1. Concepción lineal y cíclica de la historia
En su artículo “La destra e la cultura” (1) Julius Evola manifiesta la necesidad de
formular una concepción de la historia y de la sociedad correspondiente a la
derecha tradicionalista y revolucionaria (2) en contraposición con la
cosmovisión moderna en sus diferentes variantes, sea marxistas, liberales,
historicistas, etc. Dichas ideologías, a pesar de sus aparentes antagonismos,
parten de un fondo común cual es la creencia dogmática en un progreso lineal e
irreversible del devenir histórico. De
una manera lenta y evolutiva para la corriente kantiana, liberal y reformista,
de un modo en cambio abrupto, teñido de revoluciones y cambios repentinos -pero
acordes todos inconcientemente con una racionalidad secreta que los regiría-
para las vertientes hegelianas y marxistas. Esta postura lineal con respecto al
acontecer histórico no es sino una secularización del dogma judeo-cristiano del
fin de los tiempos para el cual la Historia, campo de batalla consecuente del
pecado original, está caracterizada por ser la representación de una larga
serie de antagonismos y conflictos radicales, pero que culminarían todos en un
final feliz y gratificante, el triunfo del bien sobre el mal, de los ángeles
buenos sobre los demonios infernales. Este mito religioso, llevado al terreno
de las ideologías políticas y sociales, sufrirá las siguientes conversiones. La
figura del ángel de espada flamígera y triunfante se transmutará con el
marxismo en la imagen del proletario expoliado quien, dando el golpe de gracia
al burgués capitalista, demolerá así el último vestigio de injusticia en el
mundo instaurando el paraíso comunista de la sociedad sin clases ni
padecimientos materiales. Bajo la óptica liberal el triunfante será en cambio
el pueblo racional y “civilizado” quien lentamente irá destruyendo a la sin
razón de la barbarie representada por la masa amorfa e irreflexiva, instaurando
así también el “paraíso” de la Democracia, utopía esta última más exitosa, pues
es la que hoy vivimos en el mundo. A los dogmas modernos derivados del
judeo-cristianismo en tanto secularizaciones de sus mitos, pretendieron
gestarse por contraposición filosofías de la historia que buscaron su
fundamento en otras cosmovisiones y sagas de la Antigüedad, tratando de
contraponer al concepto lineal, la imagen cíclica y repetitiva del devenir
histórico tal como aparecía en autores clásicos como Hesíodo. Ello traía aparejada la siguiente consecuencia: a la
convicción axiomática del moderno de que, en razón de la unidireccionalidad de
los acontecimientos, esta época resultaría el grado más elevado de perfección
obtenida, en tanto confirmación del ideal del Progreso ilimitado y de la
incesante evolución de la especie, se trató de restarle importancia a este
tiempo concibiéndoselo como uno más entre los otros, no como el efecto
culminante de civilizaciones anteriores, sino como una instancia circular
independiente de las demás. Se afirmó así que entre los diferentes períodos o
ciclos de la Historia existirían como hiatos, discontinuidades y rupturas
abruptas desvinculadas entre sí; que por lo tanto la llamada “Prehistoria” que
nos antecedió no sería la preparación para llegar a esta Historia, la cual para
los modernos sería, si no la culminación, al menos el estadio superior en
perfección, sino que sería tan sólo otra Historia, con valores y creencias
diferentes de la actual, sin vasos comunicantes, como rastros residuales e
involutivos hallables sea en el inconciente colectivo o en sociedades en vías
de extinción. De allí la idea de que el hombre primitivo no sería propiamente
nuestro antepasado, sino el efecto degenerado de otra humanidad diferente de la
nuestra (3). Así pues a la idea de continuidad lineal se le contrapone la
imagen de los ciclos discontinuos, de periodizaciones de tiempo que se suceden
en lapsos similares, pero que no guardan relación el uno con el otro.
René Guénon, quien mejor representara e
nuestra época tal concepción, nos habla en su obra “Formas tradicionales y ciclos
cósmicos” de Manvantaras o ciclos históricos que se repetirían en lapsos de
tiempo iguales, siendo por lo tanto la era actual una de las tantas
manifestaciones posibles, en nada algo superior, sino por el contrario un
efecto decadente y crepuscular, justamente en tanto representa un período que,
al haber hecho de la propia la época culminante, rechazando así la Tradición,
esto es, lo permanente a través del tiempo, ha confundido al Ser con una de sus
múltiples manifestaciones (4).
