Cuando el profano se presenta a la puerta del templo, para reclamar humildemente la luz, el guardián del umbral lo detiene rudamente por el hombro diciendo: “¿Quién va?” Y el conductor responde, por el recipiendario: “Es un hombre libre y de buenas costumbres”. Está todo ahí; la masonería, en dos palabras, pone a sus adeptos en presencia de la más completa y de la más alta de todas las verdades. La luz, en efecto, no se da a los esclavos, harían mal uso de ella; ella no se expande en la disonancia pasional bajo pena de ser inmediatamente derogada y reducida a tinieblas; ella se revela en su pureza, en el seno de la armonía que sigue a la serenidad de las relaciones humanas. Cuántos masones, en nuestros días reflexionan sobre esas dos palabras.
Pocos o ninguno. Abramos pues nuestro espíritu a los objetivos de la masonería y sobre ellos meditemos por nuestra cuenta.
El Templo está abierto únicamente a los hombres libres y de buenas costumbres; las dos partes de esta afirmación son una sola y única cosa; los conceptos se interpenetran y se sustentan mutuamente. La libertad es un poder, las costumbres son una actitud; un reflejo del poder. Las buenas costumbres no serían nada, si ellas no fuesen la actitud de la verdadera libertad. Esta, en efecto, consiste en dirigir a todo lo que no es la consecuencia inevitable de las leyes universales del Cosmos. Ser libre es regularmente la incidencia de las necesidades, reprimir los instintos, canalizar las pasiones, subyugar el error y realizar el bien en la virtud, destruyendo el mal juntamente con el vicio. Ahora, de esto resulta una cosa, a primera vista sorprendente, al menos para el común de los mortales: un hombre evidentemente sometido a la peor de las esclavitudes, al trabajo forzado bajo la lámpara de un guardia-galés, a la opresión sistemática de los tiranos, a los tormentos de la miseria, de la enfermedad y de la muerte, a los vejámenes y al ostracismo de las multitudes ciegas, puede ser inmensa y magníficamente libre. El no adopta, en efecto, la actitud de los esclavos, que es la resignación, pero él acepta la necesidad del momento, él menosprecia las contingencias, y reúne sus esfuerzos para de eso, liberarse, sino en el tiempo, al menos en la realidad eterna. Por el contrario, el hombre vestido de púrpura, delante del cual se inclinan todas las cabezas, el legislador omnipotente, el magnate de la industria, el arribista sin escrúpulos, seguro de su prestigio de su flexibilidad o de su fuerza, puede estar entre los más viles esclavos, si ellos se doblan al soplo del apetito material, al soplo de sus pasiones, de sus deseos, sin otra ley más allá del suceso. Observad bien cada una de esas categorías de hombres y distinguidlos por sus costumbres. Vosotros no encontraréis el bien entre los esclavos y el mal entre los hombres libres, porque las costumbres no son únicamente esta concesión a las contingencias sociales, que lleva a los peores abusos, el velo de un cierto decoro; las costumbres en su esencia última son una irradiación del alma, de la inteligencia y del espíritu que vuelve a la vida bella, noble y humana a través de gestos a veces deselegantes o incomprensibles. He aquí porque libertad y buenas costumbres son una sola y única cosa.
Veamos ahora como el verdadero masón debe conquistar su libertad para apoyar su conducta bajo el ángulo universal de lo humano. El la conquista en dos etapas:
En un período de despojarse o de la purificación que conduce de la libertad negativa, a la maestría de si mismo, a la reabsorción de las trabas materiales y pasionales, propias de los esclavos. En un período de ejercicio activo, generador de libertad positiva, esto es, de la libertad de realización. Comprendemos fácilmente que esta última es la verdadera libertad.
El período de despojarse, todos los masones conocen, y lo contrario sería inadmisible, porque él constituye el tema esencial de la masonería simbólica; es el nuevo nacimiento elogiado por las Escrituras, nacimiento para la luz espiritual. Consiste en romper el tejido de las necesidades, de los instintos, de las pasiones; en romper la crisálida intelectual de los prejuicios y de los errores, de los cuales el alma de la multitud es muy frecuentemente prisionera y, así, obstruida en su progreso hacia el sol de la verdad (La verdadera Luz)¿Cómo liberarse de esta catástrofe? Por asimilación juiciosa y utilización racional de la enseñanza masónica tradicional. El ingreso al Templo provoca un choque, el choque de la luz bruscamente revelada en la caída de la venda. Este choque es el despertar sobre un nuevo plano. Los fantasmas de la noche se desvanecen como una nebulosa inconsistente, las cosas se definen, aparecen en sus formas verdaderas; toda la gama material se reviste de su tonalidad especial. El sentido exacto del mundo exterior se revela; bajo el influjo de la luz es un sencillo punto de apoyo capaz de impedir la marcha incierta y peligrosa a través de los pantanos de la animalidad pura y un punto de partida hacia la armonía superior de las entidades espirituales.
