Por Álvarez Valdés, Ariel
La tarde del 22 de junio de 1633 entraba en el convento de Santa María de la Minerva, en Roma, un venerable anciano, de cara grave y macilenta, y con la barba y los cabellos blancos. Estaba casi ciego y avanzaba por los pasillos con paso cansino, agobiado por el peso de los años, el trabajo y las enfermedades. Lo acompañan los empleados del Santo Oficio, ya que acababa de entrar a la sede de la Inquisición Romana. Al llegar a la sala principal, se encontró frente a los Cardenales y Prelados integrantes del Santo Tribunal que lo estaban aguardando. Se puso entonces de rodillas temblorosamente, y en silencio escuchó la sentencia que lo condenaba a prisión domiciliaria.
¿Cuál era el pecado cometido por aquel desdichado anciano? Haber escrito dos libros considerados peligrosos. Uno, llamado El mensajero de las estrellas (Siderus nuncius, 1611), y el otro, Diálogo sobre los dos sistemas más grandes del mundo (Dialogo sui massimi sistemi, 1632), en los cuales explicaba que la tierra no era el centro del universo (como se creía hasta entonces), y que el sol no giraba alrededor de ella, sino que era la tierra la que giraba alrededor del sol, que estaba quieto en el centro del universo.
Cuando el Cardenal Secretario terminó de dar lectura al castigo impuesto por el Santo Oficio, le presentaron al condenado un escrito para que pusiera su firma y lo obligaron luego a leerlo en voz alta.
Una amarga lectura
Con el terror en el corazón y la vergüenza en el alma, el hombre comenzó a leer trémulamente: Yo, Galileo Galilei, hijo del fallecido Vicente Galilei, florentino, de 70 años de edad, habiendo sido citado personalmente a juicio y arrodillado ante vosotros, eminentísimos y reverendísimos Cardenales, teniendo ante mí los Sagrados Evangelios que toco con mis manos, juro que siempre creí, creo ahora, y creeré en el futuro, cuanto enseña la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Pero… yo me he convertido en altamente sospechoso de herejía por enseñar la doctrina de que el sol está inmóvil y en el centro del mundo, y que no es la tierra la que está fija en el centro. Queriendo borrar de la mente de vuestras Eminencias y de todos los cristianos católicos esta fuerte sospecha, justamente lanzada contra mí, con el corazón sincero y auténtica fe, yo abjuro, maldigo y renuncio a todos los errores y herejías mencionados, y a cualquier otro error contrario a la Santa Madre Iglesia, y juro no enseñarlos oralmente ni por escrito. Que así me ayude Dios, y los Sagrados Evangelios que tengo en las manos.
Cuenta la leyenda que cuando Galileo se retiraba agobiado y vencido de aquella majestuosa ceremonia, luego de haber jurado solemnemente que la tierra no se movía, al llegar a la puerta de la sala se dio media vuelta, miró a los asistentes y murmuró: Eppur, si muove! (¡Y sin embargo se mueve!).
¿Biblia o astronomía?
Sea o no verdad esto último, lo cierto es que la frase atribuida al científico italiano se convirtió en el símbolo de la resistencia interior, en la figura de aquellos que bajo presión son obligados a abjurar de sus creencias, pero que interiormente no pueden renegar de sus más íntimas convicciones.
¿Qué argumento esgrimieron los Cardenales del Santo Oficio para condenar a Galileo? Decían que sus enseñanzas sobre el heliocentrismo contradecían a la Biblia, y concretamente al libro de Josué 10,1-15, donde se relata la famosa batalla de Gabaón.
En efecto, cuenta la Biblia que cuando los israelitas entraron en la tierra prometida guiados por Josué se instalaron en la localidad de Guilgal, y desde allí emprendieron poco a poco la lucha por la conquista de los nuevos territorios. Libraron así en primer lugar la batalla de Jericó con un éxito rotundo (Jos 6,1-25). Siguió luego el triunfo de Ay, en el que mataron a 12.000 cananeos.
El auxilio del cielo
Este avance arrollador de los israelitas preocupó enormemente a una ciudad vecina, llamada Gabaón. Sus habitantes se dieron cuenta de que tarde o temprano les llegaría a ellos el momento de ser destruidos, y decidieron salvar sus vidas proponiendo a los nuevos invasores una alianza. Josué aceptó esta alianza, y se comprometió a ayudarlos en caso de peligro (Jos 9,3-18).
Enterados del pacto, cinco reyes cananeos del sur de la región reunieron sus ejércitos y marcharon contra Gabaón, con el fin de castigarla por la alianza realizada con los hebreos.
