El uno sólo por el otro se explica, y, vistos en conjunto, explican el mundo. La evolución material representa la manifestación de Dios en la materia por el alma del mundo que la trabaja. La evolución espiritual representa la elaboración de la conciencia en las mónadas individuales y sus tentativas de unirse, a través del ciclo de vidas, con el espíritu divino de que ellas emanan.
Ver el universo desde el punto de vista físico, o desde el punto de vista espiritual, no es considerar un objeto diferente, es contemplar el mundo desde los dos extremos opuestos. Desde el punto de vista terrestre, la explicación racional del mundo debe comenzar por la evolución material, puesto que por este lado la vemos; pero haciéndonos ver el trabajo del Espíritu universal en la materia y proseguir el desenvolvimiento de las mónadas individuales, ella conduce insensiblemente al punto de vista espiritual y nos hace pasar del exterior al interior de las cosas, del revés del mundo a su lado profundo.
Así al menos procedía Pitágoras, que consideraba al universo como un ser vivo, animado por una grande alma y penetrado por una grande inteligencia. La segunda parte de su enseñanza comenzaba, pues, por la cosmogonía.
La región sublunar designa la esfera donde se ejerce la atracción terrestre, y es llamada el círculo de las generaciones. Los iniciados entendían por eso que la tierra es para nosotros la región de la vida corporal. Allí se hacen todas las operaciones que acompañan a la encarnación y desencarnación de las almas. La esfera de los seis planetas y del sol responde a categorías ascendentes de espíritus. El Olimpo concebido como una esfera en rotación, es llamado el cielo de los fijos, porque es asimilado a la esfera de las almas perfectas. Esta astronomía infantil recubre, pues, una concepción del universo espiritual.
A sus discípulos del tercer grado Pitágoras enseñaba el doble movimiento de la tierra. Sin tener las medidas exactas de la ciencia moderna, él sabía, como los sacerdotes de Memfis, que los planetas salidos del Sol giran a su alrededor; que las estrellas son otros tantos sistemas solares gobernados por las mismas leyes del nuestro y que cada uno tiene su rango en el universo inmenso. Él sabía también que cada mundo solar forma un pequeño universo, que tiene su correspondencia en el mundo espiritual y su cielo propio. Los planetas servían para marcar la escala.
El universo visible, decía Pitágoras, el cielo con todas sus estrellas no es más que una forma pasajera del alma del mundo, de la grande Maia, que concentra la materia esparcida en los espacios infinitos, luego la disuelve y la disemina en imponderable flúido cósmico. De esas potencias invisibles unas, absolutamente inmortales, dirigen la formación de este mundo, otra esperan su florecimiento en el sueño cósmico o en el divino ensueño para volver a entrar en las generaciones visibles, según rango y según la ley eterna. El alma solar y su fuego central, que mueve directamente a la gran Mónada, elabora la materia en fusión. Los planetas son hijos del Sol.
Cada uno de ellos, elaborado por las fuerzas de atracción y de rotación inherentes a la materia, está dotado de un alma semiconsciente salida del alma solar, y tiene su carácter distinto, su papel particular en la evolución.
Los cuatro elementos, de que están formados los astros y los seres,designan cuatro estados graduados de la materia. El primero, como el más denso y el más grosero, es el más refractario al espíritu; el último, como el más refinado, tiene por él una grande afinidad. La tierra representa el estado sólido; el agua, el estado líquido; el aire, el estado gaseoso; el fuego, el estado imponderable. El quinto elemento, o etérico, representa un estado tan sutil de la materia y tan vivaz, que ya no es atómico y está dotado de penetración universal. Es el flúido cósmico original, la luz astral o el alma del mundo.
Pitágoras, instruido por los templos del Egipto, tenía nociones precisas sobre las grandes evoluciones del globo. La doctrina india y la egipcia conocían la existencia del antiguo continente austral que había producido la raza roja y una potente civilización, llamada Atlante por los Griegos. Ella atribuía la emergencia y la inmersión alternativas de los continentes a la oscilación de los polos y admitía que la humanidad había atravesado así por seis diluvios. Cada ciclo interdiluviano trae el predominio de una gran raza humana. En medio de los eclipses parciales de la civilización y de las facultades humanas, hay un movimiento general ascendente.
¿Cuál es el grande, el punzante, el eterno misterio?. Es el problema interior, el de cada uno y el de todos, es el problema del alma, que descubre en sí misma un abismo de tinieblas y de luz, que se contempla con una mezcla de encanto y de temor, y se dice: “Yo no soy de este mundo, porque él no basta para explicarme. No vengo de la tierra y voy a otra parte. ¿Pero adónde?”. Es el misterio de Psiquis, que contiene todos los demás.