Ese choque contribuye pues a despojarnos del viejo hombre, del manto humano-animal transmitido por la generación sexual, pero esto es insuficiente. “Es necesario prever los posibles “catabolismos” , y alejar las emboscadas; una libertad desarmada, siempre y en cualquier parte, es una libertad muerta.
Así el masón pasa al período activo, encoraza su libertad para hacerla invulnerable, quedando enteramente libre para actuar, en vista de una eventual acción.
Aquí aun, la enseñanza intenta poner a mano de todas las llaves de la solución. No indica únicamente la dirección general de la libertad, pero indica los caminos más seguros y los más directos para llegar hasta ahí, ella estimula a actuar, hasta establecer el itinerario ideal a emprender. Insistir al respecto, no es aclarar una fatal ignorancia, es atraer la atención sobre las dificultades y la trascendencia de la obra masónica, para desde ella fijar al espíritu las más sutiles particularidades.
No es necesario, en efecto, desconsiderar los obstáculos esparcidos bajo los pasos del candidato a la iniciación. A pesar de las informaciones doctrinales y los puntos de referencia, ellos son difíciles de sobrepasar. En un momento, la buena voluntad bastaría: abrir bien los ojos a la luz, comparar, apreciar y decir sí, es una tarea relativamente fácil. Para la acción, es necesario apelar a la voluntad. Podar, suprimir las ramas inútiles, los brotes bastardos o purulentos, conlleva un sufrimiento al árbol confiado al jardinero. Es así también para el masón, una vez que él es al mismo tiempo, el árbol, el podador y el obrero. Su voluntad debe ser indeclinable, sino retrocederá delante del sufrimiento, sino la facilidad y el prejuicio se sobrepondrán al esfuerzo y al ardor, y nosotros nos encontraremos en presencia de este axioma de la moral latina: Corruptio optimi pésima, la corrupción del mejor es la peor de todas.
En este período de ejercicio activo, el objetivo el masón es triple, puesto que el hombre está construyendo sobre un triple nivel. Él debe amoldar y acorazar su alma, su inteligencia y su espíritu. No hablamos del cuerpo, porque el cuerpo fue purificado y regenerado en el proceso del despojamiento, está pues en perfecto estado de salud y de equilibrio.
El alma humana es ese centro de una materialidad sutil que, por uno de sus polos, toca el espíritu y por otro la materia; ella es el termino medio del compuesto humano, el mediador plástico, tan frecuentemente condenado por los filósofos y los teólogos que se dicen ortodoxos. Ella es el centro vital común al hombre y a los animales, la informadora del cuerpo; encierra la sensibilidad. No hablemos de sensibilidad corporal, lugar de decantación y de elaboración de los lados experimentales, este aspecto deriva de la psico-fisiología.
Nos enfocaremos únicamente a la sensibilidad, receptáculo de las pasiones y de los sentimientos, esta sensibilidad que vuelve al hombre material específicamente humano. En ese centro nacen y se desarrollan bajo el influjo intelectual los siete vicios capitales a los cuales la humanidad está presa: el orgullo, la envidia, el prejuicio, y los otros: Pero ella es también, bajo el impulso volitivo, la matriz del amor.
Si reflexionamos, en una rápida visión, veremos cuál es el trabajo del masón en el plano sensitivo. Los vicios capitales están insertados en el egoísmo, de eso resulta: el odio, la crueldad, la injusticia en todos sus grados, las mezquindades ridículas de las cuales la multitud de los timoratos, de los cobardes y de los ignorantes son la eterna victima. El amor toma su fuente en la fraternidad universal de los seres llamados a un mismo fin. Del amor resultan: la piedad, la misericordia, la bondad, la caridad y todas las virtudes. En consecuencia; el masón debe sacar de si el egoísmo, y con el todos los vicios de los que es el soporte, cultivar y ampliar sin cesar el amor y las virtudes capaces de florecer sobre este tallo perfumado.