Los atemorizados gabaonitas recurrieron a Josué. Y éste, en atención a la alianza, acudió sin demora. Marchó toda la noche con sus hombres hasta las montañas vecinas a la ciudad, se escondió allí, y de madrugada atacó por sorpresa al ejército de los cinco reyes. Desconcertados al ver aparecer a Josué y sus hombres, los sitiadores emprendieron la retirada; pero gracias a una eficaz embestida los israelitas lograron exterminar a un gran número de fugitivos. Éstos sufrieron mayores pérdidas aún porque un repentino granizo empezó a caer sobre los que huían, hiriéndolos e impidiéndoles escapar.
Combatieron durante todo el día; y la victoria de Israel ya casi estaba llegando a su fin, cuando el sol de la tarde empezó a ocultarse por el oeste. Josué comprendió que si la oscuridad caía sobre el campo de batalla, los enemigos sobrevivientes podrían ocultarse fácilmente en las grutas de las montañas y escapar, con lo cual su victoria no sería completa. ¿Qué hacer?
Una oración poderosa
Aquí es donde ocurre el increíble suceso que volvió famosísima a la batalla, y que servirá después para la condena de Galileo. Josué con los brazos extendidos oró a Yahvé para que el sol se detuviera en el cielo y la luna no apareciera en el horizonte. La Biblia lo relata así: Josué se dirigió a Yahvé delante de los israelitas y dijo: Detente, oh sol, en Gabaón; y tú, luna, en el valle de Ayyalón. Y el sol se detuvo y la luna se paró hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. ¿No está eso escrito acaso en el libro del Justo? El sol se paró en medio del cielo y dejó de correr un día entero hacia su ocaso. No hubo día semejante ni antes ni después, en que obedeciera Yahvé la voz de un hombre (Jos 10, 12-14).
De este modo el ejército de Israel tuvo luz natural durante todo el tiempo que duró la batalla, e infligió una total derrota a los cinco reyes cananeos.
El silencio de los pueblos
En los tiempos de Galileo se interpretaba la Biblia literalmente, es decir, se entendía que las cosas habían sucedido tal como dice la letra del texto bíblico. Por eso, cuando Galileo comenzó a enseñar que el sol está quieto y es la tierra la que se mueve, el Santo Oficio esgrimió el argumento de la batalla de Gabaón para refutar sus enseñanzas, diciendo: Si el sol se detuvo en Gabaón, es porque se mueve. ¿Cómo entonces puede afirmar Galileo que el sol está quieto y que la tierra se mueve? ¿Quién tiene razón: la Palabra de Dios o Galileo?.
Planteadas así las cosas, no había ninguna posibilidad de escapar a la condena.
Pero, ¿qué pasó realmente en la batalla de Gabaón? ¿Pudo haberse detenido el sol? Existen cuatro teorías propuestas por los biblistas para explicar este episodio.
La primera, llamada teoría astronómica, es la que defendía el Santo Oficio y toda la Iglesia hasta el siglo XVI. Según ésta, el sol se detuvo realmente en el cielo gracias a una intervención especial de Dios, y allí permaneció un día entero iluminando la batalla, por lo cual aquel día duró mucho más de 24 horas.
Pero esa teoría hoy resulta insostenible, porque si el sol, la luna o cualquier otro planeta detuviera por un instante su andar, se produciría un cataclismo de tales proporciones en el sistema solar, que éste saltaría hecho trizas. Además si el sol se hubiera detenido en el cielo brillando durante tantas horas, como afirma esta teoría, tendrían que haberlo notado los otros pueblos que en aquel momento eran iluminados por ese mismo sol. Y ninguno ha conservado jamás el registro de semejante fenómeno.
No veían la hora de terminar
La segunda teoría es la llamada poética, y sostiene que la oración de Josué para detener el sol es un simple poema que emplea el autor, pidiendo al sol y a la luna que se paren para contemplar el maravilloso éxito que estaba teniendo el general israelita en la batalla. Pero no significa que se hubiera detenido realmente.
El inconveniente de esta teoría es que niega que hubiera habido algún hecho extraordinario en el combate, cuando del relato bíblico parece deducirse que algo raro pasó ciertamente aquel día, ya que tres veces, y de distintas maneras, repite que el sol se detuvo en el cielo.
La tercera teoría es la psicológica. Afirma que el relato sólo pretende reflejar el impacto psicológico de lentitud que los hebreos sintieron durante la batalla. Quiere decir simplemente que ese día estuvo tan lleno de acontecimientos, y que el triunfo fue tan costoso, que el día parecía interminable. En circunstancias así (también decimos nosotros) el tiempo se hace eterno.
Pero debemos rechazar también esta hipótesis porque, al igual que la segunda, niega que hubiera habido algo ese día.