La cosmogonía del mundo visible, decía Pitágoras, nos ha conducido a la historia de la tierra y ésta al misterio del alma humana. Con él tocamos al santuario de los santuarios, al arcano de los arcanos. Una vez despierta su conciencia, el alma se vuelve para sí misma el más asombroso de los espectáculos.En su ignota profundidad, la divina Psiquis contempla con mirada fascinada todas las vidas y todos los mundos: el pasado, el presente y el futuro que une con la Eternidad. “Conócete a ti mismo y conocerás el universo de los dioses”, he aquí el secreto de los sabios iniciados. Pero para penetrar por esa puerta estrecha de la inmensidad del universo invisible, despertemos en nosotros la vista directa del alma purificada y armémonos con la antorcha de la Inteligencia, de la ciencia de los principios y de los números sagrados.
¿Qué es el alma humana?.Una parcela de la gran alma del mundo, una brasa del espíritu divino, una mónada inmortal. Para llegar a ser lo que es, ha sido necesario que ella atravesara todos los reinos de la naturaleza, toda la escala de los seres, desenvolviéndose gradualmente por una serie de innumerables existencias.
Fuerza ciega e indistinta en el mineral, individualizada en la planta, polarizada en la sensibilidad y el instinto de los animales, ella tiende hacia la Mónada consciente en esa lenta elaboración; y la Mónada elemental es visible en el animal más inferior.
Sea de ello lo que quiera, lo que constituye la esencia de cualquier hombre ha debido evolucionar durante millones de años a través de una cadena de planetas y los reinos inferiores, conservando a través de todas esas existencias un principio individual que por todas partes la sigue. Esa individualidad oscura, pero indestructible, constituye el sello divino de la Mónada en que Dios quiere manifestarse por la conciencia.
Cuando más ascendemos en la serie de los organismos, más la Mónada desarrolla los principios latentes que en ella están. La fuerza polarizada se vuelve sensible, la sensibilidad instinto, el instinto inteligencia. Y a medida que se enciende la antorcha vacilante de la conciencia, esta alma se vuelve más independiente del cuerpo, más capaz de llevar una existencia más libre.
¡Qué de viajes, qué de encarnaciones, qué de ciclos planetarios a atravesar aún, para que el alma humana así formada se convierta en el hombre que conocemos!. Según las tradiciones esotéricas de la India y de Egipto, los individuos que componen la humanidad actual han comenzado su existencia humana en otros planetas, donde la materia es mucho menos densa que en el nuestro. El cuerpo del hombre era entonces casi vaporoso, sus encarnaciones ligeras y fáciles. Sus facultades de percepción espiritual directa habían sido muy poderosas y muy sutiles en esa primera fase humana: la razón y la inteligencia por oposición, se hallaban en estado embrionario. En ese estado semicorporal, semiespiritual, el hombre veía los espíritus, todo era esplendor y encanto ante su visión, y música para su audición. Él oía hasta la armonía de las Esferas. Ni pensaba, ni reflexionaba; quería apenas.
Se dejaba vivir,bebiendo los sonidos, las formas y la luz, flotando como en un sueño, de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. He aquí lo que los órficos llamaban el cielo de Saturno.Encarnándose sobre planetas más y más densos, según la doctrina de Hermes, es como el hombre se ha materializado. Encarnándose en una materia más espesa, la humanidad ha perdido su sentido espiritual; pero por su lucha más y más fuerte con el mundo exterior, ha desarrollado poderosamente su razón, su inteligencia, su voluntad. La tierra es el último escalón de este descenso en la materia que Moisés llama la salida del paraíso,y Orfeo la caída en el círculo sublunar. De él puede el hombre remontar penosamente los círculos de una serie de existencias nuevas, y recobrar sus sentidos espirituales por el libre ejercicio de su intelecto y de su voluntad
¿Cuál es la situación de la divina Psiquis en la vida terrestre? Desde que se ha despertado penosamente en el aire espeso de la tierra, el alma está enlazada a los repliegues del cuerpo. Ella no vive, no respira, no piensa más que a través de él, y, sin embargo, él no es ella. A medida que el alma se desarrolla, siente crecer en sí una luz temblorosa, algo de invisible e inmaterial que ella llama su espíritu, su conciencia. Sí; el hombre tiene el sentimiento innato de su triple naturaleza, puesto que distingue en su lenguaje, aun instintivo, su cuerpo de su alma y su alma de su espíritu. Más el alma cautiva y atormentada se agita entre sus dos compañeros.
A veces este cuerpo la absorbe hasta tal punto, que Psiquis no vive más que por sus sensaciones y sus pasiones.
