Habentibus symbolum facilis est transitus.
(El tránsito es fácil para aquellos que tienen el símbolo.)
Un verbum magistri alquimista extraído de:
MYLIUS: Philosophia reformata.
La alquimia pereció gradualmente en el transcurso del siglo xviii a causa de su propia oscuridad.
Su método de explicación: obscurum per obscurius, ignotum per ignotius (lo oscuro mediante lo más oscuro, lo desconocido mediante lo más desconocido) se avenía mal con el espíritu de la ilustración de la época y, en especial, con la metodología científica de la química, que se fue depurando hacia finales del siglo mencionado. Pero lo único que hicieron estas dos potencias del intelecto fue darle el golpe de gracia, pues su descomposición interna había comenzado ya de manera considerable un siglo antes, en tiempos de Jakob Böhme, cuando muchos alquimistas abandonaron sus retortas y crisoles y se dedicaron exclusivamente a la filosofía (hermética).
Fue por entonces cuando se estableció una separación entre químicos y herméticos. La química se convirtió en una de las ciencias naturales; pero la hermética perdió la base empírica y se extravió en un campo de alegorías y especulaciones tan pomposas como carentes de contenido que vivían, simplemente, de los recuerdos de un tiempo mejor. Pero este tiempo había sido aquel en el que el espíritu de los alquimistas luchaba realmente todavía con los problemas de la materia, cuando la conciencia investigadora se enfrentaba con el espacio oculto de lo desconocido y creía ver imágenes y leyes que, sin embargo, no procedían de la materia, sino del alma.
Todo lo desconocido y vacío se consuma por medio de la proyección psicológica: es como si se reflejara en la oscuridad el fondo del alma del observador. Lo que ve y cree reconocer en la materia son, ante todo, sus propias circunstancias inconscientes que él proyecta en ella; es decir, salen a su encuentro, procedentes de la materia, estas cualidades y posibilidades de significación inherentes en apariencia, de cuya naturaleza psíquica no tiene conciencia alguna. Esto es aplicable sobre todo a la alquimia clásica, en la que la experiencia de las ciencias naturales y la filosofía mística estaban presentes sin diferenciación, por decirlo así.
En estas cirscunstancias, el proceso de escisión que comenzó a finales del siglo xvi, que separó lo φυσικά (lo físico) de lo μυστικά (lo místico) hizo nacer una especie literaria fundamentalmente más fantástica cuyos autores conocían hasta cierto punto la naturaleza anímica de los procesos de transmutación «alquimista».
El libro Probleme der Mystik und ihrer Symbolik (1914), de Herbert Silberer, nos explica detalladamente este aspecto de la alquimia y, sobre todo, su importancia psicológica. La simbología fantástica inherente nos es descrita de una forma gráfica por Bernouilli en su obra Seelische Entwicklung im Spiegel der Alchemie... . En La Tradizione ermetica, de Evola, hallamos una exposición extensa de la filosofía hermética. No existe todavía un estudio a fondo de los textos en lo que se refiere a la historia de las ideas, aunque hemos de agradecer a Reitzenstein importantes trabajos en este sentido.
Su método de explicación: obscurum per obscurius, ignotum per ignotius (lo oscuro mediante lo más oscuro, lo desconocido mediante lo más desconocido) se avenía mal con el espíritu de la ilustración de la época y, en especial, con la metodología científica de la química, que se fue depurando hacia finales del siglo mencionado. Pero lo único que hicieron estas dos potencias del intelecto fue darle el golpe de gracia, pues su descomposición interna había comenzado ya de manera considerable un siglo antes, en tiempos de Jakob Böhme, cuando muchos alquimistas abandonaron sus retortas y crisoles y se dedicaron exclusivamente a la filosofía (hermética).
Fue por entonces cuando se estableció una separación entre químicos y herméticos. La química se convirtió en una de las ciencias naturales; pero la hermética perdió la base empírica y se extravió en un campo de alegorías y especulaciones tan pomposas como carentes de contenido que vivían, simplemente, de los recuerdos de un tiempo mejor. Pero este tiempo había sido aquel en el que el espíritu de los alquimistas luchaba realmente todavía con los problemas de la materia, cuando la conciencia investigadora se enfrentaba con el espacio oculto de lo desconocido y creía ver imágenes y leyes que, sin embargo, no procedían de la materia, sino del alma.