Ahora, ¿cómo se llama en el mundo el hombre exento de egoísmo, bueno, misericordioso y caritativo? Se dice de él: es un hombre de corazón. La formación del corazón en el plano sensitivo será pues la primera preocupación del masón. El masón será el hombre con gran corazón, siempre pronto a extender la mano de amistad a los débiles, a los desamparados, al prodigar su amor a todos los seres golpeados por el infortunio o la injusticia, al levantar los heridos sobre los campos de batalla de la vida, al sostener a aquellos que están a punto de caer.
Y esta cualidad muy noble no es sinónimo de flaqueza; por su ejercicio sentimental, el masón sabe que él no debe tener compromiso con el mal, con el vicio, será duro con los agentes de la opresión, con los egoístas y los malvados; pero en la lucha dejará siempre la puerta abierta a la redención, porque el amor no quiere la muerte del pecador, sino su retorno para la bondad.
Pasemos ahora al ejercicio intelectual. Todo masón debe ser un hombre de ciencia. No os asustéis delante de esa palabra, ya que, desde la más tierna edad, fuiste obligado a sufrir para arrancar vuestro pan cotidiano de la madre naturaleza; la ciencia masónica no es la ciencia oficial de nuestras facultades y de nuestras academias. Aquí no es necesario, para ser sabio, curvarse sobre ecuaciones matemáticas vertiginosas, o sobre mapas del cielo, penetrar el misterio de las ciencias positivas. Simplemente es necesario hacer de su inteligencia, de su entendimiento, y de su razón, una herramienta de precisión, incapaz de errar en los límites de nuestras potencialidades humanas. ¿Y qué es la ciencia? Es una codificación ordenada y lógica de las series fenoménicas. Nadie en este mundo puede jactarse de poseerla enteramente. Los hombres más instruidos poseen apenas un fragmento de un lado de ella, algún fragmento del otro, y, precisamente en razón de esta dispersión, si no tienen un espíritu superior que religa las ciencias entre ellas y todas juntas a la verdad única, ellos son y permanecerán primarios. La ciencia masónica es el espíritu informador de las ciencias, ella es la Gnosis, en el sentido mismo del término; ella no se detiene en los fenómenos, ella va hasta la esencia; de los atributos y cualidades, ella infiere la propia naturaleza de los seres y de las cosas.
Seguir una serie fenomenal de la A hasta la Z, deducir de ella las leyes y principios de su constitución y de su evolución, es muy bueno. Conocer el porqué de todo esto es mejor aún.
La ciencia masónica no conduce a otro fin, ella es la ciencia de las causas y muy especialmente de la gran causa, ella tiende a penetrar el secreto de la Gran Obra.
¿Cuáles son sus bases? En su simplicidad y su claridad, ellas están al alcance de todos, constituyen un método muy frecuentemente negligenciado por el común de los hombres.
Este es el primer estado: escuchar, observar, comparar y filtrar, en el silencio y la meditación.
Rehusar las opiniones preconcebidas, las nociones sin soporte, las ideas fáciles repetidas por los papagayos de nuestras sillas científicas o de nuestros tribunos políticos, para engañar a la multitud. Evitar la precipitación del juzgar y, basado en juicio sano, aprender a raciocinar.
En el segundo estado: pasar del conocido fenoménico al desconocido causal o nominal, sea por inducción o deducción legítimas, sea por la analogía, esta llave maestra de la Gnosis o ciencia esotérica y asentarse así en una certeza, sin ningún límite sino la propia capacidad de nuestras facultades representativas humanas. Así, para llegar a la ciencia masónica, no hay necesidad de aplicarse a problemas secretos reservados a los profesionales de nuestros institutos oficiales; todas las cuestiones, aún las más sencillas, entran en el cuadro de las reflexiones masónicas y pueden dar lugar a una solución científica, de la cual el primero está excluido.
Esta solución, en efecto, es generada por la propia vida y reposa sobre una razón correcta, sobre una posibilidad de error reducida al infinitésimo por el despojamiento intelectual. La verdad es, siempre, perseguida de cerca, con el rigor necesario para la elaboración de todas las evidencias. He ahí la verdadera ciencia masónica, ella reside en una visión directa de las cosas y de los seres, extraña a la ciencia esotérica.
