hacer ante el empuje de llos
asaltantes. Allí sucumbieron los comandantes navales Cleto Martínez y Adolfo
King. Un nuevo repliegue concentró a los últimos defensores en la meseta del
morro.
Unos 55 minutos transcurrieron desde que los chilenos empezaron a
trepar hasta que alcanzaron finalmente la cumbre. Ahí, virtualmente sin
trincheras ni reductos, a campo descubierto, unos 500 sobrevivientes peruanos encararon a
los miles de adversarios; hicieron fuego, recibieron nutridas descargas y
fueron cayendo uno por uno sin dar ni pedir cuartel. Perdida prácticamente la
batalla, el coronel Bolognesi dispuso, como último recurso, activar las cargas
de dinamita para volar el morro y evitar que el armamento cayera en manos
enemigas, pero los hilos eléctricos habían sido previamente cortadas por estos,
por lo que únicamente las baterías lograron ser destruidas. A partir de ahí, los últimos
oficiales y soldados peruanos en pie se trenzaron con los cientos de atacantes
en un épico combate a pistola, bayoneta y sable sin igual en la historia de
América Latina.
En el cenit del combate, ubicado en uno de los sectores del morro,
el coronel Bolognesi y otros jefes, revólver en mano, animaban a sus hombres a
no desfallecer ... hasta que, literalmente, agotaron el último cartucho.
Confundidos finalmente estos oficiales entre asaltantes y
defensores, en una batahola que no conocía rangos ni condiciones, fueron
ultimados en el fragor de la cruenta lucha. Abatido por sendas descargas Francisco Bolognesi cayó
sobre el suelo y fue rematado con la culata de un rifle en la cabeza. Juan Guillermo Moore cayó
también, rechazando la rendición y redimiendo así la pérdida de la
Independencia. Similar suerte corrieron sus compañeros Armando Blondel y
Alfonso Ugarte.
Coronel Justo Arias y Araüez
BATALLON ZEPITA
Fuente: Guerra del Pacífico