¿Qué es el alma? He aquí lo que los iniciados, instruidos por la tradición y por las numerosas experiencias de la vida psíquica, han dicho al hombre: lo que se agita en ti, lo que tú llamas tu alma, es un doble etérico del cuerpo que contiene en sí mismo un espíritu inmortal. El espíritu se construye y se teje, por su actividad propia, su cuerpo espiritual. Pitágoras le llama el sutil carro del alma, porque está destinado a arrebatarla de la tierra después de la muerte. Ese cuerpo espiritual es el órgano del espíritu, su envoltura sensitiva, su instrumento volitivo, y sirve para la animación del cuerpo,que sin ello sería inerte. En las apariciones de los moribundos o de los muertos, ese doble se vuelve visible. Pero eso supone siempre un estado nervioso especial en el vidente. La sutilidad, el poder, la perfección del cuerpo espiritual, varían según la cualidad del espíritu que contiene Ese cuerpo astral, aunque mucho más sutil, y más perfecto que el terrestre, no es mortal como la Mónada que él contiene.
Cambia, se depura, según los medíos que atraviesa. El espíritu le moldea, le transforma perpetuamente a su imagen, pero no le abandona. He aquí lo que Pitágoras enseñaba; que no concebía la entidad espiritual abstracta, la Mónada sin forma. El espíritu, actuando en el fondo de los cielos como sobre la tierra, debe tener un órgano; este órgano es el alma viviente, bestial o sublime, oscura o radiante, pero teniendo la forma humana, esta imagen de Dios.
¿Qué ocurre en la muerte?. En la proximidad de la agonía, el alma presiente generalmente su próxima separación del cuerpo. Ella vuelve a ver toda su existencia terrestre en cuadros breves, de una sucesión rápida, de una claridad asombrosa. Pero cuando la vida agotada se detiene en el cerebro, ella se turba y pierde totalmente la conciencia. Si es un alma santa y pura, sus sentidos espirituales se han despertado ya por su disgregación gradual de la material. Ella ha tenido antes de morir, de un modo cualquiera, aunque sólo fuera por introinspección de su propio estado, el sentimiento de la presencia de otro mundo.
A las silenciosas instancias, a las lejanas llamadas, a los vagos rayos de lo Invisible, la tierra ha perdido ya su consistencia, y cuando el alma se escapa al fin del cadáver frío, dichosa de su liberación, se siente ella arrebatada en una gran luz hacia la familia espiritual a que pertenece. Pero no pasa así con el hombre ordinario, cuya vida ha estado repartida entre los instintos materiales y las aspiraciones superiores. El se despierta con una semiconsciencia, como en el torpe sentir de una pesadilla. No tiene ya brazos para coger, ni voz para gritar; pero se acuerda, sufre, existe en un limbo de tineblas y de espanto. La única cosa que ve es su cadáver, del que está despegado, pero hacia el cual experimenta aún una atracción invencible.
Porque por medio de aquél él vivía y ahora ¿Qué es él?. Se busca con espanto en las fibras heladas de su cerebro, en la sangre cuajada de sus venas, y no se encuentra ya. ¿Está muerto?. ¿Está vivo?. Quisiera ver, asirse a alguna cosa; pero no ve, no puede coger nada. Las tinieblas le encierran; a su alrededor, en él todo es caos. No ve más que una cosa, y ésta le atrae, y la causa horror... la fosforescencia siniestra de sus despojos; y la pesadilla comienza de nuevo.
Ese estado puede prolongarse durante meses o años. Su duración depende de la fuerza de los instintos materiales del alma. Pero, buena o mala, infernal o celeste, el alma adquiere poco a poco conciencia de sí misma y de su nuevo estado. Una vez libre de su cuerpo, se escapará en los abismos de la atmósfera terrestre, cuyos ríos eléctricos la llevan de un lado a otro, y donde comienza a ver a los multiformes errantes, más o menos semejantes a ella misma, como resplandores fugaces en una bruma espesa. Entonces comienza una lucha vertiginosa, encarnizada, del alma aun adormecida, para subir a las capas superiores del aire, libertarse de la atracción terrestre y ganar en el cielo de nuestro sistema plánetario la región que le es propia y los guías amigos pueden únicamente mostrarle. Pero antes de oírlos y verlos, le es necesario con frecuencia un largo tiempo. Esta fase de la vida del alma ha llevado nombres diversos en las religiones y las mitologías. Moisés la llama Horeb, Orfeo el Erebo, el cristianismo el Purgatorio o el valle de la sombra de la muerte; el alma debe pasar por un estado intermedio de purificación y desembarazarse de las impurezas de la tierra antes de proseguir su viaje.
¿Cómo pintan la llegada de un alma pura a un mundo propio de ella?. La tierra ha desaparecido como una pesadilla. Un sueño nuevo, un desvanecimiento delicioso la envuelve como una carica. Ella no ve más que a su guía alado, que la lleva con la rapidez del relámpago por las profundidades del espacio. ¿Qué decir de su despertar en los valles de un astro etéreo, sin atmósfera elemental, donde todo, montañas, flores, vegetación, está formado en una naturaleza exquisita, sensible y parlante?.