Ahora, por el conocimiento verdadero de las causas y de los efectos es posible distinguir la apariencia de la realidad. El masón aprende pues, con precisión, la oportunidad de establecer la justa relación “existencial” entre la primera y la segunda, y esa relación es una luz, es la Luz. Transportada del entendimiento a la voluntad, esto es, del pensamiento a la acción, permite proceder a la sujeción racional de las necesidades, de los instintos y de las pasiones, de la extirpación de los vicios capitales, al desarrollo de las virtudes, en la medida necesaria al equilibrio perfecto de la personalidad espiritual, parte dominante, de mi sustancia humana. Entramos así al mismo nivel del tercer estado del esfuerzo individual y del ejercicio colectivo.
No conforme de moldear su sensibilidad y su inteligencia, su alma y su razón, el masón debe iluminar su voluntad. No se trata aquí de instaurar las bases del amor sensible y de la verdad relativa de las relaciones científicas; es preciso subir más alto, instalarse en el mundo de las ideas puras. No se trata más de los reflejos de lo verdadero, de lo bello y de lo bueno, a través de manifestaciones cósmicas, sino de los conceptos universales informadores del pensamiento, de los principios supremos que condicionan la vida, regulando su evolución normal y constituyéndole el fin. En otros términos, se trata de operar la auto-creación de la conciencia verdadera y armonizar su desarrollo con las leyes del ser. Nosotros decimos: conciencia verdadera, esto es, conciencia esencial, conciencia de la personalidad. Nuestra individualidad, de hecho, toma posesión de la misma en nuestra sensibilidad, diferenciándose del mundo (1) exterior, y en nuestra inteligencia por la asimilación de las relaciones abstractas que resultan de nuestras reacciones, en cara de acción fenoménica. Esta conciencia, conciencia primera, no es común, teniendo en cuenta las incidencias científicas con todo el reino animal.
Pero la conciencia personal o segunda, cuyo soporte momentáneo se encuentra en la primera., no es únicamente la toma de posesión de nuestro “yo” íntimo, es también el principio de unicidad, de la indefinida divisibilidad sensorial e intelectiva; ella es, también, el lugar donde nuestra propia entidad se conjuga con el mundo superior de las ideas. Ella es una potencia dinámica y estática, es una potencia dinámica, por la unidad que ella infunde en el “yo”, y estática, por su resistencia a la dispersión. Ella es el sello del ser; una vez despertada, es incoercible, mortal. ¿Cómo puede el hombre, en vía de ascenso, despertar su conciencia, tornarla inmortal y darle, con espontaneidad, su carácter específico? Iluminándola por sus dos polos: de un lado por la luz de las relaciones verdaderas recogidas por los sentidos, elaboradas por el intelecto y sintetizadas por la razón; del otro, reabsorbiendo todos los velos tejidos por la involución en la materia, velos estos que impiden al espíritu comunicarse intuitivamente con la fuente divina, de la cual él es una emanación. Por ese procedimiento, la conciencia se torna luz, ella no es más un reflejo, una luz deformada por la refracción, sino una luz depositada, un foco radiante. Ella es la imaginación creadora y la memoria espiritual, en el seno de las cuales las ideas son, de alguna manera, encontradas en una forma concreta y humana para jamás desaparecer. Entonces la conciencia dirige el haz de su luz para la voluntad, a fin de volver fácil la acción, en el eje general de lo verdadero, de lo bello y del bien eternos, en la verdadera libertad que no consiste, únicamente, en hacer o no hacer, sino en hacer aquello que es preciso y no otra cosa.
Ciertamente para realizar este último esfuerzo que hacen los genios, los héroes y los santos, las dificultades son innumerables. La materia está ahí, visible y palpable, pero también atractiva y tiránica, el dolor es inevitable a aquel que quiere dominarla, conducirla en vías extrañas a sus reacciones normales. No nos desanimemos, dirijámonos al método masónico.
Él nos dice: procura, sondea, medita en el silencio. No rehúses ninguna idea, concepto o noción, ni desvíes de ningún problema, de ninguna hipótesis, pues todo encierra una parcela de verdad, un poco de luz, un átomo de la realidad. Compara, juzga y pesa con la balanza de la equidad.
Ahora, en esta “búsqueda” del divino Grial, dos cosas son esenciales: la buena voluntad y el deseo del bien; la sutilidad intelectual y la perseverancia vienen en seguida, porque el deseo genera perseverancia, y la buena voluntad es la matriz del esfuerzo cuidadoso.