Todo lo desconocido y vacío se consuma por medio de la proyección psicológica: es como si se reflejara en la oscuridad el fondo del alma del observador. Lo que ve y cree reconocer en la materia son, ante todo, sus propias circunstancias inconscientes que él proyecta en ella; es decir, salen a su encuentro, procedentes de la materia, estas cualidades y posibilidades de significación inherentes en apariencia, de cuya naturaleza psíquica no tiene conciencia alguna. Esto es aplicable sobre todo a la alquimia clásica, en la que la experiencia de las ciencias naturales y la filosofía mística estaban presentes sin diferenciación, por decirlo así.
En estas cirscunstancias, el proceso de escisión que comenzó a finales del siglo xvi, que separó lo φυσικά (lo físico) de lo μυστικά (lo místico) hizo nacer una especie literaria fundamentalmente más fantástica cuyos autores conocían hasta cierto punto la naturaleza anímica de los procesos de transmutación «alquimista».
El libro Probleme der Mystik und ihrer Symbolik (1914), de Herbert Silberer, nos explica detalladamente este aspecto de la alquimia y, sobre todo, su importancia psicológica. La simbología fantástica inherente nos es descrita de una forma gráfica por Bernouilli en su obra Seelische Entwicklung im Spiegel der Alchemie... . En La Tradizione ermetica, de Evola, hallamos una exposición extensa de la filosofía hermética. No existe todavía un estudio a fondo de los textos en lo que se refiere a la historia de las ideas, aunque hemos de agradecer a Reitzenstein importantes trabajos en este sentido.
Las fases del proceso alquimista.
Como se sabe, la alquimia describe un proceso químico de transmutación y da innumerables instrucciones para llevarlo a cabo. Aunque apenas existen dos autores que sean de la misma opinión en cuanto atañe al discurso exacto del proceso y a la sucesión de las fases del mismo, la mayoría concuerda, no obstante, en los puntos principales, y además, desde los tiempos más lejanos, es decir, desde comienzos de la Era cristiana, se distinguen cuatro fases, caracterizadas por colores de pintura ya mencionados por Heráclito, a saber: melanosis (ennegrecimiento), leukosis (emblanquecimiento), xantosis (amarilleamiento) e iosis (enrojecimiento).
Esta disposición del proceso en cuatro partes recibió la denominación de τετραμερειν την φιλοσοφιαν, división de la filosofía en cuatro partes. Más tarde, o sea aproximadamente en los siglos xv a xvi, los colores quedan reducidos a tres, con lo cual la xantosis, la citrinitas, va decayendo poco a poco y es mencionada también en muy contadas ocasiones. En cambio, aparece excepcionalmente el viriditas (verde) después de la melanosis y el nigredo, respectivamente; pero sin conseguir importancia fundamental. Mientras la división en cuatro primitiva era una correspondencia exacta de la cuaternidad de los elementos, se destaca ahora con frecuencia que existen cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) y cuatro propiedades (caliente, frío, húmedo, seco), pero, en cambio, sólo tres colores: negro, blanco y rojo. Ahora bien, como el proceso no ha conducido jamás a la meta deseada y tampoco fue realizado nunca típicamente en sus partes individuales, el cambio de la división de las fases no se puede explicar tampoco mediante razones externas, sino que guarda más relación con el significado simbólico de la cuaternidad y la trinidad, o sea con razones internas psíquicas.
El negro, nigredo, es el estado inicial, o como propiedad de la prima materia, del caos, o de la massa confusa, de antemano existente o creada por descomposición (solutio, separatio, divisio, putrefactio) de los elementos. Presupuesto el estado de descomposición, como sucede en ocasiones, entonces se produce una unión de las contraposiciones mediante la unión de lo masculino con lo femenino (coniugium, matrimonium, coniunctio, coitus) y aparece la muerte del producto de la unión (mortificatio, calcinatio, putrefactio) con el ennegrecimiento correspondiente.