Para pelear a la sombra
Queda, finalmente, la teoría atmosférica. Según ésta, lo que sucedió en la batalla de Gabaón no fue que el sol brilló más horas de lo acostumbrado sino, por el contrario, que no hubo sol.
En efecto, Josué con su ejército, después de marchar toda la noche, cayó de sorpresa sobre los sitiadores a la madrugada, en el mismo momento en que una fuerte tormenta de granizo se abatía sobre el terreno (Jos 10,11). Al ver aparecer imprevistamente a las tropas de Josué por el este, el ejército de los cinco reyes se desbandó y emprendió la retirada en dirección al oeste, hacia el valle de Ayyalón. Y allí le dio alcance el ejército israelita.
Cuando la batalla promediaba, la tormenta que había nublado el cielo ese día había cesado, y el sol amenazaba aparecer con toda su fuerza por entre las nubes que ya se iban abriendo. Entonces Josué rezó para que el sol no saliera en Gabaón, es decir, para que el día continuara nublado, a fin de evitar el fuerte calor y hacer que sus hombres pudieran combatir mejor con el fresco de la jornada.
El poema perdido
Como recuerdo de esta heroica batalla en la que los israelitas habían combatido en un insólito día nublado, se elaboró un poema con las palabras de Josué, que decía: Detente, oh sol, en Gabaón; y tú, luna, en el valle de Ayyalón. Éste fue más tarde recogido en una colección de poemas titulado El libro del Justo. Sabemos por la Biblia que ese libro contenía también el canto fúnebre pronunciado por David cuando murió el rey Saúl y su hijo Jonatán (2 Sam 1,17-27), la oración que pronunció Salomón al inaugurar el templo de Jerusalén (1 Re 8, 22-53), y muchos otros poemas atribuidos a distintos héroes de Israel.
Ahora bien, El libro del Justo no contenía los detalles de la batalla sino sólo el poema, por lo que con el paso del tiempo se olvidó el contexto en el que había surgido. Y cuando en el siglo VI, seiscientos años después del hecho histórico, se escribió el libro de Josué y la batalla de Gabaón, como el poema decía sólo Detente, oh sol, en Gabaón, se pensó que lo que Josué pedía era que el sol se detuviera en el cielo y siguiera brillando, cuando en realidad lo que pedía era que no saliera.
Por haberlo creído así, el autor del libro de Josué agrega luego: Y el sol se paró en medio del cielo y dejó de correr un día entero hacia su ocaso. Y no hubo día semejante ni antes ni después (10,13-14). Porque él había entendido, erróneamente, que ese día el sol se detuvo, brillando en medio del cielo.
Que el poema citado está sacado de otra parte, se advierte por el hecho de que está fuera de contexto y no encaja en el relato. En efecto, en el v. 12 leemos: Josué se dirigió a Yahvé diciendo. Pero a continuación no se dirige a Yahvé, sino al sol, para decir: Detente, oh sol. O sea que el poema al principio no formaba parte del relato.
El reconocimiento final
Galileo tenía razón. El sol nunca se detuvo, ni la Sagrada Escritura había querido decir tal cosa. Pero en aquellos tiempos la única manera de entender la Biblia era tomándola literalmente, que fue lo que hicieron los representantes del Santo Oficio. Por eso lo condenaron.
Y en los tres siglos que siguieron a su muerte no cesaron las refriegas, altercados y malentendidos entre científicos y representantes de la Iglesia por imponer sus puntos de vista. Hasta que finalmente, en el siglo XX, la Iglesia reconoció que la Biblia no debía interpretarse al pie de la letra, sino que era necesario buscar en ella la intención de los autores, para poder descubrir su mensaje.
Galileo estaba en lo cierto. Y por eso el papa Juan Pablo II, en un valiente discurso pronunciado el 31 de octubre de 1992 ante la Pontificia Academia de las Ciencias, reconoció que la Iglesia se había equivocado al condenarlo, pidió perdón y reivindicó públicamente la figura del genial florentino, con lo cual se pudo cerrar finalmente una vieja herida que había permanecido abierta durante 350 años.
Pero el sol de Gabaón sigue brillando para todos, desde el fondo de la historia, como queriéndonos recordar el sufrimiento que una lectura literal de la Biblia puede ocasionar en el alma. Por eso para quienes todavía hoy, después de acallados los ecos de aquel doloroso enfrentamiento, continúan buscando en la Biblia fórmulas científicas secretas, revelaciones misteriosas y profecías cifradas, conviene recordar la lúcida frase pronunciada por Galileo frente a los miembros del Santo Oficio, antes de su condena: No busquen astronomía en la Biblia. Porque ella no pretende decirnos cómo marchan los cielos, sino cómo marchamos nosotros hacia el cielo.
NMIP: LUIS LEON PIZARRO