Todo hombre incapaz de proseguir hasta el fin en este ascenso personal jamás subirá completamente la escalera de Jacob de la masonería universal. Pero si él la puede concluir, ¿a qué resultado prestigioso puede llegar? El masón así evolucionado no es más un hombre de la multitud, “homo” que se dice “sapiens” de los antropólogos; él es hombre ideal, el hombre en sí, el “venido” de nuestra lengua ancestral, el latín; es el varón capaz de actuar, de realizar, de amar y de sacrificarse por un ideal de justicia y de fraternidad. Él puede exclamar como el poeta, “Nil humanum a me alienum puto”, nada humano me es extraño.
Pocos o ninguno. Abramos pues nuestro espíritu a los objetivos de la masonería y sobre ellos meditemos por nuestra cuenta.
El Templo está abierto únicamente a los hombres libres y de buenas costumbres; las dos partes de esta afirmación son una sola y única cosa; los conceptos se interpenetran y se sustentan mutuamente. La libertad es un poder, las costumbres son una actitud; un reflejo del poder. Las buenas costumbres no serían nada, si ellas no fuesen la actitud de la verdadera libertad. Esta, en efecto, consiste en dirigir a todo lo que no es la consecuencia inevitable de las leyes universales del Cosmos. Ser libre es regularmente la incidencia de las necesidades, reprimir los instintos, canalizar las pasiones, subyugar el error y realizar el bien en la virtud, destruyendo el mal juntamente con el vicio. Ahora, de esto resulta una cosa, a primera vista sorprendente, al menos para el común de los mortales: un hombre evidentemente sometido a la peor de las esclavitudes, al trabajo forzado bajo la lámpara de un guardia-galés, a la opresión sistemática de los tiranos, a los tormentos de la miseria, de la enfermedad y de la muerte, a los vejámenes y al ostracismo de las multitudes ciegas, puede ser inmensa y magníficamente libre. El no adopta, en efecto, la actitud de los esclavos, que es la resignación, pero él acepta la necesidad del momento, él menosprecia las contingencias, y reúne sus esfuerzos para de eso, liberarse, sino en el tiempo, al menos en la realidad eterna. Por el contrario, el hombre vestido de púrpura, delante del cual se inclinan todas las cabezas, el legislador omnipotente, el magnate de la industria, el arribista sin escrúpulos, seguro de su prestigio de su flexibilidad o de su fuerza, puede estar entre los más viles esclavos, si ellos se doblan al soplo del apetito material, al soplo de sus pasiones, de sus deseos, sin otra ley más allá del suceso. Observad bien cada una de esas categorías de hombres y distinguidlos por sus costumbres. Vosotros no encontraréis el bien entre los esclavos y el mal entre los hombres libres, porque las costumbres no son únicamente esta concesión a las contingencias sociales, que lleva a los peores abusos, el velo de un cierto decoro; las costumbres en su esencia última son una irradiación del alma, de la inteligencia y del espíritu que vuelve a la vida bella, noble y humana a través de gestos a veces deselegantes o incomprensibles. He aquí porque libertad y buenas costumbres son una sola y única cosa.
Veamos ahora como el verdadero masón debe conquistar su libertad para apoyar su conducta bajo el ángulo universal de lo humano. El la conquista en dos etapas:
En un período de despojarse o de la purificación que conduce de la libertad negativa, a la maestría de si mismo, a la reabsorción de las trabas materiales y pasionales, propias de los esclavos. En un período de ejercicio activo, generador de libertad positiva, esto es, de la libertad de realización. Comprendemos fácilmente que esta última es la verdadera libertad.
El período de despojarse, todos los masones conocen, y lo contrario sería inadmisible, porque él constituye el tema esencial de la masonería simbólica; es el nuevo nacimiento elogiado por las Escrituras, nacimiento para la luz espiritual. Consiste en romper el tejido de las necesidades, de los instintos, de las pasiones; en romper la crisálida intelectual de los prejuicios y de los errores, de los cuales el alma de la multitud es muy frecuentemente prisionera y, así, obstruida en su progreso hacia el sol de la verdad (La verdadera Luz)¿Cómo liberarse de esta catástrofe? Por asimilación juiciosa y utilización racional de la enseñanza masónica tradicional. El ingreso al Templo provoca un choque, el choque de la luz bruscamente revelada en la caída de la venda. Este choque es el despertar sobre un nuevo plano. Los fantasmas de la noche se desvanecen como una nebulosa inconsistente, las cosas se definen, aparecen en sus formas verdaderas; toda la gama material se reviste de su tonalidad especial. El sentido exacto del mundo exterior se revela; bajo el influjo de la luz es un sencillo punto de apoyo capaz de impedir la marcha incierta y peligrosa a través de los pantanos de la animalidad pura y un punto de partida hacia la armonía superior de las entidades espirituales.