Sin embargo, desde la óptica evoliana, esta
postura tan sólo parcialmente supera la concepción moderna. Es cierto que la
perspectiva cíclica circular de la Historia, con su concepción crítica del
concepto de Progreso, ha derrumbado uno de los pilares principales de la modernidad,
justamente, al haber ubicado al tiempo burgués como un tiempo más entre las
múltiples manifestaciones del Ser, ha dado en la tecla con el temple principal
de los modernos cual es su tendencia al histrionismo, la vanidad, el
autoseñalamiento, de lo cual esta época presenta una plétora de ejemplos. No
obstante, esto no implica aun lo esencial de un rechazo radical y absoluto de
esta concepción. Es más, sea en tal postura cíclica como en la lineal, existe
un trasfondo común que las informa cual es su creencia en una cierta fatalidad
recurrente a lo largo de la totalidad del devenir histórico. Así pues, sea en
el judeo-cristianismo, como aun en manifestaciones paganas como la del mismo
Hesíodo que lo precedieron, está presente la misma idea de que los acontecimientos
históricos, análogamente a lo que sucede en el mundo natural, obedecen a un
encadenamiento necesario de causas y efectos que en el fondo hace nula la
libertad humana. Del mismo modo que el hombre no puede zafarse de la ley de
hierro de los ciclos históricos, así también la gracia de Dios nos impone en
modo necesario y determinado su “final feliz”. Es que en última instancia más
que hallarnos con concepciones distintas de la Historia, la lineal y la
circular, se trataría más bien de dos tendencias existenciales diferentes, mas
aun, de dos naturalezas antagónicas. Sin embargo es de resaltar que Evola, aun
con las limitaciones antes apuntadas, acepta la visión circular de la Historia
y por consecuencia, que el tiempo actual es decadente y secuencia de etapas
involutivas que lo precedieron, pero tan sólo en cuanto considera que no existe
la fatalidad, sino que el devenir histórico es fruto de la libertad humana y
que los ciclos no se repiten de manera necesaria. “Queda indeterminado pues, si
al agotarse un ciclo, podrá iniciarse, con cierto carácter de continuidad en
relación a los antecedentes, una nueva faz ascendente” (5). El tiempo cíclico
representa un proceso de materialización de la Historia. Al respecto es bueno
resaltar aquí la idea que Evola expone de materia. Tal palabra viene de “mater”
que significa madre y representa un estado de pasividad, de potencia, de
situación permanente de recibir una forma y por lo tanto de ser determinado y
regido por algo ajeno. Espíritu es en cambio por contraposición acto, principio
de autosuficiencia y libertad. De estas dos polaridades metafísicas emanan dos
tendencias existenciales diferentes. O lo humano se expresa a través de lo que
es superior, el plano espiritual y por lo tanto es activo y libre, hacedor, en
cuanto individuo, de la historia, o a la inversa, si prima en él la materia,
sobreviene entonces un estado más cercano a lo que es potencia y pasividad,
representando ello un dejarse conducir por el flujo irreversible de los
acontecimientos y entonces ya pierden valor aquí sea la linealidad, como la
circularidad y repetitividad de los hechos (el eterno retorno hacia lo mismo),
se trata más bien de ser el señor de la Historia o una simple marioneta del
destino, se llame éste Moira o Divina Providencia o aun ley del Progreso
Universal o Lucha de Clases. Cabría al respecto preguntarse: ¿Por qué si existe
la libertad, Evola adhiere a una concepción cíclica de la Historia? Para
nuestro autor vale la idea de que nos hallamos en un tiempo cíclico o circular.
Es verdad que las edades se repiten, que la historia, en tanto irrupción del
devenir ilimitado, acontece de manera rítmica y reiterativa. Que a la
conclusión de una edad áurea le sobrevienen de manera necesaria tres edades
sucesivas obedeciendo esto al fenómeno de la decadencia por el cual se va
rompiendo paulatinamente y en forma cada vez mas acelerada el equilibrio entre
las formalidades del hombre que componen el contexto social. Pero hay aquí una
diferencia esencial con la concepción cíclica que habitualmente se conoce. Ni
el ciclo acontece de manera necesaria a la humanidad, ni tampoco a la
conclusión del mismo sobreviene uno nuevo. Estamos inmersos en una edad
cíclica, es verdad, pero ello no es una situación natural de la humanidad. El
devenir histórico mismo, con sus reiteraciones permanentes, no representa una
situación normal para el hombre, sino la eternidad que se expresa como la
perpetuidad ilimitada de un período de equilibrio entre las partes del todo
social. Así pues, a similitud del mito cristiano del Paraíso adámico y de
diversas sagas pertenecientes a las grandes religiones, Evola considera que el
estado habitual del hombre representado por sus remotos antepasados era el de
la inmortalidad en el que no se conocía lo que hoy llamamos Historia, un
proceso ilimitado de cambios, sean éstos comprendidos en forma lineal o