¿Qué decir, sobre todo de esas formas luminosas, hombres y mujeres, que le rodean en sagrado grupo para iniciarle en el santo misterio de su nueva vida?. ¿Son dioses o diosas? No; son almas como ella, y la maravilla es que su pensamiento íntimo florece sobre su semblante, que la ternura, el amor, el deseo o el temor irradian a través de aquellos cuerpos diáfanos en una gama de coloraciones luminosás.
Aquí, cuerpos y rostros no son ya las caretas del alma, sino que el alma transparente aparece en su forma verdadera y brilla en la plena luz de su verdad pura. Psiquis ha vuelto ha encontrar su divina patria. Porque la luz secreta, donde se baña, que emana de ella misma y a ella vuelve en la sonrisa de los seres amados, esa luz de felicidad... es el alma del mundo... y en ella siente la presencia de Dios. Ahora ya no hay más obstáculos; ella amará, sabrá, vivirá sin otro límite que su propia capacidad, su propio vuelo. Ella se siente unida a todas sus compañeras por profundas afinidades. Porque en la vida del más allá los que no se aman se repelen, y sólo qiuenes se comprenden se reúnen, y juntos celebran los divinos misterios en los templos más bellos.
Tal es la vida celeste del alma, que concibe apenas nuestro espíritu manchado por las impurezas de la tierra, pero que adivinan los iniciados, que viven los videntes y que demuestra la ley de las analogías y de las concordancias universales. Nuestras imágenes groseras, nuestro lenguaje imperfecto, tratan en vano de traducir esa vida; pero cada alma viva siente su germen en sus ocultas profundidades. Si en el estado presente nos es imposible demostrarla, la filosofía oculta formula sus condiciones psíquicas.
La idea de los astros etéreos, invisibles para nosotros, pero formando parte de nuestro sistema solar y sirviendo de estancia a las almas felices, se encuentra con frecuencia en los arcanos de la tradición esotérica. Pitágoras llama a esto el doble etéreo de la tierra. De ella dice que es tan ligera como el aire y rodeada de una atmósfera etérea. En la otra vida, el alma conserva, pues, toda su individualidad. De su existencia terrestre sólo guarda los recuerdos nobles, y deja caer los otros en ese olvido que los poetas han llamado las ondas del Leteo. Libertada de sus manchas, el alma humana siente su conciencia como invertida. De la parte externa del universo ha entrado en su parte interna; Cibeles-Maia, el alma del mundo, la ha recogido en su seno con una aspiración profunda. Allí Psiquis terminará su ensueño, ese ensueño roto a todas horas y sin cesar recomenzado en la tierra. Ella lo terminará en la medida de su esfuerzo terrestre y de la luz adquirida; pero lo ensanchará cien veces más. Sí; el hombre, aunque no haya vivido más que una hora de entusiasmo o de abnegación, esa sola nota pura arrancada a la gama disonante de su vida terrestre, se repetirá en su más allá en progresiones maravillosas, en eólicas armonías. Las felicidades fugitivas que nos procuran los encantos de la música, los éxtasis del amor o los transportes de la caridad, no son más que las notas desgranadas de una sinfonía que oiremos entonces.
Los iniciados, que son los idealistas consecuentes y trascendentes, siempre han pensado que las únicas cosas reales y duraderas de la tierra son las manifestaciones de la Belleza, del Amor y de la Verdad espirituales.
La vida celeste del alma puede durar cientos o miles de años, según su rango y su fuerza de impulsión. Pero sólo pueden prolongarla indefinidamente los más perfectos, los más sublimes, los que han franqueado el círculo de las generaciones. Esas almas no han alcanzado únicamente el reposo temporal, sino la acción inmortal en la verdad; ellas han creado sus alas. Son inviolables, porque son la luz, gobiernan a los mundos, porque a través de ellos ven.
La ley de encarnación y desencarnación nos descubre, pues, el verdadero sentido de la vida y de la muerte. Ella constituye el nudo capital en la evolución del alma, y nos permite seguirla, hacia atrás y hacia adelante, hasta las profundidades de la naturaleza y de la divinidad. Porque esta ley nos revela el ritmo y la medida, la razón y el objeto de su inmortalidad. De abstracta o de fantástica, la vuelve viva y lógica, mostrando las correspondencias de la vida y de la muerte. El nacimiento terrestre es una muerte, desde el punto de vista espiritual, y la muerte una resurrección celeste.
La alternativa de las dos vidas es necesaria para el desarrollo del alma, y cada una de las dos es, a la vez la consecuencia y la explicación de la otra. Quien se haya penetrado de estas verdades, se encuentra en el corazón de los misterios en el centro de la iniciación.
Fragmento extraido del libro "LOS GRANDES INICIADOS III, ORFEO – PITÁGORAS – PLATÓN" de Edouard Schure