Ese choque contribuye pues a despojarnos del viejo hombre, del manto humano-animal transmitido por la generación sexual, pero esto es insuficiente. “Es necesario prever los posibles “catabolismos” , y alejar las emboscadas; una libertad desarmada, siempre y en cualquier parte, es una libertad muerta.
Así el masón pasa al período activo, encoraza su libertad para hacerla invulnerable, quedando enteramente libre para actuar, en vista de una eventual acción.
Aquí aun, la enseñanza intenta poner a mano de todas las llaves de la solución. No indica únicamente la dirección general de la libertad, pero indica los caminos más seguros y los más directos para llegar hasta ahí, ella estimula a actuar, hasta establecer el itinerario ideal a emprender. Insistir al respecto, no es aclarar una fatal ignorancia, es atraer la atención sobre las dificultades y la trascendencia de la obra masónica, para desde ella fijar al espíritu las más sutiles particularidades.
No es necesario, en efecto, desconsiderar los obstáculos esparcidos bajo los pasos del candidato a la iniciación. A pesar de las informaciones doctrinales y los puntos de referencia, ellos son difíciles de sobrepasar. En un momento, la buena voluntad bastaría: abrir bien los ojos a la luz, comparar, apreciar y decir sí, es una tarea relativamente fácil. Para la acción, es necesario apelar a la voluntad. Podar, suprimir las ramas inútiles, los brotes bastardos o purulentos, conlleva un sufrimiento al árbol confiado al jardinero. Es así también para el masón, una vez que él es al mismo tiempo, el árbol, el podador y el obrero. Su voluntad debe ser indeclinable, sino retrocederá delante del sufrimiento, sino la facilidad y el prejuicio se sobrepondrán al esfuerzo y al ardor, y nosotros nos encontraremos en presencia de este axioma de la moral latina: Corruptio optimi pésima, la corrupción del mejor es la peor de todas.
En este período de ejercicio activo, el objetivo el masón es triple, puesto que el hombre está construyendo sobre un triple nivel. Él debe amoldar y acorazar su alma, su inteligencia y su espíritu. No hablamos del cuerpo, porque el cuerpo fue purificado y regenerado en el proceso del despojamiento, está pues en perfecto estado de salud y de equilibrio.
El alma humana es ese centro de una materialidad sutil que, por uno de sus polos, toca el espíritu y por otro la materia; ella es el termino medio del compuesto humano, el mediador plástico, tan frecuentemente condenado por los filósofos y los teólogos que se dicen ortodoxos. Ella es el centro vital común al hombre y a los animales, la informadora del cuerpo; encierra la sensibilidad. No hablemos de sensibilidad corporal, lugar de decantación y de elaboración de los lados experimentales, este aspecto deriva de la psico-fisiología.
Nos enfocaremos únicamente a la sensibilidad, receptáculo de las pasiones y de los sentimientos, esta sensibilidad que vuelve al hombre material específicamente humano. En ese centro nacen y se desarrollan bajo el influjo intelectual los siete vicios capitales a los cuales la humanidad está presa: el orgullo, la envidia, el prejuicio, y los otros: Pero ella es también, bajo el impulso volitivo, la matriz del amor.
Si reflexionamos, en una rápida visión, veremos cuál es el trabajo del masón en el plano sensitivo. Los vicios capitales están insertados en el egoísmo, de eso resulta: el odio, la crueldad, la injusticia en todos sus grados, las mezquindades ridículas de las cuales la multitud de los timoratos, de los cobardes y de los ignorantes son la eterna victima. El amor toma su fuente en la fraternidad universal de los seres llamados a un mismo fin. Del amor resultan: la piedad, la misericordia, la bondad, la caridad y todas las virtudes. En consecuencia; el masón debe sacar de si el egoísmo, y con el todos los vicios de los que es el soporte, cultivar y ampliar sin cesar el amor y las virtudes capaces de florecer sobre este tallo perfumado.
Ahora, ¿cómo se llama en el mundo el hombre exento de egoísmo, bueno, misericordioso y caritativo? Se dice de él: es un hombre de corazón. La formación del corazón en el plano sensitivo será pues la primera preocupación del masón. El masón será el hombre con gran corazón, siempre pronto a extender la mano de amistad a los débiles, a los desamparados, al prodigar su amor a todos los seres golpeados por el infortunio o la injusticia, al levantar los heridos sobre los campos de batalla de la vida, al sostener a aquellos que están a punto de caer.