Desde el nigredo, el lavado (ablutio, baptisma) conduce o directamente al emblanquecimiento, o el alma (anima) que ha salido del cuerpo a causa de la muerte es reunida de nuevo con el cuerpo muerto para dar vida a éste, o los muchos colores (omnes colores, cauda pavonis) conducen a uno sólo, el blanco, que contiene todos los demás. Con esto se alcanza la primera meta principal del proceso, concretamente el albedo, tinctura alba, terra alba foliata, lapis albus, etc., que ha sido tan sumamente elogiado por muchos como si la meta se hubiese alcanzado en realidad. Es el estado plateado o lunar, el cual, sin embargo, debe ser elevado hasta el estado solar. El albedo es, en cierto modo, el crepúsculo; el rubedo es ya la salida del Sol. La transición al rubedo constituye el amarilleamiento (citrinitas), el cual, como se ha mencionado, decae con posterioridad. Después sale el rubedo directamente del albedo mediante aumento del fuego hasta el grado máximo.
Lo blanco y lo rojo son reina y rey, que también pueden celebrar en esta fase sus nuptiae chymicae.
Esta disposición del proceso en cuatro partes recibió la denominación de τετραμερειν την φιλοσοφιαν, división de la filosofía en cuatro partes. Más tarde, o sea aproximadamente en los siglos xv a xvi, los colores quedan reducidos a tres, con lo cual la xantosis, la citrinitas, va decayendo poco a poco y es mencionada también en muy contadas ocasiones. En cambio, aparece excepcionalmente el viriditas (verde) después de la melanosis y el nigredo, respectivamente; pero sin conseguir importancia fundamental. Mientras la división en cuatro primitiva era una correspondencia exacta de la cuaternidad de los elementos, se destaca ahora con frecuencia que existen cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) y cuatro propiedades (caliente, frío, húmedo, seco), pero, en cambio, sólo tres colores: negro, blanco y rojo. Ahora bien, como el proceso no ha conducido jamás a la meta deseada y tampoco fue realizado nunca típicamente en sus partes individuales, el cambio de la división de las fases no se puede explicar tampoco mediante razones externas, sino que guarda más relación con el significado simbólico de la cuaternidad y la trinidad, o sea con razones internas psíquicas.
El negro, nigredo, es el estado inicial, o como propiedad de la prima materia, del caos, o de la massa confusa, de antemano existente o creada por descomposición (solutio, separatio, divisio, putrefactio) de los elementos. Presupuesto el estado de descomposición, como sucede en ocasiones, entonces se produce una unión de las contraposiciones mediante la unión de lo masculino con lo femenino (coniugium, matrimonium, coniunctio, coitus) y aparece la muerte del producto de la unión (mortificatio, calcinatio, putrefactio) con el ennegrecimiento correspondiente.
Desde el nigredo, el lavado (ablutio, baptisma) conduce o directamente al emblanquecimiento, o el alma (anima) que ha salido del cuerpo a causa de la muerte es reunida de nuevo con el cuerpo muerto para dar vida a éste, o los muchos colores (omnes colores, cauda pavonis) conducen a uno sólo, el blanco, que contiene todos los demás. Con esto se alcanza la primera meta principal del proceso, concretamente el albedo, tinctura alba, terra alba foliata, lapis albus, etc., que ha sido tan sumamente elogiado por muchos como si la meta se hubiese alcanzado en realidad. Es el estado plateado o lunar, el cual, sin embargo, debe ser elevado hasta el estado solar. El albedo es, en cierto modo, el crepúsculo; el rubedo es ya la salida del Sol. La transición al rubedo constituye el amarilleamiento (citrinitas), el cual, como se ha mencionado, decae con posterioridad. Después sale el rubedo directamente del albedo mediante aumento del fuego hasta el grado máximo.
Lo blanco y lo rojo son reina y rey, que también pueden celebrar en esta fase sus nuptiae chymicae.
