miércoles, 17 de julio de 2013

Víctimas de nuestra propia modestia







"Huíd de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura." Juan de Mairena/Antonio Machado

La película Hannah Arendt de Margarethe Von Trotta nos propone reflexionar sobre cómo se vinculan dos ideas fundamentales. La primera, los efectos imprevistos de la acción humana y la segunda idea, cómo la lealtad política debe imponerse a las exigencias científicas.
 
El ser humano, escribía la filósofa en La condición humana, siempre es agente y paciente de su acción: en sentido estricto, como no pueden preverse, nadie es absolutamente responsable de todas las consecuencias de sus actos. Al describir la red que produjo el Holocausto, Arendt insistió en algo que fue verdad: sin la colaboración de los líderes judíos, sin su connivencia con las autoridades nazis, los judíos no hubieran podido ser seleccionados, transportados, vigilados y al final asesinados. ¿Y por qué colaboraron las víctimas con los verdugos? Por el principio del mal menor, un principio decente, que sólo puede despreciar un fanático o un aspirante al martirologio –propio y, peor, ajeno. Guiados por un principio de acción justificable (no excelente, pero sí justificable) los judíos colaboraron con los nazis. ¿Eran víctimas sometidas al plan de un carnicero maquiavélico? No, era aún más grave.
 
 Todo nazi, explicaba Hitler, tiene su judío bueno, al que conoce y salva, aunque piense que todos los demás son unos cerdos. Así, siempre hay en el corazón de un nazi alguien que merece salvarse de la suerte que los demás, malvados, merecen. Los judíos colaboracionistas también tenían su nazi bueno, alguien del que fiarse para hacer más leve la tragedia. ¿No los había? Claro que sí, reconoce Arendt, no todos eran iguales y muchos de ellos no deseaban la Solución Final. Pero no dejaban de ser nazis, es decir, consideraban que los judíos merecían una suerte colectiva. Las alternativas no eran idénticas: iban desde ser enviados a Madagascar a formar un Estado judío –y eso solo era viable con colaboración de ciertos sionistas- hasta la solución final. Y los judíos colaboracionistas, guiados por el principio del mal menor, aceptaron la lógica nazi y creyeron que los verdugos no habían perdido todo criterio, porque sabían distinguir unos judíos de otros. Los hubo, con condecoraciones de guerra, a los que se reconocían privilegios en el Reich. ¿Por qué no aprovecharlos? A la vez, tales privilegios permitieron la ceguera colectiva de los alemanes, ya que no todos los judíos eran perseguidos sino solo aquellos que se negaban a hacer el servicio militar. Todos jugaban con el malentendido: los nazis hacían creer que sabían de la existencia de judíos buenos, los judíos buenos que comprendían que, como ellos eran buenos, no todos los nazis eran iguales, la sociedad alemana que la cosa no era tan terrible como parecía. Aferrados cada uno a su media lucidez, la ceguera radical se adueñó del mundo y la carnicería funcionó con precisión.
 
Porque asumirse excepción a una norma, una norma monstruosa (la existencia de un destino de conjunto para un pueblo) supone reconocerla y aceptarla. El mal menor, en ese contexto, sirve para asentar el peor de los males. El pacto con el nazi bueno produjo el “colapso moral de la respetable comunidad judía”. Arendt no se engaña. Resistir era imposible, pudo hacerse muy poco y, por tanto, la alternativa no era el combate. Sin embargo, eso no justificaba hacerle el trabajo a los verdugos ayudándoles en la selección de las víctimas porque, de este modo, algunos se libraban. 
 
Vayamos con la lealtad. Describir la red de acciones y efectos que permitió un acontecimiento, es el trabajo de un intelectual. Puede objetársele la verdad o no de lo que describe, pero ¿tiene sentido reprocharle haber tomado el partido incorrecto? Así hablan los “amigos del pueblo”, que dividen el mundo en campos separados: la Ciudad de Dios contra la del Demonio. Quien ose establecer vínculos entre una y otra, solo puede ser un cómplice del Maligno. La película muestra bien cómo funcionan las acusaciones: Arendt escribió lo que escribió porque carecía de corazón o, aún peor, porque se encontraba seducida por el enemigo –al fin y al cabo, estuvo enamorada de su maestro Heidegger, notorio nazi. Antes que la verdad, está la lealtad a los débiles, a las víctimas. Y para que la lealtad funcione como principio rector de una conciencia debe ser fácil separar a las víctimas de los verdugos porque, de lo contrario, debe pensarse detenidamente sin presuponer que los verdugos son demonios ni las víctimas ángeles.
 