Y esta cualidad muy noble no es sinónimo de flaqueza; por su ejercicio sentimental, el masón sabe que él no debe tener compromiso con el mal, con el vicio, será duro con los agentes de la opresión, con los egoístas y los malvados; pero en la lucha dejará siempre la puerta abierta a la redención, porque el amor no quiere la muerte del pecador, sino su retorno para la bondad.
Pasemos ahora al ejercicio intelectual. Todo masón debe ser un hombre de ciencia. No os asustéis delante de esa palabra, ya que, desde la más tierna edad, fuiste obligado a sufrir para arrancar vuestro pan cotidiano de la madre naturaleza; la ciencia masónica no es la ciencia oficial de nuestras facultades y de nuestras academias. Aquí no es necesario, para ser sabio, curvarse sobre ecuaciones matemáticas vertiginosas, o sobre mapas del cielo, penetrar el misterio de las ciencias positivas. Simplemente es necesario hacer de su inteligencia, de su entendimiento, y de su razón, una herramienta de precisión, incapaz de errar en los límites de nuestras potencialidades humanas. ¿Y qué es la ciencia? Es una codificación ordenada y lógica de las series fenoménicas. Nadie en este mundo puede jactarse de poseerla enteramente. Los hombres más instruidos poseen apenas un fragmento de un lado de ella, algún fragmento del otro, y, precisamente en razón de esta dispersión, si no tienen un espíritu superior que religa las ciencias entre ellas y todas juntas a la verdad única, ellos son y permanecerán primarios. La ciencia masónica es el espíritu informador de las ciencias, ella es la Gnosis, en el sentido mismo del término; ella no se detiene en los fenómenos, ella va hasta la esencia; de los atributos y cualidades, ella infiere la propia naturaleza de los seres y de las cosas.
Seguir una serie fenomenal de la A hasta la Z, deducir de ella las leyes y principios de su constitución y de su evolución, es muy bueno. Conocer el porqué de todo esto es mejor aún.
La ciencia masónica no conduce a otro fin, ella es la ciencia de las causas y muy especialmente de la gran causa, ella tiende a penetrar el secreto de la Gran Obra.
¿Cuáles son sus bases? En su simplicidad y su claridad, ellas están al alcance de todos, constituyen un método muy frecuentemente negligenciado por el común de los hombres.
Este es el primer estado: escuchar, observar, comparar y filtrar, en el silencio y la meditación.
Rehusar las opiniones preconcebidas, las nociones sin soporte, las ideas fáciles repetidas por los papagayos de nuestras sillas científicas o de nuestros tribunos políticos, para engañar a la multitud. Evitar la precipitación del juzgar y, basado en juicio sano, aprender a raciocinar.
En el segundo estado: pasar del conocido fenoménico al desconocido causal o nominal, sea por inducción o deducción legítimas, sea por la analogía, esta llave maestra de la Gnosis o ciencia esotérica y asentarse así en una certeza, sin ningún límite sino la propia capacidad de nuestras facultades representativas humanas. Así, para llegar a la ciencia masónica, no hay necesidad de aplicarse a problemas secretos reservados a los profesionales de nuestros institutos oficiales; todas las cuestiones, aún las más sencillas, entran en el cuadro de las reflexiones masónicas y pueden dar lugar a una solución científica, de la cual el primero está excluido.
Esta solución, en efecto, es generada por la propia vida y reposa sobre una razón correcta, sobre una posibilidad de error reducida al infinitésimo por el despojamiento intelectual. La verdad es, siempre, perseguida de cerca, con el rigor necesario para la elaboración de todas las evidencias. He ahí la verdadera ciencia masónica, ella reside en una visión directa de las cosas y de los seres, extraña a la ciencia esotérica.
Ahora, por el conocimiento verdadero de las causas y de los efectos es posible distinguir la apariencia de la realidad. El masón aprende pues, con precisión, la oportunidad de establecer la justa relación “existencial” entre la primera y la segunda, y esa relación es una luz, es la Luz. Transportada del entendimiento a la voluntad, esto es, del pensamiento a la acción, permite proceder a la sujeción racional de las necesidades, de los instintos y de las pasiones, de la extirpación de los vicios capitales, al desarrollo de las virtudes, en la medida necesaria al equilibrio perfecto de la personalidad espiritual, parte dominante, de mi sustancia humana. Entramos así al mismo nivel del tercer estado del esfuerzo individual y del ejercicio colectivo.