circular. Y ésta ha sobrevenido como el producto de una caída, de un estado de
decadencia intrínseco a la misma humanidad. Es decir que la ciclicidad del
tiempo no ha sido el producto de una situación necesaria, sino de un acto
voluntario por el cual el hombre se ha apartado de un estado primordial o edad
áurea o Paraíso terrenal, etc. ¿Y por qué la ciclicidad se ajustaría mejor que
la linealidad al curso de los hechos históricos? Justamente porque, al
producirse la caída del hombre, el tiempo, como una de las varias
manifestaciones de su ser en decadencia, va asumiendo cada vez más, a medida
que transcurre, la forma más cercana a la materia cual es la reiteración
homogénea de los hechos. Así pues, de la misma manera de lo que sucede en la
naturaleza física: 1) los hechos quedan encadenados en un ciclo repetitivo: las
edades se suceden en modo necesario. 2) A su vez, a medida que se ahonda la
materialización del tiempo, se acentuará la asimilación del acontecer humano
con el fenómeno físico de la aceleración. Así como de acuerdo a la Física la
caída de un cuerpo acrecienta su movimiento a medida que se acerca al centro de
la Tierra, de la misma manera un ciclo, al aproximarse a su faz terminal,
aumenta ilimitadamente el movimiento de la caída. Y estamos entonces en la Edad
de Hierro. 3) Los períodos pueden ser previstos con antelación, así como
acontece con los fenómenos propios de las ciencias fácticas. Aunque es bueno
señalar que tales previsiones no pueden tener la exactitud de estas disciplinas
pues nunca la materialización del tiempo es absoluta y siempre queda un
resquicio aun remoto de espiritualidad, aun en las eras más decadentes, que
hace que las etapas puedan prolongarse o acortarse. Por otra parte el tiempo
puede llegar a enloquecer, los acontecimientos sucederse de manera vertiginosa
y sin embargo ello no significar la conclusión del ciclo. Vale aquí entonces lo
expuesto en otro artículo: “cuando el final parece más cercano, mayores
profundidades adquiere el abismo de la caída”... “la decadencia puede
prolongarse en el tiempo, como un proceso de muerte infinita, como una caída
abismal en la que se hiciese cada vez más indeterminado el saber en qué momento
acontecerá la detención” (6). Por ello es que la conclusión del ciclo, así como
su inicio dependerá única y exclusivamente de la libertad humana.
2.- La Meta-historia
Antes de la Historia
existió la Metahistoria. Las razas boreales de hombres inmortales no vivieron
entonces los cambios abruptos y repentinos que hoy conocemos con el nombre de
Revolución, aunque sería más propio hablar de Subversión (7). Clásicamente la
Revolución poseía un significado que aun hoy residualmente conserva la
Astronomía: era un movimiento ordenado de las partes alrededor de su centro
rector el cual, a similitud de un motor inmóvil, movía sin ser movido
orientándolas y atrayéndolas a sí como una causa final que permitía que éstas
realizaran su naturaleza propia. Tal principio metafísico supremo y organizador
recibía en la esfera social simultáneamente dos nombres: era por un lado el
Estado, por lo que señalaba, como su misma palabra lo indica, una instancia de
permanencia, estabilidad e inmutabilidad, siendo analógicamente como un Sol que
irradia luz y calor a todas las partes que de él participan. En segundo término
se llamaba Imperio, pues era un principio de mando y de gobierno, una causa
formal y eficiente que regía la vida de los hombres, permitiéndoles, al hallar
y realizar su propia medida, elevarse hacia una instancia superior de
eternidad. La función de gobierno consistía pues en realizar en las partes
múltiples que componen la trama social la dimensión del espíritu y de la
libertad otorgando un sentido supremo a todas las acciones, de este modo, aun
la más humilde de sus actividades, por tal irradiación y orientación, se sentía
multiplicada y dignificada. Por debajo, el cuerpo social se hallaba ordenado a
partir de tal principio organizador en un tramado de castas diferentes. Las
castas eran funciones que proyectaban socialmente las distintas formalidades de
las que participa el hombre en cuanto a su naturaleza propia. En tanto éste es
espiritual y partícipe de la eternidad, vinculado y proyectado hacia lo que es
más que mera vida, pertenecía a aquel grupo de personas que realizaban a nivel
social el valor de lo sagrado. Esta era la casta sacerdotal y sus instrumentos
propios eran el rito y la consagración. Por el primero, instauraban en el
tiempo del devenir el no-tiempo de la eternidad, evitando así que por la
contaminación secular que todo lo corroe, los hombres cayesen disgregados por
los múltiples afanes que habitualmente los agitan al imprimirles un temple
superior. Por el segundo otorgaban carácter sagrado y divino a lo que en
apariencias era tan sólo profano, estableciendo de este modo un lazo, una
continuidad ontológica entre este mundo y uno superior. Así pues teníamos las
consagraciones regales por las cuales quien era coronado rey adquiría por tal