¿Tiene algo de malo ser leal? No, siempre y cuando, no estorbe algo más importante: saber ver lo que sucede, no cegarse con aquello que estimamos, en suma, comprender que existen las acciones y los efectos, muchos de ellos no queridos, y que las personas más admirables pueden producir los mismos efectos que y colaborar con los planes de las personas más indignas. A veces porque acuden al mal menor, otras porque no quieren ver lo que sucede, para terminar, porque tristemente, somos actores de nuestras acciones, actuamos en ellas, pero no somos sus autores, no escribimos el guión donde actuamos y nuestros papeles no son los que imaginábamos. Tal es el contenido intrínsecamente democrático de la tragedia griega: sin posibilidad de perdonar los efectos no queridos de nuestras acciones, no puede haber comunidad política, sino castigo y venganza sin fin. Trasíbulo y Anito, los generales demócratas que derrocaron el régimen de los Treinta Tiranos, eligieron olvidar lo que había sucedido ¿Por bonhomía? No, porque la cadena de las depuraciones nos despeña por una pendiente sin fin. Las excepciones que hubo muestran que la decisión era sabia.  Existen aquellos que querían el mal y se merecen el castigo. Pero colaborar, colaboraron muchos, porque una sociedad está llena de actores que actúan en un guión demoníaco. Sócrates tuvo por discípulos a oligarcas despiadados, aunque él fue siempre un soldado leal de la democracia y, a su manera, un ciudadano ejemplar. Acabó condenado en un tribunal donde Anito fue acusador. La reconstrucción de Moses Finley muestra que no era descabellado situar a Sócrates en contacto con redes de verdugos y/o de colaboracionistas con el brutal régimen espartano –al que los Treinta Tiranos, por cierto, acabaron asustando. 
 
El mal es estúpido, banal, lo hacen los personas normales, no los malos y con él colaboran, sin saberlo o medio sabiendo, personas buenas, a veces, excelentes.
 
El medio académico de su tiempo no le perdonó a Hannah Arendt mostrar esto. Estaba poblado por gente que consideraba: 1) los hechos solo deben describirse cuando culpan a los malos, nunca cuando responsabilizan a los buenos 2) antes que científicos somos personas y debemos decir lo moralmente adecuado, aquello que no escandalice a quienes sufren. 
 
Pero pensar, en serio, exige quedarse solo ante los hechos, huir de la buena conciencia dominante, porque ésta no garantiza nada: “Pese a que Eichmann había hecho cuanto estuvo en su mano para contribuir a llevar a buen puerto la Solución Final, también era cierto que aún abrigaba algunas dudas acerca de "esta sangrienta solución, mediante la violencia", y, tras la conferencia [de Wannsee, en 1942, que coordinó la eliminación de los judíos a escala Europea], estas dudas quedaron disipadas. “En el curso de la reunión, hablaron los hombres más prominentes, los Papas del Tercer Reich”. Pudo ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos que no sólo Hitler, no sólo Heydrich o la “esfinge” de Müller, no sólo las SS y el partido, sino la elite de la vieja y amada burocracia [que se suponía distinta a los fanáticos y matones nazis] se desvivía, y sus miembros luchaban entre sí, por el honor de destacar en aquel “sangriento” asunto. “En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa”. ¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eichamm no fue el primero, ni será el último, en caer víctima de la propia modestia. [...]

La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada cuando vio el celo y el entusiasmo que la "buena sociedad" ponía en reaccionar tal como él reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de "cerrar sus oídos a la voz de la conciencia", tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba”.
 
Víctimas de nuestra propia modestia. Y, lo peor, victimarios con nuestra propia modestia. Porque no tenemos derecho a ser modestos y a abandonar nuestro propio criterio y eso es algo que hacemos todos los días: por ceguera ante lo que pasa y nos pasa y por maniqueísmo moral. Tal es la lección de Arendt que trasciende, con mucho, las peripecias del juicio a Eichmann, su libro y el gigantesco mal que retrató. Sirve, salvando todas las distancias que se quieran, para lo que sucede en muchos lugares del mundo, entre ellos España, todos los días, delante de nuestros ojos, con nuestra, casi siempre sonámbula, colaboración.

Fuente: José Luis Moreno Pestaña