Nietzsche suele descubrir volcanes aun dentro de témpanos de hielo. El vino y el fuego de Dioniso crepitan en su pluma. La invocación nietzscheana del antiguo dios del éxtasis comienza con El nacimiento de la tragedia; y aún más exactamente con sus Escritos preparatorios, integrados por unas tres conferencias: El drama musical griego; Sócrates y la tragedia; y La visión dionisíaca del mundo y La visión dionisíaca del mundo. Tres exposiciones públicas dictadas por el entonces filólogo de Basilea en 1870.
En La visión dionisíaca del mundo, Nietzsche gesta los primeros tonos de su futuro pensar. Allí, el dios Dioniso, a diferencia del mesurado Apolo, propicia la embriaguez, el abandono exuberante del yo, la plenitud cósmica del espíritu junto con la danza frenética del cuerpo y una mágica transmutación de lo humano. La temperatura alquímica de la experiencia dionisíaca se inicia con el canto. La música. El grito. Emanaciones sonoras, hechizos del ritmo, del cuerpo entusiasmado. A través de la alianza con el Dioniso de la embriaguez, Nietzsche merodea a Heráclito. El pensador de los aforismos de sentidos esquivos, pregonaba lo real como devenir sin detención, río sin quietud, fuego que nunca calma el temblor de su llama. En la conferencia a la que aludimos, el joven Nietzsche ya comienza su contemplación de lo que siempre fue para él, lo mismo que para Heráclito, el mundo del movimiento sin detención: la realidad como desmesura inasible, erupción creadora de nuevos y cambiantes valores, vibración expansiva y circular.
En esta sección de Textos de filósofos, en Temakel, recordaremos ahora parte de la conferencia donde el discípulo de Dioniso inicia su invocación del estallido renovador de un antiguo Dios.
Esteban Ierardo
LA VISION DIONISIACA DEL MUNDO
Por Federico Nietzsche
Por Federico Nietzsche
Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan
la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte, estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el instante del florecimiento de la «voluntad» helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia: en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera, no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas, son contempladas con el mismo placer, sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene que estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.
¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es «el Resplandeciente» de modo total: en su raíz más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza» es su elemento:
eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente
de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia.
El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuationis (principio de individuación) queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han esstablecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la «armonía de los mundos»: cantando y bailando manfiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.
¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es «el Resplandeciente» de modo total: en su raíz más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza» es su elemento:
eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente
de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia.
El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuationis (principio de individuación) queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han esstablecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la «armonía de los mundos»: cantando y bailando manfiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en sí mismo, ese estasdo sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.
Esta combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: sólo Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioniso, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza tfraterna. Aquí es donde con más facilidad se aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de los instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en un día transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del yo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo con sus propósitos políticos-religiosos, debido a que el artista apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla. Si se quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el elemento apolíneo refrenó lo que de irracionalmente sobrenatural había en Dioniso, piénsese que en el período más antiguo de la música el género ditirámbico era al mismo tiempo hersicástico (calmante). Cuanto más vigorosamente fue creciendo el espíritu artístico apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios hermano Dioniso: al mismo tiempo que el primero llegaba a la visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en la época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la «voluntad» hila en y por encima de todas las apariencias.
Aun cuando la música sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas con rigor sólo lo es el ritmo, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos: la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter de la música dionisíaca, más aún, de la música en cuanto tal, el poder estremeceder del sonido y el mundo completamente incomparable de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la denominada melodía, la «voluntad» se revela con total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia. Cualquier individuo puede servir de símbolo, servir, por así decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco, de un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efecto sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de
él, en cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo, conocido como apariencia. En este último sentido es un músico trágico.
En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el desencadenamiento de los instintos primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium individuatonis (el principio de individuación) aparece, por así decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaida se encuentra la voluntad, tanto más egoísta, arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más débil es el organismo al que sirve. Por esto, en
aquellos estados prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un sollozo de la criatura, por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible. La naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios ha liberado a todas las cosas de sí mismas, transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente nuevo e inaudito; para él era algo oriental, a lo que tuvo que someter con enorme energía rítmica y plástica y que sometió, como sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes. Cuando más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los saces (pueblo nómade del Asia antigua). Aquí, en una fiesta que duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaron rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de toda relación familiar... La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las bacantes: de esa imagen fluyen el mismo encanto, la misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxíteles condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos: todas las cosas dormitan. De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al dormir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se ciñen con serpientes, que lamen confíadamente sus mejillas, algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los pies para que brote leche blanca como la nieve. Este es un mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza celebra su festividad de reconciliación en el ser humano. (*)
Aun cuando la música sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas con rigor sólo lo es el ritmo, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos: la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter de la música dionisíaca, más aún, de la música en cuanto tal, el poder estremeceder del sonido y el mundo completamente incomparable de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la denominada melodía, la «voluntad» se revela con total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia. Cualquier individuo puede servir de símbolo, servir, por así decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco, de un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efecto sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de
él, en cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo, conocido como apariencia. En este último sentido es un músico trágico.
En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el desencadenamiento de los instintos primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium individuatonis (el principio de individuación) aparece, por así decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaida se encuentra la voluntad, tanto más egoísta, arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más débil es el organismo al que sirve. Por esto, en
aquellos estados prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un sollozo de la criatura, por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible. La naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios ha liberado a todas las cosas de sí mismas, transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente nuevo e inaudito; para él era algo oriental, a lo que tuvo que someter con enorme energía rítmica y plástica y que sometió, como sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes. Cuando más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los saces (pueblo nómade del Asia antigua). Aquí, en una fiesta que duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaron rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de toda relación familiar... La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las bacantes: de esa imagen fluyen el mismo encanto, la misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxíteles condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos: todas las cosas dormitan. De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al dormir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se ciñen con serpientes, que lamen confíadamente sus mejillas, algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los pies para que brote leche blanca como la nieve. Este es un mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza celebra su festividad de reconciliación en el ser humano. (*)
(*) Fuente: Federico Nietzsche, La visión dionisíaca del mundo, en El nacimiento de la tragedia, (traducción de Andrés Sanchez Pascual), Madrid, Editorial Alianza.