LAS IDEAS DE LA META Y SUS SÍMBOLOS
La disposición de las fases depende en muchos autores esencialmente de la idea de la meta: o se trata de tintura blanca y roja (aqua permanens), o de piedra filosofal que, en calidad de hermafrodita, contiene ambas, o de la panacea (aurum potabile, elixir vitae), del oro filosofal, al vidrio áureo (vitrum aureum), el vidrio maleable (vitrum malleabile). Las ideas sobre la meta son tan oscuras y cambiantes como los procesos individuales. Por ejemplo, la lapis philosophorum es, con frecuencia, la prima materia o medio para la producción del oro, o también en general un ser místico que ocasionalmente recibe los nombres de Deus terrestris (Dios terrestre), salvator (Salvador) o filius macrocosmi (hijo del cosmos); una figura que sólo se puede comparar con el anthropos gnóstico, el hombre primitivo divino.
Junto al concepto de materia prima, desempeña un papel importante el del agua (aqua permanens) y el del fuego (ignis noster). Aunque estos dos elementos son opuestos entre sí y hasta constituyen una típica pareja de contrastes, son, sin embargo, una y la misma cosa según el testimonio de los autores. Como la materia prima, el agua tiene también mil nombres;incluso es materia originaria de la piedra. A pesar de ello, se asegura por otro lado que el agua se extrae de la piedra y de la prima materia respectivamente, como su alma (anima) dispensadora de vida.
Esta perplejidad se destaca claramente en la exposición de Exercitatio VIII in Turbam:
«Muchos disputan largamente sobre si la piedra, en sus diferentes nombres, se compone de varias sustancias, de dos o sólo de una. Pero estos filósofos (Scites) y Bonellus dicen que toda la obra y la esencia de toda ella son otra cosa que el agua: y el tratamiento (régimen) de la misma no tiene lugar en otra cosa que en el agua. Y es en realidad una sustancia en la que está contenido todo, y esto es el Sulphur Philosophorum, (el cual) es agua, y alma, aceite, mercurio y sol, el fuego de la naturaleza, el águila, la lágrima, la primera hyle de los sabios, la prima materia del cuerpo perfecto. Y sean cualesquiera los nombres que los filósofos han dado a su piedra, se refieren siempre a una sustancia, es decir, al agua de donde todo (nace) y en la que todo (está contenido); la cual domina todo, en la que se sufren equivocaciones y en la que se corrige la equivocación misma. Pero yo digo agua «filosófica», no vulgar —vulgi—, sino aqua Mercurialis, sea simple o compuesta. El agua filosofal es, concretamente, ambas cosas, aunque el mercurio vulgar es distinto del filosofal. Esa (agua) es simple (y) mezclada. Esta agua consta de dos sustancias: concretamente de nuestro metal y del agua simple. Estas aguas compuestas integran el mercurio filosofal, de lo que se ha de admitir que la sustancia o la prima materia misma está formada por agua compuesta. Algunos la componen de tres; otros, sólo de dos. Para mí son suficientes dos especies; a saber: masculino y femenino o hermano y hermana. Pero el agua simple la denominan también, además, veneno, mercurio (argentum vivum), cambar, aqua permanens, goma, vinagre, orina, agua de mar, dragón, serpiente.»
De esta exposición se desprende con claridad una cosa: que, concretamente, el agua filosofal y la piedra son, respectivamente, la prima materia misma; pero, al mismo tiempo, es su disolvente, como se desprende de la fórmula que sigue a continuación:
«Muele la piedra hasta convertirla en polvo muy fino y echa (éste) en vinagre clarísimo, celestial (coelestino), y se disolverá en seguida para dar agua filosofal».