acto la dimensión de pontífice, esto es, un hacedor de puentes entre la Tierra
y el Cielo, una figura e imagen divina en el seno de la humanidad. A través del
sacerdocio toda acción se convertía en un rito y toda realidad en un símbolo,
oficiando de puente, de punto de apoyo para elevarse hacia el más allá de lo
que es puramente humano. En segundo lugar viene la función psíquica, la cual
tiene por fin el de representar un principio de orden y racionalidad del
organismo humano y viviente evitando que todo aquello proveniente de la función
animal y sensitiva, los instintos e impulsos que suelen desencadenarse bajo la
forma de caprichos, deseos y modas irrefrenables, determinen al hombre
conduciéndolo hacia la disgregación temporal, hacia el ámbito de lo que es
puramente múltiple y caótico. Tal función a nivel político era asumida por la
aristocracia, esto es, aquel grupo de hombres seleccionado desde la cuna y por
una larga experiencia pública para dirigir y moralizar a la comunidad evitando
que las clases sociales vinculadas a las dimensiones animales y puramente
biológicas del hombre, desencadenen en el contexto social enfermedades o
desórdenes tales como la avaricia, la usura, la lujuria y toda otra clase de
desenfreno irracional por lo mutable. Tal clase tenía una función eminentemente
ética; lejos se estaba del maquiavelismo que separaba tal dimensión de la
política. Y recibía del sacerdocio y de su creación viviente, el Emperador, una
dirección existencial por la que conducirse. En tercer y cuarto término vienen
los dos órdenes pertenecientes a la esfera material: primero el correspondiente
al nivel biológico animal del que el hombre participa por el cuerpo en tanto
ser viviente y sensitivo y luego el nivel físico-vegetativo, en tanto ser
sometido a los procesos elementales del cambio incesante y movimiento y a la
función vital puramente vegetal y nutritiva de mero individuo que crece, se
reproduce y muere en forma continua, vermicular y reiterativa. Tales dimensiones, correspondientes a la naturaleza material, se
manifiestan socialmente a través de las clases económicas en dos órdenes
claramente diferenciados a nivel funcional y existencial. Primero se encuentra aquella
que ordena el proceso productivo, estableciendo metas al mundo del trabajo,
tratando que el mismo se oriente hacia la organicidad funcional propia de lo
que es vida sensitiva y luego encontramos aquella que, apegada más al plano
físico y al no tener en sí misma el principio del movimiento, carece de
cualquier finalismo y organicidad y solamente ejecuta en forma mecánica y
necesaria, sea lo que la clase que le es superior, sea sus meros instintos, le
ordenan. En el primer caso tendríamos a la clase de los empresarios o de la que
se conociera antes como de los “capitanes de industria”, para quienes el
proceso productivo se asocia a la inventiva, la empresa es concebida aquí como
un ejército, la producción a un desafío en el que triunfa quien se destaca por
su ingenio y el mercado un campo de batalla en el que sobresalen la aptitud y
habilidad para perpetuarse y vencer. En el segundo estaría la de aquellos que
por sí mismos no ven en la economía nada que la trascienda, que endiosan el
dinero, el consumo, el placer y el trabajo como oscura necesidad; siendo ésta
la clase que debe seguir las más férreas reglamentaciones para poder vivir la existencia
libre del espíritu. De este modo, una
sociedad humana alcanza a realizar su equilibrio y armonía cuando las cuatro
clases que la componen cumplen con la función que les corresponde. Que las mas
altas orienten a las inferiores y que éstas les respondan con lealtad y
fidelidad recíproca. Un principio resumía el espíritu del mundo metahistórico
de la Tradición y era el de la equidad que rezaba: “a cada uno lo suyo”; que
cada naturaleza cumpla con la función que le corresponde y no pretenda insubordinarse
y violentar la propia condición. Este principio fue ilícitamente confundido más
tarde con el de la igualdad. Toda la trama social podía resumirse en las
siguientes normas: a) que la clase sacerdotal, sacralizando a la clase
política, dé contenido trascendente a la función moralizadora que ésta
personificaba. b) Por debajo, las clases económicas, conducidas por normas
espirituales, moderaban sus apetitos materiales haciendo que la economía
sirviese al hombre, así como el cuerpo sostiene y es informado por el alma y no
a la inversa. De modo a su vez que la materia mecánica que no es movida por sí
misma, sea dirigida hacia la finalidad de lo orgánico viviente. Que la vida
respete el fin de los bienes morales que le propone el alma para conducirla a
la libertad y que lo psíquico-político trascienda el orden de la temporalidad
alcanzando la meta de lo sagrado que le ofrece el sacerdocio. Y que en su
cúspide más alta el que manda, quien personifica al Estado que representa el
equilibrio rector del mundo de la Tradición, plasme este orden existencial
conduciendo esta vida hacia la otra vida.