No conforme de moldear su sensibilidad y su inteligencia, su alma y su razón, el masón debe iluminar su voluntad. No se trata aquí de instaurar las bases del amor sensible y de la verdad relativa de las relaciones científicas; es preciso subir más alto, instalarse en el mundo de las ideas puras. No se trata más de los reflejos de lo verdadero, de lo bello y de lo bueno, a través de manifestaciones cósmicas, sino de los conceptos universales informadores del pensamiento, de los principios supremos que condicionan la vida, regulando su evolución normal y constituyéndole el fin. En otros términos, se trata de operar la auto-creación de la conciencia verdadera y armonizar su desarrollo con las leyes del ser. Nosotros decimos: conciencia verdadera, esto es, conciencia esencial, conciencia de la personalidad. Nuestra individualidad, de hecho, toma posesión de la misma en nuestra sensibilidad, diferenciándose del mundo (1) exterior, y en nuestra inteligencia por la asimilación de las relaciones abstractas que resultan de nuestras reacciones, en cara de acción fenoménica. Esta conciencia, conciencia primera, no es común, teniendo en cuenta las incidencias científicas con todo el reino animal.
Pero la conciencia personal o segunda, cuyo soporte momentáneo se encuentra en la primera., no es únicamente la toma de posesión de nuestro “yo” íntimo, es también el principio de unicidad, de la indefinida divisibilidad sensorial e intelectiva; ella es, también, el lugar donde nuestra propia entidad se conjuga con el mundo superior de las ideas. Ella es una potencia dinámica y estática, es una potencia dinámica, por la unidad que ella infunde en el “yo”, y estática, por su resistencia a la dispersión. Ella es el sello del ser; una vez despertada, es incoercible, mortal. ¿Cómo puede el hombre, en vía de ascenso, despertar su conciencia, tornarla inmortal y darle, con espontaneidad, su carácter específico? Iluminándola por sus dos polos: de un lado por la luz de las relaciones verdaderas recogidas por los sentidos, elaboradas por el intelecto y sintetizadas por la razón; del otro, reabsorbiendo todos los velos tejidos por la involución en la materia, velos estos que impiden al espíritu comunicarse intuitivamente con la fuente divina, de la cual él es una emanación. Por ese procedimiento, la conciencia se torna luz, ella no es más un reflejo, una luz deformada por la refracción, sino una luz depositada, un foco radiante. Ella es la imaginación creadora y la memoria espiritual, en el seno de las cuales las ideas son, de alguna manera, encontradas en una forma concreta y humana para jamás desaparecer. Entonces la conciencia dirige el haz de su luz para la voluntad, a fin de volver fácil la acción, en el eje general de lo verdadero, de lo bello y del bien eternos, en la verdadera libertad que no consiste, únicamente, en hacer o no hacer, sino en hacer aquello que es preciso y no otra cosa.
Ciertamente para realizar este último esfuerzo que hacen los genios, los héroes y los santos, las dificultades son innumerables. La materia está ahí, visible y palpable, pero también atractiva y tiránica, el dolor es inevitable a aquel que quiere dominarla, conducirla en vías extrañas a sus reacciones normales. No nos desanimemos, dirijámonos al método masónico.
Él nos dice: procura, sondea, medita en el silencio. No rehúses ninguna idea, concepto o noción, ni desvíes de ningún problema, de ninguna hipótesis, pues todo encierra una parcela de verdad, un poco de luz, un átomo de la realidad. Compara, juzga y pesa con la balanza de la equidad.
Ahora, en esta “búsqueda” del divino Grial, dos cosas son esenciales: la buena voluntad y el deseo del bien; la sutilidad intelectual y la perseverancia vienen en seguida, porque el deseo genera perseverancia, y la buena voluntad es la matriz del esfuerzo cuidadoso.
Todo hombre incapaz de proseguir hasta el fin en este ascenso personal jamás subirá completamente la escalera de Jacob de la masonería universal. Pero si él la puede concluir, ¿a qué resultado prestigioso puede llegar? El masón así evolucionado no es más un hombre de la multitud, “homo” que se dice “sapiens” de los antropólogos; él es hombre ideal, el hombre en sí, el “venido” de nuestra lengua ancestral, el latín; es el varón capaz de actuar, de realizar, de amar y de sacrificarse por un ideal de justicia y de fraternidad. Él puede exclamar como el poeta, “Nil humanum a me alienum puto”, nada humano me es extraño.