También se puede demostrar que el fuego desempeña el mismo papel que el agua. Otro concepto de no menor importancia es el recipiente hermético (vas Hermetis), fundamentalmente retorta u horno de fundición, como recipiente de las sustancias que se han de transformar. Aunque se refiere a un instrumento, tiene, sin embargo, relaciones peculiares tanto con la prima materia como con la lapis, por lo que no es aparato simplemente. El recipiente es para los alquimistas algo totalmente maravilloso: un vas mirabile. María Profetisa dice que todo el secreto estriba en el conocimiento relacionado con el recipiente hermético. Unum est vas (el recipiente es uno) es algo que se subraya una y otra vez. Tiene que ser redondo con objeto de imitar la forma esférica del cosmos, pues la influencia de los astros debe contribuir en él al logro de la operación. Es una especie de matrix y de uterus respectivamente, de donde nacerá el filius philosopha· rum, la piedra maravillosa . Por ello se exige también que el recipiente no sea sólo redondo, sino también ovoide. Se piensa, como es natural, que este recipiente ha de ser una especie de retorta o de matraz; pero pronto se nos informa de que esta idea es insuficiente, ya que el recipiente representa más bien una idea mística, un símbolo peculiar, como todos los conceptos centrales alquimistas. Y así oímos que es el agua y, respectivamente, el aqua permanens, que no es otra cosa que el Mercurio de los filósofos. Pero no es sólo el agua, sino también su oponente, a saber: el fuego.
Con respecto al curso del proceso, los autores se muestran vagos y contradictorios. Muchos de ellos se contentan con alusiones sumarias, mientras que otros exponen una extensa lista de las diversas operaciones. Así, Josefo Quercetano, alquimista, médico y diplomático que desempeñó en Francia y la Suiza francesa un papel semejante al de Paracelso, señaló, en 1576, una serie de doce operaciones dispuestas en el orden siguiente:
1) Calcinatio. 2) solutio. 3) elementorum separatio. 4) coniunctio. 5) putrefactio. 6) coagulatio. 7) cibatio. 8) sublimatio. 9) fermentatio. 10) exaltatio. 11) augmentatio. 12) proiectio.
Como muestra la literatura, cada uno de estos conceptos se presta a diversas interpretaciones, impresión que se confirma ya lo bastante con sólo consultar las explicaciones correspondientes que figuran en el diccionario enciclopédico de Ruland. Por consiguiente, no tiene objeto estudiar con más detalle a este respecto las variantes del procedimiento alquimista. Es éste, considerado de manera superficial y dibujado toscamente, el esqueleto de la alquimia que todos conocemos. Es poco o nada lo que podemos representarnos desde el punto de vista de nuestros conocimientos de química modernos; y si examinamos los cientos y cientos de procedimientos y fórmulas que nos han transmitido la Edad Media y la Antigüedad, encontramos entre ellos relativamente pocos que encierren un sentido químico reconocible. Quizá carezcan de sentido la mayor parte desde el punto de vista químico, y, además, se tiene la absoluta seguridad —por encima de cualquier duda— de que jamás se ha obtenido una tintura verdadera ni oro artificial alguno en el transcurso de los siglos dedicados seriamente a tales propósitos. Por tanto, podemos preguntarnos: ¿qué indujo a los viejos alquimistas a seguir trabajando sin punto de reposo o, como ellos decían, a «operar» y a escribir tratados y más tratados sobre el arte «divino» cuando toda su empresa no dejaba entrever ni un resquicio de esperanzas?. Ciertamente —tenemos que añadir— le estaba vedado por completo todavía el conocimiento de la esencia química y su limitación, por lo que, a pesar de todo, podían alentar esperanzas; prácticamente como quienes soñaban con volar, sueño que, sin embargo, fue llevado más tarde a vías de realización por sus imitadores posteriores. No se debe subestimar la satisfacción implicada en la empresa, en la aventura, en el quarere (búsqueda) y el invenire (hallar). Esta satisfacción perdura en tanto aparece llena de sentido la metodología. Y en aquellos tiempos no había nada que pudiera convencer a los alquimistas de la falta de sentido de sus empresas químicas; además, si miraban hacia atrás, podían apoyarse en una larga tradición que contenía no pocos testimonios de quienes afirmaban haber obtenido resultados maravillosos.
Finalmente, tampoco tue utópico del todo este campo si se tiene en cuenta que los esfuerzos efectuados en el aspecto de la química dieron por resultado algún que otro descubrimiento secundario. Como precursora de la química, la alquimia tuvo una raison d'être suficiente. En consecuencia, si la alquimia nos presenta una serie infinita de experimentos químicos carentes de sentido e inútiles —en opinión mía—, no sería ésta una razón para sentir asombro, en la misma forma que tampoco pueden maravillarnos los disparatados intentos de la medicina y farmacología medievales.