Entre los siglos XI y XIV, en poco más de 250 años, Francia asistió a la construcción de 80 catedrales y más de 500 grandes iglesias. Algo muy similar ocurrió, aunque en menor medida, en otros países europeos, como Inglaterra, Alemania o España.
Semejante afán constructor ha estado siempre rodeado de un halo de misterio y, especialmente en las últimas décadas, multitud de trabajos han pretendido ver en estos prodigios del saber y la fe de la Edad Media, y en la aparición supuestamente repentina del estilo gótico, una demostración física y palpable del conocimiento esotérico de templarios o alquimistas. Sin embargo, buena parte de esta bibliografía dedicada a analizar el supuesto hermetismo de los templos medievales –y más especialmente de las catedrales góticas– suele contener numerosos errores. Entre ellos, uno de los más repetidos asegura que buena parte de las catedrales góticas, así como la creación de este estilo arquitectónico, tienen su origen en los caballeros templarios.
En realidad, si a alguien debemos el surgimiento del gótico es a Suger, abad de Saint-Denis, y es seguro que los célebres caballeros poco tuvieron que ver con la edificación de estos hermosos e impresionantes templos. ¿Significa esto que dichas creaciones medievales carecen de enigmas? Más bien el contrario. Ciertamente, los constructores medievales, auténticos creadores de estos complejos y sorprendentes «rascacielos», insuflaron en sus obras toda una serie de conocimientos y mensajes que podemos calificar de esotéricos sin que, por otra parte, ello implique que tales ideas resultasen heréticas o contrarias a las doctrinas de la Iglesia. Desde la concepción del edificio en un plano, pasando por su orientación o el trazado de su planta, todos y cada uno de los elementos de una catedral o una iglesia eran planteados cuidadosamente siguiendo unos esquemas cargados de simbolismo y de un conocimiento que en buena medida se había heredado de la antigüedad.
LA ESCUELA PITAGÓRICA
La principal herramienta constructiva de los maestros de obra medievales era la geometría, una disciplina que todo constructor tenía la obligación de dominar a la perfección. Con la única ayuda de figuras geométricas simples, como el círculo, el cuadrado y el triángulo, los constructores eran capaces de crear las plantas y los alzados más complejos y hermosos. Sin embargo, y a pesar del dominio que mostraban en esta disciplina, la base de dicho conocimiento no era un logro propio, si no que procedía de la más remota antigüedad, aunque fue la Escuela Pitagórica la que se hizo más célebre por aplicar dicho saber. La secta creada por este sabio de Samos en el siglo VI a.C. fundamentaba todas sus enseñanzas en la importancia del número como medida de todas las cosas. Pitágoras y sus seguidores no veían los números –y las figuras geométricas que se derivaban de ellos– como simples cifras, sino que les atribuían un valor simbólico y místico. Así, entre los números considerados «divinos» por los pitagóricos –hay otros, pero estos son los más destacados– está el 10, cuyo resultado se obtiene sumando los cuatro primeros números enteros: 1, 2, 3 y 4. Esta cifra, la Década, era representada por ellos mediante una figura geométrica llamada tetracktys, un triángulo equilátero formado por una base de cuatro puntos, que según iba ascendiendo tenía uno menos, hasta llegar a la cúspide, con uno solo.
Más importante aún que la Década fue su mitad, el cinco, la péntada y su representación geométrica, el pentalfa o pentagrama. Esta cifra era para los pitagóricos símbolo de la salud, del hombre, del crecimiento, de la armonía natural y del movimiento del alma. Del mismo modo, lo consideraban una cifra «nupcial», pues unía al primer número entero par (el 2), considerado por ellos como femenino, con el primer impar (el 3), de carácter masculino. Además, era también un símbolo del microcosmos y su representación geométrica, el pentagrama, contiene el número aúreo o divina proporción. La importancia de este símbolo era mucho mayor, pues el pentalfa era el símbolo utilizado por los miembros de dicha secta como signo de reconocimiento entre ellos.
Además de estos números sagrados, otra figura geométrica surgida de las doctrinas pitagóricas, el triángulo rectángulo del famoso Teorema de Pitágoras, tuvo también un interés especial para los arquitectos medievales. Este triángulo tiene la particularidad de que sus lados están en progresión aritmética: 3-4-5, y puede generarse mediante una herramienta llamada «cuerda de los constructores» y que consta de 12 espacios iguales. Todos estos conocimientos habrían sido adquiridos por Pitágoras, según la tradición, durante su estancia en Egipto, aunque desarrollados por él en su escuela de Crotona.
LA LEY DEL SECRETO
Pero además de estos conocimientos, la secta fundada por este sabio griego poseía algunas características que más tarde se repetirían en las logias de constructores medievales. La Escuela Pitagórica poseía una estructura o separación jerárquica entre sus alumnos, quienes eran divididos en matemáticos –quienes ya habían sido iniciados en los secretos de la escuela– y acusmáticos, los aprendices que todavía esperaban su iniciación y que hasta entonces recibían enseñanzas simples, siempre tras una cortina que les impedía ver al maestro, a quien se limitaban a escuchar de viva voz. Una jerarquización similar existía en las logias de constructores medievales, quienes se dividían en aprendices, oficiales y maestros. Por otra parte, entre los pitagóricos existía una «ley de secreto», que les impedía revelar los conocimientos aprendidos a los no iniciados. Si alguien quebrantaba esta ley, era considerado un hereje de forma inmediata, y repudiado e ignorado por todos.
Esta misma «regla de silencio» la encontramos entre los constructores medievales, como evidencian algunos documentos que se conservan. Los Estatutos de Ratisbona, de 1459, son explícitos en este sentido: «Ningún trabajador, ni maestro, ni jornalero enseñará a nadie, se llame como se llame, que no sea miembro de nuestro oficio y que nunca haya hecho trabajos de albañil, cómo extraer el alzado de la planta de un edificio». Se establecía así una obligación de secreto que obligaba al aprendiz que había sido iniciado en el grado de oficial a no revelar los nuevos conocimientos adquiridos. Al igual que sucedía con los pitagóricos y su pentagrama, entre los constructores medievales existían también signos y señas de reconocimiento, que no podían ser reveladas, y que eran recibidas al completar el aprendizaje. Entre estos símbolos se encontraban los famosos compases, escuadras, plomadas y niveles, que siglos más tarde serían adoptados por la masonería especulativa.
Por otro lado, no todos aquellos que lo deseaban eran aceptados como aspirantes a futuros oficiales o maestros. Además de una serie de requisitos «básicos» (haber nacido libre –no esclavo– y ser hombre «de buenas costumbres, no vivir en concubinato y no entregarse al juego), no se admitía a los aprendices si éstos no manifestaban poseer aptitudes especiales para comprender el lenguaje simbólico utilizado por maestros y oficiales, el cual estaba especialmente plasmado en esculturas y fachadas. Todas estas enseñanzas y conocimientos de la escuela pitagórica pasaron a las logias medievales gracias a dos vías: en primer lugar mediante la arquitectura, a través de a los constructores romanos (los llamados Collegia Frabrorum) y, por otra parte, a través de la filosofía platónica y neoplatónica, deudora de Pitágoras, y recogida por los Padres de la Iglesia. el número, pensamiento divino La huella de estas doctrinas esotéricas, aplicadas por los constructores, es evidente en los diseños realizados en catedrales y templos medievales, pues todos ellos siguen las reglas de un tipo de matemáticas sagradas, tal y como señala el historiador del arte y experto en simbología Emile Mâle, en su libro Arte religioso en la Francia del siglo XIII: «Esquemas de este tipo presuponen una creencia razonada en la virtud de los números y, de hecho, en la Edad Media nadie dudó que los números estaban dotados con algunos poderes ocultos».
El propio San Agustín creía que cada número tenía un significado divino, pues interpretaba los números como pensamientos de Dios: «La Sabiduría Divina está reflejada en los números impresos en todas las cosas». Conocer la ciencia de los números, equivalía a conocer la ciencia del Universo y, por lo tanto, a dominar sus secretos.
GEOMETRÍA SAGRADA
Esta importancia de la matemática y los números es especialmente evidente en el papel destacado de la geometría (que no es sino una plasmación gráfica de estos últimos). En El simbolismo del templo cristiano (Ed. José J. Olañeta, 2000), Jean Hani, profesor de la Universidad de Amiens, señala al respecto: «La geometría, base de la arquitectura, fue hasta el comienzo de la época moderna una ciencia sagrada, cuya formulación por lo que a Occidente se refiere proviene precisamente del Timeo de Platón y, a través de éste, se remonta a los pitagóricos». En época medieval se popularizó también la representación de Dios como geómetra, el Creador como Gran Arquitecto del Universo, una designación que pasaría siglos después a la masonería especulativa. En estas representaciones Dios aparece representado con un compás, uno de los emblemas de los maestros constructores, que también aparece plasmado en muchos edificios medievales. Esta importancia extraordinaria de la geometría se hace manifiesta en algunos de los textos conservados de los maestros masones, en los que a su vez se aprecia también el carácter secreto de sus enseñanzas, como en este cuarteto de época medieval: «Un punto hay en el círculo que en el cuadrado y triángulo se coloca. ¿Conoces tú este punto? ¡Todo irá bien! ¿No lo conoces? ¡Todo será en vano!»
Una de las figuras geométricas más importantes entre los constructores medievales, el pentagrama, evidencia de nuevo sus raíces pitagóricas. El profesor Santiago Sebastián, en su libro Mensaje simbólico del arte medieval (Ed. Encuentro, 1996), al referirse a la importancia de la geometría en los templos románicos, explica: «Más importante como figura clave fue el pentágono, que poseía la llave de la geometría y de la sección áurea, e incluso poseyó poderes mágicos».
El estudioso Matila Ghyka, autor de El número de Oro (Ed. Poseidón, 1978), menciona algunas de ellas: en Notre-Dame de París, dentro de un rosetón pentagonal de una vidriera; en la «rosa» norte de Saint-Ouen en Rouen, así como en el rosetón norte de la catedral de Amiens. Otra muestra de la importancia que tuvo esta figura pitagórica la encontramos en los cuadernos de trabajo del maestro arquitecto Villard de Honnecourt, que vivió en el siglo XIII, y cuyos diseños suponen hoy una pieza inigualable para conocer cómo vivían y trabajaban los miembros de las corporaciones de constructores. Pues bien, en estos cuadernos de dibujo, hoy conservados en la Biblioteca Nacional de Francia, vemos como la figura del pentagrama aparece repetidamente como base para el diseño de plantas, alzados, rostros humanos, animales, etc…
Del mismo modo, la longitud de la catedral de Notre-Dame de París es de 390 pies, que gemátricamente significa: «ciudad de los cielos». Identica cifra y mensaje lo encontramos también en la iglesia francesa de Saint-Lazare de Autun, «oculto» en las medidas de tres ventanas del crucero. Este uso simbólico del número tampoco era una creación original de los constructores medievales sino que, una vez más, fue heredado de prácticas más antiguas. Así, el estudioso y sacerdote monseñor Devoucoux, demostró que los antiguos templos de Jano y Cibeles, así como el de Artemisa en Éfeso, fueron erigidos empleando el simbolismo de la gematría.
LA ORIENTACIÓN DE LOS TEMPLOS
Al igual que sucede con el conocimiento relacionado con el simbolismo del número y las proporciones, la orientación de los templos cristianos también fue heredado de los antiguos constructores, y tuvo una importancia casi religiosa entre egipcios, griegos y romanos. Este ritual de orientación, indisolublemente unido al de fundación, establece una relación del edificio con el Cosmos. En la antigüedad clásica, los templos estaban dispuestos con la puerta de entrada hacia el Este, de forma que, con la salida del Sol, los rayos de luz iluminaran la estatua del dios custodiada al fondo del templo.
Con la llegada del cristianismo, las primeros iglesias continuaron esta tradición, aunque tras el Concilio de Nicea se estableció que fuera la cabecera la que estuviera mirando a la salida del Sol, y no la puerta. De este modo, cuando el astro rey iniciaba su ascenso los rayos de luz entraban a través del ábside, identificándose la luz con el propio Cristo. Esta orientación tenía también otros significados simbólicos, como explica Jean Hani: «La puerta está al oeste, a poniente, en el lugar de menos luz, que simboliza el mundo profano o, también, el país de los muertos. Al entrar por la puerta y avanzar hacia el santuario, uno va al encuentro de la luz: es una progresión sagrada, y el cuadrado largo es como un camino que representa la ‘Vía de Salvación’, la que conduce a la ‘tierra de los vivos’, a la ciudad de los santos, donde brilla el Sol divino».
in Revista